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Dominación Mujeres, Incestos en Familia, Intercambios / Trios

El lugar donde empieza el incesto

Amanda tenía nueve años y vivía en una casa al final de la calle de los Sauces, una vieja construcción de madera con un desván que era su refugio. Sus padres solían decir que tenía una imaginación prodigiosa, capaz de convertir cualquier rincón en un mundo distinto..
Aquella tarde, la lluvia golpeaba el vidrio del tragaluz con un sonido constante. Amanda estaba sentada en el suelo, rodeada de hojas arrugadas y lápices de colores. Dibujaba una figura alta con un abrigo largo.

 

—¿Puedo pasar? —preguntó una voz desde la puerta.

 

Amanda se sobresaltó. El lápiz rodó por el suelo hasta detenerse junto a una caja de juguetes viejos.

 

—¿Papá? —dijo, sin girarse del todo.

 

—Sí, hija —respondió la voz.

 

Su padre asomó la cabeza por la puerta. Era un hombre rubio, de ojos cansados, con un abrigo cuyos botones no coincidían entre sí. Sonreía con torpeza, como si no supiera muy bien cómo hacerlo.

 

—Te estaba buscando —dijo mientras avanzaba entre las cajas—. Está oscureciendo. Tu madre quiere que bajes a cenar.

 

Amanda lo miró con atención.

 

—Papá… —susurró—, Tu abrigo se parece al de mi dibujo

 

El hombre parpadeó, confundido, y luego soltó una pequeña risa.

 

—Este viejo abrigo… Hace rato que no me lo ponía, pero me pareció que aún servía.

 

Amanda bajó la vista hacia su dibujo. El hombre del abrigo tenía los mismos botones desiguales.

 

—Qué coincidencia —murmuró ella, apretando el papel entre las manos.

 

Su padre se acercó un poco más, el sonido de la lluvia se volvió más fuerte.

 

—Ven, hija —dijo él con una voz más baja—. No querrás quedarte sola aquí arriba.

 

Amanda dudó un segundo antes de levantarse. Afuera, el viento azotó la ventana, y el dibujo, arrastrado por la corriente, se deslizó hasta los pies del hombre. Él lo miró sin decir nada.

 

 

Entonces, sonrió otra vez.

 

Amanda se acercó despacio mientras bajaban juntos. Había algo en esa sonrisa, o quizá en el silencio que la seguía, que le resultaba distinto. Su padre solía hablar mucho, hacerle bromas, preguntarle por sus dibujos. Ahora, en cambio, parecía esperar algo.

 

—¿Pasa algo, papá? —preguntó ella finalmente.

 

—No, claro que no —respondió él, sin apartar la mirada del papel—. Solo me preguntaba en quién pensabas cuando dibujabas esto.

 

Amanda frunció el ceño.

—En tí, siempre pienso en tí.

 

Él asintió despacio, dobló el dibujo con cuidado y lo dejó sobre una caja.

—Vamos, tu madre se preocupa cuando no bajas.

 

Amanda lo siguió hasta la escalera. Cuando bajaron, la luz del comedor la cegó por un momento.

 

—¡Amanda! —exclamó su madre, Ingrid, desde la cocina—. ¿Otra vez en el desván? Te he dicho que no subas sola cuando llueve, las tablas están flojas.

 

—Estaba dibujando —dijo Amanda, bajando la mirada.

 

Ingrid se secó las manos en un trapo y se acercó. Tenía la expresión serena, pero sus ojos se detuvieron un instante en el abrigo de su marido.

 

—¿Y ese abrigo? —preguntó.

 

Él sonrió, la misma sonrisa torpe de antes.

—Hace rato no me lo ponía.

 

Ingrid lo observó unos segundos más, como si midiera su respuesta. Luego suspiró y volvió a la cocina.

—La sopa está servida —dijo sin mirarlos.

 

Amanda se sentó a la mesa. Su padre se colocó frente a ella, en silencio. Por la ventana, la lluvia seguía cayendo con fuerza.

Durante la cena, Ingrid hablaba de cosas triviales —la compra, el correo, la vecina nueva—, pero Amanda notaba algo en el ambiente, una tensión apenas visible.

 

Cuando su padre se levantó a buscar pan, Ingrid se inclinó hacia ella y susurró:

 

—¿Estaba tu padre contigo todo el tiempo allá arriba?

 

Amanda parpadeó, confundida.

—Sí… bueno, no. Llegó después. Me dijo que me buscaba.

 

Ingrid se quedó quieta, con el trapo aún en la mano.

—Curioso —murmuró.

 

Amanda la miró, sin entender. El sonido de pasos volviendo del pasillo la hizo callar. Su padre entró sonriendo y dejó el pan sobre la mesa.

 

—¿De qué hablaban? —preguntó con tono ligero.

 

Ingrid sostuvo su mirada unos segundos antes de responder.

—De nada importante —dijo finalmente, sirviéndole un poco más de sopa.

 

 

Amanda observó cómo su padre se sentaba frente a ella. El abrigo que aún llevaba puesto, oscuro y un poco grande para él, le daba un aire distinto, casi elegante, aunque no era un hombre que se preocupara por eso.

 

Su padre se llamaba Elias, y Amanda sabía que no le gustaba estar lejos de la tierra ni de sus cultivos. Siempre olía a madera, a pasto mojado, a trabajo bajo el sol. A veces lo veía, al amanecer, inclinado sobre los surcos detrás de la casa, moviéndose con la calma de quien conoce cada piedra del terreno. Tenía los hombros rectos, las manos curtidas y un cuerpo delgado, firme, que parecía no cansarse nunca.

 

Pero aquella noche, mientras sorbía la sopa en silencio, Amanda notó algo distinto. Quizá era la luz amarillenta del comedor, o la forma en que el abrigo, con sus botones desiguales, le cruzaba el pecho.

 

—Papá —dijo de pronto, rompiendo el silencio—, el abrigo te hace ver muy bien.

 

Elias levantó la vista, sorprendido. Sus ojos castaños, rasgados y cálidos, se suavizaron un poco.

—¿Te parece? —preguntó, sonriendo con cierta timidez—. Creí que era demasiado viejo.

 

—No —respondió Amanda, apoyando el mentón en la mano—. Te hace parecer… diferente.

 

Ingrid la miró de reojo, con una expresión difícil de descifrar. Dejó la cuchara sobre la mesa con un leve sonido metálico.

—Creo que la niña te está mirando como a un hombre mi amor —dijo, casi en un susurro.

 

Elias la miró con una sonrisa.

—¿Lo crees?

 

—Y si —replicó Ingrid, encogiéndose de hombros—. Solo mirale esos ojitos enamoradizos.

 

Amanda frunció el ceño.

 

Su madre sonrió.

 

Elias dejó la cuchara y se recostó en la silla. Su voz sonó más grave.

—Ingrid, si quieres decir algo, dilo. No empieces con tus insinuaciones frente a la niña.

 

El aire se tensó. Amanda sintió que el sonido de la lluvia se volvía más fuerte, o quizá era solo el silencio de los tres mirando el plato humeante.

 

—No es nada —repitió Ingrid, levantándose para recoger los platos—. Solo decía.

 

Elias se quedó quieto. Su mandíbula se movió apenas, como si quisiera decir algo y no pudiera.

—Te quiero mucho hija —dijo finalmente—. Eres mi princesa.

 

Ingrid no respondió. Solo siguió recogiendo los cubiertos, sin mirarlo.

 

Amanda los observó, confundida. Su padre, tan alto y seguro, parecía ahora más pequeño dentro del abrigo. Y su madre… su madre tenía esa mirada que usaba cuando hablaban de cosas que ella no debía oír.

 

—¿Cómo se mira a los hombres? —preguntó Amanda, en voz baja.

 

Elias la miró, y por un instante su expresión se ablandó.

 

—No es algo que se aprenda de inmediato, hija —dijo con voz suave—. Se mira con el corazón, y se refleja en el cuerpo.

 

Amanda inclinó la cabeza, intentando comprender.

—¿Y mamá… ella sabe mirar así? —preguntó, señalando de reojo a Ingrid, que todavía recogía los platos.

 

Elias ladeó ligeramente la cabeza, pensativo.

—Sí… ella sabe —respondió—. Así me mira a mí.

 

Amanda dejó la cuchara en el plato y se apoyó sobre la mesa. Por un instante, la lluvia pareció más cercana, como si golpeara contra las paredes para recordarle que algo se estaba diciendo sin palabras.

 

—¿Por qué dice mamá que yo te miré así entonces? —murmuró Amanda.

 

Elias no respondió de inmediato. Sus ojos se encontraron con los de ella, y hubo un silencio que parecía estirarse hasta el techo.

—Porque eres… especial —dijo al fin—. Y a veces lo olvido, pero tu mamá me lo recuerda.

 

 

La cena había concluido. Amanda, ya en pijama, se levantó de la cama sin hacer ruido. La madera del pasillo estaba fría bajo sus pies. La puerta del cuarto de sus padres estaba cerrada, pero una línea de luz dorada se filtraba por el borde inferior. Se agachó y escuchó.

 

—Finalmente sacaste el abrigo —dijo la voz de Ingrid, baja pero firme.

 

Hubo una pausa antes de que Elías respondiera.

—Sí. Creo que ya es el momento. Ya han pasado nueve años, Ingrid.

 

—Lo sé —respondió ella, suspirando—. Pero no estaba segura de que fuera el momento.

 

Elías se movió, quizás sentándose al borde de la cama.

—¿Crees que no esté lista? —preguntó él, con un tono que mezclaba duda y esperanza.

 

—No lo sé, Elías. Es una niña todavía —dijo Ingrid—. No creo que lo entienda.

 

—Creo que fallamos en eso —replicó él—. La idea era prepararla poco a poco. Pero se ha puesto muy hermosa y ahora incluirla de golpe…no lo sé.

 

Amanda apretó las manos sobre el suelo. Algo en la voz de su padre sonaba tenso, distinto.

 

—¿Y si nunca llega a entenderlo? —preguntó Ingrid después de un silencio largo—. ¿Y si no es lo correcto?

 

—Es lo que queríamos en ese momento —dijo Elías, con más fuerza de la necesaria—. Hablamos muchas veces, Ingrid. Sabíamos lo que implicaba.

 

—Sabíamos —repitió ella, apenas audible—. Pero una cosa es saberlo, y otra… vivir con ello.

 

Elías suspiró.

—Mira, solo quiero que confíes en mí. El abrigo era la señal. Si lo saco, es porque quiero hacerlo.

 

—¿Y si se asusta? —preguntó Ingrid—. ¿Y si empieza a preguntar?

 

—Entonces le diremos la verdad —dijo él—, o al menos una parte. Ya es hora.

 

Amanda sintió que el corazón le latía con fuerza. Quiso seguir escuchando, pero el suelo crujió bajo su pie. Dentro del cuarto se hizo un silencio abrupto.

 

—¿Oíste eso? —susurró Ingrid.

 

Amanda retrocedió con cuidado, conteniendo la respiración. Cuando llegó al final del pasillo, el sonido de la puerta abriéndose la hizo correr hacia su cuarto. Se metió bajo las cobijas justo cuando los pasos de su padre se detuvieron frente a su habitación.

 

No entró. Esperó unos segundos, luego escuchó el suspiro de Elías y el sonido de la puerta de sus padres cerrándose otra vez.

 

Amanda permaneció despierta mucho tiempo, mirando el techo, preguntándose de qué hablaban… y por qué su padre había decidido que ya era hora de que ella participara. No recordaba en qué momento se quedó dormida. Entonces escuchó el leve chirrido de la puerta.

 

No abrió los ojos. Fingió dormir, apenas respirando. Sintió pasos suaves acercarse. Luego, la voz de su madre, baja, casi un murmullo:

 

—Está dormida.

 

—Lo sé —respondió Elias, en el mismo tono—. Pero debe sentirlo, aunque no lo entienda. Amanda sintió el colchón hundirse un poco a un costado, y una mano tibia acarició su cabello.

—No te asustes, pequeña —susurró su madre—. Todo está bien.

 

Algo se movió encima de ella: un roce ligero, las cobijas alejándose de su cuerpo. Un instante después, el aire de la habitación la envolvió.

 

—¿Es necesario ahora? —preguntó Ingrid, con voz temblorosa.

 

—Sí —dijo Elias—. Es lo que acordamos.

 

Amanda quiso abrir los ojos, pero no pudo.

 

—Hazlo con cuidado—continuó Ingrid.

 

—Y lo haré —respondió él—. Pero para eso, debe empezar a conocer.

 

Amanda sintió la mano de su madre sobre la frente, cálida, temblorosa.

—Perdónanos, amor —murmuró Ingrid.

 

La mano de su madre descendió lentamente desde su frente hasta su pecho, deteniéndose justo sobre su pezón izquierdo. Amanda sintió el calor de los dedos, suaves y firmes alrededor, y un leve temblor que no parecía de miedo, sino de esfuerzo.

 

—Así —susurró Ingrid—. Despacio.

 

Elías se inclinó junto a ella. Su voz, casi un murmullo, sonó extraña.

Amanda no entendía lo que decía; eran frases cortas, pausadas, que se confundían con el ritmo de su respiración.

 

El cuarto se volvió más frío.

La mano de Ingrid permanecía sobre su pecho, y Amanda sintió como su pezón comenzaba a endurecerse.

 

— Está temblando. —dijo Ingrid

 

Elías no respondió. Solo acercó su mano a la de Ingrid, sobre el pecho de Amanda. Sus dedos se tocaron, y Amanda sintió una corriente cálida que le subía hasta la garganta.

 

Amanda escuchó el latido de su corazón dentro de su pecho, más fuerte, más rápido.

 

—Ya está —murmuró Elías, retirando lentamente la mano.

 

Amanda sintió, sin abrir los ojos, cómo su padre se acostaba detrás de ella, su calor pegándose a su espalda. Un peso cálido, firme, como si quisiera envolverla y protegerla y al mismo tiempo como algo que no identificaba se pegaba a su cola.

 

 

Ingrid se inclinó y besó a su hija en la frente, suave, casi temblorosa, mientras el cuarto quedaba en silencio, salvo por la respiración conjunta. Elías metió su mano por la parte interior de la camiseta de Amanda y acarició su abdomen. Amanda notaba como eso que tenía pegado a su cola se endurecía mucho.

 

Elías bajó su mano y la posó sobre la vagina de Amanda, sin meterla en su pantaloneta de pijama, sobre ella, solo sintiéndola. Amanda sentía los dedos curiosos de su padre hacer una presión suave, como si quisiera conocer cada parte. Tras un par de minutos su mano ingresó. Elías sintió por primera vez la suavidad de su piel íntima, lo cual le resultaba extremadamente placentero.

 

Amanda sentía el calor de su padre pegado a su espalda y, sin darse cuenta, movió ligeramente las piernas, permitiendo que eso tan duro que tenía pegado a su cola se abriera paso hacia el medio de sus nalgas. El pequeño gesto delató que estaba despierta.

 

—Shh… tranquila, mi amor —susurró Ingrid, posando una mano sobre la de Amanda—. Está bien. No pasa nada. Solo estamos contigo, cuidándote.

 

Elías, detrás de ella, no hizo comentario alguno. Su voz había quedado en silencio, pero la presión suave de su manos, el ritmo medido de sus dedos, continuaba acariciando la vagina de su pequeña hija. Amanda permaneció inmóvil, respirando con cuidado, dejando que todo ocurriera a su alrededor.

 

No entendía del todo lo que hacían, pero lo aceptaba sin cuestionar. Cada toque, cada susurro, cada movimiento estaba lleno de una intención que Amanda podía sentir: protección, amor, un cuidado que atravesaba lo físico y lo invisible.

 

En su mente, una certeza crecía con cada segundo: podía confiar en ellos. En su madre, cálida y atenta; en su padre, firme y silencioso. No necesitaba comprender todo. Solo sabía que debía permanecer allí, dejar que pasara, permitir que la envolviera el calor y la seguridad de sus padres.

 

Fue entonces que Elías tomó el borde de la pantaloneta del pijama y la bajó casi hasta las rodillas de Amanda, que sintió casi de inmediato que aquello tan duro que tenía pegado a su cola era piel, la piel de su padre.

 

Ingrid hizo su parte, acercó su mano para agarrar el pene de su esposo entre las piernas de su hija, lo colocó de tal forma que el largo de esa verga quedara en contacto directo con la vagina de Amanda.

 

Un impulso hizo que Amanda bajara la vista, y entre la oscuridad pudo visualizar el pene de su padre que le salía por entre sus piernas, como si fuera suyo propio. Amanda comenzó a sentir que su respiración se aceleraba. Ingrid, a su lado, no apartaba la mano de su pezón ni el contacto visual con su hija.

 

—Shh… tranquila, cielo —susurraba Ingrid, deslizando la palma de su otra mano desde la frente de Amanda hasta la mejilla, acariciándola con movimientos circulares y lentos, como trazando un mapa invisible de seguridad sobre su piel.

 

Cada gesto era medido: la otra mano de Ingrid amasaba su inexistente pecho y pellizcaba suavemente ocasionalmente su pezón, combinando presión y ligereza.

 

—Está bien, pequeña… no pasa nada —murmuraba, asegurándose de que Amanda permaneciera tranquila, que la fría brisa que entraba por la ventana no la alcanzara—. Solo respira, respira despacio.

 

Cada caricia, cada roce de Ingrid parecía un hilo que conectaba a Amanda con la calma de su madre. No había palabras grandilocuentes ni explicaciones: solo tacto, calor y ritmo constante. Amanda sentía cómo sus manos, su frente y su pecho se sincronizaban con los de su madre, y por un momento, todo el mundo —la lluvia, el frío, la oscuridad— parecía desvanecerse alrededor de ellos.

 

Amanda sentía el calor del pene de su padre y como emanaba en medio de sus piernas, pero en lo que realmente se concentraba es en lo que estaba sintiendo en lo que hasta ahora era su zona íntima, su padre la había abierto y la manera en que la tocaba le hacían sentir cosas que nunca había imaginado.

 

Amanda comenzó a notar algo extraño en su interior. Al principio era apenas un cosquilleo, tenue, en la panza, como si unas mariposas invisibles estuvieran revoloteando bajo su piel.

 

El cosquilleo se extendió lentamente, subiendo por su pecho, tocando su corazón y haciendo que sus latidos se aceleraran. Cada respiración se volvió más difícil de controlar; sentía cómo el aire entraba y salía con fuerza, mezclándose con la calidez de la mano de su madre y la presión firme de su padre detrás de ella.

 

No entendía lo que le pasaba. No podía ponerle nombre, ni explicar por qué su cuerpo reaccionaba así. Solo sabía que era una sensación intensa, agradable y extrañamente tranquilizadora al mismo tiempo. Era un cosquilleo que parecía llenarle la cabeza, nublando sus pensamientos, y un calor difuso que se extendía por todo su torso.

 

—Tranquila, mi amor —susurraba Ingrid—. Respira… muy despacio…

 

Amanda intentó obedecer, pero la sensación subía y bajaba como olas, y cada vez que lo hacía, su respiración se agitaba más. Era como si algo invisible la envolviera por completo: su piel, su pecho, su mente, todo vibraba al unísono con los gestos de sus padres.

 

 

Amanda no podía comprender. Su respiración se volvió entrecortada; cada inhalación era un pequeño jadeo, cada exhalación un suspiro que escapaba sin que pudiera controlarlo.

 

—Hhh… —escuchó salir de sus labios un sonido suave, involuntario, mientras los dedos de su padre se movían en el interior de su vagina

 

La mano de Ingrid sobre su pecho se movía con paciencia, siguiendo el ritmo de su respiración acelerada, y cada roce parecía amplificar el cosquilleo. Amanda cerró los ojos con fuerza, intentando calmarse, pero los sonidos continuaban escapándose: pequeños resoplidos, un “mmm…” que surgía de manera automática cada vez que la sensación recorría su torso.

 

Elías, detrás de ella, continuaba concentrado en la humedad cada vez mayor que su hija desprendía, sus manos firmes y precisas acariciaban su clítoris con avidez.

 

—Shh… tranquila… —susurraba Ingrid, apretando suavemente su brazo y rozando la frente de Amanda—. Respira conmigo… despacio…

 

Amanda intentó hacerlo, intentando repetir el ritmo de su madre, pero la sensación crecía, subiendo desde la panza hasta la garganta. Su pecho se expandía con cada inhalación, produciendo pequeños gemidos, casi un murmullo:

 

—Hhh… hhh… ah…

 

 

El pene de Elías sufrió satisfactoriamente las consecuencias del primer orgasmo en la vida de Amanda, quedando bañado en sus infantiles jugos.

 

—Ya… es suficiente —dijo Elías con voz suave, mientras retiraba lentamente sus manos.

 

Amanda permaneció inmóvil un instante, todavía sintiendo cómo el pulso extraño del orgasmo recorría su cuerpo, hasta que su madre se inclinó y la besó primero en la frente, luego en la mejilla y por último en la boca

 

—Duerme ahora, mi amor —susurró Ingrid—. Descansa.

 

—Papá… mamá… —logró decir Amanda, la voz entrecortada—… sentí… muy rico… quiero volver a sentir eso.

 

Ingrid sonrió con ternura, acariciando su cabello húmedo de sudor.

—Tendremos tiempo para eso, cielo. Pero ahora… es hora de dormir.

 

Elías asintió, y ambos se retiraron suavemente, dejándola sola.

 

Amanda se quedó recostada, el cuerpo todavía caliente y sudoroso, con la respiración agitada. Intentó acomodarse entre las cobijas, pero cada movimiento la hacía sentir el eco del cosquilleo recorrer nuevamente su panza y pecho. Cerró los ojos, respiró profundo, pero le costaba conciliar el sueño.

 

Su mente no dejaba de girar. Recordaba las manos de su madre, el pene de su padre detrás de ella, los suaves murmullos, la sensación en la piel y la cabeza nublada por la intensidad de lo que había ocurrido. Se preguntaba qué significaba todo aquello, por qué se sentía así, y cómo podía ser posible que algo tan extraño a la vez la hiciera sentir segura y protegida.

 

Amanda abrió los ojos lentamente. El calor del sol entraba por la ventana, dibujando rayos sobre las cobijas. Su cuerpo estaba pesado, cansado, y los recuerdos de la noche anterior seguían revoloteando en su mente: el cosquilleo, las manos de sus padres, la sensación extraña que había sentido

 

Se levantó con cuidado y caminó hacia la puerta. El pasillo olía a pan y café. Desde la cocina llegaban los sonidos familiares: el chisporroteo de la sartén y el tintinear de los cubiertos.

 

—Buenos días, mi amor —dijo Ingrid desde la cocina, con la voz suave y cálida que Amanda reconocía.

 

Amanda se detuvo por un instante. Su madre estaba vestida con un conjunto de lencería blanca, cubriendo prácticamente nada de su cuerpo, y parecía moverse con una confianza diferente, más ligera, como si cada gesto tuviera un ritmo nuevo. Amanda no entendía por qué, pero lo notó de inmediato: había algo distinto en ella. —Buenos días, mamá —dijo Amanda, intentando no mirar demasiado.

 

—Ven, cariño, el desayuno ya casi está listo —respondió Ingrid, sonriente, ajustando la plancha de huevos con naturalidad, como si nada fuera extraño—. Hoy te he hecho tus panqueques favoritos.

 

Amanda miró hacia afuera y vio que su padre no estaba en el patio ni en la terraza. Probablemente estaba ya en los cultivos, trabajando como siempre. Algo en el aire, sin embargo, le decía que nada volvería a ser igual, aunque no supiera exactamente qué había cambiado.

 

 

—Mamá… ¿por qué… estás vestida así? —preguntó con la curiosidad que siempre la caracterizaba, sin sentir miedo, solo desconcierto.

 

Ingrid se detuvo por un instante, girándose hacia ella con una sonrisa suave.

—Ah, cariño… —dijo, bajando la mirada con ternura—. Es que me es más cómodo estar así mientras cocino.

 

Amanda parpadeó, intentando comprender.

—¿No te da frío? —preguntó.

 

—No, cielo —respondió Ingrid—. Y además, no hay que temerle al cuerpo humano. Es algo natural. Todos tenemos un cuerpo, y no hay nada malo en mostrarlo o en sentirnos cómodos en él.

 

Amanda asintió lentamente. Su madre hablaba con calma, con paciencia, y cada palabra parecía ponerla a salvo de cualquier duda o miedo.

—Entonces… está bien —murmuró Amanda, todavía un poco extraña pero confiada—.

 

—Sí, mi amor —dijo Ingrid, acariciándole el cabello con suavidad—. Está bien ser curiosa, y también está bien aprender. Todo esto es parte de crecer y entender que el cuerpo es natural, y que no debemos tener miedo ni vergüenza.

 

 

—Entonces… ¿puedo mirar? —preguntó Amanda, un poco tímida, señalando las tetas de su madre sin querer con los ojos.

 

Ingrid sonrió, inclinándose suavemente hacia ella.

—Claro que sí, cariño. No hay nada que temer. Los cuerpos son así, cada uno diferente, y está bien que los conozcas y los veas. Entre nosotras podemos hablar de todo, ¿recuerdas?

 

Amanda asintió despacio, sintiéndose más tranquila.

 

—¿Qué quieres saber, cariño? —preguntó suavemente—. Entre nosotras no hay secretos. Puedes preguntar lo que quieras, siempre.

 

—¿Por qué son tan grandes? —preguntó Amanda, señalando tímidamente.

 

—Porque el cuerpo humano es así, pequeña —dijo Ingrid—. Tenemos distintas formas y tamaños, y todas son normales. Son parte de nosotras, y no hay nada malo en mirarlas, en aprender sobre ellas, o en sentir curiosidad.

 

Amanda frunció el ceño, pensando, y luego preguntó de nuevo:

 

Amanda la miró unos segundos más, con la curiosidad que la caracterizaba y la seguridad que sentía junto a su madre.

—Mamá… ¿por qué tú no las tienes así? —preguntó, señalando tímidamente, un poco sorprendida por la diferencia.

 

Ingrid sonrió, inclinándose hacia ella con ternura y colocando una mano sobre su hombro.

—Porque todos los cuerpos son distintos, mi amor —dijo con calma—. Algunas personas tienen más, otras menos, algunas más grandes, otras más pequeñas. No hay un tamaño “correcto”. Cada cuerpo es único y eso está bien.

 

Amanda frunció el ceño, pensando en lo que decía su madre.

—¿Y eso significa que algún día… yo también podré tenerlas así?

 

Ingrid sonrió con dulzura, acercándose un poco más y rozando su frente con la de Amanda.

—Con el tiempo, cariño, tu cuerpo cambiará, como todos los cuerpos lo hacen. Y también aprenderás a conocerlo y aceptarlo. Lo importante es que siempre recuerdes esto: no hay que tener miedo ni vergüenza, y siempre puedes confiar en mí para hablar de cualquier cosa.

 

Amanda sonrió tímidamente, reconfortada por la calma y la confianza que irradiaba su madre.

—Entonces… está bien preguntarte cosas —dijo finalmente.

 

—Sí, cielo —replicó Ingrid—. Siempre está bien preguntar. La curiosidad nos ayuda a aprender y a sentirnos seguras de nosotras mismas. Entre nosotras no hay secretos, y nunca los habrá.

 

 

—Mamá… ¿entonces yo también podría vestirme así? —preguntó, con la curiosidad que la caracterizaba y la seguridad que le brindaba la cercanía de Ingrid.

 

Ingrid sonrió, inclinándose hacia ella y acariciándole la mejilla con ternura.

—Claro, cielo —dijo suavemente—. Tú eres dueña de tu propio cuerpo, y siempre podrás hacer lo que quieras con él. Lo importante es que te sientas cómoda y segura contigo misma.

 

Amanda parpadeó, procesando la idea.

—¿Y si… no sé cómo? —susurró, un poco tímida.

 

—Entonces vendrás a mí —replicó Ingrid con dulzura, apretándole ligeramente la mano—. Siempre podrás acudir a mí con toda confianza. No hay preguntas tontas ni cosas de las que debas avergonzarte. Te enseñaré lo que necesites y siempre te acompañaré.

 

Amanda asintió lentamente, sonriendo con timidez.

—Entonces… está bien —dijo finalmente, sintiéndose aún más segura—.

 

—Sí, mi amor —dijo Ingrid, acercándose para darle un abrazo breve—. Siempre estará bien. Lo más importante es que aprendas a confiar en ti misma y en quienes te cuidan.

 

 

Amanda miró a su madre un instante, con una mezcla de curiosidad y determinación. Luego, sin decir nada, comenzó a deshacerse de su pijama, buscando sentirse más cómoda en la casa, tal como Ingrid le había explicado.

 

Ingrid la observó con una sonrisa suave, sintiendo ternura por la confianza y la iniciativa de su hija.

—Veo que quieres estar cómoda como yo —dijo con una voz cálida y llena de cariño—. Me alegra verte tomar tus decisiones con confianza, pequeña.

 

Amanda sonrió tímidamente, acomodándose las bragas blancas como única prenda que la cubría. No había vergüenza, ni miedo, solo la sensación de libertad y seguridad que le brindaba la presencia de Ingrid.

 

—Recuerda, cielo —agregó Ingrid, acariciándole la cabeza—. Siempre podrás hacer lo que te haga sentir bien contigo misma. Y si alguna vez tienes dudas, sabes que puedes acudir a mí.

 

 

—Cielo, ¿por qué no vas por tu padre? —dijo, señalando la puerta que daba al patio—. Dile que es hora de desayunar, así viene y nos acompaña.

 

Amanda asintió con entusiasmo, contenta de poder participar y ayudar.

—Está bien, mamá —respondió, con la confianza que ya sentía—. Se levantó con cuidado, todavía ajustándose las bragas que se le resbalaban un poco, y caminó hacia la puerta. Afuera, el sol iluminaba los cultivos donde Elías trabajaba, moviéndose entre las hileras con su ritmo pausado y seguro. Amanda sintió un pequeño escalofrío de anticipación

 

—Papá… —llamó Amanda con voz suave—. ¡Es hora de desayunar!

 

Elías se detuvo un instante, giró y la miró, sorprendiendo a Amanda con una sonrisa cálida.

—Gracias, princesa —respondió, dejando a un lado la herramienta que tenía en la mano y comenzando a caminar hacia la casa—. Ya voy.

 

—Supongo que tienes razón. Si todos vamos a estar cómodos, yo también puedo… adaptarme un poco.

 

Amanda parpadeó sorprendida y emocionada.

—¿En serio, papá? —preguntó, con la curiosidad brillando en sus ojos—.

 

—Sí —respondió él, con calma—. Nada de qué preocuparse. Solo quiero sentirme más libre mientras desayunamos.

 

Amanda observó cómo su padre se acomodaba, quitándose la ropa y moviéndose con naturalidad. Era algo nuevo para ella; nunca antes había visto a su padre así, tan relajado, y no pudo evitar que surgieran preguntas en su mente.

 

—Papá… ¿que es eso entre tus piernas? —preguntó, señalando sin malicia.

—Bueno… —respondió Elías, sonriendo y arrodillándose un poco para hablar a su nivel—. Los cuerpos son distintos, pequeña. Los hombres y las mujeres tenemos diferencias, y eso está bien. No hay nada de qué avergonzarse.

 

Amanda frunció el ceño, pensativa, y luego preguntó de nuevo:

—¿Y por qué los hombres tienen… eso? —señalando curiosamente—. ¿Y por qué se ve diferente que el cuerpo de mamá?

 

Ingrid intervino suavemente, sentándose al lado de Amanda y tomando su mano:

—Eso, mi amor, es algo natural. Los cuerpos de los hombres y de las mujeres son distintos, y cada parte tiene su función y su forma. Aprender a conocerlos nos ayuda a entendernos y a respetar a los demás.

 

Amanda escuchaba atentamente, su mente llena de preguntas, pero también con la confianza absoluta de que sus padres responderían con paciencia y cariño.

—¿Entonces… todos los hombres se ven así? —preguntó, todavía un poco incrédula.

 

—Algunos sí, otros un poco diferentes —respondió Elías—. Lo importante es aprender a conocerlos y a respetar esas diferencias.

 

 

Amanda se acomodó en la silla, observando a su padre con atención mientras él se relajaba a desayunar, con su vestimenta más cómoda. La luz del sol de la mañana iluminaba su rostro, dejando ver las pecas que salpicaban su piel blanca, heredadas en parte de su padre, y el brillo azul de sus ojos, que reflejaba su curiosidad infinita. Su cabello rubio caía ligeramente sobre los hombros, y la niña parecía concentrada en absorber cada detalle de la conversación, mientras la calidez del desayuno y la cercanía de sus padres la hacían sentirse segura.

 

—Papá… —dijo Amanda con voz baja, un poco tímida pero decidida—. ¿Cómo se llama… eso? —señalando sin pudor.

 

Elías suspiró con suavidad, mirándola con paciencia y cariño.

—Ah… bueno, pequeña, hay varias formas de llamarlo. —Hizo una pausa, sonriendo ligeramente por la inocencia de la pregunta—. Puedes decirle “pene”, que es el nombre correcto y científico; también se le llama “miembro”, y algunas personas usan “verga”.

 

Amanda frunció el ceño, asimilando las palabras.

—¿Y todas esas formas están bien? —preguntó con seriedad infantil, tratando de entender.

 

—Sí, cariño —respondió Elías—. Son nombres distintos para la misma parte del cuerpo. Lo importante es aprender a hablar de nuestro cuerpo con respeto y confianza, y también conocer los nombres para no sentir vergüenza al preguntar o aprender.

 

Ingrid, que seguía observando a su hija con ternura, acarició suavemente su cabello.

—Así es, cielo —dijo—. Siempre está bien preguntar y aprender. No hay nada de qué avergonzarse cuando hablamos del cuerpo, sea el tuyo o el de otra persona.

 

Amanda bajó la mirada un instante sin dejar de mirar la verga de su padre, removiendo los panqueques con el tenedor, antes de levantarla de nuevo hacia su padre.

—Papá… y mamá… —comenzó con timidez—, anoche… ¿por qué me tocaron así?

 

Elías y Ingrid intercambiaron una mirada rápida, tranquila, como si hubieran esperado la pregunta. Ninguno perdió la calma.

 

—Eso, pequeña, —dijo Ingrid, sonriendo suavemente—, fue parte de algo que queríamos que sintieras. No es algo malo ni peligroso. A veces los cuerpos nos dan sensaciones que no entendemos del todo, y eso está bien.

 

Amanda frunció el ceño, tratando de procesar la idea.

—¿Pero… por qué me sentí… así? —preguntó, sin saber cómo poner en palabras el cosquilleo y la sensación agradable que había sentido.

 

Elías se inclinó un poco hacia ella, con voz calmada y firme:

—Porque forma parte de un aprendizaje, pequeña. Algo que acordamos cuando decidimos formar nuestra familia. No tienes que entenderlo todo ahora, solo saber que estabas segura, y que nosotros siempre te cuidamos.

 

—¿Y siempre será así? —inquirió Amanda, con los ojos azules brillando de curiosidad—. ¿Sentiré esas cosas otra vez?

 

Ingrid acarició su cabeza, suavemente, con paciencia infinita.

—Con el tiempo lo comprenderás mejor, cielo. Algunas cosas se sienten antes de entenderlas, y eso es normal. No tienes que apresurarte a ponerle nombre ni explicación a todo. Solo sentir y aprender a confiar en tus padres.

 

Amanda miró a su madre, luego a su padre, y asintió despacio.

—¿Y eso que hicimos anoche… era un juego? —preguntó con voz baja, tratando de encajar la experiencia en algo que pudiera comprender.

 

Elías sonrió suavemente, con un toque de complicidad y serenidad.

—No era un juego, pequeña… era algo que tenía que hacerse con cuidado. Por eso queríamos que te sintieras segura y protegida. Siempre estaríamos contigo.

 

 

—Papá… y mamá… —comenzó con voz baja—, anoche… ¿eso que pasó… tenía que ver con sexo?

 

Elías y Ingrid intercambiaron una mirada rápida, serenos y pacientes. Ninguno perdió la calma.

 

—Sí, pequeña —respondió Ingrid suavemente—, tiene que ver con sexo, pero de una forma muy especial y cuidada. No es algo peligroso ni malo para ti ahora. Hay cosas del cuerpo y de las sensaciones que a veces no entendemos del todo, y eso está bien.

 

Amanda frunció el ceño, tratando de comprender.

—¿Y por eso me sentí… así? —preguntó, señalando el cosquilleo que aún recordaba en su panza y pecho.

 

Elías asintió con calma:

—Sí, cariño. Es parte de algo que forma parte de aprender y entender nuestro cuerpo, y también de sentir confianza en quienes nos cuidan. Por eso queríamos que estuvieras segura, protegida y acompañada.

 

Amanda bajó la vista, procesando las palabras. La palabra “sexo” había dado nombre a la sensación que sentía, pero la confianza y la cercanía con sus padres la hacían sentirse protegida, curiosa y segura. El misterio de la noche anterior seguía allí, pero ahora con un poco más de claridad y con la certeza de que sus padres siempre la guiarían con cariño.

71 Lecturas/11 noviembre, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: hija, incesto, madre, mayor, padre, recuerdos, sexo, vecina
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