Deosamo: Mala Jornada
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
La Oficial Harper salió completamente furiosa del Departamento de Policía de la Ciudad de Boston.
Había tenido un día terrible.
Un día pésimo, se corrigió mentalmente
Lo único que deseaba ahora mismo eran tres cosas: usar el whisky de la pequeña petaca que estaba en la guantera de su auto como enjuague bucal, llegar a su apartamento y darse una larga ducha, esperando quitar la humillación que hedía de ella, entre otras cosas, y dormir por un largo tiempo.
Toda una vida, mejor, pensó con cansancio mientras se dirigía al estacionamiento de al lado de la Estación.
El recuerdo de lo que había sufrido en los vestidores todavía la dominaba.
Sus rodillas aún le dolían, a pesar de que su pantalón negro, reglamentario para todo efectivo de la fuerza, sirvió como un colchón de tela para las mismas.
La agente siguió caminando a pasos agigantados hasta el estacionamiento, ni siquiera se detuvo a saludar al Cabo Hyde, un viejo canoso y taciturno que actuaba como vigilante del estacionamiento, aunque generalmente iba acompañado de un delgado periódico deportivo.
Él solía actuar indiferente ante los saludos de los agentes de la ley; simplemente con una cabeceada, sin levantar la vista del periódico, incluso ante los Capitanes de Distrito; y eso ella la enfurecía.
Harper lo saludaba sólo por hábito, antes de mostrar su identificación para salir o entrar y él viejo se limitaba a pulsar el botón para levantar la barrera que impedía el paso a los vehículos; todo esto, claro está, sin levantar la vista de lo que parecía ser el artículo deportivo más interesante del mundo.
Cada vez que esté le devolvía el saludo de esa manera tan tosca, se preguntaba con frecuencia como un pelele como ese todavía seguía conservando su empleo, incluso cuando escuchaba rumores de autos que habían sido robados delante de las narices de ese incompetente vigilante.
Rebecca deducía que era porque Leonard Hyde es un amigo íntimo del Comisionado Evans desde hace décadas, lo cual explicaba muchas cosas.
Pero si fuera por ella, lo hubiera puesto de patitas en la calle desde hace un tiempo.
Aunque nada de eso le importaba ahora.
El Cabo Hyde ni siquiera se detuvo a verla, tenía sus ojos fijos en un artículo que redactaba hábilmente los resultados del juego de la noche anterior (Patriotas de Nueva Inglaterra contra los Acereros de Pittsburgh), pero si lo hubiera hecho se habría llevado una maravillosa sorpresa gracias a la distraída morena.
Después de haber pasado por al lado de la cabina de peaje del viejo oficial, la Oficial Harper siguió su camino con prisa.
Ella giró hacia su derecha, donde se extendía el amplio estacionamiento, un piso de asfalto rodeado de paredes de concreto, con seis columnas metálicas para soportar el peso del techo de chapa y pocas ventanas.
Era de noche y algunos de los focos de los faroles del techo estaban quemados, por lo que la iluminación era escasa.
Ella paró en seco y hecho un vistazo a su alrededor, observando los vehículos que aún quedaban a esa hora hasta que dio con su auto, un Honda Civic bordo.
Extraño.
Por un momento, olvido donde lo había aparcado esa mañana, en el puesto 69 del estacionamiento.
Con lo espantoso que había sido su día hubiera sido otro golpe a su orgullo descubrir que habían robado su coche por cierto vigilante incompetente.
Sus pies se movieron irreflexivamente hacia el Honda, aumentando con cada paso su necesidad de quitarse ese desagradable sabor de boca, y, cuando estaba a sólo 5 metros, corrió directamente hacia la puerta del acompañante, desesperada por sentir el cálido sabor a whisky en sus papilas gustativas.
Desesperada por suprimir el agrio sabor a verga que Grifth dejó en de la boca.
Se detuvo frente al vehículo.
Metió su mano en uno de los bolsillos de su pantalón para busca sus llaves y sacó cinco dólares, una galleta de chocolate a medio comer y varios papeles de color amarillo hechos bolitas, “multas canceladas” como decía ella cuando algún automovilista le pagaba para evitar ser multado; pero no encontró las llaves.
No.
No.
No… ¡no, por favor!
Metió su otra mano en su bolsillo derecho, dejando caer en el piso lo que había sacado con anterioridad, y solamente encontró su billetera.
Busco con nuevas esperanzas en sus bolsillos traseros, pero no tuvo suerte.
¡No están! Su angustia por los acontecimientos de la noche aumentó exponencialmente.
Pero yo las tomé de mi casillero, sé que las puse en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.
Yo sé que…
Están en tu uniforme.
Le dijo su mente.
Su subconsciente.
Su parte razonable cuando se sentía perdida.
Era la voz que aparecía en su cabeza de la nada.
La voz que siempre le traía seguridad, tranquilidad y, a veces, hasta felicidad cuando la escuchaba, sin importar lo que diga.
Las tomaste de tu casillero.
Ella sabía que había sido así, no se equivocó con respecto a eso.
Sólo debes buscar más a fondo.
Eso le bastó para rebuscar en el resto de sus bolsillos.
Repitió el proceso de búsqueda probando suerte en los bolsillos de su camisola negra.
Nada.
Después volvió a probar en los demás bolsillos ya explorados de su pantalón, sacando la tela de los mismos para confirmar sus dudas y tirando distraídamente el contenido de estos en el suelo.
Nada.
Se detuvo a ver a su alrededor, fijó la vista por el suelo, volteó la cabeza en dirección al lugar por donde vino, buscó debajo del auto y sobre esté.
Y nada.
-No las encuentro-murmuró, la desilusión se mesclaba con su resentida voz.
Nunca había sido muy paciente que digamos.
Y no le gustaba equivocarse.
Debes buscar más a fondo, clamo la voz de su conciencia en su mente, trayéndole calma.
No has buscado en toda tu ropa.
¿En toda mi ropa? Se cuestionó así misma, por lo extraño de la idea, ya que la misma le parecía ridícula.
En toda tu ropa.
Pero sólo por un momento, antes de darse cuenta de que era la mejor que había tenido en el día.
Rebuscó desesperadamente en los lugares más ridículos.
Se bajo los pantalones hasta las rodillas para buscar entre sus bragas, una tanga que cubría la mitad de sus nalgas trasera, pero dejaba la parte inferior expuesta.
Nada.
Se le ocurrió buscar en su sujetador, a veces guardaba cosas ahí, como éxtasis de las redadas en los de drogas que incautaba el Departamento; para ello aflojó su corbata negra, usada a juego junto con el resto del uniforme reglamentario, y se desabotono la camisola hasta dejar sus pechos al aire de la noche, solamente para caer en la cuenta de que hoy no se usaba sostén, le había resultado incómodo.
Incluso se quitó los zapatos y calcetines, viéndose obligada a tocar el frio concreto del estacionamiento, para encontrar las jodidas llaves.
Nada.
Entonces, Rebecca detuvo su búsqueda súbitamente.
Era como si algo en su interior, tal vez su sentido común resurgiendo en su psique, le dijera espontáneamente que estaba haciendo algo totalmente estúpido.
Era como si hubiera estado soñando y la despertaran con un balde de agua fría.
Pero no fue hasta que fijo su vista en su auto, más específicamente en la ventanilla del asiento del conductor, que se sintió completamente patética.
No por haber tenido un pésimo día, no por perdido las llaves -o tan siquiera, por haber sido abusada en los vestidores de la estación por el cerdo de Grifth-, sino por lo que tenía delante de ella.
La imagen le resulto chocante.
El vidrio negro polarizado mostraba a una joven mujer afroamericana, en sus 26 años, con el pelo enmarañado, los pantalones abajo, mostrando su tanga negra de estilo brasileño, y los senos al aire, pero con el leve consuelo de que sus pezones chocolateados eran tapados por las orillas de su camisola.
En otra ocasión, me vería sexy, pensó amargamente.
Claro, excepto por el pelo desordenado y el semen fresco sobre mi cara.
Eso era cierto, Rebecca Harper era sexy.
Por supuesto que si, poseía un cuerpo de infarto, gracias al trabajo y al corto ejercicio diario que realizaba cada mañana en su casa antes ir a la Estación.
Sus pechos eran de un buen volumen (copa C), su abdomen era plano y fuerte, su trasero era perfectamente redondo y firme, y sus piernas eran largas y sensuales, como le correspondería a una modelo de 1.
70 M.
Aunque su belleza no terminaba en su cuerpo.
Tenía la cara en forma de corazón, con una barbilla regular y poco pronunciada, nariz delgada y pequeña, labios gruesos y sonrosados, pestañas largas y cejas arqueadas, y ojos almendrados.
Su cabello era castaño oscuro y ondulado, le llegaba hasta los hombros.
Todo esto combinado con su suave piel, color caramelo.
Ella era hermosa, lo sabía, tomaba ventaja de esto siempre que pretendía conseguir algo.
Era una lástima que su actitud tan altanera resultaba repelente para cualquiera que la conociera, ya que no tardaba en sacar a relucir su verdadera cara después de un tiempo.
La agente Harper alzo la manga izquierda para limpiar los restos de semen de su rostro.
-¡Mierda! ¿En que estaba pensando? -Señalo con completa perplejidad.
Se apresuró a abotonar la parte superior de su uniforme y ordenar su corbata.
Bajó sus manos para levantar el borde de sus pantalones, metió su camisola dentro de ellos y ajustó su cinturón.
Y cuando se inclinó para recoger sus calcetines se encontró con una sorpresa.
Sus llaves.
Estaban oportunamente acomodadas al lado de su calzado, unas botas de cuero negro de talle 39, como si hubieran aparecido por arte de magia.
O alguien las dejará en el suelo.
El pensamiento de la duda de estar siendo observada entró rápidamente en su cabeza.
-Grifth… -Murmuro.
Seguro que quiere otra mamada.
-O algo más.
¡Carajo!
Ella giró la cabeza a ambos lados en la búsqueda del posible gordo imbécil que estaba jugando, nuevamente, con ella.
Salió del aparcamiento de donde estaba parada hasta el centro del estacionamiento para encontrar que no había nadie más.
Su primer pensamiento fue que se había ocultado y eso soló la hizo enfurecer.
Rebecca siempre había sido rápida para la ira.
En sus primeros años en la Fuerza, el Cabo Grifth, el Encargado de la Armería, le había destinado sus coqueteos patéticos cada vez que la veía.
Él era un pelirrojo de sangre irlandesa -como siempre le gustaba decirlo- que se consideraba asimismo como un erudito bostoniano en filosofía de la vida, como todo un donjuán con las mujeres y como un matón que podía derribar a tres drogadictos con la devastadora fuerza de su dedo meñique.
Claro que, en lo que a ella respecta, junto con el resto de sus compañeros del Departamento, Grifth no era nada de eso.
Él no era más que un cobarde, estúpido y desagradable cerdo.
Ella se lo hizo saber una tarde de verano, cuando lo descubrió tratando de espiarla en los vestidores mientras se cambiaba para ducharse.
Su pecoso rostro irlandés mostró terror cuando le dio un puntapié en sus testículos, dejándolo de rodillas ante ella, vulnerable a la consiguiente amenaza que le realizó si alguna pensaba hacer lo mismo de nuevo.
En ese entonces, sabía que lo había puesto en su lugar en un parpadeó.
O, mejor dicho, pensaba que lo había puesto en su lugar.
-¿Dónde carajos te ocultaste, saco de grasa? -Dijo con ira, procurando no levantar demasiado la voz para llamar la atención del vigilante.
No obtuvo respuesta.
El frio del concreto en las plantas de sus pies desnudos le hizo recordar que no llevaba calzado.
Fue al aparcamiento donde estaban sus cosas tiradas y se colocó las botas con rapidez, mientras vigilaba sobre su espalda con paranoilla por si Grifth salía de la nada para que ella le hiciera un favorcito.
Una vez hecha la labor, recogió sus cosas del suelo, junto con la dichosa llave, y se propuso a buscar al estúpido irlandés para recordarles viejos tiempos en los vestidores y porque nunca debería haberlos olvidado.
Pero antes de hacerlo, la volvió a oír.
Debes irte.
No es nadie.
Su ira disminuyo, pero no sé desvaneció.
Tal vez tuviera razón.
Tal vez ella solamente se imaginó que alguien la acechaba.
No obstante, el hecho de que sus llaves reaparecieran tan incomprensiblemente, después de haberlas buscado, literalmente, por toda su ropa, todavía la hacía dudar.
Si estaban en mi uniforme, entonces… ¿por qué no las encontré antes?
Es porque te sientes cansada.
Abrumada por haber pasado una mala experiencia.
Y quedar impotente ante una persona que considerabas inofensiva y patética.
Es cierto, desde que tenía memoria, Rebecca siempre era la que ganaba cualquier pelea.
Ya sea contra los niños de su antiguo vecindario o contra los delincuentes de su trabajo, todos siempre habían recibido su merecido: un moretón en el ojo, una nariz quebrada, una nueva ventana para sus dientes y, a veces, una extremidad rota; brazos o piernas, lo que le resultará más fácil de romper dependiendo de la situación.
Y lo mejor de todo, es que la violencia que infringía en las personas la hacía sentir a pleno.
La adrenalina que asaltaba su cuerpo mientras repartía golpes era mejor que cualquier orgasmo que tenía con algunos de sus novios de una noche.
Ella era, lo que sus compañeros decían a sus espaldas cuando creían que no los oía, una perra sádica.
Y le gustaba serlo para que nadie se metiera con ella.
Sabía que, si no hubiera sido policía, con autorización para golpear a cualquier imbécil, probablemente sería una criminal de la peor calaña.
Y quizás era por eso que la encargada de su sección, la Capitana Sanders, le había llamado la atención varias veces en los dos años.
Incluso la había suspendido el día en que un conductor ebrio protesto al no querer pagarle un bono navideño de $150, a cambio de cancelar su multa de $300, después de haber acordado claramente con él.
Para su suerte, fue suspendida por un día por uso excesivo de la fuerza contra un civil, en vez de ser despedida y encarcelada por “cancelar” multas.
Era casi risible, ella perdió $300, todo un día de pago, pero apostaba que el borrachín, indirectamente responsable de su desgracia, había perdido más que eso, si es que había decidido operarse la nariz después de su breve encuentro con el bastón policial de la Oficial Harper.
Pero eso fue hace aproximadamente un año, ahora ella estaba del lado de la víctima.
Nunca había sido una víctima, no desde que era niña al menos, y mucho menos ante un cerdo cobarde como Grifth.
-Tu sabes que te gusta… -le dijo Grifth mientras la agarraba por los costados de la cabeza con ambas manos y la empujaba para adelante y atrás, induciendo a que la boca de la oficial le diera mayor placer.
El breve recuerdo de sus palabras la hizo temblar y la trajo de vuelta a la realidad.
La ira volvió a aumentar en su interior.
Ella se puso en marcha, no hacia su auto, en dirección a la estación, más específicamente la Armería.
Tenía que volver y proveerle mucho dolor, Rebecca siempre fue vengativa.
Ojo por ojo, eran sus sagradas palabras.
Deja el asunto de lado.
No.
Ella no podía hacerlo.
No era algo que hiciese.
No era así como hacia las cosas la Oficial Rebecca Harper.
Si lo es.
¿Lo era? Se detuvo tan bruscamente que casi se cae de cara al suelo.
Debes irte ahora.
Se sentía confundida, pero tenía razón: debía irse ahora.
Ella volvió a donde estaba estacionado su Honda y se subió al mismo.
Antes de poner el vehículo en marcha, tomó la petaca de acero inoxidable que estaba en la guantera y bebió un largo trago.
Debes empezar a perdonar.
Su irá disminuyo, solamente para reemplazar ese sentimiento con la incertidumbre.
Ella no quería saber nada sobre perdonar.
Puso el auto en marcha y en dirección a la entrada.
El Cabo Hyde levantó la barrera antes de que ella pasará, algo que Rebecca agradeció con un gesto de mano y que el viejo vigilante ignoro por completo.
Ni siquiera le había pedido su identificación para irse.
Y la agente no se lo iba a discutir.
Tal vez así se perdieron varios vehículos, pensó sin darle mayor importancia.
Más bien para distraerse de la voz de su consciencia.
Debes empezar a perdonar.
Proclamó por segunda vez en su cabeza la voz de la serenidad.
La estaba exasperando y empezaba a dudar de si misma de nuevo.
Ella decidió ignorarlo, pero no pudo.
Tomó el camino por la calle Bowker Saint, para salir de la zona del Departamento de Policía del Distrito A-1, en dirección a New Chardon Saint, la calle principal, y una vez allí giro hacia su derecha por Cambridge Saint, una de las carreteras principales de la ciudad.
Está era la ruta usual que tomaba para ir del trabajo a su casa y viceversa, un amplio apartamento ubicado entre las calles Boylston y Lagrange Saint, a unas cuadras del Boston Common, uno de los parques más antiguos de América.
Debes empezar a perdonar.
Ella nunca olvidaba ningún insulto, ni perdonaba el mismo, y menos uno tan grande, eso era cierto.
Pero ahora reconocía que hubo ocasiones en las que deseaba haberlo hecho.
Se detuvo en la intersección entre Cambridge y Tremont Saint, la calle que la llevaría a casa.
Al parecer un conductor descuidado, e idiota, había sufrido un accidente y detenía el tráfico a unos 70 mts.
El embotellamiento que generó no le permitía cambiar de carril y no podía dar la vuelta y tomar otra calle.
Eso estaba prohibido, no obstante, el inconveniente radicaba en que había una patrulla de transito un poco más atrás; ella no estaba de humor para lidiar con esos odiosos palurdos.
En otra ocasión, hubiera maldecido a las madres de todos los conductores con una rabia innata, pero ahora se sentía vulnerable prácticamente a… todo.
Era inusual en Rebecca.
Debes empezar a perdonar.
Y eso fue suficiente para que se desate un conflicto interno dentro de ella.
La culpa y el fracaso emergió a borbotones, así como las lágrimas.
-Pero él abuso de mí -murmuro entre llorosos, apoyando la cabeza en el volante, sonaba como una niña en busca de excusas.
Ahora se sentía mal con ella misma, culpable por no perdonar a Sucy, su única amiga en su infancia, por reírse de su corte de pelo; por no perdonar a Geoffrey, su ex-novio de secundaria, por protestar cuando le sugirió hacer su relación un poco más abierta; por no perdonar a su padre cuando solicitó su compasión por teléfono, por lo que le hizo de niña, antes de que se suicidará en prisión hace 5 años; y a tantos otros más que había alejado de su vida, incluido Gifth, por ser demasiado orgullosa.
No lo hizo, tú te lo buscaste.
Recuerda.
Ahora su incertidumbre estaba siendo reemplazada por el desconcierto, y por algo más, aunque no era consciente de ello en ese momento.
¿Lo hice? Era extraño, hacia una media hora salía furiosa y perturbada de la Estación por pensar que ese gordo había abusado de ella, pero ahora se daba cuenta de que no estaba enojada con él por eso.
Ni siquiera estaba enojada con él.
De hecho, no sabía porque había estado tan enojada e irritada.
Fue porque tuviste un mal día.
Es cierto, desde que se levantó adolorida de la cama había visto cómo su día marchaba de mal en peor.
Gracias a la Capitana Sanders, el ejemplo viviente de la ética y la moralidad.
Y la obsesión al trabajo y la frustración sexual, pensó sin gracia.
Necesitabas descargar tus frustraciones.
Había dos cosas que Rebecca Harper usaba para socavar sus frustraciones de lleno: golpear a alg uien y coger.
Y como ese día las calles estuvieron inusualmente calmas -y sin violencia- tenía que coger para sentirse en armonía.
Indudablemente, su calentura había surgido de la nada.
Necesitabas a Grifth.
Claro que lo necesitaba, la mayoría de los oficiales masculinos del Departamento no se interesaban más en ella, gracias a su reputación de ser una perra sádica que disfrutaba de comentar lo malo que eran sus compañeros en la cama.
Y Grifth era el único que se atrevía a coquetear con ella, incluso después de amenazarlo con denunciarlo por acoso sexual, aunque a sus espaldas y con un poco más de sutileza.
Te ofreciste a él.
Es cierto, lo hizo.
Ella se lo había encontrado en el pasillo, cargando agua en un vaso de papel del dispensador, situado a tres metros de la puerta de los vestidores.
Le revelaste que necesitabas sexo.
La quijada de Grifth casi pareció desprenderse y sus ojos se dilataron cuando ella le dijo por tercera vez que necesitaba coger, las primeras dos veces no se lo había creído.
Tú le sugeriste que usaran los vestidores femeninos.
Por supuesto que lo hizo.
Ella estaba cachonda en ese momento y los vestidores femeninos estaban vacíos a esa hora, Rebecca era la última de su grupo en salir porque necesitaba entregar un informe a Sanders, quien se quedaba investigando un caso hasta tarde, y sabía que no había ninguna otra mujer en el Departamento.
Esa puta frígida, siempre alardeando de lo bien que hace su puto trabajo, golpeó el volante un par de veces, simétricamente, con los puños cerrados al recordar como la Capitana le dio un sermón toda la tarde por no entregar sus informes con más antelación.
Tan distraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que, más adelante en la calle, la grúa ya había llegado para recoger el vehículo accidentado que bloqueaba el paso.
Entonces, Grifth te sugirió hacer algo rápido porque necesitaba volver pronto a su puesto y tú te enojaste por un segundo.
Su coño deseaba tener un trozo carne entre sus piernas mientras ella gemía como una puta en celo.
Su pelo corto tenía que ser tomado con fuerza para hacerle sentir más placer.
Su perfecto culo necesitaba un par de nalgadas.
Pero Grifth se lo negó.
Era obvio que ella iba a enojarse.
Sin embargo, la necesidad primitiva de su cuerpo suprimió sus “aspiraciones carnales”.
Por lo que esperaba que una mamada basté para saciarla por un rato.
Lo disfrutaste por completo.
Era totalmente cierto.
Estar de rodillas en una habitación, donde alguien podía verlos si entraban, mientras le chupaba la verga a un hombre que odiaba era algo que le generó tanto placer que mojó sus bragas en un santiamén.
Pero se mojó todavía más cuando Grifth la denigraba verbalmente o agarraba su cabeza con fuerza, para que ella no olvide quien mandaba.
En tan sólo un corto periodo de tiempo se corrió dos veces.
Pero no fue suficiente.
Por supuesto que no, Rebecca quería más.
A pesar de que la “sangre irlandesa” trató de someterla varias veces, ella quería que él fuera más rudo.
Había sido inesperadamente mórbido, nada que ver con el lobo feroz que decía personificar en la cama con las mujeres de sus historias.
Quería ser cogida como una perra y tener orgasmos múltiples.
Pero aun así esperabas correrte una vez más antes de que Grifth eyaculará en tu boca.
Cierto, pero también esperaba tener leche caliente e irlandesa en su boca.
Era en lo que pensaba en ese momento: correrse, contener el semen en su boca, mostrárselo a su dueño y tragarlo mientras observaba.
Ella deseaba ver la cara del pelirrojo cuando lo hiciera, esperando que esté quede satisfecho por su trabajo.
Y así convencerlo de que me cogiera como yo quería.
Le resultaba asombroso cómo su ira, miedo, incertidumbre y confusión se desvanecieron para abrir paso a la excitación ante esa memoria de deleite lujurioso.
Ya ni recordaba porque había estado tan molesta.
Fue una grata experiencia.
Si que lo fue.
Hasta que te interrumpieron.
Ahora si recordaba porque había estado tan molesta.
Porque alguien la había interrumpido a mitad del “trabajo”.
Dejándola insatisfecha.
Rebecca odiaba cuando eso pasaba, se ponía irritable por días cuando no cogía como era debido.
Eso lo sabían sus compañeros, quienes recibían una bala en su orgullo cuando ella señalaba que no habían estado a la altura de sus exigencias.
Pero… ¿quién fue él que nos interrumpió? Si es que era un él.
Podía ser también una mujer la culpable, después de todo eran los vestidores femeninos.
Ahora que lo pensaba fríamente, no recordaba quien había sido el responsable de impedir que ella se corriese una tercera vez.
Estaba al corriente que Grifth apartó su cabeza de su verga al momento de correrse -no se sorprendió al descubrir que era un eyaculador precoz-, lo que provocó que la mitad de la sustancia cayera al suelo, y la otra sobre su cara.
Sobre sus ojos.
Eso la dejó tenuemente ciega.
Y lo siguiente que escucho fue a alguien gritando: <<¿Qué está pasando aquí?>>.
Después de eso, no concertaba bien si ella salió de los vestidores por su voluntad, o si le habían ordenado irse a casa y volver temprano para hablar sobre su “aventura”.
Ella no dudaba que era un superior, por el tono de autoritarismo que estos promulgaban cuando hablaban con alguien de menor rango, pero en su mente no reconocía de quien se trataba.
Sólo sabía que estaba insatisfecha, y en problemas.
Por lo que se fue rápidamente de la Estación, dejando a Grifth lidiar con todo el inconveniente.
Rebecca posó una mano sobre su cara al recordar cómo había estado llenó de esa magnifica materia blanca y viscosa.
Ella encontró lágrimas en sus dedos, pero ya no lloraba.
De hecho, ella ya no se sentía mal.
Sus inseguridades y resentimiento desaparecieron en una breve conversación mental con ella misma.
Lástima que no pasaba lo mismo con su calentura.
La reminiscencia de lo que, verdaderamente había pasado, mandaba choques de fogosidad por todo su cuerpo, especialmente su coño, el cual ya se había vuelto a humedecer a estas alturas.
Si ella no tuviera tanto autocontrol, ahora mismo se masturbaría en su vehículo, en medio del tráfico.
Es más, lo que sintió esa tarde había vuelto con mucha más fuerza.
Se quedó sumida en sus pensamientos lascivos mientras el tráfico empezaba a restablecerse.
El vehículo ya había sido retirado por los oficiales de tránsito en un santiamén y un policía de esa sección hacia señas a los conductores para que estos crucen lentamente a Tremont Saint.
Rebecca volvió al mundo cuando un bocinazo la sacó de sus pensamientos.
-¡Mierda! -un segundo bocinazo, o tercero (ella no estaba al corriente de cuánto tiempo estuvo en las nubes), la llevó a sacar la cabeza por la ventanilla para acallar al conductor que estaba detrás de ella.
-Ey, imbécil -gritó con ira.
-El tráfico se mueve, ya lo capté.
Así que deja la bocina, o te meteré donde no te llega el sol.
¡Imbécil!
El hombre era un cincuentón, con una corona de pelo gris en la cabeza y el rostro taimado, con un mostacho rubio que no dejaba enviar en nada a Sam Bigotes.
Desde su perspectiva reparó en que vestía una camiseta a cuadros, intercalando entre los colores rojo y negro, exponiendo el vello canoso de su pecho, y tenía un cigarrillo a medio acabar en la mano derecha.
Y era un cobarde, ella lo supo por la forma en que abrió su boca en un estado de total perplejidad y miedo.
Una sonrisa de gusto apareció en los labios de Rebecca, la misma que se formaba cuando apaleaba a alguien, o acababa de cogía como correspondía; el viejo no se esperaba que alguien le respondiera, mucho menos una mujer, y tampoco mostró signos de devolver el agravio.
Ella volvió a meter la cabeza en el auto y manejó en dirección a Tremont Saint.
-¡Jo-jodete, perra negra.
-Dijo con rabia el viejo mientras metía apresuradamente la cabeza hacia la seguridad de su camioneta, un Fiat Strada modelo 2005, color rojo y en mal estado.
Ella movió el espejo retrovisor para ver mejor el vehículo, sin embargo, esté se alejó por Cambridge Saint hasta que lo perdió de vista.
Aun así, pudo distinguir una pegatina de la bandera confederada sobre el empobrecido paragolpes trasero.
Mi amigo, el veterano sureño de la guerra civil, encontró donde están sus bolas.
Que tierno, la sonrisa en su cara se amplió más ante su ingenio.
Y su calentura subió todavía más.
Se detuvo ante un semáforo en rojo, los peatones se apresuraron en cruzar.
Ella aprovechó ese intervalo para bajar la ventana a su lado, hacía calor en el auto, o quizás era su cuerpo, y poner el espejo retrovisor en orden otra vez.
Las palabras: “perra negra” reaparecieron en su cabeza.
-La próxima vez que vea a ese marica voy a… -Se quedó helada.
Incrédula ante que lo que veía reflejado en el asiento de atrás.
Sentado en el medio, había un hombre.
Un hombre blanco que aparentaba estar al final de la treintena, vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y sin corbata, su pelo era negro y corto (peinado hacia atrás) y estaba sin afeitar.
Tenía los brazos estirados sobre el respaldo del asiento y cruzaba una pierna sobre otra.
Y sonreía.
Como si encontrará divertido estar en el auto de la agente de policía más jodida de Boston.
Volteó su torso con la intención de gritarle y, con suerte, golpearlo en la cabeza con la petaca de acero que agarró instintivamente con su mano izquierda, pero desapareció tan rápido como apareció.
-¿Qué mierda fue…? -Otro bocinazo la sacó de su fluctuación.
El semáforo se había puesto en verde y los demás vehículos en los carriles adyacentes a ella se estaban moviendo.
El Honda Civic bordo retomó la marcha.
Ahora manejaba más lentamente, a unos 29 por hora, sin romper el límite de velocidad de la ciudad.
Estaba pasando frente al parque Boston Common, ya estaba cerca de su apartamento.
De vez en cuando fijaba sus ojos en el espejo retrovisor por si había alguien detrás de ella.
En el asiento trasero.
Sentado en el medio.
Sonriendo.
Un escalofrió atravesó su cuerpo.
No le había gustado nada esa expresión.
Era una sonrisa presuntuosa, llena de supremacía y malevolencia.
Y sus ojos.
No lo notó en el momento, pero sus ojos eran infames y arrogantes, como si ocultara un gran secreto dentro de ellos.
Algo capaz de hacerle daño en un santiamén.
Eso era lo que verdaderamente la había perturbado.
Vio por novena vez el espejo y no encontró nada.
El asiento estaba vacío, tampoco es como si tuviera un lugar para ocultarse.
Cálmate, Rebecca.
Cálmate.
Trató de hacerlo, pero no pudo.
Estaba nerviosa.
Ella sólo se limitó a manejar, convenciéndose de que no había sido más que una alucinación causada por el agotamiento.
Y la insatisfacción sexual.
El miedo no había calmado su apetito primitivo.
Ella giro hacia su izquierda, por Boyston Saint, luego a su derecha y, por último, a su derecha otra vez para aparcar el Honda en el Estacionamiento contiguo de su apartamento.
Apagó el vehículo, sacó las llaves y giró su cabeza.
No había nadie sentado en el asiento trasero.
Seguía insegura.
Y no tenía ganas de bajarse hasta averiguar bien lo que ocurría.
Se quito el cinturón, con la intención de trasladarse a la parte de atrás para revisar con esmero.
No lo hagas.
No estaba convencida del todo.
No lo hagas.
Ella se detuvo.
Su inseguridad fue remplazada por la seguridad.
La voz tenía esa influencia sobre ella.
No fue nada y lo sabes.
Si, lo sé, reflexionó.
Era extraordinario como su mente le ayudaba a razonar las cosas, como todo lo que señalaba tenía sentido.
Tienes hambre.
Entonces su estómago gruño.
Ella no había comido nada desde el desayuno, no recordaba bien que había sido.
Se había saltado el almuerzo para ponerse al día con los informes atrasados y cerrarle el hocico a Sanders.
Necesitas una ducha.
La necesitaba.
Sabía que su cuerpo estaba sucio por el trabajo, pero mayormente por la excitación y sudor que emergió de ella cuando Grifth usó su boca.
Su coño seguía mojado y caliente.
Te mereces una ducha.
Claro que se lo merecía.
Era una Oficial de Policía después de todo, no existía nadie más que merezca una ducha más que Rebecca.
Quieres ponerte bella.
¿Lo quiero? Estaba demasiado cansada para ponerse guapa.
Sin embargo, imágenes de ella vestida con el sensual vestido negro que usaba en sus citas, sin mangas, escote en forma de corazón y resguardaba humildemente sus muslos, o con el mini short deportivo rojo y el top azul ajustado que usaba cuando iba a correr al parque, con la segunda intención de seducir a un muchacho, dispuesto a complacerla en todo gracias a su figura, afloraron en su cabeza.
Si lo quieres.
Si, lo quiero.
Ya lo decidió.
Se pondría el mini short y el top, mucho más cómodos para andar por el hogar.
Ella sonrió ante su resolución y abrió la puerta para bajar del auto.
Él bolso.
Volteó su cabeza a donde sabía que estaría el bolso deportivo negro que siempre llevaba al trabajo: en el asiento del acompañante.
Ella no recordaba haberlo recogido de los vestidores.
Si lo recuerdas.
Claro que lo hacía.
Pero no estaba al corriente de ello porque salió enojada con la persona que interrumpió su momento de pasión con Grifth.
-Mañana habrá problemas -dijo bajamente.
En realidad, no le importaba.
Ella tomó el bolso, bajó del auto y se encaminó a su apartamento.
Lo había encontrado en oferta, cuando buscaba donde quedarse después de mudarse de la casa de sus padres en Somerville, el infierno en la tierra para Rebecca, mientras estudiaba en para ser policía.
Era bastante amplio, tenía todo un piso para ella sola, quedaba cerca de la Academia, lo que le ahorraba tiempo de viaje, los vecinos eran indiferentes, la clase de gente que no metía sus narices donde no le llamaban, y el alquiler era barato.
Si bien después supo porque el precio era tan barato.
El vendedor se lo dijo un año y medio después, cuando venía a informarle que la agencia de bienes raíces donde trabajaba iba a aumentar la renta.
Habían matado a cuatro personas ahí, toda una familia, ajustes de cuentas según los rumores que escuchó en la Estación después de que se enterara.
Por supuesto, que a ella eso no le importó, sin embargo, si le importo que subieran su alquiler e hizo una reclamación al agente inmobiliario por mentir sobre ello, era una práctica ilegal que una agencia inmobiliaria hiciera eso.
Y lo consiguió, después de haberle dicho que era policía y tenía relación con Sarah Bilman, la cual conoció cuando “cancelo” su multa, sin saber quién era ella.
Se habían vuelto amigas cuando la encontró nuevamente en una discoteca del centró mientras patrullaba.
En ese entonces era abogada particular, celebre entre la comunidad de Downtown, coincidentemente el distrito donde se asentaba el apartamento, por poner freno a tres inmobiliarias por incumplir con lo que estipulaba la reglamentación vigente.
En dicha reglamentación, estaba escrito que todos los detalles de la residencia debían ser conocidos por el inquilino a través del contrató de la empresa.
Y soló bastó con una llamada para que ese afeminado estuviera cerca de mojar sus pantalones, pensó orgullosa de ella y su amiga.
A veces, Sarah es mucho más perra que yo.
Eso lo había visto de primera mano, cuando arruinaron la vida de ese hombre por querer pasarse de listo con Los Higgins.
Abrió la puerta de entrada e ingresó al ascensor.
Apretó el botón que la llevaba al cuarto piso, el último del edificio, y subió.
Calor.
¿Calor? Hacia dos días que la primavera acabó.
El clima no había estado frio, pero tampoco excesivamente caliente.
No como en verano, en donde la ola de calor que asoló la ciudad, la estación pasada, había sido abrazadora.
Pero reconocía que hacia un poco de calor en el ascensor.
Tienes calor.
Estaba mal antes.
Si, hacía calor.
Mucho calor.
Corrección: mucho calor.
Tanto que sudaba cuando las puertas de metal laminado del ascensor se abrieron.
Mucho calor.
Lo hacía.
-¿Qué diablos? -Salió al pasillo con mareos, deseosa por llegar a la puerta de su residencia.
El calor se volvía tan insoportable que no podía caminar un paso más.
Apoyó su brazo en una pared y se sentó de espalda contra la misma -¿Cómo es posible que haga tanto calor? -No tenía lógica.
La tiene.
¿Lo hacía? Si.
Tu ropa es la responsable.
-¿Mi ropa? -Repitió con voz vencida, como un estudiante de bachillerato cuando un profesor le muestra que su respuesta al examen de matemática era equivoca mientras la suya era la correcta.
Si.
Tu uniforme es tan abrigado que necesitas quitártelo para aliviar el calor.
Soy una idiota.
Es tan obvio.
El sudor resbalaba por su frente, mientras ella comenzaba a desabotonar su camisola, por segunda vez en más de una hora.
Sus pechos se liberaron de la cárcel de tela, ella notó que sus pezones estaban erguidos.
¿Que mierda? Estoy por sufrir un desmayo por un golpe de calor extremo, ¿pero sigo excitada? No tenía tiempo para esclarecer su extraña e imprevista libidinosidad.
Rebecca se quitó del todo la camisola y se sintió ligeramente aliviada, pero no por completo.
Su pantalón fue su siguiente objetivo.
Al principio, no encontraba la hebilla del cinturón y eso la desesperó todavía más, cosa que cambio cuando lo hizo.
Ella bajó sus pantalones, exponiendo sus piernas al fresco del pasillo.
Retiró del todo su uniforme, quedándose vestida con una tanga y calcetines, no vio la necesidad de quitárselos ya que el calor disminuyó bruscamente cuando retiró su última bota.
Lo que sentía ahora era absoluto deleite, como si hubiera recibido el mayor orgasmo de todos sin correrse.
O matado a alguien.
Ambas sensaciones eran de lo mejor que la vida podía ofrecerle.
Se quedó unos minutos con la vista fija en la pared que tenía delante de ella, sin pensar en nada más que en lo bien que se sentía en esa posición.
La expresión de gozo que tenía en su rostro revelaba eso.
Estaba en un estado de serenidad complaciente.
Sentada.
En el medio del pasillo.
Semidesnuda.
Con los senos al aire.
Y sus pezones erectos.
La realidad la golpeó en la cara con la fuerza de un ladrillo.
Se miró así misma, llevó sus manos a la cabeza y gritó.
-¿¡En que diablos estoy pensando!?
-¿¡Quien está ahí!? -Oyó gritar desde la vivienda del vecino, el viejo Frankie.
Un octogenario con signos de ceguera que vivía solo y se movía en sillas de rueda eléctrico.
Lo único que Rebecca sabia de él es que era un ex-militar, seguramente de alto rango, se lo dijo cuando en una ocasión lo encontró apuntándole al pizzero con una Beretta 92, creyendo que era un ladrón, después de que esté confundiera su dirección con la de ella.
Ella lo denunció por eso, pero no sabía si aún tenía el arma.
-Mierda… – dijo en voz baja.
Si se la encontraba así, recostada y semidesnuda en el pasillo, con la ropa desparramada sobre el piso y los senos al aire, estaba segura de que iba a llamar a la policía.
No lo culparía si pensaba que era la víctima de una violación, porque eso es lo que aparentaba ahora.
-Eso, o una yonqui drogándose con LSD -murmuro, mientras tomaba su uniforme del suelo y su bolso.
Esperaba que él hubiera estado dormido a esa hora, como todo buen anciano, eso lo retrasaría más.
Caminó con prisa hasta su puerta, pero tan enfocada estaba por entrar que olvido que tenía llave.
¡Carajo!, pensó.
No recordaba en que bolsillo estaban sus llaves, si en los bolsillos de su camisola o pantalón.
En la vivienda frente a la suya, podía oír al viejo gruñendo y moviéndose, ya estaba en marcha.
Metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, los inspeccionó por completo y rápidamente, mientras su contenido caía al piso.
No están, mierda.
El viejo había gritado algo en el tiempo que ella buscaba y ahora lo oía más cerca.
Dejó los pantalones en el suelo y se puso a revisar los bolsillos de la camisola.
Rebecca tenía suerte de que las otras dos residencias contiguas estuvieran vacías, en ese piso soló vivían ella y el viejo.
Y tuvo incluso más suerte, porque encontró sus llaves en el bolsillo izquierdo.
-Si… -La expresión de su rostro era de triunfo.
Levanto sus cosas del suelo y se propuso a poner las llaves en la cerradura.
-Estoy armado.
-La expresión de triunfo se transformó en una de pavor, ella sabía que estaba detrás de la puerta, retirando los pestillos de la misma para salir con ansias a hacer uso de la Segunda Enmienda de la Constitución Americana.
Tal parece que la ciudad de Boston no le incautó la pistola a Frankie, el veterano de guerra octogenario.
Puso sus llaves en la cerradura y la abrió.
Ella acalló un SI de sus labios, pero cuando estaba por entrar lo escuchó.
Una puerta abriéndose con fuerza.
Ella trago y volteó la cabeza para atrás.
El viejo había salido.
Estaba de pie con un bastón, la silla de ruedas eléctrica debió haber sido temporal, en el marco de la entrada y observaba el pasillo en dirección a la puerta vecina, la que estaba al frente de ella.
El pasillo no estaba muy iluminado, él llevaba gafas oscuras y la noche ensombrecía todo aún más.
Ellos dos no residían uno frente al otro, sino uno diagonalmente al otro, e iba a aprovechar ese pormenor para escullirse adentro.
Hasta que el viejo levanto la Beretta en su dirección, no lo había visto armado.
Ella levantó las manos en señal de rendición.
Por lo general, el precio por apuntar a la Oficial Harper era la muerte para el pobre estúpido que se atreviera a hacerlo, o una paliza terrible si era desafortunado, pero eso era en otro escenario.
Ahora Rebecca tenía una sensación de espanto recorriendo por todo su cuerpo y se encontraba vulnerable en todos los estados posibles.
Y con todo eso seguía cachonda.
Ella no solamente seguía excitada, sino que esa lujuria aumentaba mientras la tensión se hacía más sólida por segundos.
Sus pezones estaban erectos, sus fluidos ya habían mojado totalmente su tanga, dejando que unas gotas se deslizaran por su muslo derecho, y tenía la piel hipersensible, frágil al tacto más mundano.
Quedo desconcertada ante esa revelación, por un instante.
Tenía un problema más importante del que preocuparse.
Ella miró directamente a Frankie, se preguntaba que era lo que pasaba por su mente, si iba a dispararle a la negra pervertida y viciosa que tenía en frente.
También se preguntaba cuáles serían los titulares de mañana en los medios.
Ex-veterano de guerra mata a depravada mujer policía en defensa propia.
Es un titular que se vende como pan caliente, pensó divertida, aunque no era la ocasión para bromear, no podía evitar su ingenio morboso.
Tal vez para empequeñecer el hecho de que iba a morir tan vergonzosamente.
-¿Quién está ahí? ¿Tengo un arma? -Gritó otra vez, con miedo.
Y un anciano asustado con un arma era más peligroso que un delincuente.
Rebecca estaba a punto de responder cuando ocurrió algo sorprendente, Frankie movió el arma hacia su derecha, apuntando ahora a la otra puerta de la otra vivienda.
Ella recordó entonces otra cosa: tenía signos de ceguera, aunque para no verla a tan corta distancia (unos 7 metros), tal vez ya estaba ciego del todo.
Fijo su vista al techo, cerró sus ojos y dio una rápida plegaria a Dios en silencio por haber creado la ceguera.
Cuando volvió abrir os ojos, pudo ver que el ex-militar terminaba de revisar con su “vista” la última puerta de la planta.
Bajó su pistola, resopló y se metió adentro de su vivienda.
No parecía querer revisar el pasillo a fondo.
-En mis tiempos, las casas eran mucho más seguras.
-Expresó enfurruñado para si mismo, mientras cerraba la puerta detrás suyo.
Rebecca escuchó que sus últimas palabras eran una serie de insulto a las personas de raza negra, pero sospechaba que no hablaba de ella.
Necesitas un baño.
Ella no se hizo esperar, tomó sus cosas en brazos y se metió en su morada.
Cerró la puerta a su espalda, no se percató de que no colocó el seguro a la misma.
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