Un emperador romano particular III
sigue la historia.
Como emperador, mi apetito era insaciable y no hacía distinciones cuando se trataba de satisfacer mis deseos. Además de las hijas de mis generales, también aceptaba a soldados que buscaban escalar en la jerarquía del ejército. Muchos de ellos, jóvenes y fuertes, se ofrecían con la esperanza de ganar mi favor y avanzar en sus carreras militares. Algunos me sorprendieron con el placer que podían ofrecer, y no dudaba en recompensarlos por su valentía y audacia.
Recuerdo a uno en particular, un joven soldado llamado Cayo. Era un hombre de apariencia imponente, con músculos bien definidos y una mirada feroz. Su valentía en el campo de batalla era legendaria, y su cuerpo, marcado por cicatrices de guerra, era un testimonio de su coraje. Cayo se presentó ante mí una noche, después de una victoria significativa, y me ofreció su cuerpo como un tributo a mi grandeza. Lo llevé a mis aposentos privados, donde lo desnudé lentamente, admirando cada línea de su cuerpo esculpido.
Cayo no era tímido ni vacilante. Sabía lo que quería y no tenía miedo de tomar lo que deseaba. Me sorprendió con su pasión y su habilidad, y pronto nos encontramos enredados en un baile de placer y dominio. Su cuerpo respondía al mío con una intensidad que rara vez había experimentado, y sus gemidos de éxtasis llenaban el aire. Lo poseí con la misma ferocidad con la que dirigía mis ejércitos, y él se rindió completamente a mi voluntad.
Otro soldado que me dejó una impresión duradera fue Lucio. Era más joven que Cayo, pero su belleza era deslumbrante. Sus ojos verdes y su cabello rubio lo hacían destacar entre sus compañeros. Lucio se ofreció a mí después de una campaña exitosa, esperando ganarse mi favor y un puesto más alto en la jerarquía militar. Lo llevé a mis aposentos y lo traté con una mezcla de ternura y brutalidad. Su cuerpo era suave y flexible, y sus respuestas a mis caricias eran tan naturales como el flujo de un río.
Lucio me sorprendió con su capacidad para el placer. Su cuerpo se amoldaba al mío como si estuviera hecho para mí, y sus gemidos de éxtasis eran una melodía que me enloquecía. Lo tomé una y otra vez, disfrutando de cada momento de nuestra unión. Su valentía y su pasión lo convirtieron en uno de mis favoritos, y no dudé en recompensarlo con un ascenso y privilegios especiales.
No todos los soldados que se ofrecían a mí eran tan habilidosos, pero siempre encontraba algo de placer en sus intentos. Algunos eran torpes y vacilantes, pero su entusiasmo y su deseo de complacerme eran suficientes para satisfacerme. Otros, aunque menos talentosos, tenían una belleza que los hacía deseables. Mi cama era un lugar de poder y dominio, y cada soldado que entraba en ella sabía que debía someterse a mi voluntad.
En resumen, no hacía distinciones cuando se trataba de satisfacer mis deseos. Soldados, hijas de generales, esclavos, todos eran bienvenidos en mi lecho si podían ofrecerme placer. Mi poder y mi lujuria no conocían límites, y disfrutaba de cada uno de ellos, saboreando su rendición y su placer. Mi favor no era algo que se ganara fácilmente, pero aquellos que lograban complacerme eran recompensados generosamente.
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