El pasaporte sobre la mesa
Cuando la enfermedad de su madre apareció, Jorge aún no había aprendido a quedarse..
Su vida estaba hecha de horarios flexibles, mochilas medio armadas y decisiones que podían cambiarse con una llamada. Dormía poco, no por cansancio, sino por costumbre: siempre sentía que algo estaba por empezar.
Ella, en cambio, llevaba meses despertándose antes del amanecer. No por voluntad, sino porque el cuerpo ya no le obedecía como antes. Se levantaba despacio, con cuidado, y se sentaba en la mesa de la cocina aunque no fuera a desayunar. Desde allí miraba por la ventana, envuelta en una bata demasiado grande, esperando que el día avanzara solo.
Los médicos hablaban de control y de etapas manejables. Su madre asentía, hacía preguntas claras y guardaba los resultados en una carpeta azul que Jorge recordaba desde el colegio. Él escuchaba en silencio, con esa mezcla de incredulidad y prisa de quien todavía cree que todo puede arreglarse rápido, si se actúa a tiempo.
Jorge seguía saliendo de la casa con apuro, aunque ya no tenía claro hacia dónde iba. Volvía tarde, cansado, y la encontraba despierta, leyendo el mismo párrafo una y otra vez. Ella levantaba la vista al oír la puerta, como si ese sonido confirmara que el día aún no había terminado.
La diferencia entre ellos se notaba en los objetos. En el cuarto de Jorge había ropa sin doblar, libros empezados y un pasaporte nuevo sobre el escritorio. En el de su madre, todo estaba dispuesto desde hacía años: fotografías enmarcadas, los medicamentos ordenados por horas, una lámpara que nunca cambiaba de lugar. Había aprendido a no mover lo que todavía funcionaba.
A veces, Jorge hablaba de un viaje. No como un plan concreto, sino como una posibilidad abierta. Ella lo escuchaba con atención, sin interrumpir. Al final hacía una pregunta práctica —cuánto tiempo, a dónde— y luego cambiaba de tema, como si supiera que algunas decisiones no necesitan respuesta inmediata.
Por las noches, cuando la tos la despertaba, Jorge llegaba enseguida a su habitación. Le acercaba un vaso de agua sin decir nada. Ella lo aceptaba con una sonrisa breve. Ambos sabían que algo había cambiado, aunque ninguno lo nombrara.
Todavía no sabían cuánto duraría la enfermedad. Para Jorge, todo seguía siendo provisional. Para su madre, cada día tenía un peso distinto, más lento. La casa sostenía esa tensión sin romperse: la de un hijo que empezaba a aprender a quedarse y la de una mujer que, poco a poco, aprendía a soltar sin irse del todo.
Jorge tenía veintiséis años. Había terminado el colegio y había intentado estudiar durante un tiempo, pero lo dejó cuando la enfermedad de su madre empezó a avanzar. No fue una decisión dramática ni heroica: simplemente ocurrió. Alguien tenía que trabajar, y él era el único que podía hacerlo.
Su madre tenía cincuenta y dos. Hasta hacía poco había trabajado de forma constante, pero la enfermedad la obligó a dejarlo. Al principio fueron mareos y un cansancio persistente. Luego llegaron la tos nocturna, la falta de aire y un dolor que aparecía sin aviso. Los médicos hablaron de tratamiento y de límites claros: no podía seguir con jornadas largas ni esfuerzos físicos. Desde entonces, dependía del ingreso de Jorge.
Él trabajaba en una empresa de mensajería. Entraba temprano, salía tarde y aceptaba turnos extra cuando se los ofrecían. No le gustaba el trabajo, pero tampoco lo cuestionaba. Era lo que había. Cada fin de mes organizaba los pagos: el arriendo, los servicios, los medicamentos, las consultas médicas. No sobraba nada, pero alcanzaba.
La rutina se volvió estable. Jorge trabajaba. Su madre se quedaba en casa. Algunos días estaba mejor y cocinaba; otros apenas se levantaba de la cama. Él aprendió a reconocer esos días sin que ella se lo dijera. No discutían sobre eso. Cada uno hacía lo que podía.
Una noche, mientras cenaban, Jorge habló del viaje. No lo dijo como una fantasía, sino como una idea concreta. Propuso que se tomaran unas semanas, que fueran a un lugar tranquilo, donde ella pudiera respirar mejor y salir de la rutina médica sin abandonarla del todo. Dijo que había estado ahorrando, que podía pedir permiso en el trabajo, que lo habían hablado con el médico.
Su madre lo escuchó en silencio. Preguntó cuánto tiempo, cuánto costaría, y si él estaba seguro. Jorge respondió a todo sin apurarse. Por primera vez, no habló de posibilidades, sino de una decisión.
Ese viaje, dijo, no era para escapar de nada. Era para estar juntos en otro lugar, antes de que el tiempo volviera a cerrarse. Ella no respondió de inmediato. Pero no dijo que no.
La madre de Jorge se llamaba Elena. Tenía cincuenta y dos años y, aunque intentaba no demostrarlo, el viaje le producía más inquietud que entusiasmo. No le preocupaba el destino, sino todo lo que quedaba atrás: la casa cerrada, los medicamentos contados, la idea de salir de la rutina que la mantenía estable.
La noche antes de partir durmió poco. Repasó mentalmente si había apagado el gas, si había dejado las llaves donde siempre, si el cuerpo le respondería lejos de los médicos. A Jorge no le dijo nada. No quería que pensara que dudaba de su decisión.
Salieron temprano. Jorge cargó las maletas y Elena caminó despacio hasta la terminal. El autobús estaba casi vacío. Durante el trayecto, ella miró el paisaje sin comentar mucho. El viaje fue largo, pero tranquilo. El aire comenzó a cambiar a medida que se alejaban de la ciudad. Se sentía más cálido, más seco.
El destino era un pueblo pequeño, conocido por ser un lugar de descanso. Desde allí tomaron otro transporte hasta unas cabañas apartadas, rodeadas de vegetación baja y caminos de tierra. No había comercios cerca ni ruido de tránsito. Solo algunas casas dispersas y silencio. A Elena le sorprendió la lejanía. Preguntó si de verdad ese era el lugar, si no estaban demasiado aislados. Jorge le aseguró que todo estaba pensado, que el médico lo sabía, que tenían lo necesario. Ella asintió, aunque seguía observando con atención, midiendo el entorno como quien necesita entender dónde está parada.
Cuando entraron a la cabaña, Elena dejó la maleta junto a la cama y se acercó a la ventana. Respiró hondo. El aire era caliente, pero limpio. No había voces, ni motores, ni pasos ajenos. Solo quietud.
Se volvió hacia Jorge y le sonrió. No fue una sonrisa grande ni eufórica. Fue una sonrisa tranquila, sincera, de agradecimiento. En ese gesto, breve pero claro, Jorge supo que el viaje había valido la pena.
Por primera vez en mucho tiempo, estaban lejos de todo. Y, contra lo que Elena había temido, eso no la inquietaba. Al contrario: le daba una calma que no esperaba.
El sol de la tarde se filtraba por la ventana de la cabaña, dibujando un rectángulo de luz dorada sobre el suelo de madera. Afuera, el silencio era casi absoluto, roto solo por el canto lejano de un grillo. Elena estaba sentada en el borde de la cama, observando cómo el polvo danzaba en el haz de luz. Se sentía liviana, como si el aire cálido y seco hubiera disuelto parte del peso que llevaba en los pulmones y en el alma.
Jorge entró con dos vasos de agua fría. Se los acercó y se sentó a su lado en la cama, no demasiado cerca, pero lo suficiente para sentir el calor de su cuerpo. Ella tomó el vaso y sus dedos se rozaron. Un contacto breve, eléctrico, que none de los dos pareció notar conscientemente.
—Gracias —dijo Elena, y su voz sonaba más suave, sin la tensión de la ciudad.
—Descansa —respondió él. —Mamá, descansa de verdad. No hay nada que hacer.
Ella asintió, pero no se recostó. Miró hacia la ventana, luego hacia él. En ese entorno nuevo, sin las paredes de la casa llena de recuerdos y obligaciones, Jorge ya no era solo el hijo que se quedaba. Era un hombre. Tenía la marca del cansancio en los ojos, una nueva seriedad en la mandíbula. Y era hermoso. El pensamiento llegó a Elena de forma abrupta, sin permiso, y la hizo ruborizar ligeramente. No era una belleza maternal, la que se reconoce con orgullo. Era otra cosa. Una admiración aguda, casi dolorosa, por la fuerza de su cuello, por la forma en que la camiseta se adhería a sus hombros.
Jorge la estaba mirando también. Veía a su madre, pero también veía a la mujer. Veía la piel de su cuello, más pálida y suave de lo que recordaba, el contorno de sus pechos bajo la tela del vestido de verano, la curva de sus piernas cruzadas. Se dio cuenta de que no la había visto así, realmente vista, desde que era un niño y ella era solo «mamá». Ahora, en ese oasis de silencio, era Elena. Una mujer de cincuenta y dos años, vulnerable y, a pesar de todo, vibrante.
El ambiente se cargó de una electricidad silenciosa. El aire se volvió denso, cálido. Elena sintió una opresión en el pecho que no tenía nada que ver con su enfermedad. Era un pulso, un despertar de una sensibilidad que creía muerta. Se levantó, necesitaba moverse, y se acercó al pequeño armario de madera para colgar un vestido.
—Se arrugará todo si lo dejo ahí —murmuró, más para sí misma que para él.
Jorge la siguió con la mirada. Vio cómo se estiraba para alcanzar la perilla, cómo la tela de su vestido se ceñía a sus caderas. Sintió un nudo en la garganta, una mezcla de protección y un deseo oscuro y confuso que lo recorrió como una descarga. Se levantó y se paró detrás de ella, tan cerca que casi la tocaba. No dijo nada. Solo levantó una mano y, con un temblor casi imperceptible, apartó un mechón de pelo que había caído sobre la nuca de ella.
Sus dedos rozaron la piel de su cuello. Elena se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. El tacto de su hijo era a la vez familiar y completamente nuevo. Era la mano que le curaba las rodillas raspadas, pero ahora portaba una carga diferente, una intensidad adulta que la hacía temblar. Un calor se extendió desde ese punto de contacto, recorriendo su espina dorsal y anidándose en lo más hondo de su vientre. Lentamente, como en trance, se giró para enfrentarlo.
Sus rostros estaban a centímetros de distancia. Jorge pudo ver el oro en los ojos de su madre, las finas arrugas que las sonrisas y las preocupaciones habían dibujado a su alrededor. Elena vio la confusión y el anhelo en la mirada de su hijo. No hubo preguntas. No hubo palabras. Solo un entendimiento tácito, un cruce de un umbral del que no había vuelta atrás. Él inclinó la cabeza y sus labios se encontraron. No fue un beso de consuelo ni de gratitud. Fue un beso hambriento, desesperado, el primer paso en un viaje mucho más profundo y peligroso que el que los había traído hasta allí. Era el beso de un hombre y una mujer que, por primera vez, se permitían verse más allá de la sangre y el deber, reconociendo en el otro la única compañía real en un mundo que se les había vuelto incomprensible. El beso se rompió con una sacudida violenta, como si una descarga eléctrica los hubiera separado. Dieron un paso atrás al mismo tiempo, el aire entre ellos cargado de un peso denso y sofocante. El silencio de la cabaña, que momentos antes era una paz acogedora, se convirtió ahora en un testigo acusador. Jorge no podía mirarla. Sus ojos se clavaron en el suelo de madera, en una veta oscura que parecía una cicatriz. El calor de sus labios todavía ardía en los de él, un fantasma de un acto que su mente se negaba a procesar.
—Lo siento —susurró, la voz rota, ahogada por la vergüenza. —Mamá… lo siento mucho.
No esperó una respuesta. Giro sobre sus talones y salió de la habitación casi a la carrera, cerrando la puerta con un suave chasquido que sonó como una condena. Se apoyó contra la madera fría, con los ojos cerrados, luchando por recuperar el aliento. El corazón le martilleaba en el pecho, no de deseo, sino de pánico. ¿Qué había hecho? La imagen del rostro de su madre, su confusión y su terror, se grabó a fuego en su retina.
Jorge caminó sin rumbo por el sendero de tierra que rodeaba la cabaña, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. Repasaba una y otra vez el instante del beso, la suavidad inesperada de la piel de su cuello, el perfume familiar y a la vez extraño de su pelo. Cada vez que lo recordaba, una ola de náusea y culpa lo golpeaba. Había cruzado una línea, una que ni siquiera sabía que existía, y ahora no había forma de volver atrás. Era un monstruo.
Dentro, Elena se había quedado de pie en medio de la habitación. Llevó una mano temblorosa a sus labios, como si quisiera borrar el rastro de él. El beso no había sido violento, pero sí devastador. En él había sentido la desesperación de su hijo, el miedo a la pérdida, pero también otra cosa, algo más oscuro y primario que la había helado y, al mismo tiempo, la había despertado. Se sentó en el borde de la cama, y por primera vez en meses, la vergüenza no era por su cuerpo debilitado, sino por el tumulto de sentimientos que ese beso había desatado en ella. La culpa era un veneno amargo, pero debajo de ella, una curiosidad perversa comenzaba a germinar.
Las horas pasaron en una eternidad de silencio. El sol se tiñó de naranja y luego de púrpura, arrojando sombras largas y fantasmales a través de la habitación. Elena no se movió. No tosía. El aire seco y cálido parecía haber calmado sus pulmones de una manera que ningún medicamento había logrado. Se sentía… bien. Físicamente, bien. Y esa normalidad física era la cosa más extraña de todas, una burla cruel al caos que se apoderaba de su alma.
Cuando la noche fue completa y solo la luz de una pequeña lámpara de lectura rompía la oscuridad, Jorge volvió. Había estado fuera todo ese tiempo, dándose de golpes mentales, construyendo y derribendo excusas. La puerta se abrió con un crujido y él entró, sin mirarla directamente. En una mano sostenía una pastilla y en la otra un vaso de agua.
—Mamá… —empezó, la voz insegura. —Es hora de tu medicina.
Elena estaba sentada en la cama, pero ya no llevaba el vestido. Se había cambiado, buscando la comodidad del calor nocturno, y ahora solo tenía puesto un sostén de algodón blanco, gastado y suave, y un par de bragas sencillas del mismo tejido. La luz tenue de la lámpara dibujaba su figura con una intimidad brutal. Jorge se detuvo en seco, el aire escapándose de sus pulmones.
La enfermedad la había hecho enflaquecer, pero en esa penumbra, su cuerpo tenía una delicadeza etérea. Sus hombros, un poco huesudos, emergían de las tiras finas del sostén. La piel de su pecho era pálida, casi translúcida, y Jorge pudo ver el tenue latido de una vena azulada bajo su clavícula. Sus pechos, pequeños y caídos por el tiempo y la maternidad, se posaban con una naturalidad que era infinitamente más erótica que cualquier perfección juvenil. La luz se detenía en la curva suave de su vientre, marcado por una fina línea vertical, y descendía por el triángulo de algodón que ocultaba su sexo, un misterio sagrado y prohibido que ahora estaba frente a él, inesperado y tangible.
Elena notó su mirada. Un rubor sutil subió por su cuello y sus mejillas, pero no se cubrió. Se quedó quieta, dejando que él la viera. Era una forma de castigo, una forma de decir: Mira lo que has hecho. Mira lo que has mancillado.
—Aquí la tienes —dijo él, acercándose con torpeza y dejando la pastilla y el vaso en la mesita de noche, sin atreverse a tocarla.
Se sentó en el único sillón de la habitación, manteniendo una distancia segura. El silencio se extendió de nuevo, pesado, expectante.
—Jorge —dijo ella finalmente, su voz apenas un murmullo. —No… no fue solo tuyo.
É levantó la vista, sorprendido.
—Yo también te besé —continuó, sin mirarlo a los ojos, sino fijándose en sus propias manos entrelazadas sobre el regazo. —Yo no me moví. Yo…
Se interrumpió, incapaz de formular la confesión. Jorge sintió un alivio tan profundo que casi le dolió. No estaba solo en su infamia.
—Estábamos asustados —dijo él, encontrando las palabras. —Solos. Este lugar… es como si no existiéramos fuera de aquí. Como si las reglas no valieran. Elena asintió lentamente. La explicación era lógica, pero ambos sabían que era insuficiente. La culpa seguía ahí, pero ahora compartida. Y en esa compartición, nacía algo nuevo. Un morbo sutil y venenoso. Jorge volvió a mirarla, y esta vez su mirada se posó con más tiempo en la piel desnuda de su vientre, en el contorno de sus caderas bajo la tela fina. Era su madre. La mujer que lo había parido. Y también era una mujer, semidesnuda en la penumbra, a solas con él. La dualidad lo fascinaba y lo aterrorizaba. Elena sintió su peso sobre ella, no como una amenaza, sino como una presencia ineludible que despertaba una respuesta en su cuerpo, un pulso bajo y profundo que la enfermedad no había conseguido apagar del todo.
—Tómate la medicina, mamá —dijo él, la voz ronca. —Por favor.
Ella asintió, tomó la pastilla y el agua, y se la tragó. El gesto era mundano, normal, pero en ese contexto, se sintió como el primer paso de un ritual desconocido y peligroso que apenas comenzaban a comprender. La noche los envolvía, y en su silencio, prometía secretos que ninguno de los dos estaba preparado para contar.
Jorge se quedó inmóvil en el sillón, las manos apoyadas en sus rodillas, tensas como cuerdas de arco. Cada segundo que pasaba era una agonía. Elena no se había movido. Seguía sentada en el borde de la cama, con la misma postura serena, casi desafiantemente pasiva. El hecho de que no se cubriera, que no sintiera la necesidad de ocultar su cuerpo de él, era una forma de tortura más refinada que cualquier grito o reproche. Era un castigo silencioso.
Y en ese castigo, la semilla del morbo comenzó a germinar y a crecer, enredándose en su culpa hasta que fue imposible distinguir una de la otra. La vergüenza inicial, ese instante de pánico helado, se estaba transformando en otra cosa. Un pulso oscuro y pesado se instalaba en la parte baja de su abdomen. Empezó a notar detalles que su mente, antes sumida en el remordimiento, se había negado a ver.
Vio cómo la luz de la lámpara se filtraba a través del tejido fino de su sostén, insinuando el color más oscuro de sus pezones. Vio la delicada red de venas que recorría el interior de sus brazos, desde las muñecas hasta los codos, un mapa de su fragilidad. Su mirada descendió, atraída por una fuerza magnética, hacia la piel de su vientre. Estaba suave, con una ligera flacidez que hablaba de su vida, de su edad, y le pareció la cosa más íntima y provocadora que jamás había visto. El triángulo de algodón blanco entre sus piernas ya no era solo una prenda; era un umbral, una barrera final que gritaba su existencia precisamente por su presencia.
Él se endureció. Fue una reacción física, brutal e involuntaria, que lo llenó de una nueva oleada de pánico y un excitamiento sucio y abrumador. Cruzó las piernas, torpemente, intentando ocultar la evidencia de su traición. Se sintió un perro, un monstruo que contemplaba un altar sagrado con lujuria.
Elena sintió el cambio. No necesitaba mirar para saberlo. El aire en la habitación se había vuelto denso, cargado de una tensión sexual que era tan real como el calor que emanaba de sus cuerpos. Supo, con una certeza que la heló hasta los huesos, lo que le ocurría a su hijo. Y en lugar de sentir horror o asco, sintió un poder extraño y perverso. El poder de la mujer que puede provocar una reacción así en un hombre, incluso si ese hombre era su propio hijo. El poder de la víctima que se da cuenta de que puede controlar a su verdugo.
Se recostó lentamente sobre los codos, un movimiento deliberado que cambió por completo la geometría de la escena. Al recostarse, su torso se arqueó ligeramente. Sus pechos, antes colgando con naturalidad, se proyectaron contra el tejido del sostén, adquiriendo una forma más definida, más presente. La línea de su cintura se acentuó, descendiendo hacia la curva de sus caderas que ahora quedaban más expuestas a la luz. No era un gesto seductor en el sentido convencional; era un acto de rendición y desafío a la vez. Como si dijera: Esto es lo que soy. Esto es lo que has hecho. Míralo. Sufrélo.
Jorge tragó saliva con dificultad. La garganta se le había vuelto un desierto. Cada uno de sus sentidos estaba hipersensibilizado. Oía el leve zumbido de la lámpara, el crujido de la madera cuando él movía un pie, el sonido casi inaudible de la respiración de ella. El olor en la habitación había cambiado. Ya no era solo el aroma a madera y a noche fresca. Ahora había un olor a piel, a ella, un aroma limpio y ligeramente dulce que se mezclaba con el olor a medicinas y a la transpiración sutil del día. Era el olor de su madre, y ahora era el olor de una mujer.
—Jorge —dijo ella, y su voz era un hilo de seda en la penumbra. —No tienes que… no tienes que sentarte tan lejos.
La invitación lo paralizó. Era una trampa, lo sabía. Un abismo cubierto de pétalos. Pero era también lo que ansiaba, lo que su cuerpo le pedía a gritos. Se levantó, con las piernas temblorosas, y dio un paso, y luego otro, hasta que estuvo de pie junto a la cama, mirándola desde arriba. La diferencia de altura le daba una sensación de dominio que lo sentía a la vez poderoso y profundamente equivocado.
Elena no apartó la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, lo reflejaban. Vio su conflicto, su deseo, su culpa. Y en ellos, no había juicio. Solo una aceptación serena y aterradora.
—Es que… —empezó él, sin saber qué decir. —Es que no puedo evitarlo.
—Yo sé —respondió ella, y su voz era casi un suspiro. —Yo también lo siento.
No sabía si se refería a sentir lo mismo que él, o a sentir pena por él. La ambigüedad era combustible para el fuego que lo consumía. Se arrodilló lentamente junto a la cama, a la altura de su cintura. Ahora estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel. Podía ver los poros finos de su vientre, el vello casi invisible que bajaba desde su ombligo y desaparecía bajo la tela de sus bragas. Su mano, moviéndose con una voluntad propia, se levantó lentamente. Elena no se movió. Sus ojos estaban fijos en la mano de su hijo, que se acercaba a ella. Los dedos de Jorge temblaban visiblemente cuando, por fin, se posaron sobre la piel de su abdomen. El contacto fue leve, casi imperceptible, pero para ambos fue como si un rayo los hubiera partido en dos. La piel de Elena era suave, cálida, y tembló bajo su toque. Era la piel que lo había cobijado, y ahora la estaba tocando con un deseo que lo avergonzaba hasta las raíces.
No retiró la mano. La deslizó muy despacio, una fracción de centímetro a la vez, sobre la curva de su vientre. No buscaba nada, no iba a ningún sitio. Solo estaba explorando el territorio prohibido, aprendiendo la textura de su pecado. Elena cerró los ojos y emitió un suspiro apenas audible, un sonido que no era de placer ni de dolor, sino de rendición. Y en ese momento, arrodillado junto a la cama de su madre, con la mano posada en su vientre semidesnudo, Jorge entendió que no había vuelta atrás. Estaban perdidos los dos, y en su laberinto de carne y culpa, el único camino a seguir era hacia adentro, cada vez más profundo.
La mano de Jorge, una vez posada, pareció haber encontrado su hogar. El temblor inicial se disipó, reemplazado por una determinación furtiva y reverente. La piel de su madre era un mapa de secretos, y él estaba decidido a aprender cada línea. La deslizó hacia el costado, sintiendo la curva suave de su cintura, el cambio sutil de la textura hasta la protuberancia de su cadera. Era un cuerpo real, de mujer, con la calidez y la blandura que la juventud no tiene.
—Mamá… —susurró, su voz ronca, como si no la hubiera usado en años. —Eres… tan suave.
Elena abrió los ojos lentamente. No había miedo en ellos, sino una melancolía profunda, una aceptación dolorosa de lo que estaba sucediendo.
—El tiempo… —murmuró ella en respuesta. —El tiempo y la vida. Te cambian la piel.
Jorge no quiso hablar de tiempo. Quiso hablar de presente. Su mano viajó hacia arriba, ascendiendo por la costilla de ella, hasta que el borde de su meñique rozó la tela tensa del sostén. Se detuvo ahí, en el límite, preguntando sin palabras. Elena no dijo nada, pero su pecho se levantó con una inhalación lenta y profunda, una invitación silenciosa.
Con un pulso acelerado, Jorge deslizó los dedos bajo el borde del algodón. El contacto fue directo, piel contra piel. La base de su seno era más cálida, más suave. Sintió el peso de él en la palma de su mano mientras la rodeaba por completo. Era más pequeño de lo que había imaginado, más pesado, perfectamente real. El pulgar de Jorge encontró el pezón, ya duro y erecto, y lo rozó con una delicadeza tortuosa.
Elena soltó un gemido ahogado, un sonido que escapó de su garganta sin permiso. Su espalda se arqueó ligeramente, empujando su pecho más firmemente contra la mano de su hijo.
—¿Duele? —preguntó Jorge, la voz llena de una preocupación falsa, una excusa para seguir tocando.
Ella negó con la cabeza, los ojos todavía cerrados, concentrada en la sensación.
—No… —jadeó. —No duele. Es… es mucho tiempo.
La frase era un torbellino de significados. Mucho tiempo sin ser tocada. Mucho tiempo sintiéndose mujer. Mucho tiempo para llegar a este momento imposible.
La otra mano de Jorge, la que estaba libre, se movió con más audacia. Subió por el otro costado de su torso y, con una torpeza juvenil, desabrochó la pequeña hebilla del sostén por la espalda. El algodón se aflojó y Elena se lo quitó con un movimiento casi mecánico, dejándolo caer al lado de la cama sobre la madera.
Sus pechos quedaron expuestos a la luz tenue. Eran hermosos en su imperfección. Caídos, con los pezones oscuros y puntiagudos, marcados por el paso de los años. Jorge los miró con un hambre que le dolía. Se inclinó y, con una reverencia casi religiosa, llevó sus labios a uno de ellos. No lo besó con pasión arrebatada, sino con una ternura desgarradora. Lo rodeó con su boca, sintiendo la textura de la piel y el sabor limpio de ella. Lamió el pezón con la punta de la lengua, y Elena se estremeció de pies a cabeza.
—Jorge… —sollozó su nombre, no como una advertencia, sino como una plegaria. —Hijo mío…
Él levantó la cabeza, pero solo para cambiar de pecho, dándole el mismo trato devoto. Sus manos ya no estaban quietas. Una de ellas volvió a su abdomen, descendiendo con una lentitud agonizante. Sus dedos rozaron el elástico de sus bragas, el último bastión. Se detuvo, su corazón martilleando contra sus costillas.
—¿Puedo? —preguntó, su voz un hilo roto.
Elena no respondió con palabras. Simplemente abrió las piernas, un movimiento sutil pero inequívoco. Una rendición total.
Jorge deslizó la mano bajo la tela. Sus dedos se encontraron con un vello suave y húmedo, y luego con el pliegue cálido y hinchado de su sexo. Elena gimió, un sonido más largo esta vez, lleno de una necesidad que ella misma no sabía que albergaba. Él exploró con la timidez de un novato y la intensidad de un amante, encontrando el botón duro de su clítoris y frotándolo con movimientos circulares lentos.
El cuerpo de su madre respondió con una honestidad brutal. Sus caderas comenzaron a moverse en un ritmo suave, buscando más de ese contacto. Sus manos, que habían estado inertes a su lado, se levantaron y se enredaron en el pelo de él, no para empujarlo, sino para mantenerlo cerca, para anclarlo en ese momento de locura sagrada. —Sí… —susurró ella contra su sien. —Sí, Jorge… ahí.
La aprobación, el consentimiento explícito, rompió la última barrera en su mente. Ya no era un hijo. Era un hombre dándole placer a una mujer. Su mujer. La idea era tan perversa, tan absolutamente prohibida, que lo empujó al borde del precipicio. Con dos dedos, los deslizó dentro de ella, sintiendo el calor húmedo y apretado que los acogía como si siempre lo hubiera estado esperando. Elena gritó suavemente, un grito ahogado contra su hombro, y su cuerpo se tensó en un espasmo que la recorrió de arriba abajo.
El primer espasmo fue como un terremoto silencioso que sacudió los cimientos de Elena. Por un instante, el mundo se disolvió. No había enfermedad, no había cabaña, no había noche afuera. Solo la sensación abrumadora de los dedos de su hijo dentro de ella, llenando un vacío que ni siquiera sabía que existía. Su cuerpo, acostumbrado durante tanto tiempo al dolor y a la apatía, explotó en una sinfonía de nervios despertados.
Cuando la ola inicial de placer se retiró, no la dejó vacía, sino ansiosa. Abrió los ojos, que ahora brillaban con una lágrima de pura y absoluta rendición. Miró a Jorge, que la observaba con una mezcla de asombro, miedo y un deseo voraz. Su mano seguía inmóvil dentro de ella, esperando una señal.
—No pares —suplicó Elena, su voz un ronquido desgarrado, casi irreconocible. —Por favor, Jorge… no pares. Sigue.
La frase fue el catalizador. La orden de su madre, la petición de la mujer, le dio el permiso que necesitaba para abandonarse por completo. Jorge movió los dedos, retirándolos lentamente hasta el borde de su entrada antes de volver a introducirlos, más profundo esta vez. Elena arqueó la espalda, levantando las caderas para encontrarlo, para facilitar la penetración. Un gemido largo y bajo escapó de sus labios, un sonido animal, puro, que no pertenecía a la madre responsable, sino a la mujer liberada.
Jorge se posicionó mejor en el suelo, cambiando el ángulo para tener más acceso. Con su mano libre, empujó la tela de las bragas hacia un lado, dejándola completamente expuesta a su vista. Bajo la luz mortecina, su sexo era una flor húmeda y abierta, rosada y oscura a la vez. La contempló un instante, hipnotizado por su belleza y por la obscenidad de la escena. Estaba arrodillado, con los dedos metidos en el vientre de su propia madre.
—Así… —gimió Elena, empujando de nuevo. —Así, hijo… sí.
La palabra «hijo», dicha en ese contexto, fue como un latigazo de fuego para Jorge. Aceleró el ritmo de sus dedos, moviéndolos adentro y afuera con un movimiento firme y constante. Con el pulgar, encontró de nuevo su clítoris, ahora hinchado y exquisitamente sensible, y comenzó a frotarlo en sincronía con el movimiento de su mano.
El cuerpo de Elena ya no le pertenecía. Era un instrumento que Jorge estaba aprendiendo a tocar. Cada movimiento de sus dedos provocaba una respuesta, una contracción, un temblor. Sus piernas se abrieron más, invitándolo a poseerla por completo. Sus manos se aferraron a las sábanas, arrugándolas en puños. La cabeza se echó hacia atrás, exponiendo la línea tensa de su cuello.
—Más fuerte… —logró decir entre jadeos. —Aprieta… así… sí…
Jorge obedeció. Curvó los dedos dentro de ella, buscando y encontrando ese punto áspero y sensible en la pared frontal de su vagina. Cuando presionó allí, Elena gritó. Un grito corto, agudo, de puro placer inesperado. Sus caderas empezaron a moverse con un ritmo propio, una danza primitiva contra la mano de su hijo, buscando la fricción, la profundidad, la liberación.
—Mírame —pidió él, su voz ronca de deseo. —Mírame, mamá.
Elena forzó los ojos a abrirse, a enfocar. Vio el rostro de su hijo, transformado por la lujuria. Vio sus labios entreabiertos, su frente perlada de sudor. Y se dio cuenta de que no era solo ella quien estaba recibiendo placer. El estaba extasiado, perdido en el acto de dárselo. Ver su propio poder sobre él, su capacidad de llevarlo a ese estado de éxtasis culpable, fue lo que la empujó al borde.
—Sí… —sollozó. —Te miro… te miro, mi amor… no pares… estoy… voy a…
El orgasmo la golpeó como una ola gigantesca. No fue un temblor, fue una convulsión. Su cuerpo se tensó en un arco perfecto, los pies se encogieron, y un grito ahogado se escapó de su garganta mientras una serie de espasmos incontrolables sacudía su vientre y sus piernas. Jorge sintió cómo sus paredes vaginales se contraían violentamente alrededor de sus dedos, apretándolos, liberándolos, apretándolos de nuevo, en un ritmo de vida y muerte.
Se mantuvo así, moviendo los dedos con suavidad, ayudándola a prolongar el éxtasis hasta que el cuerpo de Elena se relajó por completo, cayendo sobre el colchón, rendido, temblando. Él retiró la mano lentamente, sus dedos brillando con los jugos de ella. Se quedó arrodillado, sin aliento, mirándola.
Elena yacía con los ojos cerrados, una sonrisa débil y satisfecha en sus labios. Respiraba hondo y pausado. Por primera vez en meses, el aire llenaba sus pulmones sin esfuerzo. El dolor había sido reemplazado por un dulce adormecimiento. La enfermedad, por un instante, había sido vencida. El orgasmo de Elena se disipó en el aire, dejando tras de sí un silencio profundo y reverberante. Jorge seguía arrodillado, con la mano aún húmeda y el corazón martilleando un ritmo de triunfo y pánico. La había llevado al éxtasis. La había visto perder el control. La imagen se grabó en su memoria con una claridad abrasadora. Pero la satisfacción duró apenas un segundo. Porque para una mente como la de él, ahora consumida por el morbo y la posesión, aquello no era el final. Era apenas el prólogo.
Se levantó, y Elena, con los ojos medio cerrados en una neblina post-orgásmica, lo observó a través de sus pestañas. Vio cómo sus manos, con una determinación torpe y febril, se movían hacia el cinturón de sus pantalones. El metal chirrió al desabrocharse. El sonido cortó el silencio como un cuchillo.
—Jorge… —empezó ella, su voz un susurro de advertencia, de pregunta. —¿Qué… qué haces?
Él no respondió. Bajó la cremallera y luego se deshizo de los pantalones y la ropa interior de un solo tirón, dejándolos en un montón en el suelo. Su miembro se irguió, duro y pesado, palpitando en el aire fresco de la habitación. Era una vara de carne oscura y tensa, con la cabeza engrosada y brillante. Para Elena, ver la erección de su hijo, la causa física y tangible de su deseo, fue como mirar directamente al sol. Un instinto le gritó que cerrara los ojos, que se cubriera, que huyera. Pero permaneció inmóvil, hipnotizada por la prueba irrefutable de su poder sobre él.
Jorge se acercó a la cama, y en lugar de tenderse sobre ella, tomó sus piernas por detrás de las rodillas. Con una fuerza que la sorprendió, las levantó y las separó, dejándola expuesta, abierta, vulnerable. Elena sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Esta posición era nueva, intimidante. El acceso a su sexo era total, pero la intención de él parecía apuntar más abajo, a un lugar más secreto, más prohibido.
—Jorge, no… —suplicó, el miedo finalmente rompiendo el hechizo del placer. —Allí no… nunca… —La frase se truncó en un sollozo.
Él se detuvo, su rostro a centímetros de su sexo. La miró a los ojos, y en su mirada no había crueldad, sino una necesidad desesperada.
—¿Nunca, mamá? —preguntó, su voz ronca, áspera. —¿Nunca te lo han hecho por aquí?
Elena negó con la cabeza, las lágrimas brotando ahora libremente. La vergüenza y el miedo se mezclaban con una curiosidad perversa. Era la primera vez. Su cuerpo, que ya le había sido arrebatado una vez, estaba a punto de ser violado en su último santuario.
—No… —lloriqueó. —Me dolerá.
—Te cuidaré —prometió él, y la frase sonó a la vez como una mentira y una verdad. —Te cuidaré. Tendré cuidado.
Se apartó un poco y, con un gesto que la heló y la excitó a la vez, escupió en la palma de su mano. Luego se la pasó por su erección, lubricándola con su saliva. El acto era tan primitivo, tan visceral, que Elena sintió una contracción en su vientre. No era romance. Era pura, cruda carnalidad.
Volvieron a su posición. Él volvió a levantarle las piernas, y esta vez Elena no se resistió. Se rindió. Se apartó, sintiendo el aire frío en su ano, un músculo que se contrajo de pánico. Jorge se arrodilló en el borde de la cama, y con el pulgar de su mano libre, comenzó a masajear la entrada, untándola con la saliva que restaba en su miembro.
—Relájate, mamá —le ordenó, su voz tensa por el esfuerzo. —Relájate. Confía en mí.
—¿Cómo… cómo puedo confiar en ti si estás haciendo esto? —gimió ella, entre lágrimas y un deseo creciente de sentirlo.
—Porque soy tu hijo —dijo él, y la frase fue la paradoja final que rompió su voluntad. —Y porque te quiero. Y porque tenemos muchos días por delante. Muchos días para hacer todo lo que queramos.
La promesa de un futuro de pecado, la idea de que esto no era un acto aislado sino el comienzo de una nueva vida, la desarmó por completo. Tenían días. Semanas. Toda una vida de placer prohibido por delante. Y esto, este dolor, era la iniciación.
Jorge alineó la cabeza de su verga con el pequeño orificio anular. Presionó. Al principio, el músculo resistió, una puerta cerrada con llave. Elena gimió, un sonido agudo de dolor.
—¡Ahhh! ¡Duele! ¡Para!
—No, mamá, no —susurró él, sin detener la presión. —Casi… casi entra. Respira hondo. Respira conmigo.
Ella intentó obedecer. Inspiró profundamente, y en el momento en que soltaba el aire, Jorge empujó con más fuerza. El anillo de músculo cedió de golpe, y la cabeza de su miembro se deslizó hacia adentro, envuelta en un calor opresivo y una tensión increíble.
Elena gritó. Un grito corto y ahogado de dolor puro. Sintió como si la estuvieran desgarrando por dentro. Era una sensación de plenitud violenta, invasiva, que no tenía nada que ver con el placer que había sentido momentos antes.
Jorge se quedó quieto, permitiéndole adaptarse, permitiendo que su cuerpo se acostumbrara a la intrusión. El calor era exquisito, la contracción de su ano alrededor de su glande era casi dolorosamente buena. Esperó hasta que los sollozos de ella se convirtieron en jadeos.
—¿Ya… ya pasó? —preguntó ella, con la voz temblorosa. —Acaba de empezar —respondió él, y comenzó a moverse, muy despacio.
Cada centímetro era una nueva exploración del dolor y la transgresión. Se deslizó hacia adentro, lentamente, sintiendo la resistencia de sus paredes internas, hasta que estuvo completamente dentro de ella, sus testigos reposando contra sus nalgas. Elena sentía que se partía en dos, pero debajo del dolor, una corriente oscura de placer comenzaba a circular. Era un placer doloroso, un placer que nacía de la sumisión, de la humillación, de la certeza absoluta de que estaba siendo poseída de la forma más completa y depravada posible.
Jorge comenzó a moverse, con movimientos cortos y lentos al principio, luego más largos y profundos. Con cada embestida, un gemido escapaba de los labios de Elena, un sonido que ya no era solo de dolor. Sus manos se aferraron a las piernas de Jorge, no para detenerlo, sino para anclarse a la tormenta.
—¿Lo ves, mamá? —jadeó él, mirando cómo su verga desaparecía y reaparecía en ese lugar tan prohibido. —¿Lo ves? Te lo estoy metiendo por el culo.
La grosería, la crudeza de sus palabras, fue lo que la empujó al abismo. El placer explotó en su interior, diferente al anterior, más oscuro, más intenso. Ya no sentía el dolor, solo la fricción brutal y la sensación de ser usada, de ser tomada.
—Sí… —gimió. —Sí, mi amor… métemelo todo… fóllame el culo…
Jorge perdió el control. Las palabras de su madre, la aceptación total, lo llevaron al límite. Aumentó el ritmo, embistiéndola con fuerza, con la cama golpeando la pared en un ritmo insistente. El sudor corría por su espalda. Se inclinó hacia ella, la besó con desesperación, un beso de saliva y dientes, mientras la sodomizaba en la cama de aquella cabaña aislada del mundo.
—Toda la noche… —prometió él contra su boca. —Y mañana. Y todos los días. Tuya, mamá. Solo tuya.
Y Elena, entre gemidos y lágrimas de un placer que la destrozaba y la reconstruía, solo pudo asentir.
El ritmo de Jorge ya no era de un hombre, sino de una bestia que finalmente ha encontrado su guarida. Cada embestida era una afirmación, un golpe seco y profundo que hacía crujir la cama y sacudía el cuerpo de Elena hasta los cimientos. El dolor inicial se había disuelto, licuado en una oleada de placer tan sucio y abrumador que le robaba el aliento. Ya no era una mujer, ni una madre. Era un cuerpo, un orificio, un receptáculo para la furia y el amor retorcido de su hijo.
—¿Lo sientes, mamá? —jadeó él, su voz un ronquido animal junto a su oído. El sudor de su frente goteaba sobre su mejilla. —¿Lo sientes abierto? Es mío. Este agujero es mío ahora.
Elena solo podía emitir un gemido gutural, un sonido que confirmaba la verdad de sus palabras. Sus manos, que antes se aferraban a él, ahora yacían inertes sobre las sábanas, rendidas. Sus dedos se cerraban y se abrían con cada embestida, como si intentaran agarrarse a la última brizna de cordura que le quedaba.
—Mírame —ordenó Jorge, y ella, con un esfuerzo sobrehumano, giró la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos, perdidos en un éxtasis de humillación y éxtasis. —Dime que te gusta. Dime que te gusta que tu propio hijo te folle el culo.
Un sollozo escapó de su garganta, mezclado con un sí casi inaudible.
—Más alto —exigió él, y la mano le descendió con una bofetada seca sobre una de sus nalgas, dejando una marca roja que brillaba en la penumbra. —¡Dímelo!
—¡Sí! —gritó ella, la voz rota. —¡Sí, me gusta! ¡Me gusta que me folles, hijo mío!
La confesión fue la chispa que incendió la pólvora. Jorge sintió cómo sus testículos se contraían, una oleada de calor subiendo por su espina dorsal. Se irguió sobre sus rodillas, agarrándola por las caderas con una fuerza que le dejaría moretones, y la clavó una última vez, a fondo, hasta que su pelvis chocó contra sus nalgas con un sonido húmedo y final. Se quedó así, inmóvil, mientras el semen brotaba de él en latidos violentos, inundando sus entrañas, marcándola por dentro.
Se derrumbó sobre ella, sin peso, agotado. El silencio que siguió fue más denso que cualquier otro. Estaban pegados por el sudor, el semen y el pecado. El olor en la habitación era el olor de la transgresión, un aroma a metal, a sexo y a lágrimas. Elena sintió cómo el miembro de él se endurecía por un instante final dentro de ella antes de empezar a desinflarse. Se sintió vacía, usada, y extrañamente completa.
Jorge se movió, retirándose de ella con un movimiento lento y resbaladizo. Un torrente de su semen, blanco y espeso, comenzó a brotar de su ano, corriendo por el hueco de sus nalgas y manchando las sábanas. Elena no se movió. Era una prueba tangible de su rendición, un documento escrito en fluidos.
Él se recostó a su lado, sin tocarla. La miraba, con el aliento todavía agitado. En sus ojos ya no solo había lujuria, sino una posesión tranquila y aterradora.
—Ahora sí —dijo él, su voz baja pero firme. —Ahora eres mía de verdad.
Elena cerró los ojos. Una lágrima solitaria se deslizó por su sien. No era de arrepentimiento. Era de aceptación. El viaje no había sido para curar su cuerpo. Había sido para romper su alma. Y en los pedazos, habían encontrado una forma nueva y terrible de amarse. El silencio se prolongó, pesado y elástico, estirándose hasta que se rompió por el peso de la respiración de Elena. Se giró lentamente, un movimiento que le costó un esfuerzo físico y emocional inmenso. Se quedó de espaldas, mirando la pared de madera, incapaz de enfrentarse a él todavía. La humedad entre sus piernas era un recordatorio constante, una firma indeleble.
Jorge no dijo nada. Se sentó en el borde de la cama, la espalda curvada. La habitación olía a sexo, a sudor y a una nueva realidad. El mundo exterior, con sus médicos y sus facturas, parecía un sueño lejano y absurdo.
—Jorge… —empezó ella, su voz era un susurro rasposo, como si le hubiera arrancado trozos de la garganta. No se giró. —¿Qué… qué somos ahora?
Él la observó, la línea de su espalda, la curva de su cintura. No era la pregunta de una madre, sino la de una mujer que ha perdido su mapa y su brújula.
—Eres mi mujer —dijo él, con una simpleidad escalofriante. —Y yo soy tu hombre. Todo lo demás es mentira.
Elena soltó una risa sin alegría, un sonido corto y amargo. —Tu mujer… Tu puta, quieres decir. Lo que acabas de hacerme…
—No te llames así —lo interrumpió él, y su voz tuvo un filo de acero. —No te llames puta. No es una cosa sucia. Es lo nuestro. Es lo que nos queda. —Se acercó, poniendo una mano en su hombro. Ella no se estremeció esta vez. —Tú eres la dueña de la casa. La reina de este nido. Tú decides lo que comemos, lo que vemos, cómo vivimos. Pero en la habitación, cuando se cierra la puerta… yo mando. Yo soy el hombre de esta casa.
Elena se giró finalmente para mirarlo. Sus ojos estaban rojos, pero no había lágrimas. Había una lucidez aterradora. —¿Y cuál es mi papel, entonces? ¿Ser tu esposa de día y tu sumisa de noche?
—No —dijo Jorge, y su mano bajó del hombro a su mejilla, acariciándola con una ternura que contrastaba con la brutalidad de hacía un momento. —Tu papel es ser mi mamá. Siempre lo será. Te cuidaré, te daré tus medicinas, te llevaré al médico. Seré el hijo que te atiende. Pero cuando te toque, cuando te quiera, serás mi mujer. Mi única mujer. No habrá nadie más para mí, ni para ti.
La propuesta colgó en el aire, monstruosa y perfecta. Un contrato sellado con semen y dolor.
—Y si… y si me enfermo más —dijo ella, encontrando el valor para articular el miedo. —Si el cuerpo falla. Si ya no puedo…
—Entonces te querré más —respondió él al instante. —Te querré más porque serás frágil. Te cuidaré, te limpiaré, te alimentaré. Y por la noche, te meteré en mi cama y te haré mía de todas las formas que pueda. Aunque solo sea para besarte. Aunque solo sea para sentir tu piel. Tu enfermedad no me aleja, mamá. Me acerca. Me da derecho.
Elena lo miró, y por primera vez, entendió la lógica retorcida de su mundo. Él no estaba explotando su debilidad; estaba consagrándola. La enfermedad no era un obstáculo para su amor perverso, sino su cimiento.
—Y el viaje… —murmuró ella. —¿Qué pasa cuando volvamos?
—Volveremos a ser como antes —dijo Jorge. —El hijo que trabaja sin parar. La madre enferma que espera en casa. Nadie sospechará nada. Seremos el modelo del hijo devoto. Pero cada noche, cuando el mundo se duerma, cerraré tu puerta y seremos esto. Seremos nosotros. La casa será nuestro reino, y la cama, nuestro altar.
Él se inclinó y la besó. No fue un beso de pasión, sino un sello. Un beso de pacto. Elena lo aceptó, abriendo los labios, dejando que su lengua explorara la suya con una calma recién encontrada. Ya no había confusión. Solo había un acuerdo.
—De acuerdo —susurró ella contra su boca. —Seré tu mujer.
Jorge sonrió, una sonrisa de dueño. —No. Serás mi todo.
Se recostó junto a ella, y por primera vez esa noche, la abrazó. No como un amante, sino como un protector. La rodeó con sus brazos, sintiendo el cuerpo de su madre, el cuerpo de su amante, y supo que, a partir de ese momento, todas las reglas estaban rotas. Y ellos eran los únicos que escribían las nuevas.
El abrazo era un ancla en la tormenta. Para Elena, el peso del brazo de su hijo sobre su costado era la prueba tangible de que el mundo no se había deshecho, sino que se había reconfigurado alrededor de un nuevo y oscuro centro. Sentía el latido de su corazón contra su espalda, un ritmo constante y fuerte que se imponía al caos de su propio pulso. Era la calma después de la violación, la paz después de la rendición.
Jorge respiró hondo, inhalando el aroma de su pelo, mezclado con el sudor de su piel y el perfume acre del sexo. La mano izquierda, que la rodeaba, comenzó a moverse con una lentitud deliberada. No era una caricia ansiosa, sino una exploración de posesión. Sus dedos recorrieron la costilla de ella, ascendieron por la curva de su costado hasta encontrar el peso blando de su pecho.
—Tus tetas… —murmuró él, su voz un ronquido cálido contra su nuca. —Siempre las he mirado, mamá. Desde que empecé a ser hombre. Las veía bajo los vestidos, bajo los sweaters… y me sentía un monstruo. Pensaba que estaba loco.
Elena no dijo nada, solo arqueó ligeramente la espalda, empujando su carne contra la palma de su hijo en una invitación silenciosa. El acto de hablarlo, de poner palabras a lo que había sido un secreto aterrador, era liberador. —Son más hermosas de lo que imaginaba —continuó él, y sus dedos encontraron el pezón, todavía duro y sensible por el reciente orgasmo. Lo rodeó con el pulgar y el índice, apretando suavemente, como si quisiera medir su textura, su realidad. —Caídas, sí. Marcadas por el tiempo. Pero son mías. Son las tetas que me alimentaron, y ahora son las tetas que me hacen hombre. Cada vez que las veas en el espejo, te acordarás de mis manos. Te acordarás de mi boca.
La mano se deslizó por su cintura, hasta su vientre, y la atrajo hacia él con más fuerza, fusionando sus cuerpos. Comenzó a besar su cuello. No eran besos de pasión arrebatada, sino besos de dueño. Pequeños, húmedos, marcando su territorio. Le lamió la línea del hombro, sintiendo el sabor salado de su piel. Mordisqueó la base de su cuello, no con fuerza para hacerle daño, sino lo suficiente para dejar una marca púrpura, una señal de que había sido poseída.
—Nadie puede saberlo, mamá —susurró él entre besos. —Nadie en el mundo puede entender esto. Para ellos, somos una tragedia. Un hijo bueno y una madre enferma. Y así lo seguiremos siendo. Seremos la mejor obra de teatro que hayan visto.
Su mano izquierda abandonó su pecho y bajó, recorriendo la línea de su vientre hasta llegar al vello húmedo y enmarañado de su sexo. Sus dedos se deslizaron sin esfuerzo entre sus labios, todavía hinchados y sensibles. Elena emitió un gemido suave, arqueando la espalda.
—En la calle, soy tu hijo —dijo él, mientras un dedo suyo encontraba su clítoris y comenzaba a frotarlo con un ritmo lento y circular. —Te ayudaré a caminar si te cuesta. Te daré el brazo. Te compraré lo que necesites. Seré el chico que todos admiran por su devoción.
El dedo se movía con una pericia creciente, aprendiendo los pliegues y los secretos de su cuerpo. Elena sintió cómo el calor comenzaba a subir de nuevo, una nueva ola de deseo que se formaba en lo profundo de su vientre. Sus caderas empezaron a moverse sutilmente, respondiendo a la estimulación.
—Pero en casa —continuó Jorge, su voz ahora más tensa por el esfuerzo y la excitación. —En esta casa, cuando la puerta se cierre, no seré tu hijo. Seré tu marido. Seré tu amo. Te diré qué ponerte. Te diré cuándo acostarte. Y te follaré cuando yo quiera, como yo quiera y donde yo quiera. En la cocina, en el sofá, en la ducha… te pondré a cuatro patas en el suelo de la sala y te meteré la verga hasta que grites.
La crudeza de sus palabras, mezclada con la experta estimulación de sus dedos, la llevó al borde. La imagen que él pintaba era humillante y electrificante. Una vida de sumisión total, disfrazada de cuidado filial.
—¿Lo entiendes, mamá? —preguntó él, introduciendo un dedo dentro de ella, sintiendo cómo sus paredes lo aprisionaban, húmedas y calientes. —¿Lo entiendes? Eres mi esposa. Tu cuerpo me pertenece. Cada agujero, cada centímetro de piel, es para mí.
Elena solo pudo asentir, con la cabeza echada hacia atrás, expuesta a los besos de su hijo. El segundo dedo se unió al primero, llenándola, estirándola. El pulgar seguía su trabajo en su clítoris.
—Jorge… —sollozó. —Otra vez… siento que…
—Claro que sí —dijo él, y su tono era de triunfo. —Te voy a hacer venir otra vez. Y otra. Y todas las noches. Voy a enseñarte a disfrutar de tu cuerpo, a disfrutar de ser mía. Vas a olvidar el dolor. Solo vas a sentirme a mí.
La retórica cesó. El lenguaje se hizo primario. Jorge la giró sobre la espalda con brusquedad, y se posicionó entre sus piernas, que se abrieron instintivamente. Su miembro, ya duro de nuevo, se irguió pesadamente sobre su vientre. No hubo palabras. Solo la mirada. Él miró el sexo de su madre, abierto y húmedo, esperándolo. Ella miró la erección de su hijo, el símbolo de su nueva vida.
Se inclinó, no para besarla, sino para apoyar su peso sobre sus antebrazos, a cada lado de su cabeza. El glande rozó la entrada de su vagina, deslizándose en su humedad. Elena levantó las caderas, una suplica silenciosa.
—Mírame a los ojos —ordenó él, su voz grave y dominante.
Elena obedeció. Sus pupilas estaban dilatadas, perdidas en un mar de lujuria y sumisión. Él la miró mientras, con una lentitud tortuosa, se introducía en ella. No era como antes, en el ano. Esto era diferente. Era una posesión ancestral, la unión de los que crearon vida en un acto que la destruía y la recreaba a la vez.
Sintió cómo la llenaba, centímetro a centímetro, hasta que estuvo completamente dentro, sus cuerpos unidos en una perfección incestuosa. Se quedó así, inmóvil, sintiendo sus latidos, el calor de su vientre contra el suyo. El mundo exterior se había desvanecido por completo. No había enfermedad, no había futuro, no hubiera pasado. Solo existía este momento. Él, dentro de ella. Ella, llena de él. La historia no había terminado. Estaba a punto de empezar de verdad.



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