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Dominación Mujeres

Ángela en fuga

Está es una historia que despertara en Ángela una deliciosa perversión….
Todo comenzó una mañana de cielo sucio y calor pegajoso. Ángela ya llevaba dos domicilios completados cuando sonó la alerta en su celular: Entrega especial. Pago en mano. Ubicación confidencial. Sabía que significaba ese tipo de pedidos, propinas jugosas. Y además, venía de James.

James no era cualquier repartidor. Alto, moreno, con una sonrisa que parecía romper reglas, tenía ese algo que hacía que Ángela le soltara más de una mirada larga cuando coincidían en la bodega. Nunca le había hablado más allá de lo necesario, pero esa mañana, su nombre en la notificación hizo que se arreglara el cabello antes de salir.

El lugar era en una casa vieja, justo en el límite entre lo urbano y lo invisible, donde las direcciones no existen y los favores tienen más peso que los billetes. James la estaba esperando en la esquina, apoyado en su moto con los ojos escondidos tras unas gafas negras. Cubierto de sudor, respirando agitado, mirándola como si acabara de ver un fantasma.

—Pensé que no vendrías —dijo.

Ella lo miró sin parpadear, con una mezcla de deseo y algo aún más turbio agitándose bajo su piel.

Ángela no respondió. Solo dio un paso hacia él, y luego otro, lenta, como si el calor del asfalto se metiera entre sus muslos y la empujara desde dentro. James no se movió. Tenía esa forma de quedarse quieto que no era cobardía, sino algo más cercano al cálculo, o al hambre.

—¿De quién se trata esta vez, James? —preguntó al fin, con la voz baja, sin quitarle los ojos de encima.

Él dudó. Y en esa duda, ella lo sintió temblar por dentro.

—No te conviene preguntar eso—respondió, al fin—. Solo haz tu trabajo. Como siempre lo haces.

Ángela sonrió, torcida.

“Como siempre lo haces.”

Qué curioso, pensó. Así hablaban de ella muchos hombres.

Como si su independencia les doliera. Como si abrir las piernas de vez en cuando fuera un acto de traición.

James la deseaba. La miraba como si fuera una puta sucia. Y aun así —o quizás por eso mismo—, en su cabeza ella no era más que eso: una puta libre que no pedía permiso ni explicaciones.

 

Y eso lo volvía loco.

—¿Eso es lo que piensas de mí? —dijo ella, acercándose aún más—. ¿Que soy buena solo para hacer el encargo y desaparecer?

—No dije eso —contestó, bajando un poco la mirada.

—Pero lo pensaste.

Él tragó saliva. No tenía defensa.

Y en ese vacío, en ese silencio espeso que se forma justo antes de que algo estalle, Ángela lo besó. No con dulzura, sino con rabia. Como si quisiera robarle el aliento. Como si cada segundo robado fuera también una venganza contra todos los que la habían mirado igual.

Él respondió. Con la misma furia.

Por unos minutos, el callejón se volvió un santuario salvaje, sin reglas ni miedo.

Luego, el mundo regresó.

Ángela se separó, con el pulso como un tambor en las sienes.

—¿Te gustó eso, James?

Él no respondió.

Pero ya no tenía caso.

Angela debía ingresar a esa casa.

Ángela empujó la puerta y esta cedió sin resistencia. Dentro, la casa no parecía abandonada ni hostil. No había caos, ni rastro de violencia, solo… soledad y silencio. Un murmullo suave se colaba desde algún lugar lejano, quizá un ventilador, quizá una vieja radio apenas encendida.

Estaba iluminada con pequeñas lámparas repartidas en rincones distantes, como si alguien hubiera pensado muy bien en no dejar del todo la oscuridad. Luz cálida sobre madera gastada, sobre alfombras finas pero ajadas por el tiempo. Un ambiente extraño, de misterio cómodo. Casi acogedor.

En el borde de la escalera, un pequeño papel, pegado con cinta transparente, captó su atención. La caligrafía era limpia, inclinada hacia la derecha, sin titubeos:

“Dúchate. En la cocina hay café.”

Ángela lo leyó dos veces. No había firma. Ni más instrucciones.

Y sin embargo, obedeció.

Subió las escaleras, no sin antes quitarse los guantes de repartidora y dejarlos junto al casco. El baño estaba abierto, impecable. Jabones nuevos, toallas blancas y una bata doblada sobre una silla. Como si la esperaran. Como si alguien supiera exactamente qué haría.

Se desnudó despacio, dejando que cada prenda cayera al suelo como un peso innecesario. El agua caliente golpeó su piel con una ternura que contrastaba con la suciedad de la calle. Cerró los ojos y dejó que el vapor la envolviera. No era solo un baño. Era una rendición. Una tregua.

Se vistió al salir únicamente con la bata, húmeda aún, el cabello chorreando por la espalda, y bajó a la cocina. El café estaba servido. Una taza humeante, fuerte, recién colado. Lo bebió sin apuro, saboreando el amargor, sintiendo cómo el calor le bajaba del pecho al vientre.

—Veo que seguiste las instrucciones —dijo una voz grave detrás de ella.

Ángela giró con lentitud.

Apoyado en el marco de la puerta, estaba un hombre que no había visto antes. Alto, delgado, vestido de negro. Tenía el cabello largo recogido en una coleta y unos ojos que parecían saber más de lo que decían.

—Me llamo Benjamín —dijo él—. Y tú debes ser Ángela.

Ella no respondió de inmediato. Le sostuvo la mirada. Sabía leer hombres. Y ese no era cualquiera.

—¿Y tú quién eres?

Benjamín sonrió. No con burla, sino con algo más parecido a una invitación peligrosa.

—Alguien que requiere de tus servicios.

Benjamín le sostuvo la mirada con una calma que no era arrogancia, sino algo más estudiado. Como si llevara años perfeccionando el arte de no parecer una amenaza mientras lo era todo el tiempo.

—James me habló de ti —dijo al fin—. Me dijo que eras confiable. E inteligente. Dos cualidades raras de encontrar… sobre todo juntas.

Ángela no dijo nada, pero el nombre de James en su boca le provocó una corriente extraña en el estómago. No sabía si era alivio o más preguntas.

—¿Qué clase de encargo es este? —preguntó, apoyando la taza en la mesa sin dejar de mirarlo.

Benjamín caminó hacia una silla y se sentó con una elegancia casi antigua. Tenía algo de profesor, pensó Ángela. O de actor. O de loco.

—Soy maestro de colegio —dijo, cruzando las piernas—. Literatura. Nada especial. Aunque a veces me gusta pensar que la forma en que uno enseña un poema puede salvar o arruinar a alguien para siempre.

Ella alzó una ceja. Él no parecía tener prisa.

—No te he llamado para repartir libros —agregó, con una media sonrisa—. Lo que necesito es tu compañía. Tres horas. Ni más, ni menos. Estoy dispuesto a pagarte bien por ello.

Ángela ladeó la cabeza.

—¿Compañía?

—Exacto.

—¿Sexo?

Benjamín rio, breve, como quien no esperaba que se dijera en voz alta.

—No necesariamente. Aunque tampoco lo descarto. Eso dependerá de ti.

—¿Y qué esperas que haga durante esas tres horas?

—Que escuches. Que hables si quieres. Que estés aquí. Conmigo. —La mirada le brilló un instante—. Pero no como una actriz. No como una puta. Como tú. Así como estás ahora. Sola, limpia, peligrosa.

Ángela se cruzó de brazos. La bata se abrió apenas, dejando ver parte de su pierna húmeda. Él no desvió la mirada. Tampoco se la clavó. Solo esperó.

—¿Y por qué yo?

—Porque me gustas. Porque James dijo que a veces piensas antes de hablar. Y porque no tengo tiempo para mujeres dóciles ni predecibles.

Hubo un silencio corto, el tipo de pausa que, si se prolonga, puede cambiar la dirección de toda una vida.

Ángela dio otro sorbo al café. Estaba amargo y perfecto.

—Tres horas —repitió, como quien muerde las palabras antes de tragarlas—. ¿Y qué pasa cuando se acaben?

Benjamín la miró con seriedad.

—Eso, Ángela… dependerá solo de ti.

Benjamín se levantó sin apuro. Cada movimiento era preciso, como si obedeciera a una música interna que solo él escuchaba. Dio un paso. Luego otro. Y otro más. El sonido de sus zapatos sobre el baldosín fue apoderándose de la habitación. Ritmado, firme. Como un metrónomo que marcaba el inicio de algo que aún no tenía nombre.

Ángela no se movió. Seguía de pie, envuelta apenas en la bata, la taza aún en la mano, los labios húmedos de café y expectativa. El aire entre ambos se volvió espeso, cargado de electricidad y algo más denso: el presentimiento de que estaban a punto de cruzar una línea.

Cuando estuvo a un palmo de ella, Benjamín alzó la mano lentamente. No la tocó. Solo la dejó flotar cerca de su rostro, como si pidiera permiso sin pedirlo en voz alta.

—¿Te incomoda mi cercanía? —susurró, con una voz grave, casi un roce.

Ángela sostuvo la mirada. No respondió. Pero tampoco se echó atrás.

—Esa es la primera respuesta correcta —dijo él, y bajó la mano con suavidad.

Rodeó la mesa y tomó su taza de café, aún caliente, como si la tensión no existiera. Luego habló, con la misma naturalidad con la que se habla del clima:

—Mi exesposa decía que yo tenía la habilidad de volver peligrosas las cosas más simples. Un poema, una conversación. Una taza de café. Quizá tenía razón.

Ángela lo observaba con creciente curiosidad. No había urgencia en sus palabras, pero sí un peso. Como si cada frase escondiera una trampa elegante.

—¿Qué necesitas que haga, Benjamín? —preguntó, al fin.

—A veces lo importante no es el qué, sino el quién. Y tú… tú tienes esa sombra detrás de los ojos. Esa mezcla de furia y tristeza. Como si hubieras amado poco y peleado mucho.

Ella sonrió, apenas. Fue una mueca más que una sonrisa. Pero auténtica.

—¿Y tú qué sabes de amor?

Benjamín la miró con una gravedad que contrastaba con su tono anterior.

—Lo suficiente para haberle temido más que al odio.

Por un segundo, Ángela sintió un escalofrío, como si alguien hubiera nombrado algo que llevaba mucho tiempo escondido en su interior.

Él dejó la taza sobre la mesa y volvió a acercarse. Esta vez, su mano sí rozó la suya. No fue un gesto sexual, fue otra cosa: un contacto lleno de significado. Un disparo silencioso.

—Dime, Ángela… ¿qué es lo más oscuro que has hecho sin arrepentirte?

Ella no fue capaz de sostenerle la mirada.

Benjamín tomó su taza de café con la misma parsimonia de siempre, como si no hubiera dicho nada que exigiera respuesta inmediata. Como si supiera que el silencio era, a veces, la mejor forma de hacer que el otro hable.

Ángela se giró. Le dio la espalda, dejando que la bata se deslizara apenas sobre su piel húmeda. Se apoyó en el mesón de la cocina, mirando algún punto invisible más allá de la ventana empañada. Y entonces habló.

—No debería decírtelo. No así. No tan pronto.

Su voz tenía una grieta, apenas perceptible. Una vibración que no venía del miedo, sino de algo más profundo. La vergüenza antigua que no se confiesa nunca en voz alta… hasta que se escapa.

—Me gusta tener sexo con desconocidos —dijo, sin adornos—. Con hombres que no sé cómo se llaman, ni si los volveré a ver. A veces ni siquiera quiero verles la cara.

Se hizo un silencio espeso. Podría haberse llenado con juicio, con asombro, con cualquier palabra torpe. Pero no vino nada. Solo el leve sonido del café siendo bebido.

Ángela respiró hondo, sin voltear aún.

—No es por placer. O no solo por eso. Es por el poder. Por lo que puedo ser por unos minutos, cuando nadie me conoce. Una sombra. Una invención. Alguien que no tiene pasado, ni nombre, ni cicatrices. Solo cuerpo. Deseo. Furia.

Cerró los ojos. Por dentro, algo le temblaba.

—Y después me voy. Siempre me voy. Antes de que puedan decir algo más. Antes de que puedan mirarme como si me entendieran.

Volteó entonces. Esperando, tal vez, una expresión de rechazo, una reacción.

Pero Benjamín no tenía nada en el rostro que ella pudiera descifrar. Ni juicio, ni lástima. Solo atención pura. Como si hubiera estado esperando exactamente eso.

—¿Y qué buscas cuando te vas? —preguntó él, muy suave.

Ángela tragó saliva. Tardó unos segundos en responder.

—Que no me sigan. Pero a veces… —su voz se quebró— a veces, desearía que sí lo hicieran.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso. Casi sagrado. Como si en ese instante algo invisible hubiera cambiado de forma entre ellos.

Benjamín dejó la taza sobre la mesa con un gesto lento y preciso. Luego se acercó. No la tocó. No dijo nada más. Solo se quedó ahí, detrás de ella. Esperando. No por más confesiones, sino por lo que vendría después.

Ángela sentía su presencia como una corriente detrás de la nuca, un calor que no quemaba pero sí empujaba. Cerró los ojos y respiró profundo. El aire tenía aroma a café, a humedad y a algo más: la anticipación suspendida.

Entonces, sin permiso ni prisa, él alzó la mano y rozó con los dedos la tela de la bata, justo en el borde del hombro. No fue una caricia, fue apenas un contacto. Pero bastó. Ángela se estremeció. No por el frío, sino por el reconocimiento. Como si su cuerpo hubiera estado esperando esa señal toda la vida.

Benjamín bajó la mano con lentitud, deslizando la yema de los dedos por su espalda, siguiendo el trazo de la columna como si leyera un poema invisible. Ella no se movió. No habló. Solo permitió que la Bata se deslizara hacía el suelo.

Cuando la bata cayó, lo hizo sin escándalo. Con la dignidad de una flor desnudándose bajo la lluvia. Ángela quedó desnuda de espaldas, con la respiración agitada, los pezones tensos, las piernas firmes pero atentas. Como si cada centímetro de su piel hubiera cobrado conciencia.

Él no se abalanzó. No hizo el gesto torpe del hombre que busca saciarse. Se quedó un segundo más ahí, detrás de ella, mirando. Como si quisiera memorizar la imagen. Como si no tuviera apuro en tocar lo que ya era suyo, de otro modo.

Finalmente, sus manos la tomaron por la cintura. Firmes. Decididas. Pero sin violencia. Y fue ahí cuando Ángela exhaló, como si por fin le permitieran dejar caer algo que había estado sosteniendo durante años.

Él acercó los labios a su oído, sin llegar a besarla.

—No estás sola, Ángela.

La frase la atravesó como un cuchillo envuelto en terciopelo. No porque fuera promesa, sino porque era verdad. Por unos segundos —quizá minutos, quizá siglos—, el tiempo dejó de tener forma.

Ella escuchó el sonido de una cremallera abrirse y, un instante después, lo sintió.

No necesitaba mirar. Su cuerpo lo entendió antes que su mente. Era calor, peso, promesa. Y más que eso: presencia.

Ángela era una mujer de calle, curtida en encuentros sin adornos, sin discursos. Para ella, no existía el eufemismo. En su cabeza, las cosas se nombraban por lo que eran.

Y eso que acababa de rozarla desde atrás, firme, vibrante, no era un «miembro». No. Para ella, eso tenía nombre de guerra.

Una verga.

Grande. De esas que no se piden, se enfrentan.

Por dentro, una parte de ella se tensó. No de miedo, sino de una mezcla antigua de deseo, respeto y esa chispa adictiva que solo sienten quienes han cruzado más de una línea sin mirar atrás.

Benjamín no se apuró. La dejó sentirla. Rozarla apenas con la punta sobre la separación de su gran trasero, como si supiera que el anticipo podía ser más poderoso que la embestida. Como si entendiera que el juego no estaba en tomar, sino en hacerla querer ser tomada.

Y Ángela… quería. Más de lo que habría admitido con palabras.

Benjamín la tomó por las caderas, con una fuerza que no pedía permiso, pero tampoco imponía. Era firmeza sin violencia, dirección sin dominación. Y eso la encendía.

Ángela inclinó apenas el torso hacia adelante, apoyándose sobre el mesón de la cocina, sintiendo el frío de la cerámica contrastar con el fuego que subía desde su centro. Se mordió el labio. Ya no pensaba, solo ardía.

La primera embestida en su vagina fue lenta, como si él midiera hasta dónde podía entrar sin romperla. Pero ella no era de las que se rompían fácil. Era de las que se abrían como tormentas, de las que pedían más sin hablar.

Soltó un gemido ronco, apenas audible, y empujó las caderas hacia atrás. Quería sentirlo entero. Sentir la verga de Benjamín dentro de ella como un castigo merecido. O como un premio sucio.

Y él la complació.

Se enterró en ella con una profundidad que le arrancó una maldición ahogada. Ángela se arqueó, entregándose sin pudor, sin vergüenza. Como una puta libre. Como una mujer que sabía lo que quería y no tenía miedo de tomarlo.

Los movimientos se volvieron más rápidos, más crudos. La piel chocando con la piel, el eco húmedo llenando la cocina silenciosa. El olor del café se mezclaba con el del sudor, el sexo, el deseo.

Benjamín la sujetó con más fuerza. Ángela se dejó llevar, perdiéndose en esa violencia dulce, en esa necesidad compartida. Gritó. Gritó su nombre. Gritó el de nadie. Gritó porque tenía que salir, lo que fuera que llevaba tanto tiempo guardando.

Y cuando llegó —cuando el orgasmo la partió en dos, cuando todo su cuerpo se apretó alrededor de él como una garra hecha de placer—, no pensó en el pasado, ni en lo que vendría.

Solo en que, por fin, alguien la había visto.

No con los ojos. Con el cuerpo.

Con la verga.

Benjamín la sostenía fuertemente por las caderas, sacó su miembro con esa calma peligrosa que precede a las tormentas. Ángela no se movió. Estaba apoyada sobre el mesón con los pies temblándole por el reciente orgasmo, con la espalda ligeramente arqueada, el cuerpo en tensión, expuesto, entregado.

Esperaba.

Lo sintió nuevamente: el roce deliberado, más alto, más cuidadoso. No buscaba entrar donde siempre. Buscaba otra entrada.

Y ella no protestó.

Ángela era una mujer de calle, sí, pero también una mujer de secretos. Y entre ellos, había uno que siempre la había hecho sentir viva: le gustaba el sexo anal. No por sumisión. No por castigo. Por poder. Porque solo una mujer sin miedo, sin culpa, se abría así.

Benjamín escupió en la mano y la tocó, despacio. La preparó. No con palabras, sino con gestos. Con ese respeto oscuro que tienen los hombres que entienden el cuerpo ajeno como un mapa que se recorre sin romperlo.

Cuando comenzó a entrar, Ángela contuvo el aliento.

La presión era intensa, antigua, casi dolorosa al principio. Pero no retrocedió. No era de las que retroceden. Se aferró al borde del mesón, cerró los ojos, y dejó que su cuerpo se adaptara al suyo.

La penetración fue lenta, profunda, paciente. Él la tomaba con firmeza, pero sin brutalidad. Como quien sabe que el verdadero dominio no está en el apuro, sino en el control.

Ángela gimió. Bajo, pero sostenido. El tipo de gemido que no pide clemencia, sino más.

Y él le dio más.

El vaivén comenzó con ritmo contenido. Luego fue creciendo, golpeándola con la cadencia exacta, mientras su cuerpo se abría como una flor nocturna. La sensación era distinta, más salvaje, más íntima. Como si lo que compartían en ese momento no fuera solo sexo, sino algo más crudo, más primitivo.

Ella gritó. No su nombre. No palabras.

Gritó porque no había otra forma de sostener el placer.

Y cuando llegó —cuando un segundo orgasmo la desgarró por dentro, cuando su cuerpo se estremeció como si hubiera sido desarmado y vuelto a armar con fuego—, supo que ya no sería la misma.

Cuando Benjamín salió de ella, Ángela se desplomó de rodillas sobre el suelo de la cocina, jadeando. El frío de las baldosas le arañaba la piel, pero su cuerpo aún vibraba, encendido, abierto.

Satisfecha.

O eso pensó.

Alzó la vista, y entonces lo vio.

El mismo miembro que la había invadido, que la había llenado, que la había llevado a un lugar sin palabras, seguía ahí. Alzado. Firme. Oscilando con un pulso ajeno y salvaje frente a su rostro.

Y en ese momento, comprendió: él no había terminado.

Benjamín la miraba desde arriba, sin decir nada. Sus ojos eran fuego lento, una mezcla de deseo retenido y algo más… ¿ternura, quizás? No. Era más simple. Era necesidad.

Ella no se apartó.

Lo sostuvo con la mirada por un segundo. Luego, sin romper el contacto visual, se inclinó hacia adelante. Lo tomó con una mano —caliente, húmeda, aún temblando— y lo llevó a su boca.

No fue con prisa.

Fue con hambre.

La verga entró entre sus labios con facilidad, todavía tibia de ella. La sintió en la lengua, en el paladar, en la garganta. Y cada vez que bajaba la cabeza, cada vez que dejaba que él se perdiera dentro de su boca, Ángela se sentía más libre. Más viva. Más puta, sí. Pero en el mejor sentido. En el suyo.

Benjamín soltó un gruñido, casi contenido. Le enredó los dedos en el cabello con una dulzura feroz, guiando el ritmo sin forzarlo. Ángela sabía lo que hacía. Sabía cómo cerrar ese momento.

Y cuando él llegó —con un espasmo que le recorrió el cuerpo entero, cuando su semen le llenó la boca y ella no se apartó—, hubo un silencio nuevo en la cocina.

Uno lleno de latidos.

De alientos cruzados.

De algo parecido a paz.

Ángela tragó sin dudar. Luego lo miró desde abajo, con los labios húmedos y una media sonrisa torcida, como quien conoce el poder de lo que ha hecho y no necesita permiso para sentirse orgullosa.

Benjamín se agachó, le apartó un mechón de cabello de la cara.

Y por primera vez, la besó.

No con furia.

La cocina quedó en silencio, apenas perturbado por el zumbido lejano de un refrigerador viejo. Afuera, la ciudad seguía ardiendo bajo el mismo cielo sucio, como si nada hubiera pasado. Pero dentro de esas paredes, Ángela había cruzado una frontera invisible.

Benjamín se levantó, sin palabras. Caminó hacia la ventana y encendió un cigarrillo. No le ofreció uno a ella. No hacía falta. Sabía que no necesitaba gestos vacíos.

Ángela se puso de pie lentamente. Aún sentía el ardor entre las piernas, el temblor en las rodillas, la humedad entre los muslos. Pero no era debilidad. Era huella. Una marca invisible de algo que había sido real, aunque solo por un instante.

No se molestó en ponerse de nuevo la bata, caminó hacia el sin apuro.

Benjamín la observó levemente moviendo su cabeza, con la camisa desabotonada y el cigarro colgando de los labios.

Se miraron sin sonrisa.

—Eres una gran puta —dijo él, con voz ronca, sin burlas ni juicio—. La mejor.

Ángela no respondió. Solo inclinó la cabeza ligeramente, como quien acepta un cumplido en su idioma.

Tenemos tiempo, puta.

623 Lecturas/7 mayo, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: anal, baño, colegio, confesiones, orgasmo, semen, sexo, vagina
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