Un batallón a mi disposición III
No bien terminé de deslechar a tres soldados —y a un teniente que llevaba— y ya la tercera compañía del batallón me esperaba con las vergas en ristre….
El soldado a quien le estaba haciendo eso que se conoce como el ‘sentón chino’ eyaculó dentro de mí en medio de alaridos de placer; al terminar se dejó caer sobre la cama y yo procedí a retirar su verga aún erecta de mi ano. Como la había visto más chica de lo que resultó ser, me detuve a contemplarla y a admirar de paso su cuerpo esbelto, cobrizo y fibroso marcado por las faenas militares. Súbitamente, alguien me tomó de los pelos con violencia inusitada que me hizo trastabillar, y casi a rastras me llevó a la primera gran habitación con literas. Me arrojó de un empujón sobre una de ellas y cuando traté de incorporarme para voltear y comprender qué estaba pasando, una fuerte bofetada me puso en mi lugar. “Tú no has venido a mirar a nadie sino a que te revienten el culito. ¡Échate boca abajo y abre las piernas!”.
Era la primera vez que me trataban como una muñeca inflable barata: solo un hueco húmedo y caliente en la cara y otro entre las nalgas para que un grupo de machos arrechos y sin la más mínima demostración de afecta vierta su semen mientras gritan y se golpean el pecho como gorilas. ¡Y qué rico se sentía ser maltratado por una manada de machos alfa!
Así que obedecí: me tiré boca abajo y abrí los brazos y las piernas cual estrella de mar. Escuché cómo los soldados se quitaban la ropa y/o las mochilas. “Ábrete las nalgas con las manos”, dijo alguien. Obedecí sumisamente, sin importar quién me daba las órdenes. “¡Ábrelas más!”. Eso hice y, además, levanté el culo, quebrándome hacia atrás lo más que podía a pesar de lo cansado que estaba.
“Ya, quédate así. ¡No te muevas, mierda!”
Alguien se subió a la cama y se puso tras de mí. Dio un escupitajo sobre mi ya adolorido ojete, y metió dos o tres dedos haciéndome dar un respingo. “¡Que no te muevas, puta!”, me gritó y me dio un fuerte coscorrón en la cabeza. Inmediatamente, dejó caer todo su cuerpo sobre el mío, enterrando su pinga totalmente al palo en mi cuerpo. Procedió a moverse brutalmente un largo rato y luego apoyó sus manos sobre mi espalda, moviéndose aún más brutalmente y resoplando; terminó con una embestida más un rugido como de león satisfecho.
Se retiró de mí e inmediatamente vino otro que hizo exactamente lo mismo: me ordenó abrirme el culo y quebrarme, se abalanzó sobre mí dejándose caer con todo su peso al mismo tiempo que me metía su verga hasta los huevos; empezó un mete y saca de ritmo potente y constante. Este, al menos, me mordió la oreja; me hizo doler, pero lo tomé como la demostración de cariño por parte de un macho hétero que empezaba a deslecharse. De pronto, se quedó quieto, respiró fuerte, se salió de mí y me regaló una sonora nalgada.
“¿Qué te pasó?”, le dijo alguien. “Nada, ya me vacié, ya…”, le respondió mientras otro soldado se echaba sobre mí. “¿Tan rápido?”, siguió la conversación mientras el que estaba encima de mí buscaba sin mucho éxito mi hueco anal con una verga que se sentía como una piedra caliente de considerables dimensiones. Los otros seguían conversando: “Es que este fin de semana no he visto a mi jerma y tampoco pude ir al chongo y me vine al toque ni bien se la metí… le he dejado harta leche, pero fui rápido porque, a pesar de que ya se lo comieron varios, ese culito sigue apretadito y está calientazo, uón…”
El que estaba sobre mí por fin encontró mi entrada y se dejó ir con todo. Me ardió un poco y gemí. “Oe, sí”, dijo luego de clavarme. “Tiene el culito apretadito y está hirviendo, qué rico… yo tampoco voy a durar mucho”. Me volvió a embestir y yo le respondía a cada empujón con un gemido. Alguno dijo “qué rico gime, conchasumare, como hembrita pituca”.
Mi cachero de turno se detuvo, me la sacó de golpe y dijo mientras se bajaba de la litera: “qué rico culo; yo también ya me vine, ya… uffff…”. El siguiente cachero me hizo ponerme boca arriba. Tomó mis piernas, las elevó y las puso sobre sus hombros mientras se colocaba sobre mí y me la metía. Yo, que estaba muy cansado, descubrí que en la parte de abajo de la litera de arriba cruzaban las maderas que sostienen al colchón y enganché los dedos de mis pies entre ellas. Fue el primero de este nuevo grupo a quien pude ver el rostro: era un joven negro, un poquito gordito, de pelo muy ensortijado en la cabeza y en el pecho, el cuello muy ancho y la cara bonita, aunque con acné. Parecía alto. Me sorprendió que no me cache estando yo boca abajo. “Oe, sin mariconadas, pe, bloqueo… ¿te lo vas a chapar, acaso?”, le dijo alguien entre carcajadas. Yo dirigí la mirada buscando a quien había hablado, pues su voz ronca me excitó un poco, pero el negro me dio una cachetada que me dejó marcados sus dedazos por varios días. Me obligó a mirarlo a los ojos todo el rato. “Quiero ver tu cara de perra mientras te parto en dos y te preño”, me dijo y empezó una cachada sin control alguno. Sentí que me estaba embistiendo un tanque. El camarote rechinaba por la violencia de sus movimientos mientras los demás reían y comentaban sobre el tamaño de su pene —se sentía enorme— y cómo me iba a dejar el culo, mientras el ardor de mi esfínter se hacía cada vez más intenso, lo que me hacía gemir también sin control.
“Eso, puta; ¡demuestra que por más que te viole un ejército entero, siempre vas a sentir la pinga de un negro!” Se vino con gritando “sí, desléchame”. Sentía los latidos de su pene y hasta los latigazos de leche caliente que me enviaba al interior, mientras nos mirábamos fijamente a los ojos. Sonrió de lado, socarronamente, me la sacó y se fue.
“No bajes las patas”, dijo uno que inmediatamente tomó su lugar. Se acomodó, me la metió y empezó a meter y sacar mientras me amasaba las tetas provocándome placer y dolor a la vez. En un momento, se detuvo al percatarse de que mi boca estaba abierta y dejó caer saliva, la cual tragué sin pensar. Siguió machancándome las tetas y dándome por el culo a velocidad mediana, incrementándola cada vez más rápido hasta que nuevamente se detuvo, me agarró de los hombros y empezó un mete y saca violento que me hizo gritar por el ardor. Habremos estado así un minuto y algo más, hasta que se detuvo, me la sacó de golpe haciéndome arder y gritar.
Finalmente, un último soldado me hizo ponerme otra vez boca abajo y se colocó sobre mí. Yo no sentí ni siquiera dolor cuando la metió. Luego de, digamos, medio minuto, me la sacó y me dio un nalgazo. “Estás bien rica”, dijo, mientras se marchaba a otra habitación, desde donde provenían voces y fuertes olores a cigarrillos, chelas, sudor de hombres bien machos y de pingas recién deslechadas tras un cache frenético.
Traté de ponerme de pie, pero se me doblaron las piernas y me caí al suelo. Al tratar de incorporarme, ya había un soldado a mi lado, justamente el negro, quien me ayudó a ponerme en pie. “Te dejamos trapo, bebé”, me dijo. “Quiero bañarme?”, le dije. En silencio, me abrazó y me llevó casi cargado hacia las duchas, atravesando las dos habitaciones. En la tercera estaban reunidos casi todos los soldados; unos sin polo, otros en calzoncillos, con el teniente Tony totalmente desnudo, rascándose los huevos. Solo faltaba el que se subió a su litera después de cacharme de pie.
“Se va a bañar”, dijo el negro que me sostenía. Tony se dirigió a mí: “lávate bien el culito, que te falta por lo menos una ronda más con todos”.
Continuará…
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