Cleopatra se rinde
Cleopatra se rinde ante Roma.
El pétreo y majestuoso salón del trono de la gran reina Cleopatra estaba iluminado con miles de velas de cera de abeja doradas, mientras una profunda orquesta interpretaba una intrincada melodía egipcia. Los prestigiosos nobles y generales se habían reunido para presenciar el momento decisivo, mientras Cleopatra se preparaba para cumplir con su parte del acuerdo con los poderosos conquistadores romanos, César y Marco Antonio.
El ambiente era tenso y los corazones latían rápidamente, agitados por el destino que la reina iba a cumplir esa noche. Cleopatra era una dama de incomparable belleza. Sus ojos azules brillaban bajo la luz de las velas, y sus largos rizos negros le caían hasta la cintura en una cascada sedosa.
Su cuerpo perfecto era envuelto en finos ropajes blancos hechos con seda y adornados con joyas preciosas, pero todo ese esplendor sería abandonado pronto, ya que sus enemigos habían exigido una demostración de sumisión que jamás se había visto antes en Egipto. Marco Antonio llegó primero al salón del trono, su figura poderosa ocupando con autoridad cada paso que daba.
Detrás de él venía Julio César, el maestro del imperio romano, con una sonrisa cruel e irresistible escondida entre sus bigotes. Junto a ellos caminaba una joven, bella y temblorosa princesa egipcia, cuyo nombre está perdido en el tiempo, destinada a ser testigo del acto más humillante que habría de vivirse en la historia de Egipto. Lentamente, César fue hacia la reina y tomándola del brazo, la colocó sobre su trono dorado, con un gesto firme y posesivo.
El público ahogó un grito entre la sorpresa y el horror, mientras Cleopatra seguía mirando fijamente a la mirada penetrante de César. No obstante, ella mantenía su postura orgullosa y erguida, como si estuviera enfrentándose a dos leones y no a los más grandes conquistadores de su época.
Mientras tanto, Marco Antonio se paseaba por el salón, acercándose a algunos de los nobles y señalando con una expresión despectiva su incapacidad para proteger a la reina. Luego dio media vuelta y, con un gesto teatral, levantó la túnica de la joven egipcia, mostrando una desnudez perfecta y juvenil, que contrastaba fuertemente con el cuerpo más experimentado y maduro de su maestra.
La música se apagó repentinamente y, durante unos segundos angustiantes, reinó un silencio absoluto, que pareció durar horas antes de que volviera a retumbar el estruendo de los tambores egipcios. En ese mismo momento, César y Marco Antonio se inclinaron sobre Cleopatra y empezaron a besarla. Sus labios implacables recorrían cada centímetro de la carne femenina, saboreando sin piedad y explotando todos los nervios sensibles que la cubrían. Ella intentaba resistir, pero los músculos de sus dientes se clavaban cada vez más hondo, mientras sus rostros iban descubriendo nuevas zonas de placer.
Así empezó el juicio. Primero, la violación anal de Cleopatra. La intensidad de su dolor, y el orgullo que sentía de preservar a su pueblo, fueron las únicas cosas capaces de mantenerla consciente. El dolor no solo era físico, sino que tenía un significado mucho más profundo, ya que su ciudad estaba siendo violada también, y ahora se veía obligada a pagar el precio de la supervivencia de su gente. César se colocó detrás de ella, empujando brutalmente su erección dentro de la virginidad anal de Cleopatra, mientras Marco Antonio se aferraba a sus pechos con firmeza y sus labios cubiertos de pasión buscaban los de la reina. Ella gritaba, luchaba contra el dolor, pero sus manos eran atadas y no podía hacer nada. Todo lo que tenía era su fuerza interior, que la ayudaría a soportarlo todo. Luego, el turnillo cambió y Marco Antonio fue quien se colocó tras ella, mientras César continuaba devorando sus pechos, tirando de sus areolas mientras su lengua exploraba los botones de rosas alrededor de sus oscuros pezones. Los gemidos de la reina eran ahora más intensos, más profundos, como si fueran las últimas notas de un instrumento musical que acabara de desaparecer de la faz de la tierra para siempre.
Finalmente, la escena se convirtió en un baile salvaje de cuatro, donde no importaba quién entraba en quién, sino cómo podían satisfacer mejor sus necesidades más primarias. César, que era el más fuerte, tomó a la joven mujer al otro extremo de la habitación, donde la hizo correr, gritar y suplicar hasta que, al final, derribó a la pobre doncella contra la pared, partiendo de nuevo su virginidad anal.
Al ver esto, Marco Antonio lanzó una risa salvaje y, aprovechando que el culo de Cleopatra todavía estaba dilatado por la potencia de César, penetró con brutalidad en la reina. Su cuerpo y su espíritu estaban completamente derrotados por entonces, y ella simplemente aceptó su destino, dejando que los dos guerreros siguieran con el acto mientras el resto de la corte presenciaba, inmovilizado por el miedo y la sorpresa, el sufrimiento de su propia reina. De esta manera, todos los presentes aprendieron una lección valiosa esa noche: que ante el poder de Roma, ninguna reina podrá evitar la conquista, y que las naciones que se opongan a su paso pagarán un precio muy alto.
Los gemidos de la reina resonaban a través del salón del trono, indicando una agonía eterna mientras Marco Antonio la sacudía con fuerza contra el respaldo duro y frío de la silla. César y la otra mujer no quedaron atrás, sintiendo cada aullido de dolor y goce que emitía la reina, como si fuese música celeste que acompañaba su orgía.
Finalmente, después de lo que parecieron horas interminables de sufrimiento, llegó el momento que todos habían esperado. Con un grito victorioso, César arqueó la espalda y eyaculó profusamente dentro del ano de la reina. Un segundo después, Marco Antonio la siguió, bajando sus caderas con fuerza y depositando su semen en el interior de Cleopatra. La joven mujer, por su parte, recibió el embate con un gemido largo y agudo, como si fuera el último aliento de una criatura moribunda.
Los tres se quedaron un instante, mirándose entre sí, como si se reconocieran como miembros de la misma familia. Entonces, poco a poco, se separaron, sintiendo la vergüenza y el pavor de lo que acababan de hacer. Para muchos, aquella noche no habría salvación posible, solo la memoria de un crimen que marcaría la historia para siempre.
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