Un emperador Romano particular II
empezamos con lo bueno.
Mis generales, conscientes de mi poder y mi apetito insaciable, a menudo buscaban ganarse mi favor ofreciéndome a sus hijas. Yo, por mi parte, nunca desaprovechaba la oportunidad de satisfacer mis deseos y reforzar mi dominio sobre ellos. Cada una de estas jóvenes era una muestra de la lealtad y sumisión de sus padres, y yo las trataba como tal.
Recuerdo a Julia, la hija mayor del general Septimio. Era una joven de cabello dorado y ojos azules, con una piel suave como el alabastro. Su padre la ofreció como un regalo de agradecimiento por una victoria en batalla. La noche en que la tomé por primera vez, la llevé a mis aposentos privados, donde la desnudé lentamente, disfrutando de cada momento. Su cuerpo era perfecto, y sus gemidos de placer eran música para mis oídos. La poseí con la misma intensidad con la que dirigía mis ejércitos, y ella, aunque al principio tímida, pronto se rindió a mis caricias y demandas.
Otra fue Claudia, la hija del general Marco. Era más osada que Julia, con un espíritu fuego y una belleza que desafiaba a los propios dioses. Su padre la envió como un gesto de lealtad, esperando que mi favor cayera sobre él. Claudia no se sometió fácilmente; su resistencia solo avivó mi deseo. La tomé con fuerza, dominándola completamente, y su lucha inicial se convirtió en una rendición apasionada. Sus gritos de placer resonaban en las paredes de mi palacio, y yo sabía que mi poder sobre ella era absoluto.
No todas eran voluntarias, pero eso solo añadía sabor a mi conquista. La hija del general Lucio, una joven llamada Valeria, fue enviada con lágrimas en los ojos. Su padre, temeroso de mi ira, la ofreció como un sacrificio para mantener su posición. Valeria era hermosa, con una melancolía en sus ojos que me intrigaba. La tomé con una mezcla de ternura y brutalidad, y pronto sus lágrimas se convirtieron en suspiros de placer. Su cuerpo se amoldó al mío, y su resistencia se desvaneció bajo mis caricias expertas.
Cada una de estas jóvenes era una prueba de mi poder y mi deseo insaciable. Mis generales, al ofrecerme a sus hijas, me mostraban su sumisión y su miedo. Yo, a mi vez, disfrutaba de cada una de ellas, saboreando su rendición y su placer. Mi cama era un campo de batalla, y yo era el conquistador, siempre victorioso.
En mi palacio de Capri, estas jóvenes se convertían en parte de mi harem, donde las visitaba según mi capricho. Algunas se quedaban por más tiempo, otras eran reemplazadas rápidamente. Pero todas, sin excepción, experimentaban mi poder y mi lujuria. Mi favor no era algo que se ganara fácilmente, y mis generales lo sabían. Sus hijas eran el precio de su lealtad, y yo, el emperador, las disfrutaba sin piedad ni remordimiento.
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