Un Emperador Romano Sadico I
Un emperador y un gusto muy particular 1ra parte.
En los días gloriosos del Imperio Romano, un emperador cuyo nombre era conocido por su crueldad y sadismo. Me llamo Tiberio, y mi reinado estaba marcado por una mezcla de poder absoluto y placeres oscuros. Vivía en la isla de Capri, donde había construido una serie de villas y palacios que eran testamento de mi lujuria y depravación.
Entre los muchos esclavos que habitaban mis dominios, había uno que capturaba mi atención de manera particular. Se llamaba Hermes, un joven de belleza exquisita, con ojos profundos y un cuerpo esculpido por los dioses. Su piel bronceada y su cabello rizado eran una tentación constante, y pronto se convirtió en el objeto de mis más oscuros deseos.
Hermes había sido capturado en una de mis campañas militares en el lejano Oriente y traído a Roma como botín de guerra. Su origen y educación lo hacían diferente de los demás esclavos; hablaba varias lenguas y tenía un conocimiento profundo de la filosofía y la literatura. Esto, combinado con su belleza física, lo convertía en una presa irresistible para mi perversión.
Comencé a visitarlo con frecuencia en sus aposentos, donde lo sometía a mis caprichos más sádicos. Lo azotaba con látigos de cuero trenzado, disfrutando de sus gritos de dolor, y luego, en un giro cruel, le ofrecía los más exquisitos placeres. Lo colmaba de regalos y atenciones, solo para arrebatárselos de nuevo en un juego perverso de poder y control.
Hermes, a pesar de su sufrimiento, nunca perdió su dignidad. A veces, en la soledad de la noche, me sorprendía pensando en él, no solo como un objeto de mi deseo, sino como un ser humano con sentimientos y pensamientos propios. Esto, sin embargo, solo servía para alimentar mi obsesión y mi necesidad de dominarlo completamente.
Una noche, mientras lo tenía atado a mi lecho, susurré en su oído palabras de amor y odio entrelazadas. «Eres mío, Hermes,» dije, «y te poseeré hasta que no quede nada de ti.» Sus ojos, llenos de lágrimas, me miraban con una mezcla de miedo y desafío. En ese momento, sentí una extraña satisfacción, una mezcla de poder y posesión que me consumía por completo.
Mi relación con Hermes se convirtió en una danza macabra de placer y dolor, amor y odio. Él era mi esclavo, pero también mi confidente, mi amante y mi enemigo. En sus brazos, encontraba una mezcla de éxtasis y tormento que me mantenía atrapado en su red, incapaz de escapar de su hechizo.
Con el tiempo, mi obsesión por Hermes se volvió tan intensa que comenzó a afectar mi reinado. Mis consejeros y generales se preocupaban por mi comportamiento errático y mi falta de interés en los asuntos del estado. Sin embargo, yo solo podía pensar en él, en su cuerpo y en su espíritu indomable.
Finalmente, en un arrebato de locura, ordené su ejecución. No podía soportar la idea de que alguien más lo poseyera, ni siquiera la muerte. Lo hice asesinar en secreto, y su muerte marcó el comienzo del fin de mi reinado. La noticia de su trágico destino se extendió por el Imperio, y mi nombre se convirtió en sinónimo de crueldad y depravación.
En mis últimos días, encerrado en mi palacio de Capri, solo podía pensar en Hermes y en el amor oscuro que nos había unido. Su memoria me perseguía, y en mis sueños, lo veía mirándome con esos ojos profundos y llenos de desafío. Fue mi mayor triunfo y mi más grande fracaso, el amor que me consumió y me destruyó.
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