Con el hijo de mi mejor amiga, final.
Llega el final de esta gran saga, si quieren que continúe con mis relatos pueden apoyarme por paypal o escribirme al celular que he dejado al inicio de la saga. .
Me fui al baño tambaleándome, con las piernas temblando y el cuerpo todavía ardiendo de la doble verguiza que me habían dado Daniel y Santiago. Mientras me limpiaba la leche que me chorreaba por la chocha y el culo, escuché sus risas desde la sala. “Esta puta es de las buenas, parce, aguanta como yegua”, decía Santiago. “Te lo dije, la vieja es una zorra de primera”, contestó Daniel con ese tono autoritario que me ponía a mil. Me miré en el espejo: tenía la cara roja, el pelo revuelto y marcas de sus manos en las nalgas. Estaba hecha un desastre, pero nunca me había sentido tan viva.
Cuando volví a la sala, los dos estaban sentados en el sofá, todavía desnudos, con las vergas a media asta y brillando de sudor. Daniel me miró y chasqueó los dedos. “Vení acá, perra, que no hemos terminado con vos”, ordenó. Santiago se rió y agregó: “Sí, vieja, querés ser nuestra puta, ¿no? Entonces vení a terminar el trabajo”. Me acerqué como hipnotizada, con la chocha palpitándome de nuevo solo de verlos. Eran dos machos en todo el sentido de la palabra, y yo estaba rendida a sus pies.
Daniel me agarró del brazo y me jaló hacia él. “Arrodillate otra vez, que vas a limpiarnos las vergas con esa lengua de zorra”, dijo, empujándome hacia abajo. Me puse de rodillas entre los dos, y sin decir nada empecé a chuparle la verga a Daniel. Todavía tenía el sabor de mi culo y su leche, y eso me ponía más caliente. “Qué rico, puta, chupá bien”, gruñó él, cogiéndome del pelo para metérmela más profundo. Santiago no se quedó atrás, me agarró la cabeza y me la giró hacia su pingón. “Ahora a mí, vieja, no dejés ni una gota”, ordenó, y me la metió en la boca hasta que me dieron arcadas. Iba de una verga a otra, chupando como loca, mientras ellos me insultaban y gemían.
Después de un rato, Daniel se levantó y me ordenó: “Parate, zorra, que te vamos a dar el gran final”. Santiago se puso detrás de mí, me levantó una pierna y me la metió en la chocha sin aviso. “¡Ay, mierda, qué pingón!” grité, pero él me tapó la boca con la mano y empezó a bombearme duro. “Callate, puta, que esto te gusta”, me dijo al oído. Daniel se acercó por delante, me escupió la cara y me la metió en el culo de un empujón. “¡Aaaah, no, me van a matar!” chillé, pero ellos no pararon. Me tenían empalada entre los dos, uno en la chocha y otro en el culo, dándome con una fuerza brutal. Sentía sus vergas chocando dentro de mí, y el placer era tan intenso que me nublaba la cabeza.
“Mirá cómo grita la hijueputa, se está viniendo otra vez”, dijo Santiago, dándome nalgadas mientras me reventaba. “Sí, parce, esta zorra no tiene fondo”, contestó Daniel, pegándome una bofetada que me hizo ver estrellas. Me vine otra vez, temblando como loca, con la chocha y el culo ardiendo. “¡Sí, sí, dénme más, cabrones!” gritaba, perdida en el éxtasis. Ellos se rieron y aceleraron el ritmo, follándome como si quisieran partirme en dos.
“Me voy a venir otra vez, puta, ¿dónde querés la leche?” gruñó Daniel. “¡En la boca, papi, échamela toda!” supliqué. Santiago asintió y dijo: “Yo también, vieja, abrí esa jeta de zorra”. Me sacaron de un tirón, me pusieron de rodillas y se pararon frente a mí con las vergas en la mano. “Abrí la boca, perra, y sacá la lengua”, ordenó Daniel. Obedecí, y los dos empezaron a masturbarse furiosamente. Primero fue Santiago, que me lanzó un chorro espeso de leche caliente directo a la lengua. “¡Tomá, puta, tragate todo!” gritó. Luego Daniel, con un gemido de toro, me llenó la boca y la cara con su semen. “¡Aaaah, qué rico, zorra, comete esta leche!” rugió.
Me tragué lo que pude, pero era tanta que me chorreaba por la barbilla y las tetas. Caí al suelo, agotada, con el cuerpo temblando y el corazón a mil. Ellos se miraron, chocaron los puños y se rieron. “Qué buena hembra, parce, esta vieja es una máquina”, dijo Santiago. Daniel se agachó, me dio una nalgada y me dijo: “Sos nuestra puta ahora, Andrea. Cuando queramos culiar, te vamos a llamar, y vos venís corriendo, ¿entendiste?”. Asentí, todavía jadeando. “Sí, mi amo, cuando quieran”, murmuré.
Me dejaron ahí tirada un rato, mientras ellos se vestían y tomaban otra cerveza. Después de un tiempo, Daniel me levantó del brazo y me dijo: “Andá a bañarte, zorra, que apestás a verga y leche”. Me metí al baño, me lavé como pude y me puse el vestido. Cuando salí, los dos me miraron con esa sonrisa sucia. “Nos vemos pronto, vieja, prepará ese culo”, dijo Santiago. Daniel agregó: “Y ni una palabra a mi mamá, ¿eh? Esto queda entre nosotros”. Les prometí que no diría nada, les di un beso a cada uno y me fui tambaleándome a mi casa.
Llegué y me tiré en la cama, con el cuerpo destrozado pero satisfecha como nunca. Sabía que mi vida había cambiado. Ahora era la puta de dos machos vergudos que me iban a usar cuando quisieran, y yo no podía esperar a que me volvieran a llamar. Al final, pensé en mi marido, todavía en su viaje, y me reí sola. Si tan solo supiera cómo me habían reventado sus “ausencias”. Pero ese sería mi secreto, nuestro secreto, y el de esos dos dioses pingudos que me habían hecho suya.
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