EL ÁGUILA DE FUEGO
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Maduritaseconfiesa.
Rondaba el año ’93, yo tenía 19 años, mucha curiosidad y también muchos complejos como para poder satisfacerla. Es curioso cómo funcionan estas cosas: siempre he pensado que el cuerpo de una mujer hermosa desnudo es pura belleza, y yo tenía, y tengo, demasiados defectos como para sentirme bella. Pero con los años y la experiencia me he dado cuenta de que cada defecto aporta obscenidad, la obscenidad aporta lujuria y la lujuria muchísima diversión.
Pero, al grano. Conocí al Águila de Fuego en un chat telefónico que había por aquel entonces (os recuerdo que internet aún no funcionaba). Era cincuentón, con la voz grave, tremendamente morboso y tremendamente convincente. En las charlas privadas que tuvimos en diversas ocasiones practicamos sexo telefónico realmente muy placentero, hasta que le supliqué que nos conociéramos en persona, porque me moría por ponerle cara a todos aquellos orgasmos. Me costó, pero al final conseguí que accediera y llegó aquel nuboso día de otoño en que tuvimos nuestra cita a ciegas.
Me citó en una Sex-Shop muy concurrida del centro de Barcelona. Haceos cargo que yo soy exalumna de un colegio de monjas, con lo que sólo eso ya era un tabú y un morbo para mí. No consintió en darme su nombre real.
– Y ¿qué hago para preguntar si eres tú? ¿Pregunto al primer tío que entre si es el Águila de Fuego? Me va a decir “No chata, pero si quieres follamos igualmente”.
– Tú tranquila que me encontrarás –me dijo entre risas.
Confié en su palabra y el día pactado a la hora convenida entraba yo, como un manojo de nervios contenidos, por la puerta de aquel “antro de perversión”. Eché un vistazo a mi alrededor: cuatro o cinco tipos, todos cincuentones, algunos de ellos un poco repugnantes, pululaban por los pasillos. Todos ellos me miraron cuando entré. Todos ellos podían ser el Águila de Fuego. No sabía por cual decidirme, así que me quedé un poco paralizada y para disimular me acerqué a uno de los expositores fingiendo atención. Pero, ¿qué era aquello? Parecía un collar de plástico de aquellos de gitana, que usaba de niña para disfrazarme. ¿Qué hacía aquello allí? Cuando una voz grave y susurrante me sacó de mi perplejidad:
– ¿Te gustan las bolas chinas?
Un hombre moreno de barba poblada, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni guapo ni feo, estaba agachado junto a mí clavándome su mirada. Yo estaba muy nerviosa, pero intentaba disimular la respiración entrecortada.
– ¿Qué son las bolas chinas? –recordad que lo de internet todavía era un sueño en la mente de alguien.
– Son bolas unidas entre sí, que dentro tienen más bolas que vibran con el movimiento. Tú te las metes y te vas a pasear, y te puedes correr mientras vas caminando por la calle. ¿Quieres que te regale unas?
– No, gracias. –me incorporé-. Tú eres… -y no me atreví a acabar.
Él sonrió de medio lado sin dejar de clavar su mirada en mis ojos, se acercó a mi oído y susurró:
– Y tú eres mía. –se me puso la piel de gallina-. ¿Quieres que nos vayamos de aquí?
– Sí.
Paramos un taxi, le dio una dirección al taxista y una vez en marcha, sin mediar palabra empezó a acariciar con una mano la cara interna de mis muslos por encima del pantalón, partiendo desde la rodilla, apenas rozándolos. Yo temblaba, me ruborizaba tremendamente cohibida, mis labios se entreabrían para controlar la respiración, mis ojos botando de sus ojos a su mano y al retrovisor interno. Me avergonzaba muchísimo que el taxista notara mi excitación. Sus ojos clavados en los míos.
Se acercó a mi oído despacio y me habló en un susurro, marcando cada letra, moviendo mi cabello con su aliento. Dijo una sola palabra “z-o-r-r-a”.
Un latigazo eléctrico recorrió mi columna erizándome la piel de nuevo. Temblé de deseo. El taxista seguía a lo suyo.
Sin mediar otra palabra, me desabrochó un botón de la blusa abriendo la tela despacio. Lo miré y miré al retrovisor. Otro botón. Otro temblor. El taxista ya miraba. Miré hacia abajo petrificada. Otro botón hasta abrir la blusa lo suficiente como para que se viera un dedo de la tela del sujetador por todo el escote. El taxista recolocó el retrovisor para enfocarlo bien. Yo no podía sentirme más avergonzada. Él recorría la piel del escote con un dedo, moviéndolo despacio de un extremo al otro.
Por fin llegamos. “No te abroches”. Bajamos del coche y me condujo al interior de un edificio sin rótulos. No creía que fuera su casa, pero no sabía dónde me llevaba. Hasta que llegamos a recepción no me di cuenta de que era un hotel por horas (un mueblé creo que se llama). Me hizo esperar en la puerta de recepción y yo me quedé quieta mirando al suelo. Cuando volvió con la llave fuimos al ascensor. Cuando subimos había otro tipo allí. No le importó. Seguía clavándome la mirada imperturbable, levantó un dedo que deslizó desde mi hombro hasta mi ombligo, atravesando un pecho, rozando intensamente mi pezón erecto. El otro tipo miraba sonriente.
– Me gusta esta blusa.
– Gracias.
Cuando llegamos a la puerta de la habitación yo estaba tan deseosa de que me follara que no podría describirlo. Entramos. Me empujó contra una pared, abalanzando todo su cuerpo contra el mío. Me comió la boca despacio. Nunca me había besado un hombre con barba y fue una sensación de placer inexplicable. Me encantó. Se me doblaban las piernas. Me cogió de las muñecas y me las sujetó con una mano por encima de mi cabeza. Yo movía mi cadera buscando su vientre. Me desabrochó del todo la blusa, me apretó los pechos, me los sacó por encima del sujetador. Nunca había tenido los pezones tan duros. Si hubiese sido por mí ya hubiésemos estado follando, pero él se lo tomó con calma. Me bajó los pantalones, despacio, luego las bragas, aprovechando para rozar mi sexo húmedo y dispuesto, despacio. Me sacó el sujetador por la manga de la blusa, haciendo correr la tela del sujetador sobre mis pezones. Se apartó de mí, dejándome pegada a la pared, yo desnuda con la blusa abierta bajada hasta los codos, con el flujo bajándome por los muslos, él absolutamente vestido, empalmado bajo el pantalón, recorriendo con la mirada todo mi cuerpo con todas sus imperfecciones. No sabía dónde meterme. “Ven aquí, por favor”. “No. No te muevas, zorra”. Fue hacia el gran ventanal de la pared opuesta y despacio descorrió las cortinas completamente. Vi los edificios aledaños a través del cristal, no demasiado cercanos, pero tampoco tan alejados. Me moría de vergüenza. Él aún vestido, me cogió de la mano y me arrastro frente a una ventana, poniéndome de cara hacia ella, quedando él a mi espalda. Me sujetaba los brazos con fuerza. “Aquí, puta” Yo luché, pero cuanto más lo hacía más se sacudían mis carnes, más saltaban mis pechos, más obvia era mi desnudez. Me calmé un poco, momento que él aprovechó para empezar a morderme el cuello desde la espalda y a sobarme las tetas. Nunca nadie lo había hecho así: frotando la piel hasta que el pezón quedaba en el centro de su palma, y luego apretando los dedos intentando sin éxito abarcar el pecho entero. Y a tocármelos, sopesando su volumen con la mano y pellizcando suavemente los pezones.
Ya no quería luchar. Quería que él continuase, y me importaba un bledo todo el resto. Bajó una mano hasta mi sexo, hundiendo con fuerza sus dedos entre mis labios, no metiéndolos sino recogiendo mi flujo y repartiéndolo desde el clítoris hasta el ano una y otra vez. Tenía la respiración descontrolada. Gemí. Levanté un pie apoyándolo en el dintel de la ventana para facilitarle el acceso. Ya me la soplaba que alguien me viese desde la calle. Y entonces, y sólo entonces fue cuando él me penetro con tres dedos, de golpe, con fuerza, hasta que no pudo entrar más. La pierna de apoyo me flaqueaba, pero él me sostenía con su cuerpo, sobaba y masturbaba de forma salvaje y dulce. Y siguió hasta que mi cuerpo empezó a convulsionarse y un tremendo orgasmo le inundó la mano. La frotó por mi pubis, por mi vientre, por mi pecho, quedando toda yo empapada de mi propio placer. Las piernas definitivamente no me sostenían y caí de rodillas a los pies del Águila de Fuego.
En aquel momento curioso, cuando los músculos no me respondían, tirada en el suelo, sin poder recuperar la respiración, el cabello alborotado y absolutamente expuesta, en ese momento fue cuando lo entendí todo. Me sentí la mujer más deseable y deseada del mundo, la más puta y la más respetada, porque todo, absolutamente todo lo que había sucedido, había pasado porque lo había pedido mi piel a gritos y porque el Águila había sabido escucharla.
Aún no había recuperado la movilidad cuando él me cogió del pelo obligándome a levantar la cabeza y se me abrió la boca casi sin querer al hacerlo. Por fin veía su polla, roja, dura y brillante, y dejé de verla porque la metió en mi boca. Fui recuperándome mientras él me follaba la boca hasta que conseguí empezar a chupársela para que él pudiera dejar de trabajar. Se la chupé con afán y deleite, con agradecimiento y deseo, con los labios, con la lengua, con los dientes y con la campanilla de la garganta. Deseaba el placer del Águila tanto como había deseado el mío propio. Hasta que él volvió a sujetarme la cabeza y empezó a meterla y sacarla por completo de mi boca. La primera salpicadura de su orgasmo me cayó en la lengua, la segunda en un párpado, la tercera en la garganta, la cuarta en la mejilla, y el resto todo dentro de mi boca. “Relámete, guarra” y lo hice clavándole la mirada, sacando la lengua alrededor de mis labios lo más lejos que pude, para recoger cada gota de su eyaculación. Y el resto me lo repartió por la cara con dos dedos que finalmente me hizo chupar y limpiar con mi saliva. Me ayudó a levantarme y me tiró sobre la cama para luego recostarse a mi lado también desnudo ya. Seguía mirándome. Yo sonreía relajada. Él sonreía divertido mirándome.
– Uy! Te estoy viendo una teta.
– Serás cabrón –dije riéndome con ganas.
– Me encanta cómo te tiemblan cuando te ríes. –dijo acariciándolas suavemente con los nudillos de los dedos.
– A mí me encanta tu barba –y también usé mis dedos para rozársela.
Todavía con su semen hidratándome el cutis aunque ya seco, me besó en la boca con dulzura, y fue a coger un preservativo. No sabía cómo pensaba que podía hacerlo, porque acababa de correrse y me parecía algo así como una quimera para un tipo ya con sus añitos. Pero me dio el preservativo para que se lo pusiera y cuando fui a colocarlo, se me despejaron todas las dudas. Me folló con las cortinas descorridas, lento y dulce, dejando que le marcara el ritmo con el movimiento de mis caderas sobre sus muslos y relevándome cuando me agotaba hasta que nos corrimos casi al mismo tiempo, con su boca en la mía ahogando mis gemidos. Fue precioso.
Luego me llevó al baño y nos metimos en la ducha. Le enjaboné el pecho, el vientre, su sexo, sus huevos… suave y despacito. Cogí su mano, la llene de jabón y la puse sobre mis tetas. Él me lavó la cara, el cuello, las tetas, el sexo. Me volvió a meter despacito y suave dos dedos en la boca, luego en el coño y cuando menos me lo esperaba me metió el pulgar por el culo. Yo giré la cara como un resorte, buscando sus ojos, sorprendida, queriendo una explicación. Lo volvió a meter a fondo y me dijo:
– Éste me lo reservo para la próxima, puta.
Volví a temblar de deseo, pero ya estaba bien. Lo había pasado como nunca antes (y pocas veces después).
Tomamos un taxi para ir al punto de partida y en el trayecto me dijo:
– Me resultaría demasiado fácil enamorarme de ti.
– No hace falta que lo hagas. No lo hagas –le dije.
– Hay cosas que no se pueden controlar.
Cuando nos despedimos me besó la boca con la boca abierta a más no poder, con fuerza hasta doler, como si quisiera volcar en mí todo su ser y comprendí entonces que jamás iba a volver a ver a aquel hombre, a aquel Águila poderoso e imponente que había llenado de fuego mi mente y mi cuerpo para toda mi vida.
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