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Dominación Hombres, Gays, Travestis / Transexuales

Un Padre borracho viola a su hijo

Padre Juan viudo hacia unos meses, se emborracha y viola a su hijo pero primero lo viste con las prendas de su mama.
El sol de la tarde se colaba perezoso entre las persianas cerradas, iluminando motas de polvo que danzaban sobre el vacío de la botella de licor caída en la alfombra. Juan de 40 años, hundido en el sofá, sentía el peso del mundo —un mundo reducido a esa sala silenciosa— sobre sus hombros. El alcohol era un velo grueso, un muro de algodón entre él y el dolor punzante que habitaba su pecho desde que ella se fue.

La puerta se abrió y cerró con el clic suave de siempre. La mochila cayó al suelo con un golpe sordo. Era Miguel de 14 años, de regreso del colegio. Se detuvo en el umbral, su figura recortada contra la luz del vestíbulo. Contempló la escena con una tristeza antigua, demasiado pesada para sus jóvenes hombros. No era la primera vez.

Juan alzó la mirada, pesada, nublada por el ron. La luz de la tarde le dio de lleno en los ojos a su hijo, creando un halo alrededor de su silueta. Y en ese instante, el velo se rasgó. El alcohol y la añoranza hicieron una alianza cruel y maravillosa.

No vio a Miguel.

Vio la melena oscura que el sol acariciaba de la misma manera. Vio la curva familiar de la mejilla, la suave línea de la nariz, la manera de estar de pie, ligeramente inclinada. El corazón, medio adormecido, le dio un vuelco brutal en el pecho.

—María… —la palabra salió de sus labios como un susurro ronco, cargado de todo el anhelo de meses.

Miguel se quedó paralizado. Un frío recorrió su espina dorsal. Escuchaba ese nombre, el de su madre, en boca de su padre, con un tono que no era para él.

Juan extendió un brazo tembloroso, su mirada vidriosa fija en el espejismo.

—María, por favor… no te quedes ahí. Acércate.

La voz de su padre era una mezcla de súplica y de profundo, desgarrador amor. Miguel sintió una punzada de dolor y de rabia. Quería gritar, sacudirlo, decirle «Soy yo, papá, soy Miguel». Pero la vulnerabilidad extrema que veía en esos ojos, la necesidad absoluta, lo mantuvo en silencio.

Indeciso, dando cada paso como si el suelo fuera de cristal, Miguel se acercó. No era él quien caminaba, era el fantasma de su madre respondiendo a la llamada de su padre.

Se detuvo frente al sofá. Juan alargó la mano y tocó su rostro, con una ternura que Miguel no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Los callos de sus dedos rozaron la piel suave de su hijo, pero Juan no sentía la realidad, sentía el recuerdo.

—Te extraño tanto… —murmuró Juan, y una lágrima solitaria surcó su mejilla barbuda—. No me dejes.

Miguel no dijo nada. Permaneció allí, de pie, siendo el reflejo de un amor perdido, sosteniendo el frágil mundo de su padre con la máscara de su propia cara. En ese momento, no era el hijo. Era el consuelo, el espejismo, el último y desesperado puente que su padre intentaba cruzar para volver a encontrarla.

La mano de Juan, áspera y temblorosa, se posó en la mejilla de Miguel. Los dedos callosos se cerraron con una fuerza desesperada en la nuca del joven, tirando de él hacia abajo. El aliento de Juan, cargado del aroma agrio del alcohol, llenó el espacio entre ellos.

«María,» volvió a susurrar, y esta vez su voz era una corriente subterránea de angustia y lujuria, una mezcla que heló la sangre de Miguel.

El rostro de su padre se acercó. Miguel cerró los ojos, petrificado, convertido en una estatua de horror y lástima. No fue un beso de amor, sino un acto de canibalismo emocional. Los labios de Juan buscaban devorar un fantasma, y en el proceso, estaban violando cada límite entre el duelo y la realidad. La cordura de Miguel se resquebrajaba bajo el peso de aquel error monumental, sintiéndose simultáneamente invisible y ultrajado.

Cuando la mano libre de Juan se enredó en el dobladillo de la camisa del uniforme escolar, tirando con torpeza para desprenderla, un instinto primal más fuerte que la compasión estalló en Miguel.

—¡Papá, no! —La voz no fue un grito, sino un rugido sordo, cargado de una rabia que no sabía que albergaba.

Empujó a su padre con todas sus fuerzas.

Juan cayó hacia atrás en el sofá, la sorpresa nublando por un segundo su embriaguez. Su mirada, por un instante brevísimo, se despejó. Y en ese fragmento de lucidez, no vio a su esposa. Vio a su hijo. Vio el rostro pálido de Miguel, sus ojos brillando con lágrimas de furia y humillación, la ropa desordenada por su propio forcejeo.

La comprensión lo golpeó como un balde de agua helada.

El fantasma de María se disolvió en el aire, dejando solo el crudo, grotesco espectáculo de lo que acababa de hacer. El alcohol que entorpecía sus sentidos ya no podía ocultar la verdad: había intentado profanar a su propio hijo.

—Dios mío… Miguel… —Su voz era apenas un hilo de aire, cargado de un horror que lo traspasó.

Miguel no dijo nada. Dio un paso atrás, luego otro, su respiración era un jadeo entrecortado. Con una mirada última que era un pozo de dolor y decepción, giró sobre sus talones y salió corriendo de la sala, dejando a su padre solo en la penumbra, con el peso de un vacío infinitamente más grande que el que había sentido con la muerte de su esposa. Ahora no solo había perdido a su amor, sino que había destrozado lo único que le quedaba de ella.

El empujón de Miguel no había sido suficiente. La sorpresa lo derribó, pero el fuego ciego del alcohol y la necesidad ahogaron ese destello de lucidez casi de inmediato.

Antes de que Miguel pudiera poner distancia, la mano de Juan se cerró alrededor de su muñeca con la fuerza férrea de la desesperación. No era un gesto cariñoso, era una cadena.

—¡Papá, suéltame! —La voz de Miguel fue un grito sofocado, cargado de pánico.

—Shhh, tranquilo… quédate tranquilo —la voz de Juan era áspera, un mantra ebrio que buscaba calmar una tormenta que él mismo había creado. Tiró de él, acortando la distancia que Miguel intentaba ganar. Su aliento, pesado y caliente, golpeó el rostro del joven—. No te vayas. Por favor.

Miguel forcejeó, pero la fuerza de un hombre adulto, aunque deteriorada, aún era mayor. El miedo le heló la sangre cuando vio los ojos de su padre: ya no había un reconocimiento claro, ni siquiera el horror de unos segundos atrás. Solo quedaba un vacío profundo, una necesidad absoluta que todo lo devoraba.

—¿No ves que me estoy muriendo? —susurró Juan, y su voz se quebró en una súplica patética—. Se tu madre un rato. Solo un rato. Hazlo por mí.

Las palabras, cargadas de una manipulación tan profunda que surgía de la locura del dolor, atravesaron a Miguel como un cuchillo. No era una orden, era algo peor: una petición desgarradora que convertía su cuerpo y su identidad en un simple bálsamo para el sufrimiento de su padre. «Hazlo por mí». Era la moneda emocional que Juan siempre había usado, pero ahora devaluada hasta lo grotesco.

En el rostro de Miguel, una batalla silenciosa se libraba entre el instinto de supervivencia y el condicionamiento de años para cuidar, para calmar, para ser el sostén de un padre que se desmoronaba. Por un momento aterrador, paralizado por el shock y una lástima que lo envenenaba, su resistencia flaqueó. Se quedó allí, atrapado no solo por la mano en su muñeca, sino por el peso abrumador de una lealtad pervertida.

Esa vacilación, ese instante de quietud congelada en el que el «no» no salió de su boca, fue todo lo que Juan necesitó para interpretarlo como una rendición. Su otro brazo, torpe y pesado, se enroscó alrededor de los hombros de Miguel para atraerlo en un abrazo que no era de consuelo, sino de posesión. Era el punto de no retorno, el momento en que la petición se convertía en imposición, y la línea que separaba el dolor del abuso se borraba para siempre en la penumbra de la sala.

La marcha hacia el dormitorio fue un viacrucis de tropiezos y pesos muertos. Juan arrastraba más que guiaba, su determinación ebria chocando contra la resistencia silenciosa de Miguel. Al cruzar el umbral, el tiempo pareció romperse.

El aire en la habitación estaba quieto, pesado, cargado con el perfume que ya solo era un fantasma. Todo estaba impecable, como un santuario. Sobre la cama, cuidadosamente dispuestas, yacían las prendas que Juan no había tenido el valor de guardar o tirar.

—Por favor… —la voz de Juan se quebró, convertida en un hilo de súplica—. Ponte esto. Déjame verte… solo por un momento.

Miguel siguió su mirada. Allí estaban: la seda, el encaje, las medias traslúcidas, la falda que recordaba flotando en un baile. Una ola de náusea lo recorrió. No era solo vergüenza; era la profanación de un recuerdo sagrado, la reducción de su madre a un disfraz para calmar la demencia de su padre.

—No puedo —logró decir, con la garganta cerrada—. Papá, eso no está bien.

—¡Tengo que verla! —La súplica se transformó en un grito desgarrado. Las lágrimas surcaban la barba de Juan—. ¡Solo un minuto! ¿No harías esto por mí? ¿No ves que es lo único que me queda?

La manipulación, tan cruda y efectiva, encontró su blanco. Golpeó la fibra más sensible de Miguel: la lealtad filial, el miedo a ser el responsable de que su padre se desmoronara por completo. Era un chantaje emocional, y Miguel, atrapado en la tormenta de la culpa y la lástima, no supo cómo resistirlo.

Con movimientos torpes, como si sus extremidades le pertenecieran a otro, comenzó a cambiarse. Cada prenda era una traición. La seda de la blusa se sentía fría y ajena contra su piel. La falda, un peso absurdamente ligero que sin embargo lo anclaba a un abismo de vergüenza. Al deslizar las medias, cerró los ojos, intentando desconectar su mente de su cuerpo, de la realidad que estaba habitando.

Cuando abrió los ojos, se vio en el espejo del armario. La imagen fue un puñetazo en el estómago. No era él. Era un collage grotesco, un fantasma compuesto por los rasgos de su rostro y la silueta de su madre. El parecido, siempre un comentario amable, se había convertido en una pesadilla tangible.

Juan lo observaba, y su expresión era un paisaje desolado. No había deseo lascivo en sus ojos, sino un anhelo tan profundo que había dejado de distinguir entre el amor y la locura.

—María… —suspiró, extendiendo una mano temblorosa.

Miguel no se movió. Permaneció de pie en el centro de la habitación, convertido en un monumento a la pena de su padre, sintiendo cómo los cimientos de su propia identidad se resquebrajaban para siempre. Había accedido a convertirse en el fantasma de su madre, y en el proceso, había permitido que su propio yo comenzara a desvanecerse.

Juan, con una sonrisa triste y descompuesta que pretendía ser galante, se acercó a la pequeña vitrina donde guardaba lo poco que quedaba de su vida anterior. Sacó dos vasos y una botella de whisky cuyo contenido ámbar brilló de manera siniestra en la penumbra del santuario.

—Una copa —murmuró, llenando uno hasta el borde y ofreciéndole el otro a Miguel—. Para ella… para ti. Siempre le gustó bailar conmigo después de un trago.

Miguel tomó el vaso con dedos que no sentía propios. El cristal pesaba como una losa. Bebió. El líquido fue fuego camino abajo, un calor falso que no lograba derretir el hielo que tenía en el pecho.

Entonces, Juan encendió la vieja radio. De sus parlantes, cargados de estática, surgió el vals lento y nostálgico que, supo Miguel de inmediato, había sido su vals. La melodía llenó la habitación, otro fantasma más invadiendo el espacio.

—Baila conmigo —fue la orden, la súplica, la última petición de un naufragio.

La mano de Juan, ahora menos torpe pero igual de posesiva, encontró la cintura de Miguel sobre la tela de la falda. Con la otra, tomó la mano que sostenía el vaso vacío. Y comenzaron a moverse.

Era un baile funerario, una parodia macabra de un ritual de amor. Miguel se dejaba llevar, su cuerpo rígido, un muñeco de trapo en los brazos de su padre. Cada paso, cada giro lento, aumentaba el calor sofocante en la habitación. No era el calor del deseo, sino el de la vergüenza, la confusión y una tristeza tan profunda que amenazaba con tragárselos a ambos.

La música se enredaba con el olor a whisky y perfume viejo. Juan cerraba los ojos, perdido en su ilusión, susurrando cosas a un oído que no escuchaba, abrazando un cuerpo que no era el que creía estar abrazando.

Miguel, por su parte, miraba fijamente por encima del hombro de su padre. Sus ojos, secos y muy abiertos, contemplaban la imagen en el espejo: un hombre y un fantasma bailando en una habitación que era una tumba. Sintió cómo la última frontera se disolvía. Ya no era su hijo vistiéndose como su madre para consolarlo. En la mente de Juan, borrada por el alcohol y el dolor, la transformación era absoluta.

El calor del momento era insoportable. La música, el whisky, el disfroz, los susurros… todo se amalgamaba en un punto de ebullición emocional del que no habría retorno.

Y ahí, en el centro de ese torbellino, la escena queda suspendida.

Las manos de Juan se deslizaron bajo la falda que llevaba Miguel, que ya estaba relajado por el whisky, las caricias ya eran atrevidas, Miguel ya no tenia cabeza para detener el avance de su padre, que comenzó a besarlo con ese sabor a Whisky, el cuerpo de Miguel respondo a ese avance, a pesar que la mente de Miguel decía que eso estaba mal, cuando Miguel se dio cuenta, estaba recostado sobre el brazo del sillón del salón con la falda levantada y las bragas bajadas, su padre le estaba chupando el culo.

-Papa detente- grito Miguel pero Juan no lo escuchaba, solo buscaba lo que necesitaba.

Los dedos de juegan comenzaban a dilatar el estrecho y virgen culito de su hijo, pero en su mente era María su esposa difunta, Miguel solo empezó a disfrutar de las caricias, y sus gemidos comenzaron a inundar la habitación.

Juan metido en su ilusión solo podía, seguir, necesitaba sentir nuevamente a su mujer en todos los sentidos, para el en ese momento estaba con Maria, no con su hijo miguel, poco a poco se llevo a Miguel de vuelta a la habitación lo recosto con cuidado, quitando se el la ropa.

-Papa que vas hacer-dijo Miguel asustado.

Juan no respondió, solo coloco las piernas de su hijo en su hombros, y torpemente coloco su polla en la entrada de su hijo y comenzó a penetrarlo, los gritos de dolor de Miguel fuero estridentes.

-Amor estas mas apretada y deliciosa de lo que recordaba- dijo Juan.

Miguel no podia creer que se estaba convirtiendo en la mujer de su padre, y el no queria eso no lo soportaba, su padre lo estaba violando estando borracho, y el un poco ebrio tambien por el Whisky que había tomado, a medida que las embestias seguian, el dolor comenzo a ceder y Miguel comenzo a gemir como una puta.

-Eso amor-dijo Juan- así me gusta que gimas así como una ramera.

Juan no paro sus embestidas, hasta que se corrio dentro de su hijo, y el se corrio sobre las ropas de su madre, cuando Juan se salio de su hijo cayo dormido sobre Miguel

El terror vino al día siguiente cuando despertó sobre su hijo, vestido con las ropas de su madre.

Continuara.

62 Lecturas/16 octubre, 2025/0 Comentarios/por jeraro
Etiquetas: colegio, culo, hijo, madre, mama, mayor, padre, papa
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