DESATADA
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Maduritaseconfiesa.
Había estado trabajando con las plantas del patio de buena mañana y aunque había escogido el momento más fresco a conciencia ya estaba bañada en sudor. Abrió la puerta y la ventana para crear una corriente de aire. Era asfixiante. Hasta el aire que entraba era caliente, así que confiada de que no había nadie en casa, se bajó la parte de arriba del delantal y se quitó la camiseta. Estaba empapada, así que la metió en la lavadora y puso en marcha de nuevo el ciclo de lavado. Se mojó con el agua fresquita que venía directa del pozo hasta su grifo y respiró aliviada. Le gustaba ver como corría el agua por su cuerpo, haciendo pequeños ríos que iban siempre directos desde sus hombros hasta la punta de sus pezones… Se echó más agua. El agua fría los endurecía de forma inmediata. Se echó más agua por la espalda; mmmm menudo gusto.
Se quedó así, con los pechos al aire, con los brazos encima de la cabeza, con los ojos cerrados, de pie, en medio de la corriente de aire caliente. Al evaporarse el agua de su cuerpo le refrescaba la piel. Se sentía como transportada a un lugar lejano de temperatura primaveral, cuando de repente oyó un carraspeo a su espalda. Se giró sobresaltada tapándose como pudo con una mano mientras la otra iba a buscar la parte del delantal que caía sobre su falda.
– Hola. Soy Juan, el vecino de al lado. Me acabo de mudar y pasaba a saludar y… como he visto la puerta abierta –el hombre no podía dejar de mirar su torso desnudo semi-cubierto por un antebrazo mientras daba pasos cortos y lentos acercándosele -. No era mi intención importunarla.
La contemplación de un voluptuoso cuerpo de mujer mucho más madura que él, siempre había despertado en Juan sus más bajos instintos. Le había contado una verdad a medias al decirle que había ido a presentar sus respetos como nuevo vecino. Era cierto que esa había sido su intención original pero, al rodear la tapia que separaba las dos fincas y descubrirla de aquella guisa cambió de repente hasta el rictus de su expresión. Se paralizó con aquella visión.
La turgencia perfecta de aquellos pechos regados, el duro fulgor de los dos pezones negros de aureolas grandes mostrándose ante él, el gesto de placer natural que contenía aquél rostro embelesado por el agua y el viento estival. La erección que experimentó fue instantánea, como el efecto destructivo de un terremoto sobre una aldea de chabolas. Todos sus sentidos se nublaron y sólo le cupo en la mente una idea: ella debía ser suya.
Lucía había conseguido meter ya la cabeza de nuevo en el delantal, pero lo cierto es que no cubría demasiado sus encantos, por eso seguía tapándose con un brazo y una mano abierta sobre sus generosos pechos mientras buscaba con la mirada algo con que taparse. Lo único que encontró fue un paño de cocina que usó a modo de babero pero que tampoco ayudó demasiado.
– Debería haber tocado el timbre –acertó a decir.
– Es que la he visto desde el patio y no quería interrumpirla –dijo el hombre acercándose con pasos lentos pero inmutables -. No quería interrumpirla bajo ningún concepto.
– Debo pedirle que se marche inmediatamente… Usted no debería estar aquí. Márchese o llamaré a la policía.
Pero ya era demasiado tarde. Juan había llegado a su altura sin dejar ni un segundo de escrutarla con la mirada. Le arrebató el paño de cocina de las manos y se quedó observando sus pechos un instante. El delantal definitivamente no llegaba a cubrir ni siquiera los dos pezones al mismo tiempo. Juan seguía avanzando y Lucía caminaba hacia atrás hasta que los barrotes de la ventana se le clavaron en la espalda. Aprisionada, sin saber hacia dónde moverse para salir corriendo, tapándose los pechos con las manos, no podía hacer otra cosa que seguir diciendo.
– Voy a llamar a la policía, téngalo por seguro.
Juan asintió con la cabeza antes de bajar su boca para besar su cuello. La cogió de las muñecas llevándolas hacia atrás de su cuerpo y siguió besando su piel, en cada centímetro libre de tela.
– ¡Pare! ¡Por favor!
Sacudía sus hombros intentando liberar sus manos pero no podía. Juan la besó en la boca. Los gritos se convirtieron en gemidos durante un largo momento. Entonces Lucía sintió cómo Juan, en su espalda, ataba una de sus muñecas con el paño de cocina, le levantaba esa mano junto con la otra por encima de su cabeza y ataba también la otra haciéndola pasar por la reja de la ventana. Mientras seguía besándola hasta que, finalmente, Juan se separó un paso para contemplarla bien y alargó una mano para taparle la boca.
Dos dedos de Juan fueron a acariciar su cuello, desde su oreja hacia abajo, atravesando lentamente su clavícula y siguieron hacia abajo desplazando la tela del delantal hacia el centro, descubriendo uno de sus pechos sin llegar a tocarlo, apenas rozándolo con los nudillos. Lucía luchaba por liberarse mientras Juan volvía a subir sus dedos hacia el otro lado del cuello y hacía lo mismo en la otra parte de su cuerpo. Lucía empezó a lanzar patadas intentando ahuyentar al intruso, pero éste la cogió por la cintura con autoridad y giró su cuerpo para ponerla de cara a la ventana abierta. Juan volvió a tapar su boca desde atrás, acercó la boca a su oído y susurró despacio acariciándola con su aliento:
– Eres la mujer más deliciosa que he visto en toda mi vida –mientras con la otra mano le subía la falda y la aprisionaba con su cuerpo -. No quiero hacerte nada que no desees y no voy a hacerlo –mientras metía los dedos en el lateral de sus bragas -. Solo quiero darte lo que en realidad mereces –mientras estiraba de golpe rompiendo la prenda -; todo el placer que seas capaz de experimentar.
Lucía sintió su piel estremecerse con aquel susurro, con aquella caricia y con aquel tirón de sus bragas, no lo pudo evitar; estaba aterrorizada y extrañamente excitada con aquello. Juan hizo una pequeña bola con la tela de las bragas arrancadas y, despacio, la metió en la boca de Lucía. Luego despacio, ya con ambas manos, desabrochó la falda, apoyó sus dedos en las caderas y acompañó la tela un poquito en su caída hasta el suelo.
Lucía quedó desnuda, tapada únicamente con aquel delantal que nada cubría, atada a aquella reja de acero en su propia cocina, luchando contra aquel hombre contra el que no podía luchar. Juan rozó sutilmente su espalda con las yemas de los dedos, desde la nuca hasta llegar a sus nalgas y siguió, trazando un círculo sobre ellas hasta llegar a su centro justo donde empezaban las piernas. Lucía gritó sin poder gritar. Él volvió a subir sus manos, acariciando ya con toda la palma, las desplazó hacia los lados de la cadera y siguió hacia adelante por debajo del delantal para juntarlas bajo el ombligo. Apretó el vientre de Lucía y ciñó su cuerpo contra su espalda. Subió sus pulgares desde la cadera sin ceder en la presión del vientre, frotando su polla erecta bajo el pantalón contra las nalgas de Lucía. Volvió a asirla por las caderas y la hizo girar de nuevo para ponerla de cara hacia sí.
Ahora iba a disponer de ella. Para asegurarse de acallar sus gritos, agarró otro de los paños que ella tenía tendidos en un tendedero y afianzó la amordaza. Al final, estaba seguro, sus gritos de protesta mudarían al placer y, ante todo, a la entrega. El sabor de su cuello, el olor de su aliento, la dulzura de su lengua al chocar de repente con la de él le habían acabado de convencer. Necesitaba su cuerpo y ella acabaría rogando por el suyo. Le pellizcó levemente un pezón, lo que no hizo sino aumentar las quejas de ella, solapadas por el paño que la hacía respirar tan abruptamente por la nariz. La agitación que ella mostraba era inspiradora porque, si bien las quejas eran continuas, pudo notar al lamer sus pezones un mínimo gemido de placer. Su lengua jugaba con el bello pezón, rodeándolo, acariciándolo, humedeciéndolo de tal modo que en cierto momento ella no pudo más que moverse para acercarlo a la boca de él…
Lucía ya no se sacudía para intentar liberarse. Se agarraba a la reja con ambas manos para que la debilidad de las piernas, provocada por la tremenda excitación, no la hiciera caer. Y curvaba su espalda buscando el calor de aquella boca con sus pechos y la presión de aquel vientre contra el suyo. Hacía demasiados años que nadie la hacía sentir así, tantos que su mente había borrado de su memoria aquella sensación. Sus ojos ya no mostraban terror, se cerraban involuntariamente cuando la lengua de Juan impactaba contra alguno de sus pezones. Juan lo notó, lo supo: supo que ahora Lucía era absolutamente suya. Fue entonces cuando bajo una mano para buscar su sexo, rozando antes con las uñas la cara interna de sus muslos. Lo que antes eran patadas desesperadas ahora eran estremecimientos de placer, y las piernas de Lucía separándose para facilitar el acceso. Juan supo entonces que ya no hacía falta la mordaza, que la resistencia había sido vencida.
Sabía que la resistencia iba a durar lo mismo que el tiempo que tardó en notar la humedad en su sexo. Juan se sentía eufórico. Dispondría de aquel cuerpo que le acercaba a sus más ardientes fantasías. Unos pechos grandes y generosos, unos muslos grandes y proporcionados, una cadera ancha y bien formada… Al quitarle la mordaza de forma lenta y gradual, le satisfizo averiguar que los gritos habían mudado en un gesto de excitación. Ella misma se dio la vuelta mostrando aquellas nalgas al desnudo, El delantal conseguía tapar parte de sus pechos, pero el culo se mostraba caliente, abierto, pues ella misma se encargó de que asi fuera, situándose en una posición más inclinada. Cuando se agachó para tocar con la punta de la lengua su ano, el sabor sublime se paseó por todo su interior. El ligero palpitar del cuerpo de ella no constituía una protesta, sino un ruego de que continuara. Ese movimiento le incitó sobremanera. La lengua se movía de arriba abajo, de abajo arriba, hasta que su cara quedó incrustada dentro de aquel hueco de perversión y su recto a merced de lo que la imaginación le proporcionara.
Ella, que hasta entonces se había recriminado continuamente el no haber sabido vivir su sexualidad como realmente la sentía, atrapada en unos prejuicios obsoletos y vacíos, y cuya represión la había desgraciado continuamente, estaba ahora en manos de aquél joven que había despertado sus sentidos. Ese fuego interior que hacía mucho se había aletargado en sus entrañas salía ahora con toda su crudeza. Tantos años sin poder liberarse, sin sentirse ella misma, sin sentirse viva…
Se sentía usada, pero lejos de hacerla sentir humillada le proporcionaba una dulce sensación de bienestar. Así es como verdaderamente ella anhelaba sentirse. La humedad de su lengua en su recto la transportaba a una dimensión nueva. Poco a poco se movía como sabía que Él quería que lo hiciera. Los azotes que llegaron a continuación eran la consecuencia de aquél ofrecimiento. El dolor y el placer mezclados suponían un éxtasis que no lograba identificar. La intensidad de estos era cada vez mayor. Su mano chocaba con las nalgas de una manera severa, intensa, incluso podía decirse que la fuerza era también progresiva. Los ays que escapaban de su garganta extrañamente apaciguaban su espíritu.
– ¡Dame más! –gritó con descontrol-, ¡Por favor! Pégame cabrón, hazme tuya con dureza… ¡Por favor! ¡Fóllame!
Juan sintió que su erección alcanzaba cotas que jamás había sentido, todas sus fantasías unidas en aquella mujer, en aquellas palabras y en aquel instante lo habían logrado. Se desabrochó el pantalón liberando una polla palpitante, húmeda de excitación, erecta al límite y no esperó ni a liberar sus pies de las prendas para hundirla de un solo golpe hasta las ardientes entrañas de Lucía, que gimió de puro placer con solo notar su contacto. Y siguió follándosela mientras Lucía gritaba ya sin pudor alguno:
– ¡Por favor! ¡Sigue! ¡Por favor! ¡No pares!
¡Oh Dios! Aquel gemido, aquellos gritos ya de placer cada vez que Juan embestía el coño resbaladizo, lo volvían loco, si no paraba un momento se iba a correr demasiado rápido y no quería, quería seguir disfrutando de todo aquello tal como había soñado. Así que dio una fuerte embestida que desplazó todo el cuerpo de Lucía y quedó inmóvil, intentando recuperar el dominio de sus sentidos. Pero Lucía no estaba dispuesta a esperar, empezó a moverse, como cabalgando desde su postura el sexo de Juan, con la misma fuerza y la misma intensidad con que lo había hecho él. Juan, entonces sintió la contracción de su vagina, su grito ahogado, la convulsión de sus nalgas mientras la volvía a azotar y el mismísimo mar, que surgió del sexo de ella regándole por completo hasta la mitad de los muslos. Su espalda arqueada, su cabello mojado por el calor y el esfuerzo, sus nalgas temblando bajo el lazo del delantal… Era lo más bello que Juan había visto jamás. Tuvo que separarse un instante, respirar, vaciar su mente de aquella imagen para evitar el orgasmo. Tenía tantas cosas pensadas para ella…
El sudor recorría su cuerpo con la fuerza de una catarata en una superficie angosta. Juan saboreaba la humedad de los fluidos de ella en su pene totalmente erguido. Ante él tenía una puta en su estado máximo de tempestad, en su expresión más álgida. Mientras recuperaba algo de aliento la agarró por el cabello que le caía liso a su espalda, tirando de su cuello hacia atrás. Acercó su boca al oído de Lucía, susurrándole
– Puta, ahora tu cuerpo es mío, te follaré las entrañas hasta que no quepa en ti una gota de deseo, hasta que la última estera de placer te haga sentir la adicción que has de sentir hacia mí. A partir de ahora mi polla será algo que rogarás, que necesitarás. Y me la pedirás, zorra, porque no podrás vivir sin ella.
Esto le dijo mientras la desataba, observando sus pechos chorreantes por el sudor, aun resoplando por la intensidad física y la mezcla de deseo y ansiedad. Alargó los dos brazos para manosear sus tetas a su antojo. Los movía con un movimiento sin fuerza que las apretaba de la forma justa. Ella estaba paralizada, sintiendo la fuerza de sus manos sobre sus mamas, disfrutando de cada pellizco en los pezones, acercándose más a su cuerpo, mirándolo a los ojos.
No podía evitar la ingente sensación de morbo y sensualidad. Acababa de correrse en un orgasmo infinito pero quería más, mucho más. Sabía que estaba a su merced, y supo que no podría reparos a nada que la mente de él dictara que ella debía hacer, ni aun cuando él le ordenó que se agachara a cuatro sobre el frio suelo. Parecía que él disfrutara con su humillación, pero ella aún disfrutaba más viéndose sometida de aquella manera…
Cuando la tuvo así, postrada a cuatro patas a sus pies, Juan se descalzó, acabó de desnudarse y empezó a caminar alrededor suyo, masturbándose con una mano e intentando decidir cuál sería su siguiente vejación. Lucía alargaba el cuello para seguirle con la mirada medio atemorizada, medio desesperada de deseo, mientras su cuerpo sudoroso brillaba como el diamante ante la lasciva mirada de Juan. Éste finalmente se detuvo ante su cara, la cogió del pelo y empujó su cara hacia sus huevos.
– ¡Ahí, Zorra! Si quieres probar mi polla vas a tener que trabajártelo.
Lucía sin pensárselo ni medio segundo alargo su lengua y empezó a lamer, haciendo rodar los testículos por sus labios, succionando por momentos, aguantando los golpes que Juan le propinaba en la cara con su masturbación y deleitándose con ellos. Juan la miraba desde arriba lamer como una buena perra y se deshacía de placer. Mantuvo esa presión durante un rato, hasta que volvió a estirar del pelo obligándola a levantar las manos del suelo y metió de golpe y hasta el fondo toda su verga en la boca complaciente. Lucía se abrazó a sus nalgas para no perder el equilibrio mientras intentaba controlar una nausea por la intrusión inesperada. Cuando Juan se retiró para acometer la nueva embestida, aprovechó para tragar la saliva acumulada y cogió una gran bocanada de aire para aguantar lo que ahora ya sabía que iba a suceder. Juan sujetó su cabeza con fuerza le folló la boca con fuerza.
Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Lucía, pero no le importaba; no recordaba haber estado tan excitada jamás como en aquel momento. Intentaba presionar con sus labios y frotar con su lengua para aumentar el placer de Juan. Una bocanada de vómito le invadió la boca pero tragó como pudo sin ceder la presión de sus labios en la siguiente embestida. Volvió a tragar. Sus ojos lloraban; ella se volvía loca de placer y deseo. Juan volvió a estar al borde el orgasmo otra vez, así que sujetó con más fuerza aún la cabeza de Lucía y ralentizó el movimiento al extremo sin llegar a sacar su polla de la boca.
La miró intensamente. Lucía buscaba sus ojos con la mirada bañada en lágrimas, con su pelo empapado en sudor y sus labios y su barbilla surcados por ríos de su propia saliva, y apretando sus labios empujándolos con toda su fuerza e incluso con los dientes para incrementar el placer de Juan. Era una imagen de servilismo absoluto. Juan tuvo que apartar la mirada y sacar la polla del cobijo para intentar aislarse y prolongar un rato más aquella maravillosa experiencia.
Ella constituía un tesoro de un valor incalculable. Allí, de pie, totalmente desnudo, contemplaba la belleza de aquella mujer postrada como una perra. Su servilismo era precioso. El sudor que recubría todo su cuerpo la teñía de un color reluciente. Observó cómo sus tetas colgaban, sus pezones señalando certeramente al frío suelo, perfectamente erectos. Había logrado liberarla, arrebatar todos sus complejos, sacar su verdadero yo. Y la recompensa sería grandiosa.
Decidió que quería probar la humedad de su lengua en el ano y, aprovechando que ella seguía ensimismada postrada a cuatro, le plantó el culo en la cara, moviéndolo con un gesto circular. Notó cómo inmediatamente ella ponía su lengua a disposición, lamiéndole sutilmente el agujero del ano. El placer que aquella lengua le otorgaba saboreando su culo era grandioso.
– Así puta, vamos, lámelo como sabes.
Ella, de forma eficiente recorría su recto con la lengua, despacio, lentamente, encerraba su cara en el culo y disfrutaba. Estaba poseída, deslumbrada por aquella explosión de morbo.
– Escupe dentro y lame tu saliva – le ordenó él.
Así lo hizo diligentemente. Un impulso llegado de las profundidades de su interior la incitaba a obedecerle cual perrita faldera. La maravillaba el movimiento de aquellas nalgas duras y perfectas. Las acarició con ambas manos abriéndolas sutilmente.
De repente, y sin mediar palabra, Juan se volvió, la agarró del cabello y la hizo moverse rápido hasta ir a parar al sofá que ella tenía en un patio interior. Calló de bruces en uno de sus cojines, boca abajo, con sus tetas aprisionadas, y no le dio tiempo ni a erguirse un momento cuando la notó. La enorme erección de Juan la había penetrado el ano de una manera perfecta. No podía creerse que pudiera tener aquella zona tan dilatada. Notaba dentro el movimiento del pene de Juan, duro, rocoso, grueso y, sin embargo, el placer superaba al dolor que podía sentir… ¡con diferencia!
Era algo que Lucía jamás hubiera imaginado porque siempre había temido imaginar, pero era inenarrable el intenso placer que sentía, mezcla de la sensación física y del morbo que estimulaba cada una de sus neuronas. Buscó a Juan con la mirada, girando su cuello al límite. Su cuerpo joven, moreno, sudoroso brillaba por momentos bajo la luz que se filtraba entre las hojas del limonero. El gesto de su cara, de placer y dominio absolutos le provocó una nueva ola de excitación. Las fuertes embestidas que movían todo su cuerpo abriéndola cada vez más la enloquecían.
Hasta que pasado poco tiempo, el calor intenso y súbito del orgasmo de él la invadió por completo, colmándola de un placer que se le antojaba inalcanzable hasta aquel preciso momento. Sus respiraciones se habían coordinado hacía rato; los jadeos de sus respectivos orgasmos lo hicieron ahora. Aún sin detener del todo el movimiento y sin ceder un milímetro la penetración, Juan abrazó su cuerpo obligándola a erguirse, la estrechó con sus brazos a la altura de sus pechos y empezó a besar y a lamer su nuca y sus hombros. Ella sintió el flujo de su propio orgasmo desplazándose por los muslos hacia abajo como un torrente imparable. Por fin, Juan se separó de ella y ella se puso en pie y corrió a abrazar y besar a aquel perfecto desconocido que había demostrado conocerla como nadie…
***
Un golpe de aire hizo que se cayera el libro de recetas que tenía encima de la mesa sobresaltándola, provocando que Lucía saliera de golpe de un trance que estaba encendiendo cada centímetro de su piel con un fuego impropio de ella. Se quedó inmóvil un segundo más, sonriendo ampliamente aún con su torso desnudo recorrido por la ardiente brisa que se filtraba por la ventana y por la puerta. “Tenemos un nuevo vecino” pensó… y volvió a sonreír. Realmente era un día de muchísimo calor.
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