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Dominación Mujeres

Angela en fuga 2

La luz del atardecer se filtraba por los ventanales polvorientos cuando el humo del cigarrillo de Benjamín arropaba la piel desnuda de Angela. Todo en ese lugar olía a eso y a café, madera y sexo, era una constante. No era un vicio, decía él, sino un rito: cada día, al terminar sus silenciosas….
La luz del atardecer se filtraba por los ventanales polvorientos cuando el humo del cigarrillo de Benjamín arropaba la piel desnuda de Angela. Todo en ese lugar olía a eso y a café, madera y sexo, era una constante. No era un vicio, decía él, sino un rito: cada día, al terminar sus silenciosas caminatas de regreso a casa, encendía uno solo, con parsimonia, como si al hacerlo pudiera sostenerse frente a un mundo que se deshacía lento. Don Horacio estaba a punto de cumplir cuarenta años. Medía un metro ochenta, tenía el cabello castaño entrecano, la piel blanca y unos ojos verdes que parecían ver más allá de las palabras. Su porte era sereno, casi distante, pero en él habitaba una ternura callada, una forma de cuidar sin decir demasiado. Llevaba años en pareja —una relación discreta, sin alardes, como todo en su vida.
—Gracias por quedarte. acompáñame al estudio. Hay algo que debes saber —le dijo con voz baja, casi como si no quisiera romper el hechizo que la envolvía. El camino hasta el estudio estuvo acompañado por la corriente de humo del cigarrillo, como migajas de pan en el aire, aunque tenue, aliviaba el calor sofocante que se había instalado en el cuerpo de Angela. Benjamín dejó que el humo le golpeara la cara con libertad, como si en ese gesto simple pudiera continuar su papel dominante.
Ángela se vistió con calma, recogiendo la bata del suelo. Mientras lo hacía, una sensación ambigua se instalaba en su pecho: parte alivio, parte sospecha. Benjamín no era un hombre cualquiera. Y ella no era una mujer ingenua
En el estudio, al fondo del pasillo, tras puerta entreabierta, con libros apilados como si vivieran allí y en el centro de este, una mesa amplia, de roble, y encima, un sobre manila con el nombre de Angela escrito a mano. Bajo la sombra torcida de un enorme librero, se sentó Angela. Con los pies descalzos tocando el suelo y la mirada perdida, como si esperara que algo —o Benjamín— continuara con las instrucciones. No parecía sorprendida de la situación.
Benjamín apareció desde el rincón, donde el ventanal dibujaba su silueta contra el cielo encendido. El sudor le escurría aún por los brazos pero iba totalmente vestido. Benjamín se detuvo por un momento, no por pudor, sino por una extraña sensación de irrealidad, como si Angela no perteneciera del todo a ese mundo.
Ella no se movió. Seguía sentada, con la piedra en la mano, observando el agua como si leyera en su superficie una historia que él no podía ver. El cigarrillo se consumía entre sus dedos cuando Horacio finalmente dio un paso adelante.
—Realmente pensé que para este punto abrías preferido irte—dijo, sin levantar la voz.
—¿Todo está bien? —preguntó ella con voz baja, casi como si no quisiera romper el hechizo que la envolvía. —No soy de las que huyen—continuó Ángela, manteniendo la distancia.
Angela giró apenas el rostro, sin mirarlo del todo. Él asintió, casi con respeto. Luego señaló el sobre.
—Por favor, tómalo. Eso es para ti. No por lo de ahora. Por lo que viene.
Angela frunció el ceño. Lo tomó con desconfianza, pero lo abrió. Dentro había dos cosas: una fotografía borrosa de un rostro familiar —demasiado familiar— y una hoja con una dirección escrita en tinta negra.
—¿Qué es esto?
Ella alzó la vista entonces. Sus ojos, oscuros y profundos.
—Una elección —dijo Benjamín—. La mujer de la foto se llama Laura. Desapareció hace tres semanas. Nadie la busca. Nadie la extraña. Pero yo sí. Era mi alumna.
—Creo haberla visto. —Ángela sintió que algo frío le recorría la espalda.
La mente de Benjamín se dividía entre las palabras inocuas y la vista de su cuerpo. El pene en sus pantalones comenzó a crecer nuevamente sin reparos de su parte. Angela continuaba mirando la fotografía con extrañeza, como si esperara que ocurriera algo que solo ella sabía que iba a ocurrir.
—Laura era como tú —agregó él, con una seriedad nueva—. Fuerte. Inquieta. Demasiado libre para este mundo. Pero se metió con las personas equivocadas.
Las palabras se disipaban en el aire como el humo de su cigarrillo. Él solo estaba atento a la figura de sus senos, al contorno de sus pezones marrones que se transparentaban por su bata. Se acercó más y más y en un movimiento lento pero sostenido, abrió el cierre de su pantalón y sacó su enorme verga. Angela continuaba sin verlo, así que el se acercó más, agarra un brazo de ella y colocó su mano sobre la verga. Ella entonces alza la vista por primera vez, notando la verga de Benjamín muy cerca de su rostro. No se sorprende, no demasiado, tampoco lucha por huir. La toca e incluso comienza a pajearlo. Benjamín se aprovecha y le dice que se la meta a la boca, ella se acerca.
—¿Y quieres que yo qué?
Comienza a mamarle la punta de su verga, pero Benjamín no tiene paciencia, la toma por la cabeza y se la mete hasta el fondo de su garganta, haciendo que ella se ahogue un poco. Le folla la boca rápidamente mientras nota como Angela arruga la fotografía con sus manos sobre sus piernas.
Benjamín la miró entonces, con una intensidad presa del deseo.
—Quiero que me ayudes a encontrarla. A entender qué le pasó. A hacer algo que trascienda el sexo, la rabia y las huidas. Quiero que uses esa furia tuya… para algo más. —Le decía entre bufidos y sin dejar de follarle la boca
Ángela no pudo responder de inmediato, pero apenas Benjamín le soltó la cabeza, ella sacó su verga de la boca y miró nuevamente la foto. Reconocía ese tipo de sonrisa. La había llevado en el rostro más de una vez. Era la sonrisa de las que han sobrevivido cosas que no se nombran. Las que ya no esperan ser salvadas… pero aún desean ser vistas.
—¿Y qué gano yo con esto? —preguntó, sin rodeos.
Benjamín no dudó
—Verdad. Poder. Y la certeza de que alguien, por fin, te necesita por lo que sabes… no por lo que das.
Un silencio se instaló entre ellos, esta vez menos cargado de tensión y más lleno de posibilidades.
Ángela cerró el sobre con la fotografía arrugada dentro. Lo sostuvo contra el pecho. Y por primera vez en mucho tiempo, no sintió que tenía que correr.
—Dame tres días —dijo—. Si no vuelvo, sabrás que encontré algo que vale la pena.
…Benjamín cubierto de sudor le respondió sin apartarse:
—James no sabe. Ni debe saber. No todavía.
El aire en la casa se volvió más denso, como si las paredes mismas se hubieran encogido un poco. Ángela sintió que el suelo crujía bajo sus pies con una intensidad distinta, como si la madera recordara algo que ella aún no sabía.
—¿Por qué no? —preguntó, con la voz seca.
Benjamín se pasó una mano por la verga. Estaba visiblemente excitado, por ella. Por lo que venía después.
—Porque James está involucrado —dijo al fin, sin mirar directamente—. No sé hasta qué punto, pero la noche en que Laura desapareció… él estaba en la ciudad. En el mismo evento que ella. Hay fotos. Y una llamada registrada desde su número.
Ángela retrocedió un paso, el sobre aún en su mano, los bordes ya marcados por sus dedos. El silencio volvió a tragarse todo sonido, excepto uno: el crujir leve de una ventana mal cerrada que se mecía con el viento. Le pareció escuchar su propio nombre susurrado entre las rendijas.
—¿Y qué esperas que haga con esto? —dijo en voz baja, como si el mismo James pudiera oírla desde algún rincón invisible de esa casa que ahora parecía aún más antigua, más hueca.
Benjamín se acercó un poco, lo justo para que ella viera la verdad en sus ojos: no había plan. Solo urgencia. Solo miedo bien contenido.
—Espero que investigues. Que observes. Que no te fíes de nadie. Ni de mí, si es necesario. Pero tú tienes algo que él no sospecha. Tú puedes entrar sin levantar alarmas. Puedes mirar sin que te vean.
—¿Y si él no tiene nada que ver?
—Entonces lo sabremos. Pero si sí… —hizo una pausa— entonces habrás sido tú la que lo descubrió.
Ángela no respondió. Caminó hacia la ventana y la cerró de golpe, el pestillo oxidado se encajó con un sonido seco. Afuera, el cielo se había tornado gris, casi metálico. Una lluvia se insinuaba.
Ángela recogió sus cosas en silencio. Cada movimiento en la casa parecía amplificar la tensión que había dejado en el aire. Benjamín, la observaba sin dejar de tocarse, observaba la habitación con una mezcla de concentración y cansancio, pero, al verla ponerse de pie, guardó su verga y la miró fijamente.
Cerca del lugar donde se encontraban vivían varias personas conocidas por Benjamín. Gente amable, de trato fácil, en un barrio tranquilo, con calles arboladas y casas bien cuidadas. Era una zona agradable para vivir, alejada del ruido del centro. Sin embargo, fue claro al señalar que Ángela debía dirigirse más allá de ese entorno familiar.
—Debes ir hacia la zona sur —le indicó, mientras se acomodaba en el sofá—. Justo al borde con la ciudad. Allí hay un pequeño sector comercial. Quiero que vayas a una cerrajería, la reconocerás cuando estes allí. Pregunta por Ibrahim.
Ángela frunció el ceño, sin entender del todo.
—¿Un cerrajero?
—No es cualquier cerrajero —aclaró Benjamín—. Ibrahim conoce todas las casas de esa zona. Y más importante aún, sabe con exactitud a cuál fue Laura aquella noche. Es discreto, pero si te ve con respeto, te hablará.
Luego, con un tono apenas más bajo, casi en confidencia, añadió:
—Ve bien vestida, Ángela. Allá las apariencias importan. Y no hables con nadie más. Solo con él.
Ángela asintió. Aún tenía muchas preguntas, pero sintió que había llegado al límite de lo que Benjamín estaba dispuesto a decir.
—¿Puedo retirarme?
—Claro —respondió él con un leve gesto de la cabeza.
Sin decir nada más, Ángela salió de la casa. La puerta se cerró tras ella con un ruido seco, como si todo lo que había sucedido dentro de esos muros quedara sellado para siempre.
El aire afuera estaba más frío de lo que recordaba. Ángela caminó con paso firme, pero algo en su estómago se mantenía tenso, como si una palabra no dicha le recorriera el cuerpo. Había algo en la forma en que Benjamín dijo “bien vestida” que le dejó una sensación incómoda. No era una advertencia directa, pero tampoco una sugerencia inocente.
La calle frente a la casa tenía árboles altos que filtraban la luz en haces quebrados. A lo lejos, escuchó el ladrido de un perro y el motor apagado de un carro que parecía llevar demasiado tiempo detenido. Se detuvo un momento a ajustar su blusa, echó una mirada rápida sobre su reflejo en la ventana de un automóvil estacionado. Nada llamativo, pero tampoco demasiado informal. El punto medio que le permitiera pasar desapercibida y, al mismo tiempo, inspirar confianza. O respeto. O lo que Ibrahim esperara de una desconocida que llegaba a hacer preguntas.
Tomó el bus hacia el sur. El camino fue breve pero revelador: el lugar cambiaba a medida que se acercaba de nuevo a la Ciudad. Los edificios bajos se volvían locales anónimos; las aceras más anchas, pero más rotas. Un toldo rojo llamó su atención al bajarse. Era la zona comercial que Benjamín le había descrito: una especie de oasis en medio del concreto, donde aún se saludaba a los vecinos por su nombre.
Preguntó a una vendedora por la cerrajería. Le indicaron una puerta metálica, sin rótulo, apenas una calcomanía vieja en el vidrio esmerilado. Ángela tocó. Esperó.
Un hombre delgado, de piel aceitunada y cabello gris peinado hacia atrás, abrió con una sonrisa lenta. Sus ojos no eran amables ni hostiles: eran curiosos.
—¿Ibrahim? —preguntó ella.
El hombre asintió. Observó su ropa, sus manos, su postura.
—Usted no es de por aquí —dijo, sin acusación.
Ángela sostuvo la mirada. Por un segundo no supo cómo empezar. No sabía qué versión de sí misma traía puesta ese día. Al final optó por algo simple:
—Me dijeron que usted conocía la zona. Que recordaría una casa. Una donde estuvo una mujer… hace no mucho.
Ibrahim se apoyó en el marco de la puerta. Su expresión cambió apenas, como si algo en su memoria se hubiera activado. Pero no respondió de inmediato.
—¿Quién la mandó?
—Un amigo. Benjamín.
Ahí sí, un cambio claro en su cara. Un leve gesto de reconocimiento. Algo en su lenguaje corporal se volvió más contenido.
—Espere un momento —dijo.
Entró sin cerrar del todo. Ángela se quedó en el umbral, sintiendo cómo el calor del interior contrastaba con el aire denso de la calle. Desde adentro llegaba un olor a metal, a grasa vieja, a algo que dormía bajo las herramientas, como si el lugar llevara años sin ser realmente ventilado.
Titubeó un segundo. No quería parecer invasiva, pero sabía que debía ir directo al punto. Antes de decir una palabra, sacó del bolso el pequeño sobre doblado con la foto de Laura que Benjamín le había dado. La sostuvo entre sus dedos, mirándola como para confirmar, como si aún dudara de mostrarla.
Pero lo hizo. Se adelantó un paso, levantó la mano con la foto y dijo con voz firme, aunque algo contenida:
—Busco a alguien. Me dijeron que usted podría ayudarme.
Ibrahim tomó la foto en sus manos. La miró con detenimiento, reconociendo a la chica al instante. Sin embargo, su rostro permaneció impasible, como si el reconocimiento no le provocara nada, o como si supiera ocultarlo bien. Ángela, que prácticamente se había colado en su negocio sin una invitación formal, se mantuvo firme, observándolo con atención mientras esperaba una respuesta.
Sin decir una palabra, él rodeó el pequeño mostrador oxidado, caminó con lentitud hacia la entrada y, con un movimiento suave pero firme, cerró la puerta detrás de ella. El golpe seco del seguro activándose resonó como una nota tensa en el ambiente cargado.
Entonces, por primera vez, la miró de verdad. La observó en silencio, como si acabara de notar su presencia más allá del papel que le había entregado. Había en sus ojos una mezcla de sorpresa discreta y una pizca de perversión.
—Eres una puta como ella ¿Verdad? ¿Es tu amiga? —dijo al fin, devolviéndole la foto—. ¿O por qué buscas a esta muchacha?
Ángela no respondió de inmediato. Bajó la mirada, como buscando las palabras en el suelo desgastado del taller, y asintió con lentitud.
—No la conocía mucho —dijo al fin—. Solo la vi un par de veces. Hay personas que están preocupadas por ella, eso es todo.
Ibrahim mantuvo la vista fija en sus tetas por un momento más, luego asintió brevemente y le devolvió la fotografía, ya un poco manoseada por el sudor y el tiempo.
—Esa chica… era la favorita del señor Roldán —murmuró, casi como si no quisiera decirlo en voz alta—. Su casa está al final de la calle del puente viejo, justo donde empiezan las fincas grandes. Ve allá.
Hizo una pausa, observándola de nuevo de arriba abajo con una expresión indescifrable.
—No sé si te den alguna respuesta —añadió, esbozando una sonrisa ladeada—, a menos que tengas algo que ofrecer.
Ángela caminó siguiendo las indicaciones de Ibrahim. A medida que avanzaba, las calles comenzaban a cambiar. Las fachadas humildes de los negocios daban paso a entradas amplias, muros altos cubiertos por hiedras cuidadas, y cámaras que la seguían en silencio desde las esquinas.
La casa estaba al final de una curva suave, detrás de un portón negro que parecía recién pintado. No había timbre visible, solo una cámara y una pequeña ranura metálica a la altura de los ojos. Ángela dudó, pero golpeó dos veces, firme.
No tardaron en responder. El portón se abrió con un leve chirrido, como si ya supiera que ella vendría.
Dentro, el ambiente era distinto a cualquier otro que hubiera conocido. Un jardín meticulosamente podado flanqueaba un camino de piedra. Más que una casa, parecía una finca privada, como esas que se ven en revistas: moderna, silenciosa, con un lujo contenido que no necesitaba alardes. Cada detalle —las luces cálidas, el aroma tenue a sándalo, la música instrumental casi imperceptible— hablaba de alguien acostumbrado a controlar cada aspecto de su entorno.

Una mujer de aspecto impecable la recibió en la entrada principal. No preguntó quién era ni a qué venía. Solo la miró de arriba abajo, evaluándola.

—Espere aquí, por favor —dijo, y desapareció sin más por un pasillo lateral.

Ángela se quedó sola en la sala, donde no había ni fotos familiares ni cuadros comunes. Solo arte abstracto, mármol, vidrio y silencio. Sintió que había entrado a un lugar donde las reglas eran otras, donde las cosas no se decían pero todos las entendían.

—¿Estás bien? —dijo una voz grave a sus espaldas.

Ángela se sobresaltó. La sombra del hombre llegó antes que él. Alta, imponente, llenó la estancia como una advertencia. Se giró rápido, con el pulso acelerado. Sus tetas se movieron apenas con el gesto, y por un segundo los ojos del hombre se detuvieron allí, donde el tejido se desplazaba. Luego subieron, fríos, meticulosos, recorriéndola sin disimulo. La escaneó como quien clasifica, como si ya estuviera sacando conclusiones sobre ella sin haber escuchado una sola palabra.

—No me pareces conocida —agregó, aún sin acercarse del todo—. ¿Quién te dejó entrar?

Ángela tragó saliva. De pronto la casa ya no parecía tan acogedora.

—Estoy buscando a una persona —dijo Ángela, esforzándose por sonar firme—. Se llama Laura.

El hombre entrecerró los ojos, como si evaluara si ese nombre debía significar algo para él.

—Aquí viene mucha gente —respondió finalmente, encogiéndose de hombros—. No recuerdo nombres.

—No es una visitante cualquiera —insistió Ángela, sacando la fotografía del bolsillo de su chaqueta y extendiéndola hacia él—. Es importante.

El hombre tomó la foto sin apuro. La miró por un segundo. Si la reconocía, no lo mostró. Luego, sin devolverla aún, levantó la mirada hacia ella.

—¿Quién te envió?

—Nadie… solo quiero saber si está bien. Hay gente preocupada. Yo solo…

—Mire, señorita —la interrumpió con calma helada—. Esta no es clase de casa donde se hacen preguntas. Aquí se viene con propósitos claros. Usted parece no tener uno.

Le devolvió la foto, con cuidado, como si le entregara una servilleta usada.

—Creo que es mejor que se retire —añadió, abriendo la puerta como un gesto de cortesía que no lo era del todo—. No hay nada para usted aquí.

Ángela dudó unos segundos. En su estómago pesaba la intuición de que había dado con algo, aunque todavía no sabía con qué exactamente. Tomó la foto de vuelta, la guardó, y se dirigió a la puerta sin decir palabra.

El aire afuera era más fresco. Pero no más liviano.

Cuando pasó al lado de aquel hombre, giró apenas el rostro hacia él y dijo, con voz baja pero clara:

—Estoy dispuesta a…

No terminó la frase. No supo cómo. Solo dejó las palabras flotando, como una llave que alguien más debía girar.

El hombre la observó con atención, sin prisa, como si quisiera medir la dimensión real de lo que acababa de insinuar. Sus ojos se detuvieron en sus enormes tetas, buscando algo más que decisión. Luego, sin expresión visible, empujó la puerta y la cerró lentamente, bloqueando el paso a la calle.

—Siéntese —dijo finalmente, señalando un sillón de cuero oscuro en la entrada—. Pero no diga nada más… hasta que yo lo pida.

Ángela se sentó, con las manos cruzadas sobre las rodillas, intentando no mostrar nerviosismo. El sillón era firme, casi incómodo, y el silencio de la casa era denso, como si cada pared supiera guardar secretos. Aquel hombre se quedó de pie frente a ella, sin perder esa expresión neutra que resultaba más intimidante que amable, abrió el cierre de su cremallera, liberando un pene en semi erección.

—Hábleme de ella —dijo finalmente, con voz seca—. ¿Quién es? ¿Por qué desea saber sobre ella? —Mientras comenzaba a menear su pene de arriba abajo haciendo que este ganara dureza y tamaño.

Ángela respiró hondo mirando su pene. No sabía cuánto decir ni cómo decirlo, pero supo que mentir sería inútil.

—No la conozco bien —confesó—. La he visto un par de veces. Trabajo para alguien que… que está preocupado por ella. Desapareció hace unas semanas. Pensaron que podría haber estado aquí.

El hombre no reaccionó. Ni una mueca. Ni una señal, solo seguía masturbándose.

—¿Y usted qué gana con encontrarla? —preguntó, sin quitarle los ojos de encima.

Ángela tardó un poco en responder.

—No lo sé aún —dijo, sinceramente—. Pero no me gusta cuando alguien se va y nadie pregunta nada. Me parece que… que algo no está bien.

El hombre asintió apenas, como si estuviera clasificando esa respuesta en algún rincón de su memoria. Dio unos pasos hacia delante, acercó su verga hacia la cara de Angela, la sostuvo un momento y luego la dejó caer en sus labios.

—Si vino hasta aquí solo por intuición, es más valiente de lo que parece —murmuró—. O más ingenua.

Volvió a mirarla mientras Angela por inercia abría la boca permitiendo la entrada de su pene, esta vez con una pizca de algo que podría ser respeto.

—Laura era importante para este lugar (dijo su nombre por primera vez). No era solo una puta más. Pero si de verdad quiere respuestas, deberá entender en qué mundo se está metiendo.

Ángela sostuvo el pene del hombre en su boca, sin dejar de escucharlo.

—¿Qué quiere decir con “importante”? —preguntó, con cautela.

Él no respondió de inmediato. Metió lentamente hasta el fondo de su boca la verga, sin retirarla, sin apartar un solo centímetro. Luego dijo, en voz baja:

—Hay círculos donde las personas no son lo que parecen. Aquí afuera, la gente vive como si todo se explicara con trabajo, familia, deudas… pero hay otros lugares donde las reglas son distintas. Donde lo que importa es lo que estás dispuesto a dejar atrás.

Ángela comenzó a toser.

“¿Laura dejó algo atrás?”, pensó

El hombre salió de ella. Esta vez no había frialdad en su mirada, sino una especie de resignación.

—Ella cruzó una puerta. Una vez lo haces, no hay regreso fácil. Y ese camino no lo toma cualquiera. Se necesita convicción… o desesperación.

Ángela sintió un escalofrío, parte de su saliva había quedado en su mentón. No era miedo exactamente, sino esa sensación de estar escuchando algo que no debía.

—¿Y usted qué papel juega en todo esto?

Una sombra cruzó el rostro del hombre. No contestó de inmediato, pero luego sonrió, apenas un poco.

—Digamos que soy alguien que observa. Y que, a veces, decide si una historia sigue… o si termina ahí.

Volvió a acercarse, esta vez con más calma. Se detuvo frente a ella, volvió a ofrecerle su verga, pero esta vez se la restregó por toda la cara.

—Si realmente quiere saber quién era Laura para este lugar, vaya aquí mañana a medianoche. Pero tenga claro esto: no se entra para curiosear. Lo que descubra puede cambiar más de lo que imagina.

Ángela tomó la tarjeta que le ofreció en su mano. Era negra, con un solo símbolo grabado: una rosa sin espinas.

—¿Y si no voy?

—Entonces, para usted, Laura seguirá siendo solo una fotografía.

El silencio se hizo denso, casi incómodo. El hombre se mantuvo firme frente a ella, hasta que el semen comenzó a brotar de su verga pegándose en distintos rincones de la cara de Angela.

—Me llamo Iván —dijo, como si con eso fuera suficiente.

Ángela asintió en silencio, sin saber si debía agradecer la información o preocuparse por haberla recibido. Guardó la tarjeta y se levantó.

—Mañana, a medianoche —repitió él sin mirarla mientras guardaba su verga. Y se giró junto a la ventana, como si nunca hubiese estado hablando con ella.

Ángela se limpió el semen con su propia blusa y salió sin despedirse. Afuera, el aire parecía aún más pesado que antes, como si la noche supiera a qué lugar se dirigían sus pasos.

________________________________________

Día siguiente. Medianoche.

La ciudad a esa hora se sentía distinta. No era solo el silencio; era la manera en que las luces titilaban más lento, como si también estuvieran esperando algo. Ángela caminó por calles que no conocía, siguiendo las coordenadas de la tarjeta. No había dirección escrita, pero en la parte posterior había un relieve casi invisible que al tocarlo revelaba el contorno de un callejón específico, en una parte antigua de la ciudad, cerca del río.

Llegó a un edificio que desde fuera parecía abandonado. La fachada era de ladrillo oscuro, cubierta de hiedra seca. No tenía letrero, ni ventanas visibles. Solo una puerta negra con una aldaba de hierro en forma de medialuna. No necesitó llamar. La puerta se abrió sola, apenas un resquicio, como si supieran que ella vendría.

Adentro, un hombre elegante, vestido de negro y con guantes, la recibió con una reverencia leve.

—Señorita Ángela, bienvenida.

Ella dudó un segundo, pero cruzó el umbral. La puerta se cerró tras ella con un susurro que sonó más a advertencia que a bienvenida.

El interior era opulento, pero discreto. No había lujos ostentosos, sino detalles finos: mármol negro en el suelo, madera oscura en las paredes, candelabros con velas eléctricas que imitaban el fuego. Al fondo, un pasillo conducía a otra puerta, esta sí decorada con una gran rosa tallada. Todo olía a incienso y cuero viejo.

Ángela avanzó, los tacones resonaban suavemente como si el lugar respirara con ellos. Pasó por salones en penumbra donde hombres y mujeres hablaban en susurros, todos vestidos con trajes que ocultaban más de lo que revelaban

—Supongo que es nueva —le susurró el guía sin que ella lo mirara—. Aquí, todo se basa en la discreción… y en la voluntad.

—¿Y Laura? —preguntó Ángela, apenas moviendo los labios.

El hombre no respondió de inmediato. Luego, sin mirarla, dijo:

—Hace tiempo que no veo a esa mujer. Muy querida. Muy observada.

Ángela sintió que su corazón latía con más fuerza.

—¿Sigue aquí?

Él se detuvo frente a otra puerta, más estrecha.

—Algunas preguntas se responden solas cuando uno está dispuesto a ver.

Y le abrió la puerta. El interior estaba envuelto en terciopelo oscuro, con una tenue luz roja que colgaba del techo como si no quisiera revelar demasiado.

Y allí, por fin, Ángela entró al mundo que Laura había conocido.

43 Lecturas/10 mayo, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: amiga, amigo, bus, metro, puta, semen, sexo, verga
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