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Dominación Hombres, Fantasías / Parodias, Gays

Un culito en la oficina

En la fiesta de la oficina, Edwin, suelto y sudado, despierta el deseo del jefe Mario. Entre tequila, miradas y cuerpos rendidos, terminan en la cama, cruzando límites con lengua, piel y fuego. El placer los desarma, sin etiquetas, solo carne, sudor y ganas que no se detienen..
La fiesta de aniversario del trabajo fue un desastre glorioso.

 

Cerveza, música norteña, botellas de tequila alineadas como fichas de dominó. Gritos, abrazos falsos, y ese calor colectivo que solo se da cuando la empresa paga todo y a nadie le importa el lunes.

 

Edwin andaba suelto. Ya sin chamarra, sin pudor y sin filtro. Sus carcajadas retumbaban por el patio del salón rentado. El pantalón entallado apenas contenía ese culo redondo, generoso, de esos que piden ser mordidos. Sudaba, bailaba, se dejaba querer por todos. Decía que era derecho, pero con esa sonrisa y ese cuerpo… el “derecho” se volvía relativo.

 

Mario lo observaba desde su mesa. Traje gris, vaso de whisky en mano, sonrisa apenas marcada. El jefe serio, respetuoso, con 40 años bien llevados y una afición obvia: el colágeno con buena nalga.

 

Cuando la fiesta se fue apagando y los invitados desaparecían, Fernando, con los ojos medio cerrados y el cuerpo tambaleante, se le acercó:

 

—Jefecito… ¿vive cerca, no?

 

—Diez minutos en carro.

 

—Verga… Yo vivo a una hora de aqui. ¿Puedo quedarme en su casa?

 

—Claro. Vente.

 

Y se fueron en el carro de Mario. Edwin reía solo, cantaba bajito y se tambaleaba con cada paso al subir al 5to piso. Mario lo tomaba del brazo, guiándolo sin prisa, sin decirle nada más que lo justo.

 

Entraron al departamento. Pequeño, limpio, con olor a madera y lavanda. Edwin se dejó caer en el sillón, mientras Mario le sirvió un vaso de agua.

 

—Tómate esto, antes de que te mueras.

 

—Gracias, jefe… es usted un ángel al mismo tiempo que lo abrazaba.

 

Se lo bebió de golpe. Luego, con la camisa abierta y el pantalón medio caído, se tiró de lado. El resorte de sus calzones Calvin Klein sobresalía, tenso por las carnes suaves de su cintura. Mario lo miró, se mordió la lengua. Pero no dijo nada. Fue por una cobija.

 

—¿Duermes aquí o te acuestas en la cama?

 

—¿Y usted?

 

—Yo me acomodo donde sea.

 

—Pues… mejor nos dormimos en la cama, ¿no? Como compas. A menos que ronque culero.

 

Mario dudó. Pero asintió.

 

Minutos después, ambos estaban acostados. Edwin boca abajo, con el pantalón ya en el suelo y la camiseta levantada hasta la espalda. Mario lo miraba de reojo, fingiendo ver el techo, pero su corazón golpeaba como tambores.

 

—¿Le incomoda, jefe?

 

—¿Qué cosa?

 

—Que esté así. Medio encuerado.

 

—¿Tú estás incómodo?

 

—Naah. Yo me dejo. Usted sabrá.

 

Silencio. Y fuego en el aire.

 

Mario se giró. Su mano tembló antes de posarse en la cintura de Edwin. El joven no se movió. Sólo murmuró:

 

—No se pase… pero tampoco se detenga.

 

Eso fue todo.

 

Mario bajó la mano. Le acarició la curva del trasero con cuidado, con deseo contenido. Apretó. Suave primero. Luego con más firmeza. Edwin soltó un suspiro ronco.

 

—Aguanto, jefe. No se espante.

 

Entonces Mario se pegó a él. Le besó el cuello. Lentamente. Con lengua. Edwin se mordía el labio, con la cara enterrada en la almohada.

 

—No soy puto —dijo, apenas audible.

 

—Y yo no soy cura —respondió Mario.

 

Las manos del jefe ya estaban debajo de los calzones. Esas nalgas eran una bendición carnal: calientes, suaves, con peso, perfectas. Mario bajó la prenda hasta los muslos. Y ahí lo tuvo, expuesto, rendido.

 

Le besó la espalda. Bajó por la columna. Se detuvo entre las nalgas y las separó. Edwin tensó los muslos, pero no dijo nada. Solo apretó los puños.

 

La lengua de Mario lo tocó. Mojada. Caliente. Deslizándose entre la piel y el pecado. Edwin gemía, bajo, masculino, con esa mezcla de vergüenza y placer que no se atreve a ser escándalo. El jefe lo devoró sin apuro. Con hambre. Con elegancia. Como si chuparle el culo fuera un ritual.

 

Después de un rato, Edwin se volteó. La verga ya le marcaba los calzones. Dura, palpitando. Se la sacó sin pudor y se la puso en la mano a Mario.

 

—No se diga más, jefe. Échele.

 

Mario se la tragó entera. La garganta profunda, caliente, entregada. Edwin le sujetó la cabeza con una mano. Cerró los ojos. Se dejaba hacer. Se dejaba querer. El cuerpo sudado brillaba en la penumbra.

 

Después, lo empujó suave. Lo giró. Se sentó él mismo en la cama, abrió las piernas y lo atrajo hacia su verga como quien jala el destino. Mario se montó. Se lo metió despacio. Sintiéndolo abrirse, recibiéndolo centímetro a centímetro.

 

—Verga… jefe… no sabía que me gustaba esto…

 

—Te gusta cómo te lo hago.

 

—Sí… así sí…

 

Cabalgó con fuerza. Los cuerpos chocando, el jadeo animal llenando la recámara. El sudor, la carne, la necesidad. Edwin le acariciaba los pezones, le mordía el cuello, le decía al oído:

 

—Deme todo, jefe. No me guarde nada.

 

Y Mario lo hizo.

 

Se vino adentro. Temblando. Mordiéndole el hombro. Mientras Edwin acababa en su propio pecho, caliente, respirando como toro cansado.

 

Cayeron rendidos. Silencio.

 

Hasta que Edwin dijo, con la voz ronca:

 

—Nomás no se enamore, jefe…

 

Y se rió.

 

Mario también. Aunque en el fondo… ya lo estaba.

 

Cómo a eso de las 3:47 de la mañana.

La ciudad dormía.

Pero en el departamento de Mario, el silencio no era quietud… era electricidad.

 

Edwin roncaba suave. Boca arriba, con la verga fuera, flácida pero generosa, descansando sobre un muslo. Las cobijas habían quedado a medio camino entre la cintura y las piernas. La luz del poste de la calle se colaba por las persianas y le dibujaba líneas suaves sobre la piel blanca. Mario no podía dormir. Lo miraba. Lo devoraba con los ojos. El sabor aún le ardía en la lengua.

 

Se levantó al baño. Con cuidado. Pero el crujido de la puerta bastó para que Fernando abriera un ojo.

 

—¿Qué hora es?

 

—Casi las cuatro…

 

—¿Va a orinar o qué?

 

Mario se rió bajito.

—No, nomás no puedo dormir.

 

Edwin se incorporó, despacio, rascándose el pecho.

 

—Hace calor, ¿no?

 

—¿Quieres agua?

 

—N’ombre, quiero otra cosa.

 

Mario se detuvo. Giró hacia él.

Edwin se mordía el labio, medio sonriendo.

 

—¿Estás pedo todavía?

 

—Estoy caliente. Es diferente.

Mario se acercó. Edwin lo agarró del brazo y lo jaló hacia la cama, de nuevo. Esta vez no había nervios, ni duda. Solo ganas.

 

Se sentaron frente a frente, piernas cruzadas. Mario pasó sus manos por los muslos grandes de Edwin, sintiendo el peso, la firmeza, la carne suave. Le bajó los calzones otra vez. La verga estaba medio parada, hinchada como si no hubiera terminado de irse nunca.

 

—Quiero que me la mames otra vez, jefe. Pero ahora viéndome.

 

Mario se agachó sin decir nada. Le agarró la base, le dio un par de lengüetazos, y se la metió completa. Edwin echó la cabeza hacia atrás, jadeando.

 

—Esooo… así, no pares.

 

El ritmo era lento. Cadencioso. La boca de Mario era una trampa húmeda perfecta. Subía, bajaba, lo miraba a los ojos. Edwin se tocaba los pezones, se mordía los labios, se dejaba hacer como si llevara años esperando ese trato.

 

Pero algo cambió.

 

Edwin lo empujó hacia atrás, despacio. Lo acostó boca arriba. Se bajó él mismo los calzones hasta los tobillos y se subió encima, esta vez con decisión. Le lamió los pezones, le mordió el cuello, y con la verga dura apuntando entre las piernas, le susurró:

 

—Quiero probarlo.

 

—¿Probar qué?

 

—Usted ya me cogió, ¿no? Ahora me toca.

 

Mario lo miró en silencio. Sorprendido. Excitado. Le temblaron los labios.

 

—¿Estás seguro?

 

—No preguntes tanto. Solo voltéate.

 

Mario obedeció. Se puso en cuatro. Cerró los ojos. La respiración agitada. Edwin escupió en su mano. Varias veces. Se acomodó detrás. Con torpeza, pero con ganas. Se la restregó primero. Luego presionó.

 

—Despacito… —dijo Mario.

 

Y Edwin obedeció. Entró lento. Muy lento. Sintiendo cada centímetro como si fuera una nueva vida. Cuando lo tuvo todo adentro, se quedó quieto, mordiéndose la lengua.

 

—No mames, jefe… qué rico se siente.

 

Mario gemía, agarrado a las sábanas.

 

—Muévete…

 

Y Edwin empezó. Con ritmo firme. Profundo. Agarrándole las caderas con fuerza, marcando territorio. El cuerpo sudado brillando, los músculos vibrando. Cogía como borracho valiente: sin técnica pero con todo el corazón.

 

—¿Así? ¿Te gusta?

 

—Más… métemela toda…

 

El cuarto se llenó de sonidos húmedos. Carne chocando. Gemidos bajos, rotos, calientes. Edwin jadeaba como toro, le agarraba el cabello a Mario y se lo jalaba hacia atrás.

 

—No pensé que esto me fuera a gustar, jefe…

 

—Tampoco yo…

 

El ritmo se volvió brutal. Intenso. Mario no podía más. Le temblaban las piernas. Edwin estaba a punto de explotar.

 

—Me vengo… ¡me vengo!

 

—Hazlo adentro…

 

Y Edwin se vino con un gemido largo, enterrado hasta el fondo, descargando todo dentro de su jefe. Se dejó caer encima de él. Pegados. Sudados. Respirando como si se hubieran salvado de un incendio.

 

—Ya valí verga, jefe… —susurró Edwin, con la cara en su espalda.

 

—Yo también —respondió Mario, sin aliento.

 

Y ahí se quedaron. Enredados. Entre semen, sudor y ese silencio raro que llega cuando el placer fue tan fuerte que el alma se quedó abierta.

98 Lecturas/22 julio, 2025/0 Comentarios/por beachboy
Etiquetas: baño, culito, culo, joven, metro, puto, semen, verga
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