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Dominación Mujeres, Heterosexual

El Hombre que No Debía Cantar

Alma.
La noche que fue marcada, Alma no lo supo.

Estaba en el bar de siempre, sentada en la misma mesa de siempre, con el mismo vaso de agua con hielo que no bebía. Veía a Leandro cantar. Él aún no sabía que lo iban a contratar para una gala privada. Tampoco ella. Pero alguien más sí lo sabía.

Dos hombres llegaron al bar ese jueves. No hablaban. No bebían. Solo observaban.

Vinieron por Leandro.

Eso fue lo primero.

Lo habían visto cantar en un festival menor. Lo rastrearon a través de músicos de calle, promotores sin licencia, y bares donde todavía se tocaban boleros a media luz. Querían ofrecerle una presentación privada, bien paga, en una isla que no figuraba en ningún mapa comercial.

Una gala cultural, dijeron. Exclusiva. Discreta. Para un público especial.

Pero cuando llegaron al bar a observarlo en acción, no fue su voz lo que más les llamó la atención. Fue ella.

Alma lo escuchaba con atención. Esa atención limpia, sin interés comercial, sin morbo. Era joven, atractiva, con un rostro que llamaba la atención sin esfuerzo. Cabello negro recogido, cuello largo, espalda recta, boca cerrada como quien guarda secretos por voluntad y no por miedo. Vestía con sobriedad, pero sabía estar. No necesitaba hablar mucho. Se le notaba la educación. La salud. La falta de urgencia.

Cuando la identificaron, no fue solo por belleza o juventud. Fue por composición general.

Silenciosa. Discreta. Constante.

Su presencia no era un accidente. Llevaba meses en ese bar, siempre los jueves. Siempre en la misma mesa. Siempre con Leandro. Y cuando él bajaba del escenario, hablaban.

Hija de un funcionario público. Algo inútil a simple vista, pero perfecta para lo que buscaban.

Lo tenía todo: el físico, la reserva emocional, el perfil.

La Reserva no cazaba prostitutas ni adictos de esquina. Eso lo hacían otros.

La Reserva seleccionaba. Y seleccionaba bien.

“habla mucho con Leandro”, anotó uno de los hombres en una libreta.

“Tranquila. Culta. Sin pareja aparente.”

“Elegancia contenida.”

“Piel clara. Bien cuidada. Cero marcas visibles.”

“Voluptuosa. Buenas tetas y culo.”

La interceptaron dos semanas después.

Supieron que vivía sola. Que su padre trabajaba en instituciones del Estado, con horarios fijos. Que ella se movía entre la universidad, bibliotecas y bares. Que no usaba redes sociales.

La abordaron en un lugar público, cerca de la universidad. Le hablaron con un tono neutro, casi paternal. Le comentaron que Leandro había sido invitado a una gala privada. Que él no era muy sociable, y que ella —como su amiga más cercana— era la persona ideal para acompañarlo.

Que no debía preocuparse: transporte privado, seguridad de primer nivel, y regreso garantizado esa misma noche.

Ella preguntó por detalles. Por el contrato. Por el sitio.

Ellos le sonrieron. Le dijeron que era mejor resolver todo en el camino, que el maestro Leandro ya había confirmado su asistencia. Que ya lo estaban recogiendo.

Le dieron una hora. Un punto de encuentro.

Cuando llegó, un vehículo oscuro ya la esperaba. Sin distintivos. Vidrios polarizados.

Ella dudó.

Pero subió.

No sabía que ya no iba a volver.

El viaje duró horas. No hubo conversación. Ni señales. Ni recepción telefónica.

Cuando aterrizaron —porque sí, hubo un vuelo, aunque nunca vio el aeropuerto—, no estaba con Leandro.

La bajaron primero, sola.

La condujeron por un camino estrecho, entre árboles.

Luego un pasillo.

Luego una sala blanca.

Luego una ducha sin agua caliente.

No le dieron ropa. No le explicaron por qué. Solo le ordenaron: “Quítese todo.”

Y ella obedeció.

Temblaba, pero no preguntó.

No porque confiara, sino porque algo en el silencio del lugar le dijo que preguntar no iba a cambiar nada.

Se notaba su cuerpo desnudo bajo la luz clínica. No había mantas. No había toallas. No había compasión.

Solo una cámara en una esquina. Y al otro lado del vidrio, alguien observando.

Durante un instante, pensó en gritar. Pero no lo hizo.

Luego la sentaron frente a una mujer con bata.

No le ofreció su nombre. Ni le pidió el suyo.

Solo dijo:

—Ahora eres nuestra.

Y después, silencio.

Y después, silencio.

Pasaron tres días antes de que viera al cantante.

Esa noche, Leandro cantó sin saber que ella estaba al otro lado del muro.

Sin saber que lo que había ido a hacer no era arte, ni espectáculo, ni cultura.

Era carnada.

La gala era una fachada. Una reunión de compradores.

A algunos les interesaban cuerpos.

A otros, obediencia.

A otros, sufrimiento medido.

A otros, la sensación de poder.

Alma sobrevivió en la Reserva porque no gritó.

Porque entendió rápido que la única forma de seguir viva era hacerse invisible.

Ser dócil.

Ser sumisa.

Fría, pero no rota.

Esa era la clave.

No darles ni más ni menos de lo que pedían.

Una vez —la primera vez— la sentaron sola, frente a un espejo.

Le ordenaron masturbarse.

Sin voz alta, sin reacción. Solo una orden seca: “Hazlo. Que se note.”

Ella no lo entendió al principio. Pensó que era una prueba.

Para los presentes fue sorpresa verla abriéndose de piernas y pasarse los dedos por su vagina hasta metérselos dentro, el dedo medio se lo metía lo más que podía.

Lo hizo porque entendió que tomar el control de su propio cuerpo —aunque fuera dentro del juego de ellos— podía darle una ventaja.

Sabía que si lo hacía rápido, sin temblores, sin tartamudeos, les robaba el morbo.

Un hombre se le acercó lentamente. Pasó una mano por sus piernas, la subió por su abdomen y apretó uno de sus pechos de muy buen tamaño. Le ordenó ponerse de pie, Alma lo hizo, obediente quedando justo a aquel hombre. Este mientras tanto se deshacía de sus pantalones y de su ropa interior. La atrajo hacía él abrazándola ya agarrándole el culo con ambas manos. Se encorvó para penetrarla sin usar sus manos, el glande fue entrando, Alma estaba húmeda, por lo que la penetración se hizo constante hasta el final con facilidad. Alma gimió al sentirse penetrada, los cuerpos chocaban. Era un pene grueso, pero no era el primero para Alma. Las manos de aquel hombre en ningún momento dejaron de estrujarle su poderoso culo. Le besaba el pelo, el cuello, las orejas. El hombre dejo su semen en el interior de Alma. Luego, la beso.

No quedó nada más.

Solo luces encendidas, una bandeja con comida sin olor, una cámara activa en la esquina, y un botón en la puerta que no hacía nada.

Alma no pidió ayuda. Tampoco exploró. Aprendió desde la llegada que todo movimiento era observado. Cada intento por entender era interpretado como necesidad. Y la necesidad era una debilidad.

Así que esperó.

Sentada, callada. Sin contar el tiempo en pasos o respiraciones. Solo en bandejas.

El segundo día entró una mujer. No habló. Le entregó ropa interior nueva, pero no la dejó vestirse frente a ella. Luego se retiró. En las paredes, el blanco era tan neutro que parecía reflejar el vacío.

Alma pensó en su padre por primera vez. En el último café que no terminaron. Pero no lloró. Sabía que incluso eso podía ser usado.

El tercer día, una voz surgió por los altavoces.

—Ponte de pie.

Ella lo hizo.

—Abre la puerta.

Lo hizo.

La esperaban al otro lado.

Dos hombres, uno con una tableta en la mano, el otro con uniforme gris sin insignias. El primero no la miró. Solo hizo un gesto. El segundo la condujo por un pasillo largo, sin ventanas, sin carteles.

No dijeron a dónde iba.

No era necesario.

Lo vio antes de que él la viera a ella.

Estaba de pie junto a una mesa metálica, hojeando documentos impresos, cosa rara en un lugar como ese. Alto, bien afeitado, rostro sin expresión. Pero había algo en su postura: una leve rigidez en la mandíbula, como si contuviera algo que no quería decir.

No era el jefe. No era el carcelero. No era como los otros. Pero tampoco era ajeno.

Alma lo reconoció por el cuerpo. Por la forma en que estaba quieto. Por el aire.

—Tú eres Alma —dijo sin mirarla.

No era una pregunta.

Ella no respondió.

Él la miró entonces. Por fin.

Y en ese instante, parpadeó más de una vez, como si algo le incomodara. Como si no esperara que ella lo reconociera.

Como si no esperara que ella estuviera tan entera.

Tan consciente.

Ella no apartó la mirada. No le concedió odio. Ni miedo. Solo eso: estar.

Y él bajó la vista, incómodo. Carraspeó. Luego dijo:

—Ven. Quiero mostrarte algo.

La condujo por un pasillo estrecho, con pasos lentos, casi silenciosos.

Después de dos giros, llegaron a una puerta metálica que se abrió sola al escanear su pulsera.

Al otro lado, un sendero.

Tierra apisonada, árboles bajos, y una franja de cielo pálido. La luz era natural, pero tamizada por una malla.

Caminaron sin hablar. Él delante, ella detrás.

Alma seguía vestida con la misma ropa interior que le habían ordenado usar esa mañana:

sostén sin varilla, ajustado pero sin encaje, de tela color carne. Panties altos, de algodón, que no ocultaban ni disfrazaban nada.

Era ropa funcional. Clínica. Seleccionada para mostrar, no para proteger.

Y en ella, su cuerpo era imposible de ignorar: las grandes tetas, la cintura definida, las caderas amplias.

No había piel desnuda, pero no hacía falta. Su volumen hablaba por ella.

Y él lo sabía.

No había vigilancia visible, pero Alma sabía que los ojos no se habían ido. Él caminaba como si no supiera qué hacer con las manos. A veces las metía en los bolsillos. A veces las sacaba. A veces las cerraba.

Cuando hablaron por fin, fue él quien lo hizo.

—¿Sabes por qué estás aquí?

Ella no respondió.

—Tú… no gritaste. Ni una vez.

Se detuvo. Se giró hacia ella.

Ella no bajó la cabeza. No desvió los ojos.

—Tú abusaste de mí —dijo.

Con la misma calma con la que una persona afirma la hora.

Él respiró hondo.

No la negó.

Tampoco se defendió.

—Me llamo Gael —añadió después.

Eso sí fue raro. Ninguno le había dicho un nombre.

—Hoy te voy a evaluar. Nada que no se haya hecho antes.

Pero su voz no encajaba con el contenido de sus palabras. Había titubeo. Matices.

Como si una parte de él no estuviera cómoda cumpliendo el guion.

Y Alma lo notó.

Pero ella ya sabía lo que esa palabra significaba ahí dentro.

Siguieron caminando por el sendero. Las ramas crujían despacio bajo sus pies.

El aire era denso. Casi limpio.

Y luego, al final de un tramo en pendiente, apareció la roca.

Alta. Maciza. Se alzaba hacia el cielo con forma de flecha, como si alguien la hubiera sembrado allí con una intención ritual.

A su sombra, un joven.

Sentado.

Solo.

—Acércate a él —ordenó Gael.

Alma se detuvo.

Por primera vez desde su llegada, titubeó.

No por miedo. No por sorpresa.

Sino por edad.

Él no era como los otros.

No era un cliente.

No era un ejecutor.

Era un chico. Tendría alrededor de 14 años, pensó ella.

No tenía la mirada entrenada. Ni el cuerpo endurecido.

La vio acercarse y tragó saliva.

Tenía el rostro limpio. El cabello revuelto. Semi desnudo como ella.

Y sobre todo, parecía confundido.

—¿Él también… está siendo evaluado? —preguntó.

No a Gael. A nadie.

Pero nadie respondió.

Alma supo entonces que la prueba no era para ella sola.

El joven parecía tener instrucciones claras.

Actuaba en automático, como quien ha repetido una secuencia muchas veces en la cabeza.

Pero aun así, se le notaba el temblor. En los dedos, en la respiración, en el modo en que apretaba los dientes al mirarla sin mirar.

Alma no se movió cuando la tomó del brazo.

Lo hizo con suavidad, pero sin pedir permiso.

La condujo hasta el suelo, junto a él, bajo la sombra de la roca.

El terreno era seco, tibio. El aire estaba inmóvil.

Se sentaron.

Durante un momento, no pasó nada más.

El chico tragó saliva. Su mirada vacilaba entre la obediencia y el pudor.

Luego, casi con torpeza, rozó el abdomen de Alma con la mano abierta.

No fue un gesto sexual. Fue algo aprendido. Una coreografía sin alma.

Ella sintió el contacto como una quemadura sorda.

No por el tacto. Sino por lo que revelaba:

Él también estaba atrapado.

Él también estaba siendo observado.

Él también estaba cumpliendo.

Y Gael, de pie a unos metros, no intervenía.

Ni lo alentaba.

Ni lo detenía.

Solo observaba. Como quien toma nota en silencio.

La mano fue subiendo hasta apretar una de las tetas de Alma, la empujo contra el suelo obligándola a acostarse sin soltarla, se colocó a un lado de ella y su otra mano fue a meterse bajo su pantie. Mientras acariciaba su vagina con torpeza la mano que había tenido en sus tetas ya había subido hasta el rostro de Alma, la acariciaba pasando sus dedos por la boca de ella. La tocaba cada vez con más urgencia, olvidando sus nervios o su miedo y dejándose atrapar por la excitación. La hizo darse la vuelta, ella obedeció no sin antes observar a Gael recostado muy cerca de ellos. El joven bajó su pantíe y dejo su culo al aire libre. Sus glúteos eran voluminosos y en esa posición más lo parecían. El joven también se bajó y se quitó sus calzoncillos, la iba a penetrar. Se colocó sobre ella, el pene del muchacho se acomodó en medio de sus nalgas. Alma no opuso resistencia cuando sin ningún tipo de preparación el pene comenzaba a hacer esfuerzos por meterse en su ano. Alma frunció el rostro pues, pese a que no se trataba de un pene grande igual le causaba dolor y malestar. Alma se dejaba usar como antes. Después del glande el resto del pene entro sin dificultad. Tampoco era la primera vez que alma recibía un miembro en su ano y Gael lo notó. También se fijó que a medida que la violación avanzaba, Alma lo miraba con la cara pegada al suelo y tenía la boca abierta, estaba suspirando, gemía. EL pene del muchacho se deslizaba ya con mucha facilidad, es en ese momento que Gael se acerca, le ordena que se vista y se vaya a su celda. Gael se agachó junto a Alma.

No la tocó de inmediato. Solo extendió una mano y le ofreció su prenda interior, doblada con torpeza.

—Pontela—dijo.

Ella no respondió.

No preguntó.

No lloró.

Solo se incorporó con lentitud, aceptó la tela, y se la colocó.

Cuando estuvo de pie, Gael la sostuvo suavemente del brazo.

No como quien somete, sino como quien acompaña lo que ya no puede revertir.

Caminaron de regreso en silencio.

41 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: amiga, culo, hija, joven, padre, semen, vagina, viaje
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