USUARIO: Dominante
Llevaba un short deportivo corto que dejaba poco a la imaginación, marcando un paquete grande, grueso y pesado, incluso estando dormido. Solo verlo hizo que mi respiración se volviera más pesada, mi cuerpo reaccionando al instante ante su presencia. .
Hoy, 1 de mayo, es día feriado en México, el Día del Trabajo, así que no tuve que ir a trabajar. Eran las ocho de la mañana y mi plan era simple: despertarme tarde, aprovechar la calma y descansar un poco más de lo habitual. Pero mi cuerpo tenía otros planes. Una erección matutina me despertó antes de lo que esperaba, un calor intenso que no me dejaba seguir durmiendo a gusto boca abajo. Supongo que estaba soñando algo subido de tono, porque mi pene, aunque es bastante pequeño, se puso duro como roca, lo suficientemente incómodo como para sacarme del sueño. Sentía esa presión caliente entre mis piernas, una necesidad pulsante que me pedía a gritos que hiciera algo al respecto.
Me giré en la cama, todavía medio dormido, tratando de ignorarlo, pero era imposible. Mi erección no cedía, y cada roce de las sábanas contra mi piel me hacía suspirar bajito, aumentando las ganas de jalármela un rato bien rico para por fin quitarme ese calor que me tenía al borde. Me quedé boca arriba, mirando el techo por un momento, mientras mi mano se deslizaba instintivamente hacia abajo, rozando mi pene por encima de los boxers que llevaba puestos. La tela se sentía ajustada, marcando mi erección, y solo ese pequeño contacto me hizo gemir suavemente, mi cuerpo entero despertándose con un deseo que ya no podía ignorar.
Decidí tomar mi celular para entrar a X y buscar algún video, foto o relato que me ayudara a incrementar ese calor interno y explotar en una fuente de esperma que me dejara temblando de placer. Deslicé mi dedo por la pantalla, buscando algo que me encendiera aún más, pero no había nada interesante que captara mi atención. Los posts pasaban uno tras otro, pero ninguno lograba avivar el fuego que ya ardía dentro de mí. Frustrado, pero todavía con esa necesidad palpitante entre mis piernas, decidí entrar a la aplicación amarilla que tanto me ha acompañado en momentos como este: Grindr. Muy pocas veces había concretado un encuentro real a través de ella; más bien, la usaba para morbosear un poco, dejarme llevar por pláticas calientes que me ponían al límite y jalármela bien rico con alguna foto o video que, con un poco de suerte, lograba que me compartieran. Abrí la app con una mezcla de anticipación y deseo, mi pene todavía duro bajo los boxers, esperando encontrar algo que me hiciera estallar de una vez por todas.
Vi dos perfiles que me llamaron la atención de inmediato: uno con una foto de un torso delgado y moreno que me hizo tragar saliva, y otro con una descripción que prometía exactamente lo que necesitaba en ese momento. Les escribí a ambos, mis dedos temblando ligeramente mientras tecleaba un mensaje rápido, pero no obtuve respuesta. Al parecer, no estaban conectados, o simplemente mi perfil no era para ellos. La decepción me golpeó por un momento, pero el calor en mi cuerpo no se iba a apagar tan fácil. Dejé mi celular a un lado en la cama, decidido a darme placer yo mismo, sin necesitar a nadie más para llegar al clímax que tanto deseaba.
Comencé a recorrer mi cuerpo con mis manos, dejando que mis dedos exploraran cada rincón de mi piel. Soy un hombre grande, mido 1.70 y peso 130 kilos, un oso con una presencia que a algunos les encanta y a otros no tanto. Pero a mí me encanta sentir mi cuerpo bajo mis propios dedos, cada curva y cada detalle que me hace quien soy. Mis pezones, que son la parte más sensible de mi cuerpo, ya estaban erectos, esperando alguna caricia que me enviara oleadas eléctricas de placer por todo mi ser. Los rocé suavemente con las yemas de mis dedos, sintiendo cómo se endurecían aún más bajo mi toque, y luego llevé un poco de saliva a mis dedos para incrementar las sensaciones. El contacto húmedo me hizo gemir bajito, un escalofrío recorriendo mi columna mientras jugaba con ellos, pellizcándolos ligeramente, dejando que esas oleadas de placer se extendieran desde mi pecho hasta mi entrepierna, donde mi pene seguía palpitando de deseo.
Poco a poco, mis manos fueron bajando, recorriendo mi abultado estómago, esa parte de mí que a muchos les encanta y a otros no tanto. A mí me fascina sentirlo, la suavidad de mi piel contrastando con la firmeza de mi carne, mis dedos hundiéndose ligeramente mientras acariciaba cada rincón con devoción. Cada caricia me hacía suspirar, mi respiración volviéndose más pesada mientras me entregaba por completo a las sensaciones que mi propio cuerpo me regalaba, el calor dentro de mí creciendo con cada segundo que pasaba.
De pronto, mi celular vibró sobre la cama, sacándome por un momento de mi trance. Era un mensaje en Grindr. Lo tomé con una mano, todavía con la otra acariciando mi estómago, y vi que era un perfil sin foto, con el nombre “Dominante”. “Hey”, escribió, un mensaje simple pero directo que hizo que mi corazón latiera más rápido. “¿Cómo andas?” respondí, tratando de sonar casual aunque el deseo ya me tenía al borde. Su respuesta llegó como un golpe de calor: “Caliente”, contestó, acompañando el mensaje con una foto sin cabeza que me dejó con la boca abierta. Era un hombre maduro, quizá de mi edad o un poco mayor, sentado en una banca de un parque con la verga fuera del pantalón, presumiendo una erección inmensa que me hizo tragar saliva. Su miembro se veía riquísimo en la foto: no era tan largo, pero sí muy grueso, con una forma que me hipnotizó al instante. El glande era pequeño, pero el tronco se engrosaba enormemente hacia la base, como una flecha perfecta que imaginé entrando en mi cuerpo, abriéndome poco a poco con esa curva que prometía un placer intenso.
Revisé su perfil y vi que estábamos muy cerca, a solo 300 metros de distancia. La idea de que estuviera tan cerca me puso aún más caliente, mi mente imaginando un encuentro rápido y ardiente. Le pregunté directo: “¿Te gustan los osos de cuerpo grande como yo?” y le mandé una foto de mis nalgas, sabiendo que eso suele enganchar a los que saben apreciar un cuerpo como el mío. Su respuesta no tardó en llegar: otra foto, esta vez más cercana de su verga, confirmando esa forma de flecha que había adivinado. La cabeza pequeña brillaba con un poco de humedad, y el tronco grueso se veía aún más imponente, ensanchándose hacia la base de una manera que me hizo gemir bajito al imaginar cómo se sentiría dentro de mí, abriéndome lentamente mientras mi cuerpo se ajustaba a su grosor.
“Me encanta tu verga,” le dije, mis dedos temblando mientras escribía, mi propia erección pulsando con más fuerza bajo los boxers. “A mí tu culo,” contestó de inmediato, y me mandó su ubicación con un mensaje corto que hizo que mi corazón se acelerara: “Ven.” Muy pocas veces había concretado encuentros, y la mayoría no habían pasado de una plática en un café, tras la cual nunca más nos volvíamos a ver. Pero aquí lo único café era esa verga morena de un tronco muy grueso, que me invitaba a apagar el calor que sentía en ese momento con un encuentro que prometía ser inolvidable.
Acordamos vernos en 15 minutos. Me levanté de la cama con el corazón a mil, me vestí rápidamente con una camiseta ajustada y unos jeans, y me arreglé un poco frente al espejo, asegurándome de que mi cabello estuviera en su lugar. Salí al encuentro con una mezcla de nervios y deseo recorriendo mi cuerpo. Me llamó la atención que la ubicación que me mandó indicaba un restaurante de la zona, lo cual me pareció extraño para un encuentro a esa hora. Le pregunté por mensaje si la ubicación estaba bien, y me respondió con seguridad: “Sí, me toca abrir y estoy solo.” La idea de un encuentro en un lugar público pero cerrado, con él esperándome, hizo que mi respiración se volviera más pesada mientras caminaba hacia allá.
Llegué al restaurante en menos de 10 minutos, el sol de la mañana apenas calentando las calles vacías por el feriado. Todo estaba cerrado, las persianas bajadas y el letrero de “Cerrado” todavía colgado en la puerta. Saqué mi celular y le escribí: “Ya llegué,” mi corazón latiendo tan fuerte que podía sentirlo en mi garganta, esperando con anticipación lo que vendría a continuación.
La puerta se abrió lentamente, y salió un hombre que encajaba perfectamente con la vibe de “Dominante”. Era delgado, pero con una panza cervecera prominente que se marcaba bajo su sudadera negra, dándole un aire de hombre maduro que había vivido lo suyo. Su barba de varios días, descuidada pero sexy, le daba un toque rudo que me pareció excitante al instante. Llevaba un short deportivo corto que dejaba poco a la imaginación, marcando un paquete grande, grueso y pesado, incluso estando dormido. Solo verlo hizo que mi respiración se volviera más pesada, mi cuerpo reaccionando al instante ante su presencia.
Pasé al interior del restaurante y no perdimos tiempo en nada. En cuanto cerró la puerta con un movimiento rápido, buscó mi boca inmediatamente, sus manos firmes tomándome por la cintura mientras me empujaba contra la pared. Eran besos apasionados en extremo, cargados de una urgencia que podía sentir en cada movimiento suyo. Su lengua se deslizaba dentro de mi boca con una intensidad que me hizo gemir contra sus labios, buscando la mía como si quisiera succionarla, devorarla, absorber cada rincón de mí. Podía sentir su necesidad de contacto físico, su respiración caliente mezclándose con la mía mientras nuestras lenguas danzaban en un baile húmedo y salvaje, mi cuerpo temblando bajo el suyo mientras el calor que había sentido desde la mañana se convertía en un incendio que me consumía por completo.
Con mis manos en su cintura, traté de separarlo un poco para tomar aire de ese beso que me parecía tan excitante como sofocante, pero él no me dejó. Aprisionó mi cuerpo contra el suyo y la pared con una fuerza que me hizo jadear, tomándome de ambas manos y llevándolas con firmeza por encima de mi cabeza. Presionó su mano izquierda contra las mías, inmovilizándolas contra la pared, mientras su cuerpo se pegaba aún más al mío. Ese movimiento me volvió loco de excitación; me sentí completamente expuesto, vulnerable, a su merced. Aunque yo era más ancho que él, él era más alto y definitivamente mucho más fuerte, su presencia dominante abrumándome de una manera que me hizo gemir bajito, mi pene palpitando con más fuerza dentro de mis jeans.
Sin soltar mis manos con su mano izquierda, con la derecha levantó mi camiseta con un movimiento rápido, dejando mis dos pechos expuestos ante sus ojos. Se detuvo por un segundo a admirarlos, sus pupilas dilatándose de deseo mientras se saboreaba los labios y murmuraba con una voz ronca: “No mames, qué rico.” Y es que mis pezones, que para ese momento estaban completamente erectos, se veían deliciosos, coronando lo abultado de lo que parecían ser senos pequeños, una parte de mi cuerpo que siempre ha sido mi punto más sensible. Él se abalanzó como un niño hambriento, su boca atacando mi pecho con una intensidad salvaje que me hizo arquear la espalda contra la pared.
Comenzó a succionar, lamer y morder cada uno de mis pezones de la forma más deliciosa y electrizante posible. Primero tomó el izquierdo, su lengua caliente rodeándolo con movimientos circulares que enviaban descargas eléctricas por todo mi cuerpo, cada lamida haciendo que mi piel se erizara y mis gemidos se volvieran más fuertes. Luego lo succionó con fuerza, sus labios apretándose alrededor mientras su lengua jugaba con la punta, un placer tan intenso que sentía que podía correrme solo con eso. Pasó al derecho, repitiendo el mismo ritual, pero esta vez añadiendo mordidas bruscas que me hacían jadear entre el placer y un leve dolor. Sus dientes se clavaban con una mezcla de rudeza y cuidado, cada mordida enviando un rayo de éxtasis directo a mi entrepierna, mi cuerpo temblando bajo su toque mientras él gruñía de satisfacción contra mi piel.
Un par de veces tuve que susurrarle entre jadeos: “No tan fuerte,” porque sus mordidas eran tan intensas que dolían, pero lo cierto es que me tenía en el éxtasis más absoluto. Cada chupada, cada lamida, cada roce de sus dientes me llevaba al borde, mi respiración volviéndose un desastre mientras mi cuerpo se rendía por completo a las sensaciones que él me estaba regalando. Mis manos seguían inmovilizadas contra la pared, su fuerza manteniéndome atrapado mientras él devoraba mis pezones con una hambre que parecía no tener fin, dejándome completamente a su merced en ese restaurante vacío.
Cuando finalmente sació sus ganas de mi pecho, se retiró, liberándome de esa prisión carnal en la que me tenía. Su respiración era agitada, su pecho subiendo y bajando rápidamente mientras sus ojos brillaban con lujuria pura, una mirada que me hizo tragar saliva de puro deseo. Tomó una de mis manos con firmeza y la llevó directo al bulto enorme que se marcaba en su short negro. No exagero cuando digo enorme: estaba tan duro y grueso que podía sentir el palpitar de sus venas por encima de la tela, una hombría que llenaba mi palma por completo y me hacía gemir bajito solo de tocarlo. Lo sobé con devoción, mis dedos recorriendo cada centímetro de ese bulto, sintiendo su calor y su grosor mientras él me miraba con una intensidad que me quemaba.
Volvió a besarme con la misma pasión de antes, su lengua invadiendo mi boca mientras yo seguía acariciando su verga por encima del short. Por cómo íbamos, estaba claro que la rudeza sería parte del encuentro, así que decidí seguirle el juego. Con mi palma completamente abierta, tratando de abarcar lo más posible, apreté su verga y sus huevos lo más fuerte que pude, sintiendo toda su virilidad pulsante en mi mano. Él soltó un gemido fuerte que resonó en el espacio vacío del restaurante, un sonido gutural que me hizo temblar de deseo. En respuesta, me besó con más intensidad, sus dientes atrapando mi labio inferior en una mordida exquisita que mezclaba placer y un leve dolor, haciéndome gemir contra su boca mientras nuestras lenguas se enredaban en un baile aún más salvaje, el calor entre nosotros alcanzando un punto insoportable.
Quité mis manos de su cuerpo y, en un movimiento ágil, bajé su short y su bóxer hasta los muslos, dejando que su verga saltara libre frente a mí. No era muy larga, calculo que unos 15 cm, pero era inmensamente gruesa en el tronco, con una cabeza de tamaño normal, incluso un poco más grande que el promedio, pero que, comparada con el grosor descomunal de la base, se veía pequeña, confirmando esa forma de flecha que había visto en las fotos. Llevé mis manos a su miembro y me sorprendí al sentir el calor y la dureza de ese mástil corto pero por demás generoso. Era como sostener una barra de acero caliente, las venas marcadas palpitando bajo mi toque mientras mis dedos intentaban abarcar su grosor. Sus huevos, grandes como de toro, caían colgando pesadamente, un contraste perfecto con la rigidez de su verga. Todo su pene era de un color muy oscuro, como si se tratara de alguien de raza negra, lo cual me encendió aún más en ese instante, mi propia erección pulsando dentro de mis jeans al imaginar lo que vendría.
Con sus manos, me guió hacia abajo con una firmeza que no admitía discusión. “Mámamela,” me dijo con una voz grave, cargada de deseo, y yo obedecí sin dudarlo. Me puse de rodillas frente a él, el suelo frío del restaurante contrastando con el calor que emanaba de su cuerpo. Tomé su verga con ambas manos, maravillándome de nuevo por su grosor: no podía cerrarlas alrededor de la base del tronco, y no exagero, era inmensa. Pero esa forma de flecha, con la cabeza más pequeña en proporción y el tronco ensanchándose hacia abajo, me hacía imaginar que ayudaría a abrir culitos un poco más fácil, y esperaba con ansias que el mío fuera uno de ellos.
Acerqué mi nariz para olerla, queriendo capturar cada detalle de ese momento. Me sorprendió que no había olor alguno: no olía a limpio ni a sucio, solo a piel, un aroma neutro pero profundamente masculino que me hizo agua la boca al instante. Mi lengua no pudo resistirse más y comencé a rozar su glande, grande, negro y brillante, que soltaba grandes cantidades de lubricante natural. El sabor salado de su líquido preseminal me encendió aún más, un calor eléctrico recorriendo mi cuerpo mientras lamía con devoción, mi lengua trazando círculos lentos alrededor de su cabeza, saboreando cada gota que resbalaba por mi boca. Mis manos seguían sosteniendo su tronco, sintiendo su dureza y su calor mientras él gemía suavemente sobre mí, el restaurante vacío amplificando cada sonido que escapaba de su garganta.
De pronto, me tomó de la cabeza con ambas manos, sus dedos enredándose en mi cabello con la misma rudeza con la que había empezado todo. Comenzó a cogerme la boca con un ritmo implacable, empujando su verga dentro de mí sin darme tiempo a ajustarme. Me costaba mucho trabajo tratar de seguirle el ritmo; era tan inmensa que mi mandíbula estaba abierta al máximo, mis labios estirados al límite, y aún así, a pesar de ser corta, no podía llegar al fondo. Mis labios nunca tocaron su pubis perfectamente depilado, lo que hacía que su verga se viera aún más imponente, un contraste oscuro y brillante contra su piel. Me estaba ahogando al tener la boca completamente llena de su carne, mi respiración volviéndose un desastre mientras él empujaba con más fuerza, su grosor llenándome por completo y haciendo que mis ojos se humedecieran por el esfuerzo.
Intenté separarme un poco para tomar aire, pero él no me dejó, sus manos manteniéndome firme en mi lugar mientras gruñía de placer sobre mí. Mis manos, buscando algo a lo que aferrarme, se posaron en sus nalgas firmes y redondas, apretándolas con fuerza mientras él seguía moviéndose dentro de mi boca. Podía sentir la tensión de sus músculos bajo mis dedos, su cuerpo entero vibrando de deseo mientras me usaba con una intensidad que me tenía al borde. Por fin, después de lo que pareció una eternidad, me dejó respirar, retirándose lentamente mientras un gran hilo de saliva espesa quedó colgando de la punta de su pene, conectándonos por un momento en una imagen que era pura lujuria.
Jadeando, con la boca todavía húmeda y el sabor salado de su lubricante en mi lengua, miré hacia arriba y lo vi directamente a los ojos. Su mirada era fuego puro, lujuria desenfrenada que se reflejaba en la mía mientras lo observaba desde mi posición de rodillas. Mi pecho subía y bajaba rápidamente, mi cuerpo temblando de deseo mientras pronuncié las palabras que sabía que cambiarían todo: “Cógeme,” le dije, mi voz ronca, cargada de necesidad, rogándole que me diera lo que había estado imaginando desde que vi su verga por primera vez.
“No tengo condón,” me dijo, su voz grave mientras me miraba con una intensidad que me hizo tragar saliva. Pero yo iba preparado; conozco a muchos activos que usan ese pretexto para pedir coger a pelo, y conmigo no iba a funcionar. “Yo traigo,” le dije con una sonrisa pícara, sacando un par de condones de mi bolsillo. Al verlos, me preguntó con un tono curioso: “¿No tendrás de los XL, verdad? Porque los normales me aprietan.” Sonreí por dentro; siendo yo de pene pequeño, jamás en la vida pensaría en comprar unos XL. “No,” respondí, pero él insistió: “Abre uno y pónmelo, para que veas que no me quedan.”
Lo tomé como un desafío sensual. Rasgué el empaque con los dientes de una forma lenta y provocadora, mis ojos fijos en los suyos mientras sacaba el condón y lo deslizaba con cuidado sobre su glande, que era de tamaño normal, incluso un poco más grande que el promedio, pero que, comparado con el grosor descomunal de la base, se veía más pequeño. La cabeza entró sin problemas, encajando perfectamente, pero no era mentira: el condón no se desenrollaba fácilmente por lo grueso de su tronco. Él tomó su miembro con una mano y estiró el látex lo más que pudo con la otra, forzándolo hasta llegar a la base con un movimiento que hizo que sus venas se marcaran aún más. Al soltar el látex de entre sus dedos, su verga quedó completamente encapsulada, el condón ajustándose como una segunda piel, haciendo que se viera incluso más gruesa y brillante. “¿Ya ves? Me aprietan,” me dijo con una sonrisa traviesa, su voz cargada de deseo.
No me dio tiempo de contestar. Con dos movimientos fuertes, bruscos y ágiles, me desabrochó el pantalón y lo bajó hasta mis muslos junto con mi ropa interior, dejando mi culo expuesto al aire fresco del restaurante. Me dio la vuelta con una fuerza que me hizo jadear, doblándome la espalda sobre una de las mesas del lugar, mi pecho presionado contra la superficie fría mientras mi cuerpo temblaba de anticipación. “Ábrete el culo, con las dos manos,” me ordenó con un tono dominante que no admitía discusión. Obedecí al instante, mis manos temblorosas separando mis nalgas, exponiéndome completamente ante él mientras mi corazón latía a mil, temiendo que quisiera penetrarme de una, así, sin ningún tipo de lubricante.
Pero no, no fue así. Bruscamente, pegó su cara hacia mis nalgas, sus manos firmes sosteniendo mis caderas mientras su lengua, que también se sentía enorme, comenzó a penetrarme con una suavidad que contrastaba con su rudeza habitual. La primera sensación fue electrizante: su lengua caliente y húmeda se deslizó sobre mi entrada, lamiendo con una lujuria desenfrenada que me hizo gemir sin control. Podía sentir cada movimiento, cada roce húmedo mientras él empujaba suavemente dentro de mí, abriéndome poco a poco con una destreza que me tenía al borde del éxtasis. Su lengua se movía en círculos, explorando cada rincón de mi esfínter, entrando y saliendo con un ritmo lento pero profundo que me hacía arquear la espalda sobre la mesa, mis dedos apretando mis nalgas con más fuerza para darle mejor acceso.
El roce de su barba descuidada era un contraste delicioso: raspaba contra la piel sensible de mis nalgas y mi esfínter, irritándolo ligeramente, pero esa leve quemazón solo añadía más placer al momento. Cada vez que su barba rozaba mi piel, un escalofrío me recorría el cuerpo, mezclándose con la humedad de su lengua que me abría con una precisión lujuriosa. Podía sentir su respiración caliente contra mi piel, sus gruñidos de satisfacción vibrando contra mí mientras me devoraba con una hambre insaciable. La mesa bajo mi cuerpo temblaba ligeramente con cada uno de mis movimientos, mis gemidos resonando en el restaurante vacío mientras él me llevaba al límite con su lengua, preparándome para lo que vendría después.
Cuando quedó satisfecho de comerme el culo, se separó, su respiración agitada resonando en el espacio vacío. Sabía lo que venía; lo había estado esperando desde la primera foto que me mandó, pero tenía miedo, mucho miedo. Sabía que el dolor sería intenso y que, por lo rudo que era, no tendría compasión en romperme a la primera. Pero también era un reto personal: ¿sería capaz de aguantar y recibir esa verga completa? Mi cuerpo temblaba de anticipación, una mezcla de nervios y deseo que me tenía al borde.
Antes de que se acomodara para por fin meterme ese pedazo de carne, lo detuve con un susurro urgente: “Espera, ponte lubricante.” Con dificultad, saqué un pequeño frasco de lubricante de uno de mis bolsillos y se lo pasé. Él tomó una cantidad abundante, sus dedos gruesos esparciendo el líquido por todo su pene, el condón brillando aún más mientras el lubricante resbalaba por su grosor. Lo que quedó en sus manos lo llevó a mi esfínter, que palpitaba al sentir el roce de sus dedos. Los deslizó con firmeza, untando el lubricante alrededor de mi entrada, el frío del gel contrastando con el calor de mi cuerpo mientras mi respiración se volvía más pesada, mi culo ansioso por lo que vendría.
Me volvió a ordenar con ese tono dominante que me ponía a mil: “Ábrete el culo con las dos manos.” Obedecí de inmediato, mis manos separando mis nalgas con más fuerza, exponiendo mi entrada completamente mientras mi pecho seguía presionado contra la mesa. Él colocó la cabeza de su pene justo en mi entrada, el contacto inicial haciéndome jadear de anticipación. Tal como lo predije, no tuvo compasión alguna: empujó de una, con todo su peso, su cuerpo inclinándose sobre el mío mientras su verga forzaba mi cavidad anal. Sentí un dolor intenso, pero soportable, cuando la cabeza pasó por las paredes de mi esfínter, abriéndome con un estiramiento que me hizo gemir fuerte, mi cuerpo tensándose por la invasión repentina.
Hacía mucho tiempo que nadie me cogía, y mi culo estaba completamente cerrado, así que no pudo avanzar más allá de la cabeza en ese primer empujón. Se quedó quieto durante unos segundos, quizá poco más de un minuto, dándome un momento para ajustarme mientras mi respiración se volvía un desastre. En ese tiempo, sin salirse de mí, sacó un cigarro de su bolsillo y lo encendió con calma, el sonido del encendedor rompiendo el silencio del restaurante. Con cada bocanada de humo que exhalaba, empujaba su verga ligeramente contra mi canal anal, el aroma del tabaco impregnando la habitación mientras yo sentía cómo mi cuerpo intentaba adaptarse a su grosor.
De pronto, un poco de ceniza tibia cayó sobre mi espalda desnuda. No me quemó, pero la sorpresa me hizo arquear la espalda y echarme hacia atrás instintivamente, un movimiento que permitió que su verga entrara unos milímetros más en mi interior. Gemí fuertemente, una mezcla de placer y dolor recorriendo mi cuerpo mientras sentía cómo me abría un poco más, mi esfínter dilatándose lentamente para recibir a ese inmenso invasor. Él, por su parte, aprovechó mi reacción y empujó un poco más, metiendo otros milímetros con cada movimiento, abriéndome cada vez más mientras mi culo se expandía, luchando por adaptarse al grosor que me llenaba.
Cuando más o menos estaba a la mitad, lo sentí retroceder ligeramente, sacándola un poco, y entonces comenzaron las embestidas. Cada empujón era un ataque directo a mi interior, su verga gruesa entrando y saliendo con un ritmo que mezclaba rudeza y control. La cabeza de su pene, más estrecha, abría el camino, pero el tronco ensanchado que la seguía me hacía sentir como si me partiera en dos, mis paredes internas estirándose al máximo con cada embestida. Podía sentir cada vena marcada de su verga rozando mi interior, el lubricante facilitando el deslizamiento pero no eliminando del todo el dolor que venía con su grosor. Mientras me cogía, él bufaba y gemía con sonidos fuertes, su respiración pesada resonando en el restaurante vacío. Entre jadeos, balbuceaba frases cargadas de deseo: “No mames, qué rico,” gruñía, o “Estás bien apretado, cabrón,” mientras sus manos apretaban mis caderas con fuerza. A veces murmuraba con una voz ronca: “Te voy a coger un chingo de veces,” y esas palabras, mezcladas con sus embestidas, me llevaban al límite.
Mis gemidos se mezclaban con jadeos de dolor y placer, mi cuerpo temblando sobre la mesa mientras él me cogía con una intensidad que resonaba en cada rincón del restaurante vacío. La mesa crujía bajo mi peso con cada movimiento, mis manos aferrándose a mis nalgas para mantenerlas abiertas mientras él me penetraba una y otra vez, su respiración pesada acompañada del sonido húmedo de su verga entrando y saliendo de mi culo.
Su verga no me cupo; no pudo pasar de la mitad, y lo sabía porque con mis manos intentaba sentir cuánto quedaba afuera, o mejor dicho, cuánto había sido capaz de meter en mí. Me hubiera encantado recibirla toda, sentir mis nalgas rozar su pubis perfectamente depilado, el calor de su piel contra la mía, y escuchar el sonido rítmico de sus huevos grandes chocando contra mí con cada embestida, un golpe suave pero firme que me habría llevado al límite. Pero el dolor era demasiado, mi cuerpo no estaba listo para tanto, aunque con lo que tenía dentro era más que suficiente. Su grosor era tan abrumador que oleadas de placer me recorrían el cuerpo, haciendo que mis piernas temblaran incontrolablemente, mi pene goteando líquido preseminal sobre la mesa mientras él me cogía sin parar.
Me estuvo cogiendo así durante unos 20 minutos, un vaivén constante de placer y dolor que me tenía al borde del éxtasis. Finalmente, se retiró con un movimiento lento, dejando un vacío en mi interior que me hizo gemir de alivio y por su ausencia al mismo tiempo. Se quitó el condón con un movimiento rápido, dejándolo a un lado, y comenzó a masturbarse frente a mí. Me volteó con firmeza, poniéndome nuevamente de rodillas sobre el suelo frío del restaurante, y se acercó hasta que su verga estuvo justo sobre mi cara. Sus huevos, grandes y pesados, que tampoco olían a nada, solo a piel, quedaron a la altura de mi nariz y boca. No pude resistirme: abrí la boca y comencé a succionar cada uno de ellos con devoción, mi lengua rodeándolos mientras sentía su peso y su calor contra mi rostro. Primero tomé uno, llenando mi boca con su tamaño, lamiendo cada rincón mientras él gemía sobre mí, su mano moviéndose rápido sobre su verga. Luego pasé al otro, succionándolo con la misma intensidad, mi nariz hundida en su piel mientras el aroma masculino me envolvía, mis manos apretando sus muslos para mantenerme firme mientras él se masturbaba con furia.
Su respiración se aceleró aún más, volviéndose errática, y supe que estaba por venirse. No quería que me cayera en los ojos —es una sensación horrible—, así que me aparté ligeramente hacia un lado en el momento justo. Fue una decisión perfecta, porque en ese instante, cinco chorros abundantes de leche espesa salieron disparados de su verga, pasando sobre mi hombro y cayendo en el piso impecable del restaurante con un sonido suave pero claro. Sus contracciones musculares eran embriagantes: podía ver cómo su verga se ensanchaba aún más con cada espasmo, el glande hinchándose mientras expulsaba cada chorro, su semen espeso y blanco goteando también entre sus dedos, resbalando por su mano y cayendo en pequeñas gotas al suelo. Cada contracción hacía que su cuerpo se tensara, los músculos de su abdomen y sus muslos marcados mientras gruñía de placer, su mano apretando su verga con fuerza para exprimir hasta la última gota de su clímax. El brillo del lubricante mezclado con su semen hacía que su verga se viera aún más imponente, un espectáculo que me dejó hipnotizado mientras él terminaba de venirse, dejando un charco de su esencia en el suelo.
Después de unos segundos de éxtasis puro, me puse de pie, mi cuerpo todavía temblando por todo lo que había pasado. Subí a besarlo nuevamente, y esta vez el beso fue suave, con una pasión calmada que contrastaba con la intensidad de antes. Podía sentir su respiración jadeante contra mi boca, el sabor a cigarro impregnado en su aliento, un detalle que, lejos de desagradarme, me resultó extrañamente atractivo en ese momento de conexión. Sus manos se posaron suavemente en mi cintura mientras nuestras lenguas se rozaban con ternura, un cierre perfecto para un encuentro tan salvaje.
Tomó unas servilletas de la mesa y se limpió por completo, asegurándose de no dejar rastro de su semen en su cuerpo. Luego, con un movimiento casi quirúrgico, acomodó esa verga que aún seguía erecta dentro de su bóxer y short negro, intentando disimular lo que era imposible de ocultar: su grosor seguía marcándose con claridad, un bulto que no pasaba desapercibido. Llegó el momento de despedirnos. “También me toca abrir los domingos,” me dijo con una sonrisa mientras se ajustaba la sudadera. “Perfecto, siempre se me antoja un mañanero,” le contesté, guiñándole un ojo. Me dio un beso rápido en los labios, acompañado de una nalgada firme que me hizo sonreír, y con un tono confiado me dijo: “Nos vemos el domingo.” Me giré para recoger mis cosas, todavía sintiendo el calor de su toque mientras salía del restaurante, mi cuerpo satisfecho pero ansioso por lo que vendría en nuestro próximo encuentro.
Estoy escribiendo este relato varias horas después de lo sucedido, y mi esfínter aún se siente abierto, con un ardor que inevitablemente es el remanente de una verga inmensa que había estado dentro de mí. Cada movimiento me recuerda el grosor de “Dominante”, y aunque no pude recibirlo todo, espero con ansias el domingo. Quién sabe, quizá después de varios encuentros, por fin pueda sentir el choque de su pubis y sus huevos contra mis nalgas, un momento que sé que me llevará al límite del placer.
Espero que les haya gustado este relato, Morbosos! Déjenme sus comentarios y díganme si les gustan así de largos o más cortos. O quizá en partes. ¡Nos vemos pronto con más aventuras! 😘
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