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Dominación Mujeres, Orgias, Sexo con Madur@s

El cruce de miradas

El salón del bar estaba lleno, vasos de vino chocando y risas que se confundían con la música baja. Entre todo el ruido, él la vio. Kate se inclinaba sobre la mesa para alcanzar una copa. Su vestido negro se abría apenas sobre el muslo, revelando piel clara y tensa. Sus labios, gruesos y húmedos….
El salón del bar estaba lleno, vasos de vino chocando y risas que se confundían con la música baja. Entre todo el ruido, él la vio. Kate se inclinaba sobre la mesa para alcanzar una copa. Su vestido negro se abría apenas sobre el muslo, revelando piel clara y tensa. Sus labios, gruesos y húmedos por el borde del cristal, atraparon la mirada del hombre maduro.

Kate había llegado con la misma calma de siempre, dispuesta a atravesar la velada como tantas otras: con sonrisas correctas, frases de compromiso y esa rutina aprendida de no llamar la atención más de lo debido. Era discreta porque debía serlo: así la habían criado sus padres, enseñándole a complacer y a no desentonar, y sobre esa misma base había construido su relación con Mark, su joven esposo. Sin embargo, en el fondo sabía algo que jamás había confesado: que en aquella obediencia, en esa docilidad tan ensayada, había un poder secreto que la excitaba. Un poder extraño, silencioso, que la mantenía contenida… hasta que apareció él.

Cuando lo vio, algo se alteró. No fue su físico lo que la atrapó de inmediato, sino la manera en que William se movía por el lugar: pasos medidos, una leve inclinación de la cabeza al escuchar, un dominio silencioso que no necesitaba anunciarse. Kate descubrió que lo seguía con la mirada sin proponérselo, como si él hubiera depositado una marca invisible en el aire, obligándola a reconocerlo.

Cuando finalmente se cruzaron, ella sostuvo la mirada más de lo necesario. Al principio quiso convencerse de que lo hacía por cortesía, pero lo cierto es que lo retaba, casi invitándolo. Él respondió acercándose, no con palabras, sino con un gesto tan simple como imperioso: la manera en que rozó su brazo al estrecharle la mano, un contacto mínimo que a cualquiera le habría parecido accidental, pero que en ella encendió una alarma secreta.

 

Kate, acostumbrada a ser dueña de sus emociones, se descubrió indefensa. No pensaba, no razonaba: sólo registraba cada detalle de William —su voz grave, la proximidad de su cuerpo, la pausa calculada entre frase y frase— como un lenguaje destinado únicamente a ella. Y en esa revelación, lo supo sin quererlo: había dejado de ser invisible. Y lo deseaba.

Horas después, el destino —o el deseo— los llevó al mismo pasillo. Ella se detuvo, fingiendo buscar el baño. Él se acercó demasiado, hasta quedar detrás de su hombro. Podía oler el perfume mezclado con la calidez de su piel, y la mano rozó la curva de su cintura.

Fue apenas un segundo. Kate no retrocedió, aunque en sus ojos brilló un destello de molestia, como si aquel atrevimiento fuera demasiado brusco para alguien tan joven. William, en cambio, la sintió casi como una mocosa descarada, una tentación prohibida que se le ofrecía sin pudor. Ella inclinó la cabeza, retándolo con ese gesto ambiguo entre el rechazo y la entrega. Él no resistió: besó con hambre la piel expuesta, primero suave, después con un mordisco que arrancó a Kate un gemido breve, forzado, como si lo hubiera estado conteniendo desde la primera mirada. Y entonces lo comprendió: no podía creerlo, pero se sentía bien, intensamente bien, al descubrirse deseada por ese hombre que la había convertido, de pronto, en el centro de todo.

Se refugiaron en un baño vacío, cerrando la puerta con un golpe rápido. La espalda de Kate contra la pared, su boca devorando la de él. Lenguas que se encontraban con desesperación. Su mano subió por el muslo de ella, sintiendo la ligereza del vestido, la humedad evidente bajo la tela de la ropa interior.

—Dime que lo quieres —exigió él, jadeando contra su boca.
—Desde que me miraste —susurró ella, y le guió la mano hasta empaparse en su vagina.

Él se arrodilló, bajando la tela con violencia. La lengua recorrió la humedad de Kate, explorando cada pliegue, saboreando su excitación. Ella se arqueó, sujetando su cabello, obligándolo a hundirse más. Sus gemidos eran ya un espectáculo prohibido, un canto de entrega que apenas lograba contener con la mano sobre su propia boca.

Cuando ella estaba temblando, él se levantó y la penetró de golpe, aún vestido, con urgencia. Kate lo recibió con las piernas abiertas y la espalda golpeando la pared. Cada embestida arrancaba un gemido ahogado, un choque húmedo y sucio que se mezclaba con el ritmo frenético de sus cuerpos.

El orgasmo llegó como una ola violenta. Kate se aferró a su cuello, mordiendo su hombro, mientras William descargaba su semen dentro de ella con un gruñido bajo, animal. Quedaron así, temblando, sudorosos, aún con los cuerpos unidos. William, jadeante, no pudo resistirse: hundió el rostro en su cuello y la olió con ansia, aspirando el perfume mezclado con sudor y sexo, como si quisiera grabar en su memoria el aroma prohibido de esa muchacha. Bajó entonces las manos y la apretó de las nalgas, paladeando ese culito perfecto; su pene seguía duro, latiendo dentro de ella, incapaz todavía de soltarse.

Kate lo miró con los labios entreabiertos, todavía palpitando en su interior.
—Esto no termina aquí —dijo, desafiante.
Él asintió, con deseo.

Los días siguientes fueron una tortura disfrazada de normalidad. Kate se despertaba junto a su pareja, Mark Benson, un joven arquitecto de carácter estable, hijo de una familia tradicional que lo consideraba un orgullo por su carrera prometedora. Vivían en un apartamento ordenado, rodeados de rutinas predecibles y visitas ocasionales de los padres de él, siempre atentos a que Kate representara el papel de la nuera ideal: educada, discreta, casi intachable. Ella misma provenía de un hogar menos estricto, hija de un pequeño comerciante y de una madre empeñada en enseñarle a “ser una buena esposa”. A simple vista, formaban la pareja perfecta: jóvenes, respetados y con un futuro asegurado.

 

Pero bajo esa fachada, Kate ardía. En su mente, no era Mark quien la abrazaba por las mañanas, sino la lengua de William recorriéndola, el empuje de su cuerpo contra la pared. Cada vez que recordaba cómo la había tomado en ese baño, la humedad regresaba entre sus piernas, un recordatorio insoportable de que el mundo en el que se movía junto a Mark era correcto… pero vacío.

No tardaron en encontrarse otra vez. Esta vez no hubo excusas ni azar. William la citó en un hotel discreto de las afueras, bajo un nombre falso. Cuando Kate abrió la puerta de la habitación, él ya la esperaba, con la corbata aflojada y un vaso de whisky en la mano. La miró de arriba abajo como un cazador que mide a su presa.

La ropa cayó rápido, pero el juego cambió de tono. William la tomó por el cabello, tirándola hacia atrás, obligándola a mirarlo a los ojos mientras su otra mano deslizaba un cinturón alrededor de sus muñecas. Kate, lejos de resistirse, sonrió con los labios abiertos, el pecho subiendo y bajando con excitación.

—Eres mía —gruñó él, apretando apenas el cuero sobre su piel.
—Hazme tuya —gimió ella, abriendo las piernas en la cama.

William la penetró con calma al principio, solo la punta, saboreando cada jadeo que escapaba de su boca. Luego, de golpe, la llenó entera, arrancando de Kate un grito ahogado. Atada y arqueada, se ofrecía por completo, sin defensa posible. Él la embestía con fuerza, al ritmo que marcaba con la mano enredada en su cabello.

—¿Quieres más? —la retó, con voz ronca.
—Más, por favor… —jadeó ella, mordiéndose los labios.

William sonrió y se apartó. La dejó temblando, mojada, vacía. Tomó un cubo de hielo del vaso y lo deslizó por sus pezones erectos, bajando luego por su vientre hasta posarlo en el centro palpitante de su entrepierna. Kate se arqueó, sacudiéndose contra la cama, gimiendo como si cada segundo fuera insoportable.

Luego la giró boca abajo, liberándola del cinturón solo para que se apoyara en cuatro patas. La tomó por las caderas y, sin avisar, penetró su ano con un dedo húmedo de saliva. Kate gritó, mezcla de dolor y placer, y el estremecimiento la recorrió entera.

—Así… —susurró ella, arqueando la espalda—. No pares.

William la penetró entonces por la vagina, profundo, mientras mantenía el dedo invadiéndola por detrás. La pequeña rubia cambió su semblante a uno alegre, mientras sentía como su vagina era llenada por completo, la cual apenas podía soportar la verga de su amante. El doble estímulo la hizo convulsionar en un orgasmo violento, mojando las sábanas con su descarga. Él la siguió poco después, descargándose sobre su espalda, marcándola con su semen como si la reclamara.

Cuando todo terminó, quedaron exhaustos, respirando fuerte, la piel húmeda de sudor. William acarició con la palma abierta la espalda de Kate, casi con ternura, esparciendo su semen.

—Eres un vicio —le dijo, mirándola como si ya no pudiera escapar de ella.

Kate sentía que el fuego la consumía a cada hora del día. El recuerdo de William la desvelaba, y cada vez que su novio, Mark, la acariciaba en la cama, su mente viajaba al cuerpo de otro hombre. Era cruel, pero inevitable: en los labios de Mark buscaba la rudeza de William, y en sus brazos la fuerza que solo el hombre maduro sabía imponer. Entre esos pensamientos, la edad aparecía como una frontera imposible de ignorar: William le había confesado que tenía dos hijos, de quince y dieciocho años, ambos varones, y Kate no podía sacarse de la cabeza que ella estaba más cerca de esas edades que de la de él. Y, sin embargo, lejos de alejarla, esa diferencia la atraía todavía más, como si el abismo generacional fuera precisamente el vértigo que la mantenía encendida.

William lo sabía y lo aprovechaba. Esa tarde la citó en un café cercano a la oficina de Mark, un sitio demasiado arriesgado, demasiado visible. Kate llegó nerviosa, con un vestido ligero. William la esperaba en un rincón, con esa mirada que la desnudaba sin necesidad de tocarla.

—¿Aquí? —susurró ella, inquieta.
—Aquí —respondió él con un brillo perverso en los ojos.

La conversación duró lo justo, aunque en realidad nunca hubo palabras importantes. Kate, a pesar de todo, era una esposa abnegada, acostumbrada a mostrarse correcta ante el mundo; pero bajo la mesa se rendía sin resistencia. La mano de William subió lentamente por su muslo hasta encontrar su vagina. Ella abrió las piernas apenas un poco, lo suficiente para dejarlo entrar, y un jadeo contenido se mezcló con el estremecimiento que la recorrió cuando sintió la presión exacta de sus dedos frotando la tela húmeda de su ropa interior. Dejó escapar un suspiro, suave pero cargado de un secreto que ya no podía ocultar.

Kate lo miró fijamente, con los labios entreabiertos, y de pronto susurró como una niña traviesa:

—¿Y qué vas a hacerme entonces? —susurró Kate, sorprendiéndolo al notar cómo su mirada se clavaba en sus senos, redondos y firmes, tensando la tela que apenas los contenía.

William tragó saliva y sonrió con calma.
—Soy un hombre… y tú eres hermosa. La más hermosa de todas. No solo bella: radiante, joven, imposible de no mirar.

Kate arqueó una ceja, divertida, y bajó la vista hacia la erección evidente en los pantalones de él.
—¿Hasta ese punto?

Él no apartó la mirada de su cuerpo.
—Es mi virilidad respondiendo a ti. No puedo fingirlo: me enloquece la manera en que tu piel brilla, el fuego en tus ojos, esa frescura tuya que no se repite en ninguna otra mujer.

 

Kate sonrió, inclinándose apenas hacia él.
—Tu virilidad es bastante grande —murmuró, acariciándole el pecho, complacida de saberse tan deseada, tan única a sus ojos.

Él no respondió de inmediato; estaba hipnotizado con el escote magnífico de aquella jovencita. Sus blancas tetas parecían querer escapar del vestido, tensando la tela con cada respiración. Sintió su corazón latir con fuerza; esa mujer era demasiado hermosa, demasiado peligrosa.

Kate se excitaba más con cada roce. Mientras William la tocaba sobre la ropa interior, sus propias manos se alzaron instintivamente hasta sus pechos, acariciándolos, apretándolos con torpeza. La erección de William se hizo evidente en sus pantalones, tan marcada que hasta un cliente en una mesa cercana levantó la vista, notando la situación con una mezcla de sorpresa y morbo, como si hubiera presenciado un espectáculo prohibido.

 

William no apartó la mano. Kate no detuvo sus caricias. Ambos se regodeaban en el riesgo de ser descubiertos, disfrutando del vértigo de que su secreto fuera cada vez menos secreto.

El juego subió de nivel cuando William, en un susurro, le ordenó:
—Ve al baño y quítatela.

Ella obedeció. Minutos después, regresó y dejó discretamente la prenda bajo la servilleta. William la llevó a su nariz y la aspiró con descaro, haciéndola ruborizarse y morderse los labios.

Pero lo más temerario llegó después: al salir del café, William la tomó del brazo y la condujo hasta el estacionamiento donde Mark solía aparcar su coche. La empujó suavemente contra la pared, justo en una esquina desde la cual se veía claramente la entrada principal.

—Podría aparecer en cualquier momento —dijo Kate, temblando.
—Ese es el punto —contestó William, levantándole el vestido con una sola mano.

Se inclinó y comenzó a lamerla con hambre, sus labios empapándose con cada movimiento de su lengua. Kate apoyó la cabeza contra la pared, luchando por no gemir demasiado fuerte. El eco de pasos en la calle la hacía estremecerse aún más, como si cada sonido pudiera delatarlos. William, en cambio, se perdió en su propia revelación: el olor que emanaba de la vagina de Kate lo sorprendió y lo desarmó, un aroma intenso, joven, húmedo, que lo excitaba de una manera brutal. Aspiraba con cada lamida, sintiendo que ese perfume prohibido lo volvía adicto, como si el simple hecho de tenerla así, abierta ante él, fuese ya un acto de perversión irresistible.

William se incorporó, la giró y la penetró sin preámbulos, de pie, sujetándola con brutalidad de las caderas. Cada embestida era un golpe húmedo que rompía el silencio vulgar de un día común y corriente: el ruido lejano del tráfico, pasos esporádicos en la acera, voces indistintas que parecían tan ajenas y, al mismo tiempo, tan peligrosamente cercanas. Kate mordía su propio puño, no solo para acallar los gemidos, sino porque sabía que aquel era justo el lugar donde había quedado de verse con su esposo. Mark podría aparecer en cualquier momento, doblar la esquina y encontrarla abierta de piernas, siendo follada sin piedad por otro hombre. Esa certeza la sacudía más que las embestidas mismas, un vértigo que la hacía sentir pervertida, expuesta, temblando entre la vergüenza y el éxtasis.

—Eres una puta deliciosa —gruñó William en su oído—. Y no puedes detenerte, ¿verdad?
—No… —jadeó ella, con la voz quebrada—. Quiero más.

El orgasmo de Kate fue brutal, pero no inmediato. Al principio había forcejeado contra la pared, gruñendo entre dientes, con un dejo de rabia por la violencia con que William la mantenía abierta para él. Sin embargo, cada embestida, larga y profunda, fue quebrando su resistencia, arrancándole gemidos que se mezclaban con insultos ahogados. La lucha se transformó en un temblor febril: la mocosa que en un inicio se enfadaba ahora jadeaba, con el cuerpo rendido a un placer sucio.

William la sostuvo con fuerza, hundiéndose una y otra vez hasta descargarle dentro todo su semen, gimiendo con el pecho pegado a su espalda. Se quedaron así, sudorosos, pervertidos, sin importarle la humedad escurriéndose entre sus muslos ni la crudeza del acto. Afuera, un coche se estacionó a pocos metros; el sonido del motor, de la puerta cerrándose, los atravesó como una descarga.

 

—Podrían vernos ahora mismo —susurró Kate, con la voz rota, entre miedo y excitación.
—Eso lo hace aún mejor —respondió William, besándole el cuello empapado de sudor, como si deseara que el mundo entero los sorprendiera en su pecado.

Era el de Mark.

William sonrió y se apartó, acomodándose la ropa con calma.
—Hasta la próxima —susurró, dejando a Kate temblorosa, con el vestido mal acomodado y el sabor del miedo mezclado con el placer.

Ella apenas tuvo tiempo de recomponerse antes de que Mark se acercara, saludándola con un beso inocente, sin sospechar que minutos antes había estado siendo poseída por otro hombre

 

Kate sintió un escalofrío: el peligro la excitaba tanto como la tocada de William. Y ya sabía que la próxima vez querrían ir más lejos.

El reencuentro se dio bajo un pretexto calculado. William, en uno de esos gestos de aparente cordialidad, sugirió a Evelyn que invitaran a cenar a “una pareja de conocidos”. La excusa fue simple: había coincidido hace unas semanas con una joven encantadora que le habló de su novio, Mark Benson, un hombre vinculado a ciertos círculos profesionales que podían resultar interesantes. Con esa versión, William disfrazó su verdadero deseo: volver a ver a Kate, llevarla a su propia mesa y tenerla cerca, bajo la mirada inocente de su esposa.

El peligro la excitaba a Kate tanto como la tocada de William aquella tarde, quizás más: la sola idea de estar en su casa, frente a su esposa, con Mark sentado a la mesa, era un abismo que la atraía con fuerza.

La cena comenzó con normalidad. Evelyn, siempre amable, se esmeró con los detalles: velas suaves, copas de vino tinto, un mantel impecable. Mark hablaba distendido, agradeciendo la hospitalidad. Kate sonreía, con esa corrección aprendida, pero por dentro el cuerpo le ardía. Cada vez que William llenaba su copa o rozaba con descuido su mano al pasar el pan, una descarga eléctrica le recorría las piernas.

El primer sobresalto llegó cuando William se inclinó para servirle más vino. Sus dedos se demoraron apenas un segundo sobre el dorso de la mano de Kate. Fue un gesto diminuto, imperceptible para cualquiera, pero que a ella le supo a un roce deliberado, a una caricia cargada de memoria. Kate bajó la vista, temiendo que Mark lo hubiera notado. No: su marido estaba concentrado en un comentario banal sobre el tráfico. Evelyn tampoco levantó sospechas, aunque su mirada fugaz hacia Kate pareció registrar algo.

Más tarde, cuando Evelyn fue a la cocina a traer el postre, William aprovechó el instante. Bajo la mesa, buscó la rodilla de Kate y la apretó con fuerza. Ella dio un pequeño respingo, oculto en una risa improvisada. Mark, ingenuo, la acompañó sin entender el motivo. Pero Kate sintió que se derretía bajo la falda, humedeciéndose con una rapidez que la avergonzaba y la excitaba al mismo tiempo.

La velada avanzaba entre conversaciones inocentes y silencios cargados de tensión. William jugaba un doble papel: anfitrión atento de cara a su esposa y amante posesivo debajo de la mesa. Kate, atrapada, se debatía entre el miedo de ser descubierta y la necesidad insaciable de que él la tocara más, de que el peligro subiera un escalón.

El momento crítico llegó con el café. Evelyn, de pie junto a la estantería, sacaba las tazas. William aprovechó para deslizar la mano más arriba por el muslo de Kate, hasta llegar a la tela fina de sus bragas. Ella ahogó un gemido en un sorbo de vino. Mark, sentado a su lado, le pasó distraídamente la servilleta, pensando que se había atragantado.

Kate sabía que aquello era demencial. Si Evelyn giraba apenas la cabeza, vería el temblor en su rostro, la manera en que sus labios se entreabrían al ritmo de la presión secreta de William. Y sin embargo, no se apartó. No podía. El peligro la encendía, y cada roce clandestino se sentía como un fuego imposible de apagar.

 

Cuando Evelyn regresó con las tazas, Kate tenía las mejillas encendidas y la respiración entrecortada. William, impecable, le agradeció el café con una sonrisa tranquila, como si nada hubiera ocurrido. Kate se llevó la taza a los labios, temblando.

Mark hablaba animadamente con Evelyn, comentando un asunto de trabajo. Ella sonreía y asentía, aunque no escuchaba nada. Lo único que podía sentir era la insistencia ardiente en su entrepierna, todavía impregnada del roce de William.

Cuando Evelyn se levantó para buscar unas galletas que había olvidado en la despensa, Kate aprovechó el movimiento para excusarse con un murmullo.

—Perdón, ¿el baño?

Evelyn, sin sospecha alguna, señaló el pasillo. Kate se levantó con calma ensayada, aunque por dentro era un torbellino. No había dado más de dos pasos cuando, detrás de ella, oyó la voz grave de William.

—Te acompaño, Kate. El pasillo es un poco oscuro.

La frase sonó inocente, pero en el interior de Kate fue una detonación. Sintió la mirada de Mark sobre ellos apenas un segundo; luego se desvió de nuevo hacia la anfitriona. Nadie cuestionó nada.

El baño era pequeño, casi estrecho, con un espejo empañado por el vapor de la comida caliente. Kate apenas alcanzó a cerrar la puerta cuando William la empujó suavemente contra el lavabo. Su boca cayó sobre la suya con un hambre brutal, un beso que la dejó sin aire.

—¿Estás loca? —susurró, aunque era él quien la devoraba.
—Tú me trajiste aquí —respondió ella, arqueando la espalda.

William deslizó la mano bajo su vestido, directo a su sexo húmedo. Kate se mordió los labios para no gritar, con la conciencia de que la pared que los separaba del comedor era demasiado delgada. Escuchaban vagamente las voces de Mark y Evelyn, un murmullo que hacía la escena aún más peligrosa.

—Nos van a descubrir… —jadeó ella.

—Eso lo hace perfecto —contestó él, bajándole las bragas con un solo tirón.

La sentó en el borde del lavabo, la falda arremolinada sobre las caderas. William se arrodilló sin más, hundiendo la cara entre sus muslos. El gemido ahogado de Kate se mezcló con el sonido de cubiertos lejanos. Sentía la lengua de William recorriéndola con violencia contenida, lamiéndola como si quisiera arrancarle el alma.

El espejo devolvía su reflejo: el rostro enrojecido, la boca abierta en un silencio convulso, la imagen obscena de una esposa infiel siendo devorada en el baño de otra mujer. Ese reflejo la estremeció más que la lengua.

De pronto, pasos. Voces acercándose por el pasillo. Kate abrió los ojos con horror, William se apartó y Kate se bajó del lavado. Pero William se bajó apenas la cremallera del pantalón y dejó salir su erección, que se apretó caliente contra el vientre de Kate

Unos nudillos golpearon suavemente la puerta.
—¿Todo bien ahí? —era la voz de Evelyn, clara, demasiado cerca.

 

Kate se quedó congelada, conteniendo la respiración. Miró de reojo la verga de William: gruesa, palpitante, tan obscena en medio de ese encierro mínimo que sintió un vértigo de hambre y miedo a la vez.

—¿Todo bien ahí? —repitió Evelyn, impaciente.

Kate abrió la boca, pero apenas un gemido tembloroso escapó de su garganta. Tragó saliva y, con la voz rota, alcanzó a murmurar:
—S-sí… todo bien.

El silencio al otro lado de la puerta se prolongó un instante eterno. William, en cambio, no tuvo compasión: la sujetó con más fuerza y frotó la punta de su verga contra el ombligo de Kate, como si quisiera marcarla. Ella cerró los ojos, respirando con dificultad, consciente de que un solo jadeo más fuerte podía delatarlos.

Al fin, Evelyn respondió:
—De acuerdo…

Sus pasos se alejaron con calma. El peligro, sin embargo, no se disipó. Kate bajó la vista de nuevo: la verga de William brillaba húmeda, pidiendo su boca, pidiendo más.

La ropa interior de Kate yacía en el suelo del baño, un trozo de tela húmeda que ya no significaba nada. Con el corazón latiendo a mil, ella misma se dio la vuelta, ofreciéndose sobre el lavabo, la falda arremolinada y el trasero desnudo al alcance de William. No podía evitarlo más: lo deseaba demasiado, con una urgencia que le borraba el juicio.

William sonrió al verla rendida. La sujetó de las caderas y la inclinó apenas, apuntando su verga dura, brillante de su propio deseo. Kate esperaba sentir la embestida, el alivio inmediato de ser llenada. Pero él, con una calma perversa, guió la punta hacia su ano.

—William… —jadeó ella, sorprendida, tensándose—. No… aquí…

—Shhh —susurró él, presionando con firmeza—. Es lo único que puede callarte.

La fricción la hizo temblar, mitad dolor, mitad excitación. El miedo de ser descubierta aún flotaba en el aire, mezclado ahora con la intrusión lenta y despiadada que la obligaba a abrirse de una manera distinta. William la empujaba sin darle tregua, sujetándola contra el lavabo para que no escapara ni un centímetro.

Los cubiertos tintineaban a lo lejos, voces apenas amortiguadas llegaban desde el comedor, como un recordatorio cruel de lo cerca que estaban de ser expuestos. Kate apretó los labios, sintiendo cómo la penetración anal la desbordaba, un fuego oscuro que la hacía gemir sin querer, buscando sofocar los sonidos en la palma de su mano.

William gruñó bajo, disfrutando de cada espasmo, de la mezcla de resistencia y entrega que emanaba de su cuerpo.
—Eres mía en todo —le dijo al oído, empujando más hondo—. Hasta aquí.

 

Y aunque cada embestida era brutal, Kate descubría con horror y delicia que no quería detenerlo.

William la sostuvo con ambas manos, clavando sus dedos en la carne suave de sus caderas, y la penetró hasta el fondo de un solo empujón. Kate arqueó la espalda, un grito sofocado escapando entre sus dientes apretados. El dolor inicial se mezcló con una ola de placer sucio, esa sensación de estar tomada por completo, invadida donde jamás había pensado dejarse poseer.

El espejo frente a ella reflejaba la escena: su rostro desencajado, los ojos húmedos, la boca abierta en un silencio desesperado. El hombre detrás de ella, jadeando, con la verga enterrada hasta lo más profundo de su ano, moviéndose con la violencia contenida de quien se sabe dueño de algo prohibido.

Kate sintió que su cuerpo se rendía, que cada embestida la empujaba más allá de cualquier frontera. La presión la volvía loca; el roce brutal contra su interior la llevó a un punto de no retorno. El peligro —Evelyn a pocos metros, Mark sentado en la mesa, el eco de las conversaciones apenas filtrándose bajo la puerta— hacía que todo ardiera más.

—William… no puedo… —murmuró, casi suplicando.

Él respondió hundiéndose todavía más, golpeando el fondo con un gemido ronco. Kate se llevó la mano a su sexo, incapaz de no tocarse, frotándose con desesperación hasta que el orgasmo estalló en su vientre como un incendio. Se retorció sobre el lavabo, convulsionando en silencio, con lágrimas de placer resbalándole por las mejillas.

William, sintiendo su cuerpo temblar, aceleró sin compasión, descargando dentro de ella con un gruñido ahogado. La llenó por completo, inmóvil por un instante, respirando pesado sobre su nuca mientras el semen caliente se derramaba en el interior de ese lugar prohibido.

 

El clímax los dejó vacíos y encendidos al mismo tiempo, jadeando en aquel espacio mínimo, conscientes de que cualquier ruido, cualquier paso, podía delatarlos. Y sin embargo, ninguno de los dos quería moverse todavía: el vértigo de lo prohibido era demasiado adictivo.

Kate apenas podía respirar. El espejo le devolvía la imagen de su rostro enrojecido, con el rímel corrido por el sudor y las lágrimas del clímax. William se apartó despacio, el miembro aún húmedo y palpitante, y le acarició las nalgas como un recordatorio de quién la había poseído. El calor de su semen empezaba a escurrirse por la parte posterior de sus muslos, tibio y traicionero.

—Date prisa —murmuró él, con una media sonrisa mientras se subía la cremallera—. O sospecharán.

Kate recogió el vestido y lo acomodó a toda prisa, pero sus bragas seguían en el suelo, empapadas. Dudó un segundo en agacharse, y al final las dejó allí, como si el abandono mismo formara parte del pacto sucio que acababan de sellar. Se lavó las manos, respiró hondo y forzó una sonrisa torpe, mientras el líquido espeso resbalaba por el interior de sus piernas y se colaba hacia abajo con una lentitud insoportable.

William salió primero, fingiendo secarse las manos con un gesto casual.
—Estaba buscando una toalla, pero todo bien —dijo con naturalidad, la voz firme, como si nada hubiera ocurrido.

Unos segundos después, Kate lo siguió. Caminaba con cuidado, el corazón a mil, consciente de cada gota que bajaba por sus muslos desnudos bajo la falda. El roce con la tela la hacía estremecer de nuevo, como si aún lo tuviera dentro.

Al llegar a la sala, Evelyn los miró con una sonrisa ligera desde la cabecera de la mesa.
—¿Todo bien? —preguntó, sirviendo vino en las copas.

Kate tragó saliva.
—Sí… todo perfecto —respondió con la voz apenas quebrada, sentándose junto a Mark, quien no sospechaba nada, tomándola de la mano con dulzura.

William se acomodó frente a ellos, tan sereno como siempre, pero en sus ojos brillaba una chispa de triunfo. Kate, en cambio, sentía que cada movimiento la delataba, que el secreto corría por sus piernas y podía manchar el suelo en cualquier momento.

 

La velada apenas comenzaba, pero ella ya ardía en un fuego imposible de apagar.

Kate se acomodó en el sillón al lado de su esposo, tratando de ocultar con las piernas cruzadas la humedad que la traicionaba. Sentía el calor del vino en la mano, pero era el calor de otra cosa lo que la mantenía rígida. William, frente a ella, hablaba con naturalidad sobre un tema banal, un comentario sobre un colega de Mark, sin que su tono delatara nada.

Entonces, al inclinarse hacia adelante para servir más vino en las copas, sus ojos se desviaron apenas, lo suficiente para recorrer el escote de Kate. Su mirada se detuvo un instante, intensa y descarada, antes de volver a subir como si nada. Un segundo apenas, pero que a ella le atravesó el cuerpo como un rayo.

—Tu vestido es hermoso, Kate —dijo William con un dejo de cordialidad, la voz modulada, aunque el doble filo era evidente—. Tiene un corte muy favorecedor. Resalta… lo mejor de ti.

Evelyn sonrió, ingenua.
—Kate tiene una figura preciosa. Qué envidia poder lucir un escote así sin esfuerzo.

Kate sintió que la sangre le subía a la cara. El vino no ayudaba; el recuerdo del baño, menos. Tragó saliva, forzando una sonrisa, mientras Mark se limitaba a asentir, orgulloso de la mujer que tenía a su lado, ajeno a la corriente oscura que corría bajo esa mesa.

William no dijo nada más, pero dejó que una sonrisa apenas perceptible jugara en sus labios, como una marca de propiedad invisible.

 

Kate bajó la mirada, con el corazón latiendo desbocado. El semen todavía le corría lento por la piel, y ahora, además, la certeza de que William no pensaba dejarla tranquila ni en su propia sala, delante de todos.

La conversación derivó hacia temas de trabajo, Evelyn preguntando a Mark por los proyectos que lo mantenían ocupado. Kate sonreía cuando debía, callaba la mayor parte del tiempo, sintiendo la mirada de William en cada pausa. Había algo en esa forma de observarla, sin necesidad de palabras, que la mantenía atada a él como si todavía la penetrara en aquel baño estrecho.

El vino corría fácil, demasiado. Evelyn se levantó un momento para traer otra botella y, al volver, insistió:
—Kate, ¿meayudas a servir los postres? Creo que están listos en la cocina.

Kate tragó saliva, asintiendo. Era un gesto inocente, casi una excusa para moverse, pero bastó para ponerla de pie frente a los tres.

El vestido, demasiado ligero, se le pegaba al cuerpo por el calor y por el roce húmedo de su piel. Cuando avanzó hacia la cocina, el cruce de miradas fue inevitable: el rastro reseco de semen brillaba todavía en la parte interna de sus muslos, marcando un sendero vergonzoso que ni ella había notado. Evelyn parpadeó, distraída, sin darle importancia. Mark, más confiado, apenas le sonrió.

Pero William lo vio todo. Sus ojos se clavaron en la mancha como un depredador reconoce la huella de su presa. Se recostó en el sillón con calma, la sonrisa apenas contenida, y dejó que su mano bajara lentamente hasta el cierre de su pantalón. No se molestó en disimular del todo: se acomodó la entrepierna, apretando su verga dura mientras seguía el vaivén de las caderas de Kate camino a la cocina.

 

Kate lo sintió, sin necesidad de mirarlo: la quemadura de esa mirada la alcanzó de espaldas, haciéndola tambalear en un vértigo que era mitad miedo, mitad deseo.

Kate volvió de la cocina con los postres, intentando caminar con la naturalidad de una anfitriona improvisada, pero sentía cada paso como una confesión. El vestido se pegaba a sus muslos, y sabía que William no había dejado de mirar las huellas secas de lo que habían hecho en el baño.

Cuando se inclinó a dejar el plato frente a él, William deslizó su mano por debajo de la mesa. Fue un roce mínimo, pero brutal en su efecto: la punta de sus dedos presionó con autoridad contra la parte trasera de su muslo, justo donde el rastro del semen marcaba su piel. Kate casi dejó caer la fuente de postres.

—Gracias, Kate —murmuró él, con una sonrisa impecable, para que Evelyn y Mark escucharan solo cortesía.

Pero su mano se quedó ahí, firme, rozando apenas la curva de su nalga, y con un gesto imperceptible le indicó que se quedara de pie un segundo más, como si le estuviera ordenando con la mirada que no se moviera hasta que él lo decidiera.

Kate sintió la garganta seca. Su respiración era un delirio en silencio, el cuerpo temblándole mientras el contacto secreto la reducía a obediencia pura. Lo odiaba y lo deseaba en el mismo instante.

Cuando por fin William retiró la mano, ella casi se desplomó en su silla, tratando de ocultar el temblor de sus rodillas. Evelyn y Mark hablaban animadamente de banalidades, sin sospechar que la mesa era también escenario de una dominación sorda, que William la había obligado a mantenerse quieta y sumisa como una niña atrapada en pleno juego prohibido.

William, satisfecho, se relamió los labios y alzó su copa.
—Por los encuentros inesperados —dijo con voz clara, y entrechocó su vino con el de Mark.

 

Kate bajó la mirada. Sabía que aquello no se detendría allí.

Evelyn reía con la naturalidad de quien se sabe en su territorio. Contaba una anécdota trivial de su juventud, cuando se probó un vestido que “no podía sostenerle el pecho”. William aprovechó la grieta.

—Bueno, Evelyn siempre ha tenido… —se detuvo un segundo, saboreando la pausa, y con una sonrisa ladeada añadió— generosidad en ese aspecto.

Evelyn se sonrojó y rio, casi complacida, mientras Mark asintió con un gesto cómplice.
—Es verdad, son grandes —dijo Mark con torpeza, como queriendo ser amable.

Kate sintió un vuelco en el estómago. Sabía hacia dónde se dirigía William.

—Aunque claro —continuó él, bajando apenas el tono—, la firmeza es otra cosa. Con el tiempo, la gravedad hace lo suyo. —Acompañó la frase con un ademán suave de la mano, como si acariciara el aire. Evelyn rió otra vez, nerviosa, y le dio un manotazo cariñoso en el brazo.

Mark sonrió, relajado, como si todo fuese una broma ligera. Pero la mirada de William giró hacia Kate, sostenida, implacable.
—Hay cuerpos que parecen desobedecer al tiempo —añadió, sin despegar sus ojos de los de ella—. La juventud deja huellas distintas, más firmes, más… provocativas.

Kate sintió la sangre subirle a las mejillas. El vestido le apretaba el pecho, y bajo la tela ligera los pezones se endurecieron de inmediato, como si él los hubiese tocado.

Evelyn, sin sospechar, añadió:
—Ah, sí, Kate. Seguro a tu edad todo sigue en su sitio… disfrútalo mientras dure.

 

William sonrió satisfecho, bebiendo un sorbo de vino como quien cierra un brindis secreto. Sus ojos la habían desnudado frente a todos, y Kate tuvo que bajar la mirada para que no vieran en su rostro lo que en realidad ardía bajo la mesa: vergüenza, excitación y la certeza de que William estaba ganando el juego.

El vino había suavizado las lenguas, y la conversación navegaba entre risas. Evelyn, con ese candor casi ingenuo, levantó la copa y dijo:
—Lo que decía: en mi juventud tenía que apretar los vestidos porque… bueno, me sobraba por todas partes.

William rio, una carcajada grave.
—Y aún te sobra —añadió, posando la mano en su hombro con gesto paternal. Evelyn enrojeció, pero no se apartó.

La mesa se llenó de murmullos de aprobación, como si fuera una broma inocente. Mark incluso rió, distraído con su copa. Nadie notó cómo la mano de William descendió un poco más, apenas un roce, hasta apoyarse sobre el costado generoso del pecho de su esposa. Lo hizo con la naturalidad de quien cree tener todo el derecho, y Evelyn, avergonzada, solo sonrió.

—Ya ves —dijo William, con un tono casi académico—, los senos cuentan historias. Los de Evelyn son generosos, nobles, pero llevan las marcas de los años.

Kate sintió un escalofrío. Sabía que esas palabras eran una trampa, que en cualquier momento él la arrastraría dentro del juego. Y así fue.
William alargó el brazo, como si quisiera incluirla en la broma, y con la excusa de un gesto amplio, su mano rozó la curva del pecho de Kate, disimulada bajo el vestido.

El aire se le atoró en la garganta. El contacto fue breve, pero firme: la palma entera contra el seno, apretando apenas antes de retirarse. Mark ni lo notó; Evelyn, quizá creyendo que fue accidental, continuó hablando. Pero Kate sabía.

—En cambio, los tuyos… —William giró la mirada hacia ella, la voz impregnada de un tono seductor disfrazado de comentario técnico—, tienen la insolencia de la juventud. Firmes, tensos… casi impertinentes.

Evelyn rio y asintió, como si esa observación no fuera más que un halago incómodo.
—Pues sí, es verdad, a su edad…

El comentario, lejos de romper el momento, legitimó la osadía. Y William se permitió algo más: deslizó la mano otra vez, esta vez con menos prisa, palpando descaradamente el seno de su esposa con una confianza normalizada, y luego rozando de nuevo a Kate, como quien mide, compara, juega a un experimento delante de todos.

 

Kate contuvo un gemido. Los pezones se le endurecieron contra la tela, y supo que su excitación estaba a punto de traicionarla en la mesa.

Mark levantó la vista en el instante justo. Tal vez fue la manera en que Kate apretó los labios, o la descarada lentitud de la mano de William sobre la tela. Lo vio, sin lugar a dudas: el roce, la presión, la caricia que ya no podía confundirse con un accidente.

Se quedó rígido, el tenedor suspendido a medio aire. Los ojos iban de la mano de William al rostro enrojecido de su mujer. Una punzada de incredulidad lo atravesó, pero no dijo nada.

William lo notó enseguida. Y en lugar de apartarse, intensificó el gesto: apretó el pecho de Evelyn, hundiendo los dedos con naturalidad marital, mientras mantenía la otra mano sobre el de Kate, firme, posesivo. Una sonrisa ladeada se le dibujó en el rostro.
—Es curioso, ¿no crees, Mark? —preguntó con voz tranquila, como si conversara de vinos—. Dos mujeres tan distintas, pero con una sensualidad tan… complementaria.

Mark tragó saliva. Sus labios se abrieron, pero no salió palabra. Por un segundo pareció querer protestar, pero la mirada de William lo atravesó con una mezcla de autoridad y desafío. Sintió la garganta seca, y lo único que pudo articular fue una risa tensa, vacía, como quien finge complicidad para no quedarse atrás.

Kate, entre tanto, lo miraba de reojo. Esperaba un arrebato, un reclamo, algo que pusiera fin al juego. Pero en lugar de eso, vio a su marido hundirse en su silla, como si esa visión lo hubiera petrificado, y de pronto comprendió: la humillación lo excitaba. Su docilidad, su falta de coraje, era la rendija que William iba a aprovechar hasta el fondo.

—¿Ves cómo tiembla tu esposo? —susurró William, solo para que Kate lo oyera, mientras aún apretaba su pecho con descaro—. Es el miedo… y el morbo.

 

Mark bajó la mirada al mantel, como si al hacerlo pudiera desaparecer. Pero no se levantó, no interrumpió nada. Se dejó vencer por la escena, por la voz de William y por el rubor ardiente de su mujer, sometido sin que nadie se lo ordenara.

William retiró lentamente las manos, como si nada hubiera pasado, y tomó un sorbo de vino. La tensión en  la mesa era un hilo eléctrico que amenazaba con romperse en cualquier instante.

—Evelyn —dijo de pronto, con voz firme, sin necesidad de elevarla—, muéstrales lo hermosa que eres.

Su esposa lo miró con un desconcierto que duró apenas un segundo. Había aprendido a obedecerlo sin hacer preguntas. Con un gesto automático, bajó un poco el escote, dejando al descubierto la redondez de sus senos grandes, pesados, que cayeron blandos bajo la tela cedida.

El aire en la sala se enrareció. Evelyn no parecía avergonzada, más bien resignada. El único que se removía en la silla era Mark, cuya respiración se volvió audible.

William entonces giró el rostro hacia Kate.
—Y tú… vas a hacer lo mismo.

Kate parpadeó, indecisa, sintiendo el calor en las mejillas y las piernas todavía húmedas de su secreto. Fue entonces cuando William dirigió la mirada directamente a Mark, como un verdugo que espera un asentimiento final.
—¿Verdad, Mark? Dile a tu esposa que lo haga.

El silencio se volvió insoportable. Kate lo miraba, incrédula. Evelyn se mantuvo inmóvil, como si la escena no la sorprendiera. William, en cambio, sonrió con paciencia cruel, disfrutando de la demora.

Mark apretó los labios. Se le notaba el temblor en las manos, la indecisión clavada en el pecho. Pero William no apartó la vista hasta que, finalmente, el marido humillado bajó los ojos y murmuró:
—Kate… hazlo.

Ella sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Su esposo, su protector, la había entregado con una orden torpe, avergonzada. Con el corazón desbocado, Kate deslizó los dedos bajo el vestido y, de un tirón, bajó el escote. Sus pechos saltaron libres, firmes, temblando al aire como la confesión indecente que ya no podía ocultar.

William asintió, satisfecho.
—Así me gusta. Dos esposas obedientes… y dos hombres que saben cuál es su lugar.

 

Mark se hundió aún más en su silla, devorado por la mezcla de horror y excitación. Y Kate, con los pezones duros y expuestos, descubrió que la mirada de William sobre ella la hacía temblar más que la orden cobarde de su propio marido.

William alargó la mano hacia Mark, apoyándola brevemente sobre su pierna, un gesto que era amenaza y guía a la vez. Su voz, baja y firme, no dejaba espacio a la duda:

—Mira bien, Mark. Quiero que digas lo que ves. Hazlo.

Mark tragó saliva, sintiendo que todo su cuerpo se congelaba. Sus ojos recorrieron primero a Evelyn, luego a Kate, y la mezcla de horror y excitación le subió al rostro. Apenas un murmullo salió de sus labios:
—Evelyn… tus… tus senos son grandes… pero… caídos.

William asintió, satisfecho, y no dejó que se detuviera.
—Sí, grande y blando. Ahora dime sobre Kate.

Kate se estremeció al escucharlo, el pecho palpitando, los pezones duros y rosados expuestos sobre la tela recién bajada. Mark vaciló, pero William lo empujó con la mirada.
—Son firmes… redondos… y los pezones… rosados, erectos —dijo Mark, la voz quebrada, tartamudeando entre la humillación y la excitación.

—Más detalles —instó William—. Quiero que compares, habla con propiedad.

Mark tragó saliva otra vez, obligándose a mirar a las dos mujeres al mismo tiempo.
—Evelyn… el color de los pezones… más oscuro… un poco caídos… Kate… los tuyos… más claros… firmes… perfectos… y… erectos.

William dejó escapar un pequeño gruñido de aprobación, como quien evalúa un trabajo bien hecho. Luego bajó la mano de Mark y la apoyó suavemente sobre la mesa, dejando que el hombre comprendiera sin palabras que había cumplido con su parte.

—Así me gusta —susurró William, acariciando su propio mentón—. No solo miras… participas. No importa cuánto te humille la situación: obedecer es excitante.

Kate bajó la vista, sintiendo que su cuerpo ardía aún más. Mark permanecía rígido, inmóvil, con la cara enrojecida, incapaz de dejar de hablar, incapaz de dejar de ser parte de la escena que William había creado: dos esposas desnudas y un marido que debía verbalizar la perfección prohibida de sus cuerpos.

 

William se reclinó en la silla, satisfecho, dejando que la tensión creciera. Cada palabra de Mark era un recordatorio de poder: humillación y deseo mezclados en la misma frase.

William dejó escapar un suspiro de satisfacción y se recostó ligeramente, sus ojos fijos en Kate.
—Mark —dijo con voz baja pero firme, un tono que no admitía discusión—, toca a mi esposa. No titubees.

Mark tragó saliva, el rubor le subía hasta las orejas. Sus manos temblaban mientras se inclinaba hacia Evelyn, como si cada centímetro de contacto fuera un acto prohibido que no sabía cómo ejecutar.
—Yo… yo no… —balbuceó, la voz quebrada por la vergüenza y la excitación.

William lo interrumpió, suave pero con firmeza:
—Hazlo. Ahora. Sé específico, siente lo que estás tocando.

Evelyn apenas movió un músculo. La sumisión era su segundo instinto, aprendido durante toda la vida: inclinó el cuerpo, arqueó ligeramente la espalda y permitió que la mano de Mark recorriera sus senos grandes y caídos sin protestar. Cada roce era un recordatorio de que ella había sido entrenada para obedecer, y lo hacía con la tranquilidad de quien conoce su papel.

Kate, en cambio, apenas aprendía a someterse. Su respiración era rápida, el corazón le latía como si quisiera salir del pecho. William no le dio tregua: se acercó, sus manos firmes sobre sus caderas, los dedos clavándose un poco, poseyéndola con violencia contenida.
—Tú eres mía —gruñó contra su oído—. Cada parte de ti me pertenece.

El vestido de Kate apenas cubría lo que William deseaba, y él no se contuvo: le deslizó la mano apretando sus senos firmes, jugando con los pezones erectos con un toque brutal y posesivo. Kate se arqueó hacia él, aprendiendo, temblando, cada contacto un recordatorio de quién tenía el control.

Mark seguía cauteloso, casi temeroso de hacer daño, apenado por la situación, pero William no le permitió dudar.
—Más firme, Mark. Siente lo que tus manos sostienen. Reconócelo.

Evelyn dejó escapar un suspiro casi inaudible, sumisa y complacida. Cada presión, cada toque de Mark reforzaba la jerarquía establecida: William dominante, Kate en aprendizaje, Evelyn obediente de toda la vida, y Mark reducido a una mezcla de culpabilidad y excitación por su propia incapacidad de resistir.

William se inclinó hacia Kate, sus labios rozando su cuello, respirando sobre ella mientras su mano apretaba sus pechos.
—Aprende rápido, Kate —susurró—. Porque nadie más que yo decide hasta dónde puedes llegar.

 

Kate arqueó la espalda, temblando y jadeando, atrapada entre la vergüenza de ser observada y la entrega total al deseo de William. Mark, paralizado, no sabía si mirar o agachar la cabeza, consciente de que estaba siendo testigo y cómplice de la posesión absoluta de su joven esposa ante sus ojos.

William deslizó las manos por las caderas de Kate, sujetándola firme contra él. La joven jadeaba, los pezones duros bajo sus dedos, el corazón desbocado.
—Abre las piernas —ordenó con voz grave y autoritaria—. Quiero que lo sientas, todo.

Kate no dudó. Apenas abrió las piernas, William se inclinó y hundió la lengua entre sus muslos, saboreando su humedad, explorando cada pliegue con hambre. Cada lamida era un recordatorio de posesión, de control absoluto. Kate arqueó la espalda, agarrándose del borde de la mesa, el placer y la vergüenza mezclados en jadeos ahogados.

Mark, a su lado, seguía paralizado, obligado a mantener las manos sobre los senos de Evelyn. Sus dedos temblaban, tocando suavemente el tejido blando y caído, mientras los ojos de William lo atravesaban, recordándole que debía participar, aunque solo fuera como espectador forzado.
—Sí… así —susurró William, sin apartar la lengua de Kate—. Mira a tu esposa, Mark. Aprende lo que es la obediencia.

Kate gimió, inclinando la cabeza hacia atrás. La lengua de William subía y bajaba, masajeando, succionando, arrancando cada sonido prohibido de su garganta. La sensación era tan intensa que olvidó todo: la mesa, la sala, la mirada de los demás. Solo existía el calor húmedo y posesivo de William, y la certeza de que su sumisión la hacía vulnerable y deseada a la vez.

William no tuvo piedad: apretó con fuerza los muslos de Kate, obligándola a abrirse más, mientras ella temblaba bajo su contacto. Cada gemido era una confesión, cada arqueo un reconocimiento de que él mandaba, que nadie más podía tocarla así.

Mark, atrapado en su propia vergüenza, apenas podía sostener la mirada, mientras su mano recorría a Evelyn siguiendo las órdenes no dichas de William. La esposa mayor suspiraba, sumisa, complacida, completamente diferente de la inexperta Kate.

William subió la vista solo un instante, fijándola en Kate, y murmuró con voz ronca:
—Esto es lo que significa obedecerme… y tú, Kate, apenas estás aprendiendo.

 

Kate gimió otra vez, sintiendo que el orgasmo se aproximaba con fuerza, mientras Mark seguía apretando suavemente los senos de Evelyn, atrapado en su propia humillación, sabiendo que William dirigía cada movimiento de todos.

William apretó con fuerza las caderas de Kate, obligándola a inclinarse sobre la mesa mientras su lengua recorría cada pliegue húmedo de su sexo. La joven jadeaba, temblando, cada gemido un acto de sumisión que lo excitaba aún más.

—Mírate, puta —susurró William al oído, con voz ronca—. Ni siquiera llevas ropa interior y aún así te ofreces así, abierta para mí.

Kate arqueó la espalda, con los pezones duros palpitando bajo el vestido, sintiendo que cada palabra de él la reducía y al mismo tiempo la excitaba hasta un punto casi insoportable. Su respiración se mezclaba con la del hombre que la poseía con la lengua, y no podía detenerse.

Mark, a su lado, seguía con las manos sobre los senos de Evelyn, temblando, incapaz de apartar la vista. La esposa mayor suspiraba, sumisa y complacida, completamente ajena al tormento de Kate, o quizá disfrutando en silencio de la comparación.

—Eso es, puta —repitió William, mientras hundía más la lengua entre los muslos de Kate—. Cada gemido tuyo me pertenece. Cada temblor, cada secreto, cada húmedo suspiro.

Kate no pudo contener el orgasmo. Se arqueó hacia él, jadeando y gimiendo con fuerza, mientras el sabor de su sumisión se mezclaba con la excitación que la invadía. William siguió succionando y lamiendo hasta que la vio completamente rendida, temblando, su cuerpo marcado por la humillación y el placer.

 

Mark apenas respiraba, sus dedos aún sobre los senos de Evelyn, atrapado entre la vergüenza y el deseo, mientras William levantaba la cabeza y la miraba con satisfacción: poseía a Kate en cuerpo y espíritu, y había obligado al marido a ser testigo y cómplice de cada instante.

William se incorporó ligeramente, dejando que Kate se recompusiera sobre la mesa, el pecho aún palpitante, los pezones duros y rosados expuestos. Su mirada se dirigió hacia Mark con intensidad fría y calculadora.

—Dime, Mark —dijo, la voz grave y llena de posesión—. ¿Sabías que tu esposa es una puta? ¿Que se ofrece así, sin ropa interior, temblando de deseo solo por mí?

Mark tragó saliva, sus mejillas enrojecidas, incapaz de mirar a Kate a los ojos.
—N-no… yo… no lo sabía —balbuceó, su voz quebrada por la vergüenza y la excitación simultáneas.

William sonrió, disfrutando del temblor de su sumisión.
—Mira bien a mi amada. Tócala, si quieres. Pero no te olvides de tu esposa —añadió, girando la atención hacia Evelyn—. Complacelo.

Evelyn bajó la vista y asintió suavemente, obediente. La vida le había enseñado a ceder sin preguntas, y ahora se inclinó hacia Mark, ofreciéndole los senos para que los tocara y palpara con lentitud. Su respiración era tranquila, sumisa, como la de quien sabe que su papel es dar placer sin hacer ruido.

Kate, todavía temblando, observaba cada gesto. Su cuerpo reaccionaba al tacto posesivo de William y al contacto obligado de Mark con Evelyn. William se acercó, tomó su rostro entre las manos y la obligó a mirarlo.
—Esto es lo que significa ser mía —susurró—. Y mira a tu alrededor: tu marido, mi mujer… todos jugando según mis reglas.

Mark, paralizado, acariciaba los pechos de Evelyn con torpeza, sintiendo el peso de la humillación, consciente de que su mujer había sido etiquetada como puta delante de él y de todos, mientras William seguía dictando la escena, poseyendo a Kate y obligando a Mark a participar pasivamente.

 

—Eso es —susurró William, con una sonrisa de satisfacción—. Aprende a obedecer. A mirar, a tocar, a reconocer quién manda.

Mark no pudo evitarlo. Su excitación, contenida por la vergüenza y la humillación, lo traicionó. Su erección creció rápidamente y, antes de que pudiera reaccionar, su semen comenzó a traslucirse a través de la tela de sus pantalones.

William soltó una carcajada grave, un sonido que llenó la sala con autoridad y diversión perversa.
—No puedes desperdiciar así tu semen, Mark —dijo, con un brillo cruel en los ojos—. Aprende a ofrecerlo, a darlo bajo mis reglas.

Evelyn soltó un risita, sumisa pero divertida, como quien reconoce la humillación y la disfruta discretamente. Su mano seguía sobre sus propios senos, mientras contemplaba la escena, cumpliendo cada orden sin rechistar.

William volvió la atención a Kate, con una sonrisa de posesión absoluta:
—Ahora tú, puta. Muéstrale lo que significa obedecerme. Saca mi verga y chúpala.

Kate tragó saliva, el corazón le latía con fuerza, los pezones aún duros, el cuerpo palpitando por el clímax anterior. No podía resistirse; la voz de William era una orden que no admitía negativa. Con las manos temblorosas, deslizó la ropa hacia abajo y tomó su erección, caliente y dura, llevándola a la boca.

El sabor, la firmeza, el calor… todo la excitaba aún más. William la sostuvo firme, disfrutando del poder absoluto que tenía sobre ella. Kate bajó la cabeza, obediente, mientras Mark la miraba, paralizado, humillado, incapaz de apartar los ojos del acto que lo hacía sentir simultáneamente culpable y excitado.

William observaba todo, susurrando de vez en cuando comentarios secos y posesivos:
—Así es como se comporta una puta. Aprende a dar placer… y a someterse.

 

Cada movimiento de Kate, cada succión, era un recordatorio de que William dictaba no solo la sumisión de ella, sino la humillación de Mark y la obediencia de Evelyn. La tensión en la sala se había convertido en un hilo eléctrico que nadie podía romper.

William observaba cada gesto con ojos brillantes de posesión. Kate, con la boca sobre su erección, temblaba bajo su control, completamente entregada, mientras su saliva y su obediencia lo excitaban aún más.

—Eso es, puta —gruñó William—. No solo tu cuerpo me pertenece, también tu boca, tu sumisión… todo.

Mark estaba inmóvil, con la vista fija en el acto, la vergüenza y el deseo mezclándose en su respiración agitada, su semen aún visible a través de los pantalones. Cada gemido de Kate y cada orden de William lo reducía a un espectador completamente sometido.

Evelyn, por su parte, no podía quedarse atrás. William la miró, la sonrisa de posesión en sus labios, y le dio la orden:
—Tú también, Evelyn. Mastúrbate, siente cómo el placer viene de obedecer.

Ella suspiró y comenzó a moverse con lentitud, los dedos recorriendo su sexo húmedo, su respiración tranquila pero cargada de excitación, perfectamente sumisa ante la orden de William. Su rostro se iluminaba con cada movimiento, con cada gemido ahogado, consciente de que estaba cumpliendo su papel sin cuestionarlo.

William tensó los músculos y empujó más a Kate, obligándola a apretar la cabeza con fuerza contra su verga, la saliva mezclándose con cada movimiento. Finalmente, con un gruñido bajo y posesivo, se corrió sobre la cara de Kate. Su semen cubrió su boca y su nariz, un símbolo absoluto de posesión, mientras ella tragaba, jadeaba y temblaba bajo su control.

Al mismo tiempo, Evelyn llegó a un orgasmo masturbándose, los gemidos saliendo entrecortados, la humillación mezclada con placer, sumisa a las órdenes de William y la tensión de la escena.

Mark, atrapado entre la vergüenza y el morbo, vio a su esposa y a Evelyn completamente entregadas, Kate cubierta de semen, Evelyn gimiendo, y comprendió que no tenía otra opción que aceptar, mirar y aprender lo que significaba ser controlado por alguien como William.

 

William se recostó ligeramente, respirando profundo, satisfecho. Todo el cuarto estaba bajo su control: la sumisión de Kate, la obediencia de Evelyn, y la humillación humillante y excitante de Mark.

William se apartó un momento, dejando que Kate respirara con la cara aún cubierta de su semen. Su mirada recorría la sala, evaluando cada gesto, cada respiración de los presentes. La tensión en el aire era densa, cargada de deseo, humillación y sumisión, y él lo sabía.

—Muy bien —dijo finalmente, con voz grave y firme—. La velada ha terminado. Nuestros hijos están en casa, y nadie debe sospechar nada. Pero tú, Kate… no te limpies aún. Quiero que recuerdes lo que significa obedecerme.

Kate bajó la cabeza, el rubor aún en sus mejillas, y asintió lentamente. Sus labios temblaban, pero no hubo palabra de protesta. La obediencia, recién aprendida, fluía con cada orden de William.

Mark permaneció rígido, con la respiración todavía agitada, consciente de la humillación que había vivido y de la obligación de mantenerla en silencio. Evelyn acomodó su vestido, tranquila y sumisa, como si nada hubiera sucedido, cumpliendo con la perfección de quien conoce su papel desde siempre.

William se reclinó, cruzando los brazos sobre el pecho, satisfecho. La sala estaba en silencio, cada uno de los presentes atrapado en su posición, pero el hilo de tensión seguía vivo, latente. Nadie sabía cuándo ni cómo retomaría el juego, pero todos sabían que él aún controlaba la situación.

—Recuerden esto —susurró, más para sí que para los demás—. Lo que ocurre aquí no termina nunca del todo. Cada mirada, cada gesto… cada obediencia cuenta. Kate permaneció inmóvil, la humedad y el sabor de su entrega todavía sobre su piel, obedeciendo la orden sin rechistar. La sala estaba en calma, pero el peligro y la excitación permanecían en el aire, listos para la próxima sesión, donde William retomaría el control con la misma brutalidad posesiva que los había sometido a todos esa noche.

36 Lecturas/3 septiembre, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: anal, hija, hijo, infiel, madre, maduro, mayor, sexo
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