Cuerpos Ocultos
Una historia de secretos, fe… y sexo.
De visita en un convento conservador de S. Paulo, una adolescente se enfrenta a un caso perturbador. A medida que profundiza, revela conexiones insospechadas entre las víctimas, el lugar… y ella misma. La fe que sostiene podría ahora desmoronarse frente a una verdad que no quiere ver.
La sala principal del convento de Ana Ribeiro olía a café recién hecho y a madera pulida. La luz filtrada por los vitrales teñía los muebles con destellos suaves, casi sagrados.
Desde el principio, más que trabajar, Ana se aburría profundamente. La mayoría de las tareas con los niños —las complejas y las más sencillas— estaban en manos de las monjas que vivían allí. [Nota: en general, las monjas formaban parte de una congregación religiosa que había aceptado el llamado de establecer una comunidad en este lugar específico. En casos como el de Ana, que no era religiosa, había “gestionado” y “fundado” el espacio, y luego la orden había aceptado residir y operar allí.]
A Ana le quedaban apenas algunos encargos menores, rutinarios, que no hacían más que alargarle los días: revisar los horarios, coordinar donaciones, pasear por los pasillos y vigilar que todo estuviera “en orden”. A veces, sentía que su presencia era más simbólica que útil.
Un día, su hermana vino de visita.
El motivo era conocer el convento que Ana Ribeiro había levantado como si de un imperio personal se tratara. Había invertido tiempo, dinero y energía, casi como si buscara redimirse de algo. Mariana, su hermana menor, estaba convencida de que había sido una idea magnífica. Lo dijo varias veces mientras recorría los pasillos: «Esto puede cambiar la vida de muchos niños sin hogar, Ana. Hiciste algo enorme».
Pero Mariana no vino sola. Trajo consigo a su hija: Camila, una adolescente de catorce años, delgada, con unos senos más grandes que el promedió de jóvenes de su edad y una expresión reservada que contrastaba con la efusividad de su madre. Desde el primer momento, Ana notó que Camila observaba todo en silencio, como si el convento fuera más una reliquia que un refugio.
La visita, que debía durar un par de horas, se extendió hasta el anochecer. Ana, que no solía tener compañía familiar, se sintió extrañamente descolocada. Mariana paseaba como si quisiera instalarse allí, mientras Camila deambulaba por los pasillos con una libreta en la mano, tomando notas, dibujando cosas que no mostraba a nadie.
Ese día, sin saberlo aún, marcaría el comienzo del fin de la calma en el convento.
Mariana había llegado con la intención de pasar unas horas, tal vez compartir un café, recorrer los jardines y sacarse algunas fotos junto a las monjas para publicarlas en sus redes sociales con un pie de foto inspirador. Pero al ver a Camila tan serena —tan distinta de la adolescente inquieta y desafiante que conocía—, algo cambió.
Ana la observaba desde el otro extremo del claustro cuando Mariana se acercó, con el celular en una mano y una mirada extrañamente calculada.
—¿Tú crees que ella estaría mejor aquí? —preguntó en voz baja, como quien tantea un terreno incierto.
Ana no supo qué decir al principio. Pero bastó con mirar a Camila, sentada junto a una de las monjas mayores, hojeando un libro de botánica con un interés casi devoto, para comprender que aquella niña había encontrado algo que no podía explicarse del todo: tal vez paz, tal vez silencio, tal vez un refugio.
Esa misma noche, después de la cena, Mariana se marchó sola. Lo hizo con la rapidez de quien no quiere pensar demasiado. Dijo que tenía compromisos en la ciudad, que volvería el fin de semana, que necesitaba aire. Pero Ana entendió que su hermana no tenía idea de qué hacer con Camila, ni con lo que la niña parecía necesitar. Dejó a su hija en el convento como quien deja una carta sin abrir: con miedo a su contenido.
Ana se quedó de pie frente al portón cerrado durante varios minutos después de que el auto de Mariana desapareció. Luego, sin decir nada, entró. Camila la esperaba en la pequeña cocina del convento, con una vela encendida y su libreta sobre las rodillas.
A partir de esa noche, nada volvería a ser igual.
La cena estaba servida, una habitación cálida, con paredes de azulejos antiguos y una lámpara de luz amarilla que colgaba baja sobre la mesa. Afuera, la noche caía con una llovizna suave que golpeaba los cristales como un susurro constante. Sobre la mesa, un guiso humeante y pan recién horneado llenaban el aire de aromas reconfortantes.
Camila estaba sentada en silencio, con la espalda recta y las manos apoyadas en su libreta, como si no supiera si estaba de visita o en casa. Ana colocó los cubiertos frente a ella con cuidado y se dispuso a sentarse al otro lado, cuando la voz suave de Camila la detuvo.
—¿Tú crees que a veces uno puede nacer en la familia equivocada?
Ana levantó la vista, sorprendida. La niña no la miraba directamente; sus ojos estaban clavados en el pan, como si las palabras hubieran salido sin permiso. Se levantó y caminó hacia ella, se inclinó y la abrazó.
—Porque… —continuó Camila, apenas un murmullo que Ana sentía ahora en su oído— yo me siento rara con mamá. Como si no fuera suficiente. O como si molestara. Pero aquí… sin ella, nadie me dirá eso. Ni con los ojos. Ana la abrazaba fuertemente y con su brazo oprimía los senos de Camila.
La confesión cayó como una piedra en el agua quieta.
Ana sintió un nudo en la garganta. No sabía qué decir, solo que las palabras de Camila habían abierto algo que no esperaba. Movió su brazo lentamente, no lo retiró, la acariciaba y le colocó una mano sobre uno de sus senos, directamente. No dijo nada, solo la tocó con una ternura que le nacía sin esfuerzo. Camila se quedó quieta mientras la mano de Ana la acariciaba, hasta que en un momento ella indicó que quería ir al baño y se puso de pie de golpe, dejando a Ana sola.
Ana cerró los ojos por un segundo, asustada por haberse sobrepasado. Pero al regresar, Camila no se sentó en el lugar donde estaba antes, camino directamente hacía su tía y se quedó quieta a escasos centímetros de ella, de pie, mirando hacía la nada y sin decir palabras.
Ana entonces entendió que Camila quería seguir siendo tocada, alargo su mano pero esta vez la metió debajo de su blusa y su mano hizo contacto directo con la piel de Camila. Acarició los senos firmes de su sobrina, rozaba con delicadeza sus pezones y Camila cerraba los ojos, abría la boca y respiraba con mayor dificultad.
Camila llevaba una falda larga, cuyo dobladillo le llegaba hasta los pies. Ana bajo la mano que no estaba utilizando y la metió bajo la falda de Camila, la llevó directamente hasta su entrepierna, notó una ropa interior grande, no digna de una niña de su edad, aún así no s ele hizo difícil, con esa misma mano introducirse en su interior. Su mano derecha no dejaba de estimular los senos de Camila, y ahora la izquierda estaba con sus dedos en la entrada de su vagina
Ana perdió la poca lucides que le quedaba y la sensación el interior de su sobrina la envolvió, clavó dos de sus dedos en el interior de Camila, generando un grito en ella e intentando separarse de la mano de su tía. Sin embargo, Ana no se lo permitió
—Todo está bien mi amor… —su mano derecha había dejado de acariciar sus senos para tomarla por la cintura mientras la izquierda continuaba ahora entrando y saliendo rítmicamente de la vagina de Camila.
—Despacio…Por favor. —Dijo Camila mirando sumisamente a Ana
Luego de varios minutos a Ana se le habían comenzado a dormir los dedos, Camila seguía gimiendo quizás de dolor, quizás de placer o quizás por ambas razones. Ana retiro los dedos y cuando lo hizo los noto brillantes, pero acompañados de pequeños rastros de sangre.
Camila en ese momento se retiro nuevamente.
Esa fue la verdadera bienvenida. Y también, sin que ninguna de las dos lo supiera todavía, el comienzo de una historia que el convento jamás olvidaría.
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