Una jaula en el Raval
Clara, una escultora del Raval con pelo rojo ardiente, se sumerge en El Pecado Oculto, un antro de vicio en Barcelona. Armada con un látigo y un antifaz, domina a Adrián, un chef atado en el sótano. Entre latigazos, cera candente y gemidos, el dolor se vuelve arte y el placer, un éxtasis brutal..
Soy Clara, una tipa de 32 años con el pelo teñido de un gorrón rojo que es un grito en el Raval, ese barrio en el que la mugre y los sueños se vuelven a mezclar como el vino barato con el sudor. Vivo en un piso que huel por la humedad y el tabaco rancio, con paredes que han visto más peleas que caricias. Esculpo rarezas, cosas que nadie entiende, pero que me sacan el veneno del alma. Por ahora, sin embargo, no hay martillo ni arcilla. Me había vuelto a un corsé de cuero que me aprieta como una cruel mano y botas que desentuman a los que caminan por las calles del Barrio Gótico. En mi bolso, un látigo que compré en un mercado de segunda mano y un antifaz de encaje que robé de una tienda pija en Passeig de Gràcia.
Paso hacia El Pecado Oculto, un antro escondido detrás de una fachada modernista que sí burla a los turistas. Repito la contraseña —»dolor y éxtasis«— a un portero con cara como si hubiera luchado con el diablo y perdió. Inside, the air is dense, it reeks of incense, of sweating bodies and corroded metal. The techno sounds like a diseased heart. Down to the basement, to La Jaula, a mirror room where my exhausted face stares back and a red velvet floor that resembles dried blood.
Allí está Adrián, un cocinero de ojos verdes y dedos llenos de heridas, como si cada cuchillo le hubiera cobrado alquiler. Está atado a una cruz de madera, desnudo excepto por una máscara de cuero que cubre media cara. Lo miro y sentira acaloramiento que no se justifica en el verano barcelonés. «¿Listo para arder, guapo?», le hago preguntas, deslizando el látigo sobre su pecho. Él asiente, y su respiración ya suena a derrota dulce.
El primer latigazo es como estallar un vaso en la pared. Su carne se enrojece, y su gemido es un sorbo de whisky claro. Soy hábil en esto, ajustada como cuando acabo de taladrar mis esculturas. Cada latigazo es un verso, cada grito un poema que nadie va a leer. Los espejos me miran como una reina rota, una diosa del Raval que no pide permiso. Saco un frasco de cera líquida, tan caliente que quema solo de mirarla, y la dejo caer sobre su abdomen. Adrián se retuerce, los músculos como cuerdas de guitarra, mientras la cera se endurece como una armadura frágil.
Dame más«, le dije, con una voz que no es la mía, sino algo más profundo, más podrido. Suplica, ojos centelleando como faros de humo. Lo recompenso con un beso que transcurre a través de la sangre, porque muerdo con fuerza. Desabroché una de sus manos y le digo tocarme. Sus dedos, temblorosos, se meten dentro del corsé, encuentran mi carne y me hacen sentir viva, siquiera durante un rato.
La noche se desangra entre cuerdas, pinzas y susurros que nunca repetiría ni en confesión. Al dejarlo en libertad, mientras el alba se filtra por las ventanas, Adrián me mira, marcado y roto, y susurra: «Eres un maldito incendio«. Yo, deshaciéndome del antifaz, le respondo: «Y tú, mi mejor desastre«.
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