Descubrimientos y Tentaciones
Hola, me llamo Mariana y les vengo a compartir el inicio de mi gran historia. Espero la disfruten mucho, como yo en su momento también lo hice. Soy una mujer casada de 37 años y con 19 años de casada con mi amado esposo Roberto. Soy madre de unos gemelos de 18 años, un jovencito atlético llamado Rob.
Roberto y yo decidimos que era hora de hacer algo diferente y nos inscribimos en el tour nacional de póker en Colombia. Aunque al principio todo parecía normal, una rutina de apuestas y cartas, algo en el ambiente me hacía sentir que este viaje sería diferente, más intenso. Y no me equivocaba.
Como el ambiente no era el mejor, decidí hacer cualquier cosa para pasar el tiempo. El segundo día, mientras almorzábamos, noté a Alejandro, un moreno alto de ojos verdes, con buena presencia. Estaba a nuestro lado, y a Roberto se le ocurrió saber su nacionalidad porque su acento era diferente al nuestro. Tanta fue su intensidad que decidí jugarle una broma cuando el muchacho se acercara. Lo que comenzó como una simple broma entre Roberto y yo, terminó siendo algo mucho más complicado y excitante.
Subimos al auto hablando de todo. Llegamos a una buena casa con piscina, ya que era verano, e hicimos un pequeño tour por la misma, comiendo algo frugal antes de ir a dormir. Todo fue entre descubrimiento y normalidad, pero noté que Alejandro no dejaba de observarme. Aunque la situación debería haberme incomodado, la verdad es que me halagaba. A la mañana siguiente, Alejandro entró con un paquete que llevó a su cuarto, mientras decía que harían el juego a la tardecita y quería que fuéramos a verlo. A la nochecita, después de unos pocos, pero fuertes tragos, me sentí mareada y alegre. En un par de oportunidades, me abrazó a la altura de la cadera acariciando mi cintura. Por último, me tomó de la mano como llevándome, y terminé aceptando esa situación como natural. Ni aun saliendo del tumulto me soltó. Llegamos a la casa, estaba extenuada, y cuando iba a mi dormitorio, dijo: «Espera, que quiero darte algo».
Roberto, mi querido esposo, estaba ya fuera de combate, víctima de la cantidad de tragos que había ingerido durante la noche. Sabía que permanecería inconsistente por un buen rato, sumido en un sueño pesado del que no despertaría fácilmente. Esa realidad me dejaba en una situación extraña, con un margen de tiempo que, en circunstancias normales, nunca se me habría presentado. Sin embargo, como dice el dicho popular, «el hombre propone, Dios dispone».
La frase resonaba en mi mente mientras me encontraba a solas con Alejandro. Todo parecía haber conspirado para que estuviera allí, con él, en ese momento. No respondí a su petición de esperar, ni cuestioné lo que podía querer darme. Simplemente, me giré hacia él, mi corazón latiendo con fuerza, cada segundo que pasaba sentía cómo la tensión entre nosotros se volvía más palpable.
Alejandro dio un paso adelante, acortando la distancia que quedaba entre nuestros cuerpos. En su mirada, noté la determinación, la certeza de alguien que sabía lo que quería y estaba dispuesto a conseguirlo. Intenté resistir, mis pensamientos oscilando entre la moralidad y el deseo, entre lo correcto y lo tentador. Intenté detenerlo con palabras, con gestos que no dejaban de ser vacilantes, como si mi cuerpo y mi mente estuvieran en conflicto.
Pero él no cedió. Aguantó estoicamente cada uno de mis intentos, como si supiera que mi resistencia no era más que un débil reflejo de la lucha interna que estaba librando. Su mirada no se apartaba de la mía, y sus manos, cálidas y firmes, me tomaron por los brazos, acercándome aún más. Podía sentir su respiración, suave y controlada, a diferencia de la mía, que se tornaba cada vez más acelerada.
Finalmente, la lucha dentro de mí llegó a su fin. Fue como si algo dentro de mí se quebrara, como si la barrera que había mantenido firme durante tanto tiempo se desmoronara en un instante. Me rendí, no solo a él, sino también a lo que había estado reprimiendo durante todo este tiempo: un deseo que, aunque inesperado, era innegable.
Cerré los ojos y abrí mis labios, permitiendo que el beso que había estado temiendo y anhelando al mismo tiempo, se materializara. Fue un beso cargado de emociones, de todo lo que había estado acumulando en esas miradas y roces furtivos. No era solo un beso de deseo, sino también de liberación, de abandono de todo lo que me había atado a la rutina y a la comodidad de mi vida cotidiana.
Sus labios eran suaves, pero urgentes, y su mano se deslizó desde mi brazo hasta mi espalda, atrayéndome más hacia él. El beso se profundizó, y con él, la conexión que había sentido desde el primer momento en que lo vi se hizo más intensa, más real. Mi resistencia se desvaneció por completo, dejándome llevar por la corriente de sensaciones que Alejandro había despertado en mí.
La noche, que había comenzado como cualquier otra en este viaje, se transformó en un torbellino de emociones. Mi mente intentaba mantenerse al margen, recordar quién era, dónde estaba, y qué podía significar esto para mi vida, pero mi cuerpo ya había tomado una decisión diferente. Estaba atrapada en ese momento, incapaz de pensar en las consecuencias, viviendo solo el presente, y en ese presente, Alejandro era todo lo que importaba.
El beso se prolongó, y cuando finalmente nos separamos, su mirada me buscó con intensidad, como si quisiera leer en mis ojos el permiso para seguir adelante, para cruzar esa línea que ambos sabíamos que no tendría retorno. No dije nada, pero tampoco lo alejé. El silencio entre nosotros era ensordecedor, cargado de significado.
Alejandro me tomó de la mano nuevamente, esta vez con más firmeza, y me guió hacia su habitación. Mis pasos eran lentos, pero no vacilantes, porque en ese momento, había decidido seguirlo, dejarme llevar por lo que viniera, por lo que surgiera de esa atracción incontrolable que nos había atrapado a ambos.
La puerta de su habitación se cerró detrás de nosotros, sellando no solo el cuarto, sino también el pacto silencioso que habíamos hecho al cruzarla. Lo que sucediera a partir de ese momento sería nuestro secreto, un capítulo que quedaría grabado solo en nuestras memorias, pero que cambiaría el curso de mi vida para siempre.
La habitación era la típica que uno encontraría en un hotel de gama media, con un aire de neutralidad que apenas sugería personalidad. Las paredes estaban pintadas en tonos cálidos, una mezcla de rosas y salmón, colores que pretendían evocar tranquilidad, pero que en ese momento parecían vibrar con una energía diferente. Los muebles eran claros, simples en su diseño, pensados más para la funcionalidad que para el estilo. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fueron los espejos.
Uno de ellos estaba al costado de la cama, cubriendo casi toda la pared. Reflejaba la imagen completa de la cama, como un testigo silencioso de lo que ocurriría allí. El otro espejo estaba situado en el espaldar de la cama, capturando desde un ángulo distinto cada movimiento, cada gesto, cada emoción que se manifestara en ese espacio. Parecían colocados estratégicamente, como si el diseñador del cuarto hubiera tenido en mente más que solo la decoración.
Alejandro cerró la puerta con un suave clic, sellando nuestro aislamiento del resto del mundo. Nos quedamos de pie por un momento, ambos conscientes de lo que estábamos a punto de hacer, pero sin decir nada. El silencio entre nosotros era denso, cargado de anticipación y deseo reprimido, pero también de una extraña conexión que ninguno de los dos esperaba encontrar en un lugar como ese.
Nos acercamos con lentitud, como si estuviéramos saboreando la espera, el momento antes de que las palabras ya no fueran necesarias. Lo vi sonreír, esa sonrisa traviesa y confiada que había visto tantas veces antes, pero que ahora llevaba un peso distinto. Su mano se deslizó suavemente por mi brazo, subiendo hasta mi cuello, mientras su mirada buscaba la mía con una mezcla de ternura y desafío.
«Nuestras ideas están bien lejos de ser intelectuales», pensé mientras nuestros cuerpos se inclinaban el uno hacia el otro, como si fueran imanes destinados a encontrarse. Nos habíamos entregado por completo a la corriente que nos había traído hasta aquí, sabiendo muy bien lo que estábamos haciendo, y aun así, sin poder detenernos.
El primer beso fue suave, casi tímido, como si ambos estuviéramos probando las aguas. Pero en cuanto nuestros labios se encontraron, toda pretensión de cautela se desvaneció. El beso se volvió más profundo, más urgente, como si todo el deseo acumulado se liberara en ese momento. Mis manos se aferraron a su camisa, tirando de él más cerca, mientras su cuerpo respondía de inmediato, envolviéndome en un abrazo firme y apasionado.
Nos enredamos en una danza de besos y caricias, cada movimiento más audaz que el anterior. Mi corazón latía con fuerza, no solo por la excitación, sino también por la extraña sensación de estar observada, no por otra persona, sino por los espejos que reflejaban cada uno de nuestros movimientos. Me sorprendí al verme en ellos, mi rostro enrojecido, mis ojos cerrados, entregada por completo a lo que estábamos haciendo. Pero, en lugar de avergonzarme, el reflejo me pareció fascinante, como si estuviera viendo a otra persona, una versión de mí misma que desconocía.
Alejandro parecía compartir esa fascinación. Nos detuvimos por un instante, ambos mirando hacia el espejo al costado de la cama, observando cómo nuestras manos recorrían los cuerpos del otro, cómo nuestras bocas se buscaban con deseo. Su mirada se cruzó con la mía en el reflejo, y en ese momento supe que estábamos más conectados de lo que cualquiera de nosotros podría haber imaginado.
La atmósfera en la habitación se cargaba con cada segundo que pasaba. Las palabras sobraban, nuestras acciones hablaban por nosotros. Sentí cómo su mano bajaba lentamente por mi espalda, trazando un camino de calor que me hacía estremecer. En respuesta, mis dedos se entrelazaron en su cabello, tirando de él con suavidad, mientras nuestros labios se reencontraban en un beso más profundo y hambriento que el anterior.
Nos dejamos caer en la cama, enredados en besos y caricias. Los espejos seguían capturando cada instante, duplicando la intensidad de lo que estábamos experimentando. No había marcha atrás; lo sabíamos, y en lugar de detenernos, nos sumergimos más en ese momento, en esa conexión física que parecía borrar todo lo demás.
Pero justo cuando la pasión amenazaba con consumirnos por completo, una pequeña parte de mí se aferró a la realidad, a lo que esto significaba. La culpa y el deseo se entrelazaron en mi mente, pero antes de que pudiera decidir qué hacer, Alejandro me hizo olvidar todo de nuevo con un solo toque, un solo beso.
Una cosa llevó a la otra, y antes de que pudiera darme cuenta, la ropa que nos había separado ya no existía. Estábamos desnudos, entrelazados en la cama, las sábanas arrugadas bajo nuestros cuerpos como testigos de la urgencia que ambos sentíamos. El aire en la habitación se había vuelto más denso, cargado de deseo y de esa adrenalina que solo se siente cuando estás al borde de cruzar un límite.
Roberto ya no estaba en mi mente. Había dejado de existir en ese momento, borrado por la intensidad de lo que estaba ocurriendo. Quizás, en el fondo, sabía que no debía pensar en él, que no debía permitir que la culpa arruinara lo que estaba a punto de suceder. O tal vez, simplemente, ya no me importaba. Todo lo que quería era que ese instante no terminara, que se prolongara indefinidamente.
Sentí mi cuerpo responder con una intensidad que no recordaba haber experimentado antes. Mi sexo estaba completamente mojado, y eso era evidente a simple vista. No tenía tiempo ni ganas para preliminares, ni para esas escenas llenas de romanticismo que a menudo se ven en las películas. Lo que necesitaba en ese momento era sexo, crudo y directo. No me importaba lo demás, no me importaba cómo había llegado hasta aquí. Solo quería sentir, dejarme llevar por la oleada de sensaciones que invadían mi cuerpo.
Alejandro lo entendió de inmediato. No hubo palabras, solo la comunicación silenciosa de dos cuerpos que sabían exactamente lo que querían. Me besó con fuerza, mientras sus manos exploraban mi cuerpo con una urgencia que reflejaba la mía. Sus caricias no eran suaves, sino decididas, como si supiera que no había necesidad de andarse con rodeos. Respondí con la misma intensidad, dejando que mis manos recorrieran su cuerpo, sintiendo cada músculo bajo mis dedos, disfrutando del poder que tenía en ese momento.
Los espejos seguían reflejando cada movimiento, cada expresión en nuestros rostros. Pero ya no me importaba que estuvieran allí, ya no pensaba en cómo me vería o en lo que eso significaba. Todo lo que importaba era la sensación de su piel contra la mía, de su cuerpo presionando contra el mío mientras nos movíamos al unísono.
Cuando finalmente me penetró, fue como si todo el mundo se desvaneciera. No había nada más que nosotros, no había pasado ni futuro, solo el presente, solo ese instante de placer que parecía no tener fin. Mi cuerpo se arqueó bajo el suyo, mis manos se aferraron a sus hombros, y dejé escapar un gemido que no pude contener. El placer era abrumador, una oleada que me envolvía y me arrastraba sin piedad.
Nos movimos juntos, sin pensar, solo sintiendo. Cada embestida era más profunda, más intensa, llevando mi cuerpo al límite, haciendo que cada fibra de mi ser se concentrara en esa sensación. No había espacio para los remordimientos, no había lugar para la culpa. Todo lo que existía era el deseo, el placer que recorría mi cuerpo en oleadas, haciéndome olvidar todo lo demás.
Podía sentir cómo el sudor se acumulaba en mi piel, cómo mis respiraciones se volvían más rápidas y entrecortadas. Estaba al borde de un precipicio, y sabía que solo faltaba un empujón para caer al abismo del clímax. Pero en ese momento, no tenía miedo de caer, de dejarme llevar por completo. No había nada más que ese deseo primario, esa necesidad de entregarme por completo al momento, de olvidar todo lo demás.
Y entonces, en un solo instante, todo se desbordó, con un fuerte grito anuncie mi orgasmo, después, Alejandro se salió de mí y se posesionó sobre mi pecho, movía fuertemente su verga sobre mi rostro, veía el brillo que poseía, reflejo de los flujos de mi interior. Su placer explotó en mi rostro, una oleada de semen me inundo la boca, que me obligo a tragar una buena cantidad, aunque la mayoría la escupí sobre mi propio rostro. Mi mente se quedó en blanco, todo pensamiento se desvaneció, y solo quedó la sensación pura, el placer absoluto. Me sentía sucia, me sentí en ese momento como una verdadera puta, una zorra de las que tanto denigré en el pasado, pero mientras lo pensaba una sonrisa se reflejaba en mi rostro, era quizás como quería sentirme en ese momento. Alejandro me acariciaba con su verga el rostro. Descansamos, nos vestimos de nuevo y salimos juntos. Afuera nos despedimos, y me encaminé a mi habitación. La ansiedad y la adrenalina recorrían mi cuerpo. Entré a la habitación y me dormí un rato, el día había sido muy agotador. Desperté por ahí de las 10 de la mañana, me di una ducha y saqué mi corsé con liguero, medias negras con figuras, tanga negra y zapatillas negras. Me maquillé un poco, y los labios carmín no podían faltar. Me vi al espejo y me gustó lo que vi. Me tomé algunas fotos y se me ocurrió la excusa perfecta para buscar a Alejandro. Roberto seguía tumbado en la cama, y sabía que aún dormiría más tiempo. Llamé a la puerta de Alejandro, él me abrió, y sin saludarle le pedí que me tomara algunas fotos. Muy amable, aceptó.
Era excitante posar de manera tan provocativa, sintiendo cómo la adrenalina recorría mi cuerpo. Pero lo que vino a continuación me sorprendió. Alejandro, con una sonrisa pícara, me dijo que quería presentarme a alguien. Justo en ese momento, muy inoportuno lo pensé, pero calle ante la curiosidad que me invadió. Sentí un nudo en el estómago al ver entrar al otro hombre.
El recién llegado, de piel morena clara y figura delgada, me saludó con un «hola» que parecía cargado de intenciones. Respondí con un simple «hola», pero antes de que pudiera decir algo más, se acercó y me besó, mientras sus manos se posaban firmemente en mis caderas. Me acercó más hacia él, y pronto, Alejandro se unió, colocándose detrás de mí.
Sentí su pene pegado a mí cola, sus manos recorriendo mi cuerpo, y su boca depositando besos en mi cuello. La situación era electrizante, y aunque la cercanía de ambos era innegable, me permitía disfrutar del control compartido en ese momento. El chico frente a mí, con su verga apretándose cada vez más contra mi vientre, y Alejandro a mis espaldas, firmemente apoyado en mis nalgas, hacían que cada segundo se volviera una mezcla de deseo y necesidad que no podía ignorar.
Poco a poco, me guiaron hacia la cama, sintiendo cómo la atmósfera se cargaba de una tensión electrizante. Me colocaron en cuatro sobre la cama, con las rodillas y las manos apoyadas en el colchón, en una postura que dejaba claro lo que ambos deseaban. El chico se acercó por delante, ofreciéndome su verga, mientras Alejandro, con una mezcla de habilidad y deseo, comenzó a besarme de una manera que me dejó sin aliento, enfocándose en mi ano. Sentí su lengua explorando cada rincón, y no pude evitar recordar lo increíblemente placentero y excitante que era experimentar esas sensaciones simultáneas: una lengua experta en mi trasero y una verga firme en mi boca.
El deseo que recorría mi cuerpo era innegable, y cada movimiento, cada caricia, parecía intensificar el placer que se extendía desde mi piel hasta lo más profundo de mí. La mezcla de lo prohibido y lo deseado hacía que el momento se volviera inolvidable, llenando el cuarto de una energía que solo podía describirse como puramente erótica.
Durante las siguientes dos horas, el cuarto se convirtió en un espacio donde cada segundo se llenaba de deseo. La cama, testigo de nuestras acciones, era el epicentro de un juego de exploración y entrega. El chico, con su verga aún firme en mi boca, movía sus caderas lentamente, dándome tiempo para saborearlo a mi ritmo, mientras yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por la sensación de control y sumisión combinadas. Alejandro, detrás de mí, continuaba su experta tarea, su lengua moviéndose con una precisión que hacía que cada célula de mi cuerpo vibrara de placer. La conexión entre los tres, aunque no necesitaba palabras, era palpable en cada roce, en cada mirada furtiva que intercambiábamos entre jadeos y suspiros.
A medida que pasaba el tiempo, la intensidad no disminuía, sino que aumentaba. Cambiamos de posición varias veces, cada una cuidadosamente elegida para prolongar el placer y mantener la chispa encendida. El chico me acostó sobre la cama, con Alejandro acomodándose detrás de mí, su cuerpo cálido y firme presionando contra el mío, en ese momento su pene comenzó a abrirse paso por mí dilatado ano y ahí entendí el trabajo que había realizado previamente con su boca. La fricción de su piel contra la mía, la sensación de ser completamente deseada por ambos, me envolvía en una ola de excitación que no dejaba de crecer. Cada beso, cada caricia, era un recordatorio de la conexión física y emocional que estábamos experimentando juntos. El tiempo parecía detenerse, y lo único que importaba era el aquí y el ahora. El chico se colocó sobre mí y me penetro también, las dos vergas dentro de mí se movían torpe pero placenteramente. Era la primera vez que experimentaba algo parecido y en mi mente solo estaba la intensión de disfrutar y continuar cediendo al placer. Mis gemidos anunciaron mi orgasmo y generó que ambos aumentaran la fuerza de sus penetraciones, el semen invadió ambos agujeros prácticamente al tiempo.
Cuando finalmente nos detuvimos para descansar, el silencio en la habitación estaba cargado de satisfacción y una sutil anticipación. Aunque estábamos exhaustos, la energía en el aire seguía vibrando con la misma intensidad que al inicio. Nos quedamos recostados, las respiraciones aún aceleradas, compartiendo miradas cómplices y sonrisas que decían más de lo que cualquier palabra podría expresar. Las dos horas que habíamos pasado juntos no solo habían sido un encuentro físico, sino una experiencia que, de alguna manera, nos había unido en un nivel más profundo. Aunque lo que sucediera después era incierto, lo que habíamos compartido quedaría grabado en nuestros cuerpos y memorias por mucho tiempo.
Las horas siguientes se sucedieron en un torbellino de sensaciones. Después de descansar un rato, nos vestimos de nuevo y, como si todo hubiera sido un sueño, me despedí de Alejandro y del chico con una sensación de inevitabilidad. La culpa estaba ahí, pero no era tan fuerte como el deseo que aún vibraba en mi cuerpo. Volví a mi habitación, donde Roberto aún dormía. Me acosté a su lado y cerré los ojos, tratando de procesar lo que había pasado.
Como tenía en mente a Roberto, decidí ir directamente a verlo. La curiosidad y una ligera preocupación me impulsaron a caminar con rapidez hacia nuestra habitación. Cuando llegué, abrí la puerta con cuidado, esperando encontrarlo aún dormido o quizás en un estado de semiconsciencia por la resaca. Pero lo que vi me tomó por sorpresa.
Roberto estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra el cabecero y los ojos entrecerrados, como si estuviera en un profundo estado de reflexión. Su aspecto era el de alguien que había pasado por una larga y agotadora noche, pero sus movimientos eran lentos y controlados, como si estuviera en un trance. La botella de whisky que habíamos dejado la noche anterior estaba a medio vaciar sobre la mesita de noche, y un vaso con un par de dedos de licor descansaba en su mano. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la mirada que me dirigió cuando me vio entrar.
No había reproche en sus ojos, ni rabia, ni desconcierto. Lo que vi en su expresión fue una mezcla de resignación y algo que se parecía a una especie de entendimiento. Era como si supiera más de lo que yo pensaba, como si estuviera al tanto de lo que había sucedido, pero no quisiera hablar de ello, al menos no todavía. Me quedé en el umbral, sin saber qué decir, mientras la tensión en la habitación crecía con cada segundo de silencio.
Finalmente, Roberto suspiró y dejó el vaso en la mesita de noche, sus movimientos eran lentos, casi pesados. Me miró con una calma inesperada, como si hubiera llegado a una conclusión durante la noche que pasó solo.
—Mariana —dijo, rompiendo el silencio con una voz más suave de lo que esperaba—. No necesito saber los detalles. No me importa lo que haya pasado. Lo único que quiero saber es si aún estás aquí conmigo, si esto que tenemos sigue siendo real para ti.
Sus palabras me golpearon con más fuerza de lo que cualquier confrontación habría hecho. Sentí que mi corazón se apretaba en el pecho, y por un momento, no supe cómo responder. Lo que había sucedido con Alejandro había sido un desliz, un momento de escape que, en realidad, no definía quién era yo ni lo que significaba mi matrimonio. Y ahí, frente a Roberto, entendí que tenía una decisión que tomar.
Me acerqué a la cama y me senté junto a él, tomando su mano entre las mías. La familiaridad de su tacto me recordó por qué habíamos pasado 19 años juntos, por qué habíamos creado una familia, y por qué, a pesar de todo, él era la persona a la que seguía volviendo.
—Roberto… —empecé, con la voz temblorosa—. Lo que pasó no cambia lo que siento por ti. Estoy aquí, contigo, y no quiero estar en ningún otro lugar. Podemos superar esto, si ambos lo queremos.
Él me miró largo y tendido, como si estuviera buscando la verdad en mis palabras. Finalmente, asintió y entrelazó sus dedos con los míos. No fue necesario decir más. La noche, con todo lo que trajo, había pasado, y ahora solo quedaba decidir qué haríamos con lo que quedaba.
Nos quedamos así, en silencio, dejando que el tiempo hiciera lo suyo, sabiendo que, aunque el camino adelante sería
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