El Diamante del Amanecer
El último año comienza. Álex, Marcos y Diego se reúnen al amanecer en el viejo campo municipal donde crecieron jugando. El pasto húmedo les enfría las zapatillas y el aire de enero todavía huele a neblina y tierra. .
Allí, entre las gradas oxidadas y las líneas blancas casi borradas, prometen que este será “su año”, sin saber que sus caminos están por separarse, ni que el deseo los unirá de formas que nunca imaginaron.
La ciudad despierta a su alrededor: las pequeñas fábricas abren sus portones metálicos con un rechinar familiar; las cafeterías viejas prenden sus primeras luces y el aroma a pan recién hecho se mezcla con el ruido distante de buses madrugadores. Las calles que conocen desde niños parecen observarlos en silencio, como si supieran que algo está a punto de cambiar.
La promesa, sin embargo, no tarda en tensarse. Apenas una semana después, en el colegio, reaparece ella: Katherine Rivas. La consideran ardiente, demasiado ardiente, y al mismo tiempo imposible de descifrar. Desde segundo año arrastran un conflicto silencioso con ella: una noche de fiesta en la que los límites se difuminaron entre alcohol y hormonas. Un juego de manos que fue más allá de las bromas, un trío que se quedó a punto de consumarse pero que se rompió en acusaciones cruzadas de quién se pasó de la raya y quién dejó las cosas a medias. Aunque nadie lo admite en voz alta, aquella noche frustrada fue la primera grieta en su amistad, un deseo truncado que se convirtió en un rencor cargado de lujuria.
Era un día común, igual a tantos otros, cuando Katherine apareció en el pasillo. Los vio a los tres y, como siempre, los miró con esa mezcla rara de distancia y desafío que solo ella sabía manejar. Sus ojos pasaron por Álex, luego por Marcos y finalmente por Diego, como si estuviera midiendo algo en cada uno… o recordándoles que no había olvidado nada. Llevaba los audífonos puestos, pero ellos sabían que estaba pendiente de todo. Y por la forma en que levantó apenas la barbilla al cruzarse con ellos, quedaba claro que venía con las cosas más resueltas que cualquiera de los tres.
—¿Listos para otra ronda de “su año”? —pregunta, con una media sonrisa que no llega a los ojos, pero que sí enciende una oleada de calor en la entrepierna de los tres.
El comentario les cae como una descarga eléctrica. Álex siente cómo se le tensa el pantalón; Marcos aprieta los libros contra el pecho para ocultar su erección; Diego se adelanta medio paso, con la respiración contenida, pero no dice nada. La tensión es vieja, pero nunca había sido tan visible, tan palpable, tan húmeda.
Katherine sigue su camino sin esperar respuesta, dejando tras ella un olor a menta y a perfume dulce que les recuerda a esa noche. Y por un momento, la promesa hecha al amanecer parece tambalearse. Cada uno siente, aunque no lo diga, que el conflicto con ella será inevitable… y que eso puede ser el primer obstáculo del año que se aseguraron que sería perfecto, o la puerta de entrada a la perversiones que todos anhelan en secreto.
La tensión se corta con un cuchillo. Katherine los espera al final del pasillo, apoyada contra un casillero. Se ha quitado los audífonos y los sostiene en una mano, jugueteando con el cable.
—Dejen de hacerse los tontos —dice, su voz es un susurro bajo y cargado de intención—. Sé lo que piensan cada vez que me ven. Sigo sintiendo lo mismo.
Álex es el primero en acercarse, su valentía se alimenta de la frustración acumulada. —¿Y qué es lo que sientes, Katherine? —pregunta, su voz ronca.
Ella sonríe, una sonrisa genuina esta vez, llena de poder y deseo. —Que aquella noche fue un error no por lo que casi pasó, sino por lo que nos quedamos sin hacer. Los tres me quieren. Y yo… los quiero a los tres.
La confesión cuelga en el aire, densa y eléctrica. Diego y Marcos se acercan, formando un círculo íntimo a su alrededor. La campana suena en la distancia, pero ninguno se mueve. El mundo exterior se desvanece.
—¿Y qué propones? —pregunta Marcos, con la voz temblorosa.
Katherine se le acerca despacio, lo suficiente para que él sienta su respiración. Le pasa un dedo por la línea de la mandíbula, una caricia lenta que lo deja quieto.
—Propongo que terminemos lo que dejamos a medias —le dice, mirándolo fijo—. Pero bien. Sin un carro estacionado, sin prisas. Hoy, después de clases. En mi casa. No va a haber nadie.
Diego abre los ojos como si no hubiera escuchado bien; Marcos se queda congelado a mitad de frase, y Alex solo levanta las cejas, sorprendido por cómo Katherine le acaba de acariciar la cara sin dudarlo ni un segundo.
Se dirige a Diego, tomándolo de la mano y llevándosela a la entrepierna, sobre la tela de su pantalón. Él exhala bruscamente, sintiendo cómo ella palpa su rigidez a través de la prenda, una presión firme que le roba el aliento. Mientras lo hace, Katherine se recuesta ligeramente hacia atrás, un movimiento deliberado que hace que los dos botones superiores de su blusa blanca, que ya estaban a punto de saltar, se abran por completo. La tela se separa, revelando el valle profundo y pálido entre sus pechos, la piel tersa y suave que parecía brillar bajo la luz fluorescente del pasillo. Era una exhibición calculada, una promesa visual de lo que estaba por venir. Luego, su mirada se posa en Álex.
—Y tú, líder —susurra, su voz es un veneno dulce que se pega a la piel de Álex—, ¿eres capaz de dejar que tu amistad se vuelva algo más? ¿O le tienes miedo a lo que realmente somos?
Y mientras las palabras cuelgan en el aire, pesadas y cargadas de promesas prohibidas, Katherine ejecuta su movimiento final. Con una lentitud tortuosa, sus dedos viajan hasta el último botón de su blusa y lo desabrochan. La tela se abre por completo, dejando al descubierto el torso completo, los pechos perfectos, y los pezones oscuros que parecen mirarlos directamente. No llevaba nada debajo. Es una exhibición cruda, una provocación pública que los deja paralizados.
Álex siente que el mundo se le puede venir encima a ese punto del pasillo. Un pánico frío recorre su espina dorsal, mezclado con un deseo que lo devora. Su mirada se dispara hacia los extremos del corredor, hacia las ventanas que dan al patio, esperando ver la sombra de un profesor, el rostro curioso de un estudiante. El riesgo lo excita y lo aterra. La idea de que alguien los descubra así, con Katherine ofreciéndose como un sacrificio y ellos tres como depredadores hipnotizados, es demasiado. Se siente desnudo, expuesto, y el simple eco de unos pasos lejanos le hace sobresaltar.
—Alguien nos puede ver… —logra balbucear, su voz es un hilo roto.
Katherine solo sonríe, una sonrisa de fiera que ha acorralado a su presa. —Esa es la gracia, Álex. Que nos vean. Que todos sepan que somos así de pervertidos.
Álex no responde con palabras. Da un paso adelante, cierra la distancia y la besa. Es un beso brutal, hambriento, que libera dos años de contención. Una de sus manos sube instintivamente, no a su cintura ni a su cuello, sino directamente a uno de sus pechos desnudos. La palma se ahoga en la suavidad de la piel, el pulgar busca y encuentra el pezón erecto, rozándolo con una presión que le hace a Katherine emitir un gemido ahogado contra su boca.
Katherine responde con la misma ferocidad, su mano abandonando a Diego para enredarse en el pelo de Álex, tirando de él como para que la devore. Marcos y Diego observan, hipnotizados, sus miradas fijas en el pecho de Katherine que Álex ahora masajea con avidez, viendo cómo la carne se ondula entre sus dedos, mientras sus erecciones luchan por liberarse de sus pantalones.
Cuando se separan, todos jadean. La promesa del amanecer ha sido reescrita. Este no será solo “su año”. Será el año en el que sus cuerpos se encuentren, en el que la amistad se fusione con la lujuria y en el que, juntos, explorarán cada uno de sus fantasías más osadas en una orgía que los definirá para siempre.
Katherine se aparta con una lentitud deliberada, su pecho todavía hechizado por la caricia de Álex. Se arregla la blusa, pero no se abrocha los botones, dejando los pechos al aire como un trofeo y una promesa. Pasa una lengua por sus labios hinchados y su mirada recorre los tres rostros excitados y ansiosos.
—No se acostumbren —dice, su voz es un murmullo bajo y lleno de poder—. Esto es solo el aperitivo.
Da media vuelta, y mientras empieza a caminar hacia su siguiente clase, se vuelve ligeramente para mirarlos por encima del hombro.
—Por cierto —añade, con una sonrisa pícara—. Recuerden que estaré sola en casa. Mis padres no estarán hoy. Que no se les haga tarde.
Y se va, dejándolos en el pasillo con el corazón en la garganta, los pantalones apretados y la imagen de sus pechos grabada a fuego en sus pupilas. El resto del día se convierte en una tortura deliciosa, una cuenta atrás hasta el momento en que el timbre final los libere y los lance, como perros de presa, hacia la casa de Katherine.
El resto del día fue una tortura erótica. Cada clase era una eternidad, cada minuto un grano de arena en un reloj que no avanzaba. Álex sentía el peso de la mano de Katherine en su entrepierna como si todavía estuviera allí. Marcos no podía dejar de mirar el pomo de la puerta del aula, imaginándola abriéndose para revelar a Katherine con la blusa abierta. Diego, por su parte, había desarrollado una erección intermitente que le obligaba a permanecer sentado hasta que la campana lo liberara con su estruente salvador.
La mentira salió de sus bocas con una facilidad que los asustó. Álex le dijo a su madre que tenía un proyecto de historia en casa de Marcos. Marcos le juró a su padre que se quedaría en casa de Álex para estudiar matemáticas. Diego, el más audaz, simplemente envió un mensaje a su padre diciendo que volvería tarde para cenar, sin dar más explicaciones. La red de mentiras se tejió tan rápido como su deseo, y el destino de sus padres era el último de sus preocupaciones.
El trayecto a casa de Katherine fue un silencio cargado de expectación. No hablaban. El sonido de sus zapatillas sobre la acera, el zumbido de un motor de coche al pasar, el viento frío de la tarde, todo parecía ampliar la tensión que los unía. Caminaban juntos, pero cada uno estaba perdido en su propio torbellino de fantasías, repasando la escena del pasillo, el sabor del beso, la textura de la piel de Katherine.
La casa de Katherine era una casa moderna de dos pisos en una zona tranquila. Un jardín bien cuidado, ventanas grandes y oscuras. No parecía el nido de perversión que habían imaginado, y eso la hacía aún más excitante. Álex, con el corazón martilleándole en el pecho, tocó el timbre.
La puerta se abrió. Katherine no estaba con la blusa abierta. Llevaba un simple robe de seda color negro, ceñido a su cuerpo, que se abría ligeramente cuando se movía, revelando que no se había molestado en ponerse ropa interior. Su sonrisa era la de una anfitriona que lo tenía todo planeado.
—Puntualitos. Me gusta. Adelante.
Los guio a través de un salón minimalista y espacioso hasta una suite en la planta baja. La habitación era un santuario del placer: una cama enorme con un dosel de terciopelo oscuro, espejos en las paredes y en el techo, y una luz tenue que emanaba de lámparas de suelo, creando sombras largas y sugerentes.
—¿Alguna bebida? —preguntó, como si los hubiera invitado a una té de tarde. Todos negaron con la cabeza, sus garganta demasiado secas para hablar.
Katherine asintió, como si esperara esa respuesta. Se paró en el centro de la habitación, el centro de su universo, y se deshizo del cinturón de su robe. La seda negra se deslizó por sus hombros y cayó a sus pies en un charco silencioso.
Se quedó allí, completamente desnuda. Su piel parecía brillar en la penumbra. Sus pechos, que ellos solo habían visto a través del marco de una blusa abierta, eran ahora dos obras de arte perfectas, firmes y con los pezones oscuros y erectos, apuntando hacia ellos como dos faros de deseo. Su estómago era plano y marcado por una suave línea que descendía hasta su monte de Venus, depilado y perfecto. Sus piernas eran largas y tonificadas, abriéndose ligeramente en una invitación implícita. Era la personificación de la lujuria, y estaba allí solo para ellos.
—Bueno, chicos —dijo, su voz un trueno bajo que rompió el hechizo—. La regla en mi casa es simple. No se permite la ropa. Desvístanse. Quiero ver los cuerpos que he estado fantaseando durante dos años.
El comando fue directo y no admitía discusión. Durante un instante, dudaron, la vergüenza de sus propios cuerpos luchando contra la ferocidad de su excitación. Fue Diego quien rompió el hechizo. Se quitó la camiseta de un tirón, revelando un torso delgado pero marcado por el esfuerzo de los partidos de fútbol. Luego, desabrochó el pantalón y lo dejó caer. Su miembro, ya duro desde el pasillo, se liberó con un movimiento casi reverencial, apuntando hacia Katherine.
Marcos y Álex lo siguieron, sus movimientos más torpes pero igual de decididos. Se quitaron la ropa, sus cuerpos de adolescentes, todavía en plena formación, quedando expuestos bajo la luz tenue. Las erecciones de los tres eran un testimonio irrefutable de su deseo, tres varas rígidas que latían al unísono.
Katherine los observó, sus ojos recorriendo cada centímetro de piel expuesta, cada músculo tenso, cada miembro ansioso. Una sonrisa de satisfacción pura se dibujó en su rostro.
—Perfectos —susurró—. Ahora, venid a terminar lo que empezamos.
Los tres avanzaron hacia ella como en trance, sus miembros erectos meciéndose al compás de sus pasos, tres testamentos de su deseo. Pero Katherine levantó una mano, deteniéndolos a un metro de distancia. El juego no había terminado; apenas comenzaba.
—Espera, espera —dijo, con un tono juguetón que no disimulaba el brillo depredador de sus ojos—. No tan deprisa. Antes de que esto se convierta en una orgía sin control, tenemos un asunto pendiente. Una evaluación. Una clasificación.
Se acercó a Diego, que era el más cercano. Su mano, cálida y suave, rodeó su erección con una delicadeza que contrastaba con la firmeza de su presa. Diego inhaló bruscamente, cerrando los ojos. Ella lo masturbó lentamente, deslizando la piel hacia arriba y hacia abajo, sintiendo el peso y la textura.
—El tuyo, Diego… es el soldado raso —declaró Katherine, su voz un murmullo conspirador—. Directo, leal, sin rodeos. Un buen tamaño, grueso, y esa curvación hacia arriba… apunta directamente al cielo. O al fondo de mi garganta. Es una herramienta eficiente, diseñada para una sola misión: perforar. Un siete sobre diez. Porfiado y confiable.
Liberó a Diego, que jadeó, y se giró hacia Marcos. Él temblaba ligeramente, una mezcla de nervios y pura excitación. Katherine se arrodilló frente a él, su rostro a la altura de su sexo. Sin previo aviso, tomó su miembro con ambas manos, como si fuera un trofeo sagrado.
—Ah, Marcos… el poeta —susurró, admirándolo como si fuera una escultura—. No eres el más largo, pero dios mío, ese grosor… eres un cilindro. Una carne dura y pesada que promete una presión deliciosa, un estiramiento que se siente en cada fibra. La cabeza es ancha y casi redonda, como una manzana lista para ser mordida. No eres un perforador, eres un rellenador. Un ocho y medio. Eres para cuando se busca sentir cada centímetro, para ser llenada hasta los límites.
Lamió la punta de su miembro lentamente, y las piernas de Marcos casi ceden. Katherine sonrió y se puso de pie, dejándolo en un estado de agonía placentera. Finalmente, su mirada se posó en Álex. Él, el líder, el que la había besado primero. Se acercó a él con una reverencia falsa, y su mano apenas rozó su erección, y luego se deslizó hasta sus testículos, que pesaba en su palma con una calidez sorprendente.
—Y luego está el rey —dijo, su voz cargada de una mezcla de burla y genuina admiración—. Álex. El tuyo no es un soldado ni un poeta. El tuyo es un arma de asedio. Largo, con una vena pronunciada que recorre toda su longitud como una autopista hacia el infierno. Y estos… —apretó suavemente sus testículos—… son el arsenal completo. No eres solo para entrar, eres para conquistar. Eres un nueve. Quizás un diez si sabes usarlo como creo que sabes.
Se levantó y los miró a los tres, un trío de dioses del sexo juvenil y ansioso.
—Pero la evaluación teórica es aburrida —dijo, y se tumbó de espaldas en la cama de terciopelo, abriendo sus piernas lentamente—. Ahora viene la prueba práctica. Diego, tú primero. Ven aquí y demuéstrame si tu soldado es tan leal como dicen. Quiero sentirme esa curva en mi garganta.
Diego no dudó. Se subió a la cama y, de rodillas junto a su cabeza, guió su miembro hacia los labios entreabiertos de Katherine. Ella lo recibió con un gemido, su boca húmeda y caliente tragándoselo entero, su nariz rozando su vello púbico mientras su lengua trabajaba alrededor de su eje.
—Marcos —ordenó Katherine, entre bocados y jadeos, su voz ahogada por la carne de Diego—, el poeta. Tú tienes la tarea más delicada. Ven y cómeme.
Marcos se arrodilló entre sus piernas, su mirada fija en el sexo abierto y húmedo de Katherine. Se inclinó y, con una torpeza que se transformó en instinto, hundió su cara en su sexo. Su lengua exploró, encontró su clítoris y comenzó a chuparlo con avidez, mientras Katherine se arqueaba contra su boca.
—Y tú, Álex —dijo, solvando la boca de Diego por un instante para mirarlo con ojos llenos de lujuria—, mi rey. Mientras ellos me usan, quiero que me mires. Quiero que veas cómo me devoran. Y cuando hayas visto suficiente, te tocará a ti. Tú serás quien termine la conquista. Yo seré tu reino. Ahora, ¡follámeme con los ojos!
La escena era un cuadro barroco de lujuria y sumisión. Diego, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, había abandonado todo control. Su cuerpo se movía con un ritmo primal, impulsado por el calor húmedo y el vacío que lo absorbía. La verga de Diego, esa herramienta directa y curvada que Katherine había bautizado como «el soldado raso», profanaba su boca con una brutalidad creciente. Cada embestia profunda hacía que sus testiculos golpearan contra el mentón de ella, un sonido húmedo y rítmico que era la banda sonora de su sumisión. Katherine no se limitaba a recibir; sus labios formaban un anillo perfecto, sus mejillas se hundían con cada embestida, y su lengua, una serpiente ágil, se enroscaba en la base de su miembro cada vez que se retiraba, para luego lamer frenéticamente la cabeza glande, saboreando el fluido salado que ya brotaba en abundancia. Las lágrimas le corrían por las comisuras de sus ojos, no de dolor, sino del puro y absoluto esfuerzo de contenerlo todo, de ser devorada viva.
Mientras su boca era violada, su sexo era un altar donde Marcos rendía culto. El «poeta», con su cabeza enterrada entre sus muslos, había encontrado su verdadera vocación. Su lengua no se limitaba a un movimiento; era un pincel experto que pintaba cada pliegue, cada secreto de su anatomía. Recorría los labios mayores, los succionaba con delicadeza, para luego hundirse en el interior, tan profundo como podía, imitando el movimiento que ansiaba realizar con su miembro. Luego, salía para encontrar el clítoris, un botón eréctil y sensible que atacaba con ráfagas rápidas y precisas, alternando el ritmo para mantenerla al borde del abismo sin dejarla caer. Katherine, entre embestidas de Diego, gemía y se retorcía, sus caderas levantándose para encontrarse con la boca de Marcos, buscando más presión, más profundidad, más de esa lengua que la desmembraba con placer.
Y entonces estaba Álex. El rey en su exilio. Parado junto a la cama, era una estatua de mármol ardiente. Su espera no era pasiva; era una tortura activa, una agonía sensorial. Su verga, «el arma de asedio», no solo estaba erecta, sino que latía con un dolor casi insoportable, la vena pronunciada palpitando contra su abdomen como un corazón auxiliar. Cada gemido de Katherine era una espina en su carne. Su mirada era un foco de deseo puro, recorriendo la escena con un detalle febril: el contraste de la piel morena de Diego contra el blanco de Katherine; el movimiento rítmico de la cabeza de Marcos; la forma en que los pechos de Katherine se balanceaban con cada sacudida. Él no era un espectador; era el juez. Estaba memorizando cada detalle, cada reacción, analizando la debilidad de sus amigos y la fortaleza de ella. Su mano se movió instintivamente hacia su miembro, pero se detuvo. No. No se tocaría. Ese placer le pertenecía a Katherine. Él esperaría. Y cuando llegara su momento, no sería para follárla. Sería para reivindicar su corona, para marcarla como suya, para que cada poro de su piel supiera quién era el verdadero amo de ese reino de carne y sudor. La espera era infinita, sí, pero en esa infinidad, Álex se estaba forjando en un dios del placer, y su conquista sería legendaria.
El clímax se aproximaba como una marea imparable. Diego, con un gruñido animal, aceleró su ritmo, sus embestidas en la boca de Katherine se volvieron cortas y erráticas. Marcos sintió la contracción violenta de los muslos de su amante contra sus sienes y el sabor acre de su orgasmo inundó su boca. Katherine también bebió todo, su garganta trabajando para tragar cada gota del soldado raso, mientras su cuerpo se sacudía en el primer orgasmo de la tarde, una ola de placer que la dejó temblando y jadeando.
Cuando Diego se retiró, su miembro flácido y brillante, Katherine tomó aire. Su boca estaba roja y hinchada, sus ojos vidriosos. Miró a Marcos, que se había incorporado, su rostro brillando por los fluidos de ella.
—Poeta —susurró, su voz ronca—. Tu turno. Es hora de que escribas tu estrofa.
Katherine, con una agilidad felina, se giró y se colocó a cuatro patas. Era una postura de sumisión total, de ofrecimiento animal. Su espalda arqueada empujaba sus nalgas hacia arriba, un valle perfecto que se abría hacia el techo. Sus pechos colgaban como dos frutos maduros, listos para ser cosechados. Desde esa posición, miró a Marcos por encima de su hombro, una sonrisa pícara en sus labios.
—Ahora, demuéstrame lo que vale ese cilindro.
Marcos se acercó, su miembro grueso y pesado en su mano. Guio la cabeza ancha y redonda hasta la entrada de su sexo, que ya estaba hinchado, rojo y resbaladizo, un manantial preparado para ser inundado. Rozó la entrada, sintiendo el calor intenso que emanaba de ella. Con un movimiento lento, casi reverencial, comenzó a penetrarla.
El ingreso de Marcos fue un acto de conquista lenta y despiadada. Katherine sintió cómo sus labios se abrían, cediendo paso a esa carne espesa y desafiante. No era una penetración rápida; era un estiramiento gradual, una presión implacable que la llenaba centímetro a centímetro. Marcos entró hasta el fondo, hasta que su vello púbico se prensó contra sus nalgas, y se detuvo, permitiéndole sentir su tamaño, su peso, su presencia total dentro de ella.
—Dios… —escapó de los labios de Katherine, un suspiro de dolor y éxtasis.
Marcos comenzó a moverse. Su ritmo no era el de Diego, no era una embestida. Era un movimiento de básculo, de molienda. Cada vez que se retiraba, sus paredes vaginales se contraían, lamentando la pérdida, y cada vez que volvía a entrar, el golpe profundo en su cérvix le robaba el aliento. Era el rellenador, cumpliendo su promesa. La llenaba por completo, estirándola hasta el límite, obligándola a sentir cada fibra de su ser siendo estimulada. Sus manos se aferraron a las sábanas, sus nudillos blancos por la presión.
Y mientras Marcos la desmembraba desde atrás, Katherine buscó a Álex con la mirada. Él seguía allí, de pie, una estatua de deseo y paciencia. Su verga se mantenía firme, un monumento a su contención. Sus ojos estaban fijos en el punto donde los cuerpos de Marcos y Katherine se unían, observando cómo el miembro de su amigo desaparecía y reaparecía, brillando con los jugos de ella.
—Álex —gimió Katherine, su voz rota por los embates de Marcos—. Ven aquí.
Álex dio un paso al frente, acercándose a la cama. Se colocó frente a ella, su rostro a la altura del suyo. Sus manos no la tocaron, pero su presencia fue un ariete más.
—Mírame —ordenó ella, sus ojos suplicantes y dominantes a la vez.
Álex la miró. Vio el sudor en su frente, el placer y el dolor entrelazados en su expresión. Vio cómo el cuerpo de Marcos se movía con una fuerza que él mismo ansiaba desatar.
—Tócame —suplicó Katherine—. Tócame los pechos. Apriétalos.
Álex obedeció. Sus manos, por fin, se posaron sobre la piel de Katherine. Eran grandes y fuertes, y las cubrieron por completo. Apretó, sintiendo la firmeza de sus pechos en sus palmas, los pezones duros clavándose contra su piel. La acarició, los masajeó, los pellizcó, y cada toque era una chispa más en el incendio que la consumía.
La escena era una sinfonía de carnes y sonidos. El ritmo de molienda de Marcos, los gemidos ahogados de Katherine, el jadeo de Álex mientras la torturaba con sus manos. Era el preludio perfecto. La primera penetración había sido la de Marcos, pero todos sabían que era solo el primer movimiento. El verdadero acto, la conquista final, la coronación del rey, todavía estaba por llegar. Y en la espera, en ese juego de poder y sumisión, se estaban forjando todos en una sola criatura de deseo sin límites.
El ritmo de Marcos se intensificó, su molienda se volvió más salvaje, más desesperada. Cada golpe profundo provocaba un gemido de Katherine que era cada vez más agudo, más cercano al grito. Sus brazos temblaban, a punto de ceder bajo el peso del placer que la asaltaba desde atrás. Y en medio de esa tormenta de sensaciones, Álex, con las manos todavía aferradas a sus pechos, inclinó su rostro hacia el de ella.
Y entonces lo percibió. Un olor. Un olor potente, masculino, que se mezclaba con el perfume dulce y el sudor de Katherine. Era el olor a semen, el aroma del soldado raso que había marcado su territorio. El olor a la victoria de Diego, impregnado en sus labios hinchados, en su barbilla, en el aire que ella exhalaba con cada jadeo. Para Álex, ese olor no fue un simple recuerdo; fue una provocación, una declaración de que su boca ya había sido conquistada.
Un instinto primario, más fuerte que la razón, se apoderó de él. Enderezó su torso, su rostro se endureció. El rey no compartiría su corona. Con un movimiento brusco, soltó los pechos de Katherine, agarró su pelo por la nuca y levantó su cabeza, forzándola a mirarlo hacia arriba. Sus ojos estaban vidriosos, su boca entreabierta en un «o» de sorpresa y placer.
Sin una palabra, Álex guió su arma de asedio hacia esa boca. La cabeza grande, ancha y enrojecida, rozó sus labios. Katherine, sumisa y excitada, abrió la mandíbula tanto como pudo, dispuesta a recibirlo. Pero esta vez era diferente.
Álex no fue lento. No fue delicado. Empujó hacia adelante, y la cabeza de su miembro penetró, llenando su boca de una manera que la de Diego nunca había logrado. Katherine sintió cómo se estiraban las comisuras de sus labios, cómo su mandíbula se forzaba hasta su límite. Intentó tragar, relajar su garganta, pero era inútil. Él era demasiado grande. Demasiado grueso. Demasiado largo.
Avanzó unos centímetros más y Katherine sintió el primer reflejo de ahogo. Su cuerpo se tensó, sus ojos se agrandaron. No podía atraparlo a plenitud, sencillamente no le cabía entera. Había encontrado su límite. Álex, en lugar de retroceder, se detuvo allí, en el umbral de su garganta, disfrutando del poder de su tamaño, de la forma en que su carne llenaba cada rincón de su cavidad bucal. La vena pronunciada de su miembro pulsaba contra su lengua, y ella podía sentir el latido de su sangre, el poder bruto que lo animaba.
—Mírame —siseó Álex, su voz baja y dominante—. Mírame a los ojos mientras te lleno.
Katherine lo intentó, pero las lágrimas del esfuerzo brotaron de nuevo, deslizándose por sus mejillas. Su boca era un túnel de carne caliente y restrictivo, y ella era su prisionera. Mientras Marcos la follaba desde atrás con su ritmo implacable, Álex comenzó a moverse en su boca con movimientos cortos y circulares, sin intentar ir más profundo, simplemente masajeando el interior de su boca con su tamaño descomunal. La doble estimulación era abrumadora. El golpe rítmico en su cérvix se fusionaba con la presión avasalladora en su boca, creando una tormenta de placer que la desintegraba.
Ya no era Katherine la que estaba al mando. Ya no era ella la anfitriona. Era un recipiente, un objeto de deseo, siendo usado y llenado por dos de sus amantes mientras el tercero observaba. Y en ese momento, atrapada entre la carne de Marcos y la de Álex, con el sabor del semen de Diego todavía en su paladar y el olor a sexo masculino impregnado en su piel, Katherine sintió que trascendía. Se había convertido en el centro de su universo pervertido, la diosa a la que debían adorar y profanar. Y el verdadero ritual, la verdadera coronación, estaba a punto de comenzar.
El semblante de Katherine se fracturó. El brillo de poder, la sonrisa pícara de la anfitriona, se desvanecieron como un truco de magia. En su lugar emergió una criatura más primitiva, más vulnerable. Sus cejas se fruncieron no en desafío, sino en una lucha desesperada por procesar la sobrecarga sensorial. Sus labios, estirados hasta el límite alrededor del miembro de Álex, temblaban, y un hilo de saliva mezclada con el residuo salado de Diego se escapaba por la comisura, cayendo en una perlita brillante sobre el terciopelo oscuro de la cama. Ya no era una diosa; era una ofrenda.
Y fue entonces cuando la tormenta se rompió. Marcos, con un rugido contenido que sonó más a agonía que a triunfo, aceleró su ritmo una última vez. Su cuerpo se tensó, sus nalgas se contrajeron y, con un embestida final que la hizo levantar la cabeza bruscamente, eyaculó dentro de ella. Katherine sintió el primer chorro de semen caliente y espeso impactar el fondo de su vagina, una oleada de líquido vital que la inundó. El calor se extendió por su pelvis, una prueba irrefutable de que el poeta había terminado su estrofa, que la había llenado con su tinta.
La sensación de ser llenada por un extremo mientras su boca era violada por el otro fue el detonante. Un espasmo violento recorrió su cuerpo desde el centro de su ser. No fue un orgasmo; fue una implosión. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, las pupilas dilatadas por el shock y el éxtasis. Un grito ahogado, atrapado por la carne de Álex, vibró en su garganta. Sus piernas perdieron toda fuerza y se derrumbaron, dejándola colgada, suspendida entre los dos cuerpos que la usaban, un títere cuyos hilos habían sido cortados.
Marcos, exhausto, se retiró lentamente. Su miembro, flácido y brillante, salió de ella con un sonido húmedo y obsceno, seguido por un torrente de su propio semen que goteó lentamente sobre el muslo interno de Katherine, marcándola.
Álex sintió el cambio. Sintió el temblor de su cuerpo, el colapso de su resistencia. Su instinto depredador se agudizó. Esta era su oportunidad. La conquista final no era simplemente follársela; era reclamarla en su momento de máxima vulnerabilidad.
Con una lentitud tortuosa, retiró su miembro de su boca. Katherine respiró hondo, un jadeo ronco y desgarrador, tosiendo ligeramente, su garganta adolorida. Un hilo de saliva conectaba la punta de la verga de Álex con su labio inferior, un vínculo viscoso que él rompió con un movimiento de la cadera.
No le dio tiempo a recuperarse. La agarró por la cintura, sus dedos hundiéndose en la carne suave y sudorosa, y la giró sobre la cama como si pesara nada. La dejó boca arriba, sus brazos caídos a los lados, las piernas abiertas, su sexo hinchado y enrojecido, goteando el semen de Marcos. Era un cuadro de derrota y sumisión absoluta.
Álex se arrodilló entre sus piernas. No miró su rostro. Su mirada estaba fija en su objetivo: ese centro húmedo y conquistado. Tomó su «arma de asedio» con una mano, la cabeza enrojecida y pulsante, y la alineó con la entrada de su sexo.
—Mírame —ordenó, su voz un trueno bajo y gutural.
Katherine luchó por enfocar la vista. Sus ojos se encontraron con los de él, oscuros y llenos de un deseo que era casi crueldad. Y entonces, Álex entró.
No fue como con Marcos. No fue un estiramiento gradual. Fue una invasión. La cabeza de su miembro, más grande y más ancha, se abrió paso a la fuerza. Katherine sintió un pinchazo agudo, una punzada de placer y dolor que la hizo arquear la espalda. Él no se detuvo. Empujó, y su carne deslizó hacia el interior, desplazando el semen de Marcos, empujándolo más profundo, reivindicando el territorio. Entró hasta el fondo, hasta que su pelvis chocó contra la de ella, y Katherine sintió cómo tocaba un punto que Marcos nunca había alcanzado, un punto profundo y secreto que le robó el aliento.
Se quedó allí, inmóvil, dentro de ella, permitiéndole sentir su tamaño, su peso, su dominio absoluto. Su mano viajó hasta su cuello, no para estrangularla, sino para posarse allí, un pulgar presionando suavemente su carótida, sintiendo el pulso acelerado de su sangre.
—Ahora —susurró Álex, su rostro a centímetros del de ella—, ahora sí es mía.
Y comenzó a moverse. Su ritmo no era el de Diego ni el de Marcos. Era un ritmo de conquista. Cada embestida era profunda, controlada, precisa. No la molia; la perforaba. La rellenaba y la vaciaba, la poseía y la abandonaba, solo para volver a poseerla con más fuerza. Cada golpe en su cérvix era una afirmación de poder. Y Katherine, debajo de él, rota y reconstruida, solo podía gemir y recibir. Había iniciado el juego, pero él había cambiado las reglas. Este ya no era el año de ellos. Era su año. Y ella era su reino.
El reino de Álex no era un lugar de paz. Era un territorio de conquista, y cada embestida era un golpe de ariete contra las murallas de una fortaleza que ya se había rendido pero que aún ansiaba sentir el peso del vencedor. Su ritmo era implacable, una fuerza de la naturaleza que no conocía la piedad. Cada vez que su pelvis chocaba contra la de Katherine, el sonido era un golpe sordo, húmedo, el eco de una posesión que se grababa en la carne. La cama entera se balanceaba con el ímpetu de su movimiento, los postes del dosel de terciopelo crujían como si protestaran por la violencia del acto.
Katherine ya no era una participante activa. Era un receptáculo. Su cuerpo, una vez un instrumento de poder, ahora era un instrumento de placer, pasivo y sumiso. Sus piernas, sin fuerza, estaban abiertas de par en par, una invitación perpetua. Sus brazos yacían inertes sobre las sábanas, y sus manos, que antes habían guiado y ordenado, ahora solo podían apretar la tela en un puño débil cada vez que la cabeza del arma de asedio de Álex golpeaba ese punto profundo y mágico en su interior. Un punto que Marcos, el poeta, solo había rozado, pero que Álex, el rey, estaba clavando con una precisión quirúrgica. Sus pechos, marcados por las manos de Álex, se balanceaban al compás de la violación, los pezones erectos apuntando hacia el techo como dos faros en una noche de tormenta.
Y entonces, desde el umbral de la puerta, una figura emergió de las sombras. Era Diego. El soldado raso. Había estado observando, su cuerpo todavía desnudo, su miembro flácido colgando entre sus piernas como un trofeo gastado. Había visto la caída de Katherine, la conquista de Álex. Y en sus ojos, no había resentimiento, sino una fascinación turbia. Había probado su boca, había sentido su garganta contrayéndose alrededor de su carne, pero lo que estaba presenciando era de otra magnitud.
Se acercó lentamente, sin hacer ruido, como un animal que no quiere asustar a su presa. Se paró junto a la cama, su mirada fija en el rostro de Katherine. Vio las lágrimas secas en sus mejillas, la boca entreabierta, el expression de éxtasis agotado. Vio cómo el sudor perlaba en su frente, cómo su cuerpo se sacudía con cada embestida de Álex.
Álex lo sintió. No necesitaba mirar. Percibió la presencia de su amigo, y en lugar de verlo como una intrusión, lo vio como una extensión de su propia dominación. Sin detener su ritmo, giró la cabeza hacia Diego, una media sonrisa cruel en sus labios.
—El poeta la ha llenado —dijo Álex, su voz un jadeo rítmico—. El rey la está reclamando. Pero la boca del reino… la boca del reino sigue vacía.
El mensaje fue claro. No era una pregunta; era una orden. Una invitación a participar en la profanación, a compartir el botín de la conquista.
Diego no dudó. Se subió a la cama, arrodillándose junto a la cabeza de Katherine. Su miembro, que había estado flácido, comenzó a responder al espectáculo. Se irguió lentamente, recuperando su firmeza, su curvatura hacia arriba apuntando de nuevo al cielo. O al infierno. Lo tomó con una mano y lo guió hacia los labios de Katherine.
Katherine, atrapada en el torbellino de sensaciones que Álex le imponía, sintió la presencia de otra carne en su rostro. Abrió los ojos con esfuerzo y vio el miembro de Diego, el soldado raso, listo para una nueva misión. Esta vez, no hubo orden, no hubo provocación. Solo abrió la boca.
Diego entró. Y para Katherine, la sensación fue completamente diferente. Después de la lucha casi imposible con el miembro de Álex, el de Diego era un alivio. Cabía perfectamente. Su curvatura se adaptaba al techo de su boca, su longitud era manejable. Podía cerrar los labios a su alrededor, podía usar su lengua, podía tragar. Era un regreso a la normalidad, a un placer que podía procesar.
Y así, la escena alcanzó su clímax simbólico. Katherine, la pequeña jovencita de dieciséis años, se convirtió en el puente entre sus tres amantes. Diego la usaba la boca con un ritmo constante, no tan brutal como el de Álex, pero igual de posesivo. Cada embestida de Diego en su garganta se sincronizaba con la de Álex en su sexo, creando una presión dual, un ritmo de ida y vuelta que la llenaba por ambos extremos. Era un sándwich de carne masculina, un objeto atrapado en el centro de su propio universo pervertido.
Álex observaba, sus ojos fijos en el punto donde su miembro desaparecía dentro de Katherine, pero su conciencia era consciente de cada detalle. Veía cómo las mejillas de Katherine se hundían al succionar a Diego, cómo su mano se subía para acariciar los testículos de su amigo. Era la confirmación final de su victoria. No solo la había conquistado a ella; había convertido a sus amigos en cómplices de su reinado, en extensiones de su voluntad.
La estimulación era demasiado. Para los tres. Diego, con la vista de Katherine siendo follada mientras él se la follaba la boca, aceleró su ritmo. Álex, sintiendo las contracciones de la vagina de Katherine alrededor de su miembro, sintió que su propio control se desvanecía. Y Katherine, atrapada en el centro de la tormenta, sintió que un segundo orgasmo, mucho más profundo y violento que el primero, se construía en lo más hondo de su ser.
No fue un grito. Fue un silencio absoluto. Su cuerpo se tensó como un arco, sus espalda se arqueó hasta un punto imposible, y sus ojos se cerraron. Un espasmo eléctrico recorrió cada fibra de su cuerpo. Sus piernas se cerraron instintivamente alrededor de la cintura de Álex, atrapándolo dentro de ella en un abrazo mortal. Su garganta se contrajo violentamente alrededor del miembro de Diego, provocando un gruñido de sorpresa y placer.
Esa contracción fue la que lo hizo explotar a Diego. Con un gemido ahogado, eyaculó en su boca. Esta vez, Katherine no tuvo que luchar para tragar. Su cuerpo estaba en piloto automático, y su garganta trabajó instintivamente, bebiendo la segunda ofrenda de la tarde.
Y al sentir las contracciones violentas de Katherine, al verla perder el control por completo, Álex alcanzó su propio límite. Con un rugido que pareció sacudir los cimientos de la casa, se hundió hasta el fondo una última vez y eyaculó. Una descarga larga y poderosa que inundó su útero, mezclándose con el semen de Marcos, marcándola desde adentro con su sello real.
Los tres se derrumbaron. Diego cayó de lado, su miembro flácido saliendo de la boca de Katherine con un chasquido húmedo. Álex se desplomó sobre ella, su peso pesado y reconfortante, su cara enterrada en el cuello, su aliento caliente contra su piel sudorosa.
Por un largo momento, solo se escuchaba el sonido de su respiración. Tres cuerpos entrelazados en un mar de semen, sudor y terciopelo. La promesa del amanecer se había cumplido, pero no de la forma que habían imaginado. No habían conquistado el mundo. Se habían conquistado unos a otros. Y en el silencio de la habitación, mientras el sol de la tarde se filtraba por las persianas, sabían que nada volvería a ser igual. Eran algo nuevo. Algo monstruoso y hermoso. Eran una sola criatura, forjada en el fuego de la lujuria.
El silencio que siguió no fue de paz, sino de vacío. Un vacío pesado, denso, lleno del olor a sexo, sudor y secreos compartidos. Katherine no se movía. Sentía el latido de su corazón, el lento goteo de sus fluidos mezclados con los de Marcos dentro de ella, el sabor salado y metálico de Diego todavía impregnado en su lengua. Era un mapa de su propia rendición.
Diego fue el primero en romper el hechizo. Se incorporó lentamente, su cuerpo joven y flexible moviéndose con torpeza. Miró la escena con una mezcla de asombro y una extraña vergüenza post-coital. Él, el soldado raso, había cumplido su misión, pero ahora el campo de batalla estaba quieto y el rey yacía sobre el botín. No sabía qué hacer. Miró sus ropas tiradas en el suelo, como si fueran el salvavidas que lo devolvería a la normalidad.
Marcos, que había observado el final desde una silla en la esquina, su cuerpo flácido y su mirada perdida, se levantó también. El poeta había escrito su verso y ahora contemplaba el poema, sin entender del todo el significado de las palabras que había ayudado a crear.
—Nos… deberíamos ir —murmuró Marcos, su voz era un hilo, casi inaudible.
Diego asintió, aliviado por la sugerencia. Empezaron a vestirse en silencio, sus movimientos torpes, evitando mirarse a los ojos, evitando mirar la cama donde los tres se habían fusionado en una sola criatura de placer. El aire estaba cargado de una nueva tensión, una que no era de deseo, sino de consecuencias.
Fue entonces cuando Álex se movió. No se levantó de un salto. Lo hizo con la lentitud de un predador que ha terminado de devorar a su presa y ahora está examinando los restos. Apoyó las manos a los lados de la cabeza de Katherine y se deslizó hacia arriba, hasta que sus rostros estuvieron a centímetros.
Álex no la besó. No la acarició. La miró. Sus ojos oscuros barren su rostro, leyendo cada detalle: la hinchazón de sus labios, las marcas rojas en su cuello donde su mano había descansado, las lágrimas secas que brillaban bajo la luz tenue.
—¿Dónde está el baño? —preguntó, su voz no era para ella, sino para la habitación en general.
Marcos señaló una puerta al otro lado de la suite. Álex se levantó, y por primera vez, Katherine vio su cuerpo en totalidad. No era el cuerpo de un dios, sino el de un chico de dieciséis años, delgado pero marcado, con una energía que parecía vibrar bajo su piel. Se movió con una nueva seguridad, una autoridad que no tenía antes. Caminó hacia el baño sin la más mínima vergüenza de su desnudez.
Mientras estaba dentro, escucharon el sonido del grifo. Luego el de la ducha. Diego y Marcos se vieron, una pregunta no formulada flotando entre ellos. ¿Se iban? ¿Esperaban? La indecisión los paralizó.
Álex volvió. Estaba mojado, el agua goteando de su pelo y cayendo por sus hombros. No se había secado. Se acercó a la cama, donde Katherine aún no se había movido, un espectro en el colchón deshecho.
—Levántate —ordenó. No era una petición.
Katherine sintió una oleada de pánico frío. Su cuerpo no le obedecía. Estaba dolorido, agotado, usado.
—No puedo… —susurró.
Álex no repitió la orden. Simplemente actuó. Agarró su brazo y la tiró de la cama con una fuerza que la sorprendió. Katherine se desplomó en el suelo, sus piernas temblorosas incapaces de sostenerla. Cayó de rodillas, con un gemido de dolor y humillación.
Álex se arrodilló frente a ella. No con ternura, sino con un propósito. Tomó su barbilla y la obligó a mirarlo.
—Esto no ha terminado —dijo, su voz baja y peligrosa—. Esto no fue una tarde de locuras. Esto es el nuevo orden.
Soltó su barbilla y se puso de pie. Miró a Diego y Marcos, que estaban parados junto a la puerta, vestidos y con cara de haber presenciado un accidente.
—¿Qué pasa? ¿Se creen que esto se acaba con una corrida? —les espetó Álex, su voz llena de desdén—. Esto no es un juego. Esto es lo que somos ahora. Y lo que somos, lo hacemos juntos.
Se acercó a ellos, dejando a Katherine arrodillada en el suelo, temblando y desnuda.
—Tú —dijo, señalando a Diego—. Mañana a la misma hora. Trae condones. Los que te gusten.
Luego se giró hacia Marcos.
—Y tú. Poeta. Tu tarea es pensar. Piensa en qué otra fantasía escondes en esa cabeza de mierda. Piensa en qué quieres que le hagamos la próxima vez. Porque habrá una próxima vez.
Se acercó a la cama, tomó el robe de seda negra de Katherine y se lo tiró a ella.
—Límpiate. Y vístete. Compórtate como la hija perfecta que eres. No le dirás nada. A nadie.
Se acercó a Katherine una última vez. Se agachó y le susurró al oído, para que solo ella oyera.
—Y tú… mañana en el colegio, me buscarás durante el recreo. En el fondo del patio, junto a los árboles. Sin bragas.
Se irguió, su dominio era absoluto. Ya no era un chico de dieciséis años. Era el rey que había nacido en medio de una orgía. Y acababa de establecer las leyes de su reino.
—Ahora váyanse —dijo, dirigiéndose a todos—. Tengo que hablar con ella a solas.
Diego y Marcos no dudaron. Salieron de la habitación como si huyeran de un incendio, cerrando la puerta detrás de ellos, dejando a Katherine y a Álex solos en el santuario profanado, el rey y su reina, el amo y su esclava.
El chasquido de la puerta fue el sonido más violento que Katherine había escuchado en toda la tarde. Más que los golpes de carne contra carne, más que los rugidos de placer. Fue el sonido del mundo exterior volviendo a existir, y el sonido de su universo privado, el que acababan de crear, quedando sellado. A solas con él.
Se quedó allí, de rodillas sobre la alfombra suave, el robe de seda negra en su regazo, un trozo de tela que parecía ridículamente inútil. El suelo estaba frío contra su piel, un contraste agudo con el fuego que todavía ardía en sus músculos y en sus entrañas. Estaba aturdida, sí, su mente era un torbellino de imágenes y sensaciones superpuestas: el sabor de Diego, la presión de Marcos, la invasión de Álex. Pero debajo de la niebla del agotamiento, había otra cosa. Un escalofrío. Una punzada de excitación pura y eléctrica que recorría su espina dorsal. Esto. Esto era lo que había querido. No solo el sexo, no solo la liberación de dos años de tensión. Quería esto. El cambio. La rendición. La aparición de este nuevo Álex, un desconocido que la miraba con una autoridad que la aterraba y la excitaba a partes iguales.
Álex no se movió. Se recostó contra el borde de la cama, cruzando los brazos. Su desnudez ya no era la de un adolescente vulnerable; era la de un predator en su territorio, completamente seguro, completamente dueño de la situación. La observaba, no con lujuria, sino con una curiosidad analítica, como un científico que ha creado una forma de vida y ahora estudia su comportamiento.
—Levántate —repitió, su voz esta vez era más suave, pero no por ello menos imperativa.
Katherine luchó contra su propio cuerpo. Apoyó las manos en el suelo y, con un temblor visible, se puso de pie. Sus piernas se sentían como fideos, y tuvo que apoyarse un instante en la cama para no caer. Se sentía expuesta, sucia, marcada. El semen de Marcos y Álex se le secaba en el interior de sus muslos, una pegajosidad que era un recordatorio constante de su sumisión. Se cubrió el pecho con el robe, un gesto instintivo de pudor que parecía una burla después de lo que había pasado.
—No te cubras —dijo Álex, su tono plano, como si le estuviera pidiendo que le pasara la sal—. Ya no hay nada que no haya visto. Ya no hay nada que no sea mío.
Las palabras le dieron en el pecho como un puño. Mío. No era una posesión romántica. Era una declaración de propiedad. Y su cuerpo, traidor, respondió con una nueva ola de calor.
—Álex… —logró decir, su voz era un susurro rasposo—. ¿Qué… qué ha pasado?
Él esbozó una sonrisa, pero no había alegría en ella. Solo una comprensión fría y clara.
—Ha pasado lo que tenías que pasar, Katherine. Lo que queríamos que pasara. Tú querías que te perdiéramos el respeto. Querías vernos débiles, querías vernos deseándote como animales. Y nosotros… nosotros que alguien nos quitara el control. Nosotros queríamos que nos liberaras de esa estúpida promesa del amanecer.
Se inclinó hacia adelante, su mirada intensa.
—Lo que no sabías es que no puedes liberar a un hombre de su control sin dárselo a otro. Tú nos liberaste de la amistad, de las reglas… y yo me quedé con todo el poder. El poder que tú diste.
Katherine lo miró, su mente luchando por procesarlo. Él le estaba devolviendo la responsabilidad, no como una acusación, sino como una coronación a su inversa. Ella había creado al rey.
—Yo… yo solo quería… —empezó, sin saber cómo terminar la frase.
—Querías que te folláramos —la interrumpió Álex, su crudeza fue un golpe—. Y lo conseguiste. Pero eso es solo el principio. La parte fácil. La parte física.
Se levantó y caminó hacia ella. Se detuvo tan cerca que ella podía sentir el calor de su piel, aunque no la estaba tocando. Su olor, a jabón, a su propio sudor, a ella misma, la envolvió.
—Ahora viene la parte divertida —continuó, su voz era un murmullo bajo y peligroso—. Ahora viene la parte mental. Mañana, cuando estés en clase, intentarás concentrarte. Intentarás ser la Katherine de siempre, la lista, la que no se mete en líos. Pero no podrás. Porque sentirás el dolor entre tus piernas. Sentirás el sabor de Diego en tu boca. Sentirás mi peso sobre ti. Y cada vez que cruces mi mirada en el pasillo, no verás a tu amigo Álex. Verás al hombre que te tuvo de rodillas, que te folló, que te ordenó levantarte. Y te mojarás. Justo ahí, en tu silla, delante de todo el mundo. Y no podrás hacer nada para evitarlo.
Katherine tragó saliva, su garganta seca. Él estaba describiendo su futuro, y cada palabra era una profecía que su cuerpo ya estaba ansioso por cumplir.
—¿Y ellos? —preguntó, su voz apenas audible—. ¿Diego y Marcos?
Álex se encogió de hombros, un gesto de indiferencia que era más cruel que cualquier insulto.
—Ellos son parte de esto. Son mis tenientes. Son las herramientas que usaré para darte placer. Para darte dolor. El soldado raso y el poeta. Cumplirán órdenes. Porque vieron lo que pasó hoy. Vieron cómo te convertiste en mía. Y les gusta la idea. Les gusta no tener que pensar, solo tener que actuar. Les gusta tener un rey que les diga qué hacer.
Le pasó una mano por el pelo, un gesto que podría haber sido tierno en otro contexto, pero que ahora sentía como la caricia de un dueño a su mascota.
—Pero esto… esto entre tú y yo… es diferente. Esto no es solo follar. Esto es un juego. Un juego que yo gano siempre. Y tú, Katherine, ya no eres una jugadora. Eres el tablero. Eres el premio.
Se apartó y fue hacia la pila de su ropa. Se vistió con la misma lentitud deliberada con la que se había duchado. Se puso los pantalones, la camiseta, las zapatillas. Cada prenda era una armadura que volvía a ponerse, pero la armadura de un rey, no de un adolescente.
Cuando terminó, se volvió hacia ella. Ella seguía allí, desnuda, temblando, con el robe apretado contra su pecho como si fuera un escudo inútil.
—Ahora, vete a ducharte —ordenó, señalando el baño con la cabeza—. Quiero que te laves todo. Quiero que te laves a ellos. Quiero que te laves a mí. Y cuando salgas, no quiero oler a nada más que a tu jabón. Quiero que estés limpia. Quiero que sonrías.
Se acercó a la puerta, pero antes de salir, se giró una última vez.
Y con eso, se fue. La puerta se cerró suavemente detrás de él, dejando a Katherine sola en la habitación, en el silencio, con el eco de sus palabras resonando en su cabeza. Se miró en el espejo del techo, a la chica desnuda y temblorosa que la devolvía la mirada. Y por primera vez en mucho tiempo, no vio a la chica ardiente e imposible de descifrar. Vio a una reina destronada. Vio a una esclava coronada. Y sonrió.
El silencio de la habitación fue un abismo que se tragó el eco de la puerta. Katherine permaneció inmóvil durante un minuto que se sintió como una hora, una estatua de cera fundida en el centro del santuario profanado. El aire estaba pesado, denso con los fantasmas de los susurros, los rugidos y los gemidos. El olor a sexo masculino, a sudor y a su propia rendición era tan potente que casi podía saborearlo, un recuerdo vivo pegado a las paredes, a las sábanas, a su piel.
Y entonces, el alivio llegó. No fue una ola, sino un lento goteo que se filtró a través de las grietas de su shock. El alivio de la soledad. El alivio de que la presión de sus tres miradas, de sus tres cuerpos, se hubiera disipado. El alivio de que el juego, por ahora, había terminado. Sus hombros, que no sabía que tenía tan tensos, se relajaron. El aire escapó de sus pulmones en un largo temblor, un suspiro que parecía llevar consigo el peso de las últimas horas.
Se miró las manos. Temblaban ligeramente. Las abrió y las cerró, como si redescubriera el control sobre su propio cuerpo. El robe de seda de se le resbaló de los brazos y cayó a sus pies, un charco negro en el suelo. Se quedó desnuda, y por primera vez en todo el día, no se sintió expuesta ni vulnerable. Se sintió… limpia. No físicamente, sino en el alma. El caos había terminado, y en su estela, había dejado una extraña y maravillosa calma.
Con pasos lentos y deliberados, caminó hacia el baño. Cada movimiento era una revelación. Sentía el tirón en sus músculos internos, un dolor sordo y placiente que era el mapa de la conquista de Marcos y Álex. Sentía el roce de sus propios muslos, pegajosos por los fluidos que se habían secado, un testimonio tangible de su doble rendición. No era asco lo que sentía, sino una especie de orgullo arqueológico. Estos eran los restos de la batalla, y ella era la superviviente.
Entró en el baño. La luz brillante del espejo le devolvió su reflejo, y por un momento, no se reconoció. La chica que le devolvía la mirada tenía los ojos vidriosos, los labios hinchados y rojos, el cabello un revoltijo de nudos y caos. Había marcas rojas en su cuello, la huella digital de la posesión de Álex. Pero debajo de ese desastre, había un brillo en sus ojos que nunca antes había visto. Era la luz del abismo. Era el brillo de alguien que había mirado dentro de sí mismo y había encontrado no un monstruo, sino una verdad.
Abrió la ducha y giró la perilla hasta que el agua estuvo casi quemando. Entró en la cabina y el chorro caliente la golpeó como una lluvia de fuego. Gimió, no de dolor, sino de pura gratificación. El agua parecía lavar no solo su cuerpo, sino también su mente. Cerró los ojos y se apoyó contra las baldosas frías, dejando que el agua la arrasara.
Cogió el jabón y empezó a frotarse. No fue una limpieza, fue un ritual. Frotó su piel con fuerza, como si quisiera eliminar la última capa de la Katherine de antes, la que vivía atormentada por un deseo truncado y un conflicto sin resolver. Frotó sus pechos, que todavía estaban sensibles al tacto, recordando la mano avidez de Álex. Frotó su estómago, sus caderas, sus piernas. Y luego, con una lentitud reverencial, se lavó entre sus piernas. Sus dedos se deslizaron sobre sus labios hinchados, sintiendo la delicadeza de su carne maltratada. No había dolor, solo una memoria placentera. Se introdujo un dedo, luego dos, sintiendo lo abierta que estaba, lo estirada. El agua se llevó el resto de ellos, el poeta y el rey, y ella se quedó allí, limpia, vacía y llena al mismo tiempo.
Cuando salió de la ducha, su piel estaba roja y brillante. Se envolvió en una toalla gruesa y se secó con una calma que no creía posible. Se miró de nuevo en el espejo. El desastre había desaparecido, reemplazado por una chica radiante, con las mejillas sonrosadas por el calor y los ojos claros y despiertos. La sonrisa que le salió al reflejarse no era la sonrisa pícara de antes, ni la sonrisa de poder que había usado para manipularlos en el pasillo. Era una sonrisa de satisfacción. Una sonrisa de paz. La sonrisa de alguien que finalmente ha obtenido lo que quería, aunque el precio fuera su propia demolición.
Volvió a la habitación. El olor a sexo seguía ahí, pero ya no la abrumaba. Ahora era solo un perfume, el aroma de su victoria. Se acercó a la cama, la escena del crimen, y la miró sin miedo. Vio la mancha húmeda en el centro de las sábanas, le pareció hermoso. Se sentó en el borde, la toalla caída sobre sus muslos, y sintió una ternura inesperada por esa cama, por esa habitación que había sido el altar de su transformación.
Se levantó y empezó a vestirse. No eligió nada provocador. Se puso un pantalón de chándal cómodo y una camiseta suave de algodón. Ropa de estar en casa. Ropa de hija perfecta. Y mientras se vestía, su mente no estaba en la humillación ni en el dolor. Su mente estaba en las palabras de Álex.
La casa estaba silenciosa, inmaculada, como si el terremoto que había sacudido la habitación de abajo nunca hubiera ocurrido. Se sentó en el sofá del salón, se abrazó las rodillas y se quedó mirando por la ventana, viendo cómo el sol se ponía y pintaba el cielo de naranja y púrpura.
No sentía arrepentimiento. No sentía culpa. Solo sentía una calma profunda y una anticipación vibrante. El año que había prometido que sería «suyo» se había convertido, en el transcurso de una tarde, en su año. El año de Álex. Y ella, Katherine Rivas, la chica ardiente e imposible de descifrar, por primera vez en su vida, sabía exactamente cuál era su lugar en él. Y no podía esperar a que llegara mañana.


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