Cómo me cogió el cartero
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Cómo me cogió el cartero
Isabel estaba complacida con ese veranito precoz que le permitía vestir esos sueltos vestidos de amplias polleras que destacaban la estrechez de su cintura y la generosidad de su busto, ya que, a pesar de sus treinta y cinco años y dos partos, lucía como una jovencita, aspecto que consolidaba su corta melenita de suave cabello castaño.
Con ese ánimo, había llevado los chicos al colegio y tras pasar por el supermercado, acababa de cerrar el auto pero cuando se disponía a entrar a su casa con las cuatro bolsas de las compras, fue abordada por el cartero que le dijo tener una carta certificada por la que debía firmar su recepción; contenta por recibir esa correspondencia que suponía de algún pariente, le dijo al hombre que esperara mientras guardaba las bolsas y, abriendo la puerta, las dejó en el interior, pero cuando se dio vuelta para atenderlo, este la empujó bruscamente para cerrar la puerta tras él.
La indignación y la rabia la invadieron por haber sido tan estúpida, pero aun temblando por el temor, supuso que sería un ladrón al cual conformaría con algunos electrodomésticos y un poco de dinero; obligándola a retroceder hacia el living él desalentó esa esperanza, diciéndole justamente que no era un simple ladrón sino un violador que hacía tiempo la tenía en la mira; ahora sí esteba realmente asustada y pensaba como zafar de esa humillación, cuando él le aclaró que ni siquiera pensara en hacer nada para posponer lo inevitable, tras lo cual sacó del bolso una afilada navaja sevillana.
Acercándose a la conmovida mujer quien ya no podía retroceder más a causa del sillón, le mostró lo filosa del arma cortando como manteca un papel que sacara del bolsillo y le advirtió que no temiera por su vida, pero que pensara en cómo se vería después de que su cara y cuerpo conocieran las caricias de la navaja; retrocediendo un paso y demostrando la perversa crueldad que lo habitaba, le dijo que, dos personas que se “aman” como lo harían ellos, deben conocer sus nombres para poder así brindarse mejor al otro y aclarándole que su nombre era Diego, le exigió que le dijera el suyo.
Nada más lejos de la voluntad de Isabel que contradecirlo y con voz ahogada por el terror consiguió balbucear su nombre; como si eso hubiera actuado como un bálsamo en la agresividad del hombre, este sonrió sardónicamente y con amabilidad, le ordenó que se desvistiera muy lentamente para que él la disfrutara.
Con la mente trabajando a mil y pensando que cualquier cosa que retrasara el momento sería bienvenida, Isabel comenzó a desabotonar la pechera y haciendo una pausa entre cada uno; vaya a saberse por qué motivo íntimo o porque Diego fijaba sus ojos obsesivamente en el hueco que descubriría sus tetas, pero lo cierto era que, junto a un fino sudor que iba cubriéndola, el calor de la excitación parecía ascender como fuego desde sus mismas entrañas y con los ojos clavados en los voraces del hombre, siguió hasta llegar a la cintura, donde desató despaciosamente el lazo del cinturón; sin que su futuro violador le dijera nada y sintiendo recónditamente la necesidad de esa provocativa exhibición del cuerpo, se desprendió de la parte superior haciéndola bajar hacia atrás y después de recorrer impúdicamente con la yema de los dedos los bordados que adornaban el corpiño, sopesó con las palmas ahuecadas la prominencia de las tetas y tras echar las manos a su espalda, desprendió la prenda para dejarla deslizarse lentamente por los brazos hasta caer al suelo.
Sorprendida y asustada porque esa situación insólita la calentara tanto, ya que, aunque en ocasiones su mente febril le hiciera imaginar cosas con otros hombres que no fueran su marido, aquel era el único hombre que conociera en su vida y ahora, la perspectiva de conocer otra pija no sólo la ponía cachonda sino además curiosa; el simple gancho que cerraba la amplia falda plisada cedió a su presión y entonces fue bajando lentamente la pollera para exhibir sus largas piernas.
Con la ropa yaciendo a sus pies como la corola de una flor informe y la vista del hombre devorando con su mirada la entrepierna, llevó los pulgares a los lados de la cavada trusa y perezosamente la deslizó sobre las caderas, hizo una pequeña pausa al alcanzar el vértice e inclinando el torso, la bajó por los muslos hasta sacarla por los pies que levantó alternativamente y cuando volvió a enderezarse, se exhibió en toda su desnudez ante Diego, salvo el pequeño triángulo piloso que en el Monte de Venus señalaba la ubicación del clítoris.
Permaneció estática para esperar la reacción del hombre que, sí se acercó a ella para recorrer con el dorso romo del arma todo su cuerpo estremecido y luego de llegar al mentón, colocó la filosa punta por debajo mientras le exigía que bajara a chupársela; ante esa orden cobró conciencia de la enormidad a que se estaba prestando y murmurando una ahogada negativa, sintió como él aferraba un pezón entre sus nudillos para apretárselo rudamente y conmovida por el dolor, fue doblando las rodillas hasta quedar así frente al Diego.
Habiendo bajado antes el cierre, él sacudió las piernas para que el pantalón se deslizara hasta las rodillas y cómo carecía de calzoncillo, una verga tumefacta la impactó por su volumen, ya que, todavía muerta, era el doble que la de Damián erecta; con la punta de la sevillana picaneándola por detrás de una oreja, tomó entre sus dedos la amorcillada pija cuyo peso la sorprendió y acercando la boca, rozó con los labios el apretado frunce del prepucio cerrado.
Ayudándose con índice y pulgar de la otra mano, descorrió un poco el pellejo y por instinto, su lengua salió para lamer vibrátil la punta del ovalado glande; seguramente el hábito guiaba sus acciones, ya que a la lengua fueron sumándose los labios y en tanto corría delicadamente el forro epidérmico hacia atrás, lamiendo la una y succionando los segundos, fue introduciendo en la boca la pija, deteniéndose al llegar al surco que, como siempre en los hombres, contenía una blancuzca cremosidad que a ella la extasiaba.
Ignorando el filo que pinchaba su cuello y sólo obsesionada por la verga, recorrió la hondura con la punta tremolante de la lengua y cuando hubo agotado la gustosa crema, fue introduciendo la verga a la boca hasta sentirla ocupándola flojamente; agitando la lengua, fue aplastándola contra el paladar en una maceración que se le antojó deliciosa y sintiéndola crecer en ese ámbito, agregó la succión de los labios para comprobar emocionada su conversión en un falo tremendo.
Nunca imaginó que un pene pudiera alcanzar semejante tamaño y al tiempo que lo encerraba con los labios para iniciar un suave vaivén de la cabeza, sus dedos, que escasamente llegaban a rodearlo, se acompasaron en una apretada masturbación, pero cuando la rigidez parecía haber llegado a su punto máximo y ella se esmeraba en chupar y pajear la pija, él la interrumpió bruscamente para decirle que el juego no era así; empujándola contra la alfombra, le levantó las piernas para encogérselas hasta los hombros y en esa posición, le hizo pasar los brazos alrededor de los muslos para atarle prestamente las muñecas con una cinta adhesiva que extrajera del pantalón.
A pesar de ser una posición casi habitual, nunca las rodillas llegaban a tal extremo y el cerrojo formado por sus brazos le impedía aflojar la dolorosa postura que exhibía oferentes entre sus poderosas nalgas, el culo y la concha; mientras ella clamaba por su libertad con la promesa de hacerle cuanto él quisiera, Diego se desnudaba al tiempo que le aseguraba que de esa manera también iba a ejecutar todas las posiciones que quisiera y arrodillándose sobre su cabeza, puso nuevamente entre los labios la verga para ordenarle que la endureciera nuevamente.
Con la esperanza de que él se compadeciera y tras la mamada la soltara, Isabel echó atrás la cabeza y abriendo la boca cuanto pudo, recibió la magnífica verga que ya era un falo con el júbilo de lo nuevo y cerrando fuertemente los labios a su alrededor, sintió como Diego se meneaba adelante y atrás penetrándola como si fuera una vagina; ella se moría de ganas de tomar entre sus manos a semejante pija para pajearla como antes, pero estaba impedida por las ataduras y entonces ejerció con toda la boca fuertes chupadas que acompañaban el vaivén del hombre que, cuando consideró que ya estaba lo suficientemente dura, la sacó abruptamente de la boca para colocarse nuevamente a su frente.
Ella no podía verlo, pero apenas el glande del monstruoso falo se apoyó contra la boca de la vagina, prorrumpió en una repetida negativa que se mezclaba con sus súplicas para que no la violara de semejante manera, pero él permaneció imperturbable y, muy lentamente empujó; por el grosor, Isabel había supuesto lo que la pija pudiera hacerle a una mujer con veinte años de experiencia sexual y sin embargo, esa especulación se había quedado corta, ya que nomás traspasar dolorosamente los esfínteres, la tremenda verga la hizo experimentar un suplicio sólo comparable al paso de sus hijos por el canal de parto y, con los ojos desorbitados por el martirio, abrió la boca desmesuradamente en un grito mudo que, al adentrarse en la vagina, estalló en un alarido espantoso.
Cuando Diego comenzó un leve movimiento copulatorio, realmente Isabel sintió el desastre que la verga realizara en su vagina, ya que cada movimiento arrastraba los desgarros de la piel y su ir y venir se convertía en un nuevo suplicio que, tras el alivio del alarido, la hacía proferir hondos ayes de dolor que parecían satisfacer al hombre, que se hamacaba con mayor velocidad para hacer que el falo casi saliera y entonces rempujaba fuertemente, especialmente al llegar al fondo, donde traspasaba las estrechas paredes del cuello uterino para restregar reciamente el endometrio.
Las lágrimas del sufrimiento de Isabel se confundían con las de la humillación y sabiendo que el violador se alimentaba con su rechazo, decidió no satisfacerlo más y dejarlo hacer lo que quisiera poniendo freno al dolor y la rabia; haciendo rechinar los dientes que selló con sus labios, sintió como Diego alcanzaba una cierta cadencia y allá, muy en el fondo de su subconsciente, fue dándose cuenta que ese ritmo comenzaba a agradarle, poniendo un fugaz picaneo de excitación en su cuerpo y mente conscientes.
De esa manera, sintió como él la obligaba a alzar aun más la zona expuesta y soportando su peso casi exclusivamente con la nuca y los hombros, alcanzó a verlo como se acuclillaba y sosteniéndola así, volvía a penetrarla casi verticalmente; eran tan fuertes los empellones que la punta de esa verga tremenda ya no sólo rozaba al endometrio sino que se proyectaba para empujar duramente las paredes del útero y cuando el comenzó a desplazarse lentamente en círculos con la concha como eje receptor, la verga incrementó el sufrimiento, ya que en cada posición la sometía desde ángulos distintos.
Aparte de lo incómodo de la postura, el sufrimiento parecía haberse incrementado pero ahora no lograba discernir bien por qué, el ardor que sentía en la vagina se proyectaba en un escozor que repiqueteaba en sus entrañas e, insólitamente, prendía una chispa de excitación y hacía que esperara con inconcebible ansiedad cada nueva variación en la penetración; no supo cabalmente cuándo, pero en algún momento sus ayes y gemidos reprimidos fueron variando de carácter y ahora ya eran francos asentimientos con los que reclamaba del hombre mayor actividad y el, complaciéndola, salió de ella para colocarla en una posición exactamente opuesta.
Con la cara pegada de costado a la alfombra y los hombros equilibrando cualquier bamboleo, apoyada en sus rodillas ayudó con las manos atadas a separar los muslos cuanto pudo y después de un momento, sintió como la imponente verga volvía a penetrarla pero esta vez, ya fuera por el inevitable acostumbramiento o porque realmente era así, comenzó a gozar por sentirla separando sus músculos que, sin proponérselo concientemente, se cerraron contra el invasor, con lo que el sometimiento fue convirtiéndose en una nueva fuente de placer; las tetas rozaban la alfombra y el balanceo que ella misma imprimió a su cuerpo para acompasarse al del hombre, hacía que los pezones se restregaran en los ásperos pelos con la consiguiente contribución a su calentura y ya abiertamente entregada a la cogida, alentaba a Diego para que la cogiera más y mejor hasta hacerla acabar y sentir su leche en la vagina.
A la mujer le parecía imposible que no sólo hubiera soportado el largo y grosor de semejante portento sino que, a pesar de los desgarros que seguramente serían sanguinolentos, su paso por la vagina le producía una sensación de inefable placer como nunca jamás experimentara con la de su marido y poniendo en su boca la más grosera sarta de alabanzas a la hombría del hombre pero a la vez acordándose de las viciosas virtudes sexuales de su madre, meneaba como podía la pelvis para sentir mejor la penetración.
Al ver el denodado fervor de la voluntariosa mujer, él se detuvo un momento para despegar la cinta de sus muñecas y ya con las manos sueltas, ella apoyó las palmas sobre la alfombra y alzando la cabeza, sintió el alivio de que sus senos colgantes se refrescaran del intenso roce y arqueando la cintura, separó cuanto pudo las rodillas e imprimió a su cuerpo un lento hamacarse que la hacía disfrutar de la penetración hasta casi la histeria.
El chas-chas de las carnes mojadas al golpetearse hacía evidente la vehemencia de los amantes, cuyo ritmo parecía marcado por el ronco sí de Isabel que denunciaba la hondura de cada embestida del hombre y cuando aquel, tras mojar su dedo pulgar en el caldo que brotaba desde la vagina, fue hundiéndolo despaciosamente en el culo, ella creyó enloquecer y en medio de profundos jadeos causados por el dolor inicial que siempre le provocaba la dilatación de los esfínteres en una culeada, sintió a verga y dedo complementarse en un indecible goce que le hacía pedir por más y más hasta alcanzar el más intenso orgasmo de su vida con la cogida más perfecta.
Decidido a compensarla por su abnegado sometimiento, Diego sacó el rígido falo del sexo para inmediatamente apoyarlo contra la elástica tripa que el dedo distendiera y entre las exclamaciones entre gozosas y dolientes de Isabel, fue introduciéndolo sin violencia al recto; la portentosa verga era lo máximo que soportara en el culo desde que con su marido se volcaran a suplantar al sexo común por las sodomías y sentía complacida como se deslizaba sobre las mucosas intestinales, aunque no podía evitar el resollar qué semejante martirio le producía y así, alentándolo con euforia a culearla como era debido, se acompasó a su ritmo y cuando anunció la llegada de las fluidas mucosas que expulsaba el útero en un orgasmo fantástico, él sacó la verga del culo para darla vuelta con violencia.
Todavía aturdida por el placer que le proporcionara la increíble culeada, Isabel hacía caído sentada pero al ver como el hombre sacudía invitadoramente la verga monumental al tiempo que le exigía se la chupara hasta hacerlo acabar en su boca, se arrodilló para abalanzarse sobre lo que para ella ahora suponía una apetitosa golosina y al tiempo que la sujetaba con ambas manos, llevó la lengua tremolante en ávida recorrida por la testa cubierta de una espesa pátina de sus jugos intestinales; el sabor de sus caldos internos la sacaban siempre de quicio e iniciando con las dos manos una lerda masturbación al pavoroso tronco, se aplicó con labios y lengua a eliminar del glande todo rastro de los líquidos con ansiosa fruición hasta encerrarlo por completo con la boca.
Con los ojos cerrados por el deleite, comenzó a dar a sus manos un movimiento independiente por el que, mientras subían y bajaban a compás, ambas giraban en sentidos opuestos en recia frotación que complació al hombre, quien la calificó como la más lujuriosa puta de cuantas se atrevieran a chuparlo en forma total; alentada por el orgullo de saber que una simple ama de casa era capaz de realizar cosas a los hombres que mujeres de la vida no se atrevieran, la incitó a ir por más y agregando el filo de sus cortas uñas romas a la paja, abrió la boca para ir introduciendo la verga hasta que la punta rozando su faringe le produjo una mínima náusea que reprimió rápidamente, retirándola hasta sentir nuevamente al glande casi a punta de salir y, a partir de ese momento, sincronizadamente con las manos, inició un movimiento adelante y atrás de la cabeza.
Diego estaba realmente satisfecho por la lúbrica incontinencia de la mujer a quien había creído que tendría que forzar a semejantes placeres y acariciándole la cabeza, imprimió a su pelvis un leve meneo que lo hacía penetrarla como si fuera un sexo; sintiendo el borbollón de sus revolucionadas entrañas y la característica sensación de que sus músculos eran separados de las carnes para arrastrarlos hacía el caldero del sexo, distrajo una de las manos para enviarla hacia atrás y buscar en la hendidura entre las nalgas del hombre el hueco del culo y, resbalando en el sudor, fue presionándolo con el dedo mayor hasta que, en medio de los rugientes asentimientos de Diego, fue sometiéndolo a una mínima sodomía mientras buscaba el bultito de la próstata para estimularlo.
Ella era ducha en hacérselo a su marido y sabía que, aunque los hombres se negaban a admitirlo, esa estimulación les daba tanto placer como a las mujeres el clítoris; por eso y porque ya sentía el derrumbe de sus entrañas, incrementó la frotación junto con un movimiento copulatorio y entre las bendiciones del hombre, circunscribió los chupeteos a la cabeza al tiempo que la mano se esmeraba en rapidísima masturbación al tronco hasta que, junto al derrame de sus mucosas uterinas excediendo la concha, percibió el primer chicotazo del semen y separando la boca, extendió la lengua como una alfombra para recibir el néctar almendrado de la simiente.
Tan asombroso como el volumen inusitado del falo, fue la cantidad de esperma que fluyó abundante en espasmódicas eyaculaciones que ella fue deglutiendo con fruición en tanto no cesaba en la masturbación ni el sometimiento anal, hasta que el demonio del deseo la obnubiló y separándose, hizo que lo tibios chorros del semen cayeran sobre sus pechos, vientre y entrepierna al tiempo que Isabel iba recostándose en el piso, donde lo estregó sobre la piel con ambas manos en medio de jubilosas exclamaciones de placer y terminó arrastrándolo hasta la concha, donde lo mezcló con los jugos y sudor para completar su orgasmo con una fantástica masturbación.
En la ensoñación de la fantástica acabada, se prodigó por un tiempo con tres dedos en la vagina hasta que, falta de aliento y satisfecha como una gata, abrió los ojos para comprobar que el desconocido por quien conociera las delicias del verdadero sexo animal, ya no estaba en la casa.
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