El Poema Nos Expuso
Valeria Domecq nunca necesitó compañía. Mujer admirada en los círculos culturales de San Francisco, respetada por su inteligencia y deseada en silencio por más de un amigo cercano, mantenía intacta una regla: no confiar en los hombres. No porque le faltaran pretendientes, sino porque conocía demasia.
Valeria Domecq nunca necesitó compañía. Mujer admirada en los círculos culturales de San Francisco, respetada por su inteligencia y deseada en silencio por más de un amigo cercano, mantenía intacta una regla: no confiar en los hombres. No porque le faltaran pretendientes, sino porque conocía demasiado bien el tipo de afecto que se ofrece por necesidad y no por conexión. —¿Qué pasa? —pregunta, con la voz quebrada por la intensidad del momento.
—Quiero verte —responde Elías, casi con culpa, casi con hambre.
Ella no se mueve. No protesta. Solo apoya mejor las manos contra el vidrio y arquea un poco la espalda, exponiéndose, ofreciéndose con un silencio más elocuente que cualquier frase.
Elías, de pie detrás de ella, toma su sexo entre la mano y comienza a masturbarse. Su respiración se vuelve errática, cada vez más rápida. La vista de su cuerpo desnudo, aun temblando, aún húmedo por lo que compartieron, lo consume.
—Ahí —murmura él—. No te muevas.
Y ella obedece.
Cuando eyacula, lo hace sobre la parte baja de su espalda y la curva de sus nalgas. El calor del momento queda dibujado sobre su piel como un gesto final. Elías se queda inmóvil, jadeando. No se excusa. No busca un pañuelo. Solo observa.
Valeria no dice nada. Tampoco se limpia. Se endereza, se voltea lentamente. Lo mira.
No hay vergüenza. Ni pudor. Solo un reconocimiento implícito de lo que han hecho: cruzar un umbral.
—Ahora sí puedes escribirlo —susurra ella.
Él asiente, sin sonrisa. No porque no esté satisfecho. Sino porque sabe que nada volverá a ser igual.
Valeria camina al baño sin prisa. No se cubre. El cuerpo aún húmedo, los muslos aún tensos. Cierra la puerta, pero no del todo. Deja una rendija. Es un gesto ambiguo: ni rechazo ni invitación.
Elías se sienta de nuevo en el suelo, como al principio de la noche. Su verga aun expuesta, pero la excitación ha dado paso a otra cosa. A un vértigo nuevo. A una pregunta que no sabe si está permitido hacer.
Valeria sale minutos después. Lleva una bata blanca, húmeda en las mangas. Lo mira de soslayo y se dirige a la cocina.
—¿Quieres té?
Él asiente.
Mientras el agua hierve, ella no lo mira.
—¿Esto cambia algo? —pregunta, sin emoción aparente.
—¿Para ti?
—Para mí siempre cambia. Cuando me expongo. Cuando dejo que alguien me vea… de verdad.
Silencio.
—No quiero que escribas de mí como si me hubieras conquistado —dice, girándose hacia él—. No soy un trofeo, ni una experiencia, ni una excusa para que te sientas profundo.
Elías se pone de pie. Camina hacia ella.
—No quiero escribir de ti —responde—. Quiero escribir contigo.
Valeria entrecierra los ojos. Está midiendo la honestidad de esa frase. Está decidiendo si creerle. Si quedarse.
—Ya veremos —responde finalmente—. Primero… lava las copas.
Él sonríe. Obedece.
Una semana después.
Valeria ha leído el nuevo poema. Está en el mismo cuaderno, pero esta vez no está doblado, ni escondido. Está abierto, como una provocación.
Lo que encuentra no la halaga. No la exalta. La descompone.
La escena que compartieron —su cuerpo, la ventana, la entrega— está ahí, línea por línea, pero transformada. Elías no la describe como mujer, sino como símbolo. No la trata como una persona, sino como un umbral abierto. Algo que se atraviesa.
Ella no dice nada.
Elías, por su parte, no nota la distancia. Cree que ha logrado algo. Cree que están creando juntos. Pero cada poema lo vuelve más insaciable, y cada encuentro más crudo.
Empieza a provocarla en público.
Una noche, lo enfrenta.
—No quiero que publiques ese poema.
Elías se encoge de hombros.
—¿Por qué? ¿Porque habla de ti? ¿O porque habla demasiado bien?
—Porque es mío —dice ella—. Porque aunque lo escribiste tú, lo tomaste de mí.
Él sonríe.
—Ese es el verdadero arte, Valeria.
Ella lo abofetea.
Elías no se defiende. Solo la observa. Y al día siguiente, escribe otro poema. Más cruel. Más desnudo. Más claro.
Valeria lo lee y se odia por excitarse.
A veces no hace falta una palabra. Basta con la mirada.
Una noche estaban en casa de una amiga. Risas, copas, debate sobre la autoficción y la moral. Elías, sentado al otro lado del salón, levanta la vista solo un segundo. Y Valeria ya sabe.
Ella se disculpa, se levanta y cruza la casa como si fuera al baño. Nadie nota nada. Salvo él.
La puerta del estudio está entreabierta. Cuando entra, Elías ya está de pie, desabrochándose el cinturón.
Valeria no dice nada. Se arrodilla sin apuro. Como si fuera rutina. Como si ese espacio entre sus piernas fuera el único lugar del mundo donde puede respirar con claridad.
Toma su sexo con ambas manos, lo lame primero como un ritual y luego se lo mete a la boca hasta que lo siente endurecerse por completo. Sabe qué ritmo quiere, cómo le gusta el contacto con los dientes, cuándo mirarlo a los ojos. Ha perfeccionado su técnica por sumisión y por orgullo. Porque Elías solo se relaja con ella. Porque cuando gime, cuando se desarma, es suyo. Por completo.
Cuando termina, él apenas le acaricia el cabello.
—Gracias, putita —dice, apenas audible.
Y Valeria, aún de rodillas, traga, se limpia con el dorso de la mano y asiente.
Se odia por excitarse. Por haber sentido el cosquilleo entre las piernas mientras él la usaba así, rápido, callado, como si fuera una extensión de su deseo.
Pero al mismo tiempo se ama. Por saber hacerlo tan bien. Por complacerlo sin que él tenga que pedirlo. Por anticiparse. Por ser eso: una putita obediente.
El lenguaje le suena sucio, sí. Pero también verdadero. Más que cualquier poema que Elías haya escrito.
Esa es su disyuntiva.
Entre la mujer que todos admiran —la inteligente, la precisa, la impenetrable—
y la otra, la que se arrodilla y espera la señal como un perro bien entrenado.
La que gime en silencio solo para no interrumpir la conversación en la sala contigua.
La que piensa: “Nadie me ve como él me ve. Y eso me destruye. Pero también me hace existir.”
—No me necesitas —dice—. Y eso me enloquece. Pero si decides quedarte, voy a seguir pidiéndote que te arrodilles.
Y entonces la besa.
No un beso suave. No uno tímido. Un beso que arrasa. Que retoma todo lo no dicho. Que une todas las partes de Valeria: la obediente, la enamorada, la furiosa, la rota.
Ella se entrega al beso con una mezcla de alivio y vértigo. No sabe si está cayendo o si la están sosteniendo.
Autos pasan. Luces cambian. Una señora los mira desde un balcón. Nada importa.
Cuando se separan, aún con los rostros cerca, Valeria cierra los ojos y susurra:
—Soy tuya.
Elías apoya la frente en la de ella.
—Eres mía. Eres mi putita
Epílogo — “Como Si Ya No Hubiera Nada Que Ocultar”
Valeria cruza el café con pasos seguros. Lleva una falda ajustada y una camisa blanca impecable, los labios pintados del mismo rojo con el que esa mañana manchó la verga de Elías. Ahora nadie la cuestiona. Todos la admiran. La temen un poco. Le abren paso sin saber por qué.
Se sienta frente a Elías, que ya la espera con su cuaderno abierto y el café humeante. No hay saludo. No lo necesitan.
Él la observa un segundo. Luego vuelve a escribir.
Ella no pregunta qué. Ya sabe.
—¿Llevo ropa interior? —pregunta con una sonrisa apenas insinuada.
Elías levanta la mirada. No responde. Solo le pasa un papel doblado en dos. Ella lo abre. Un poema nuevo. Aún fresco.
Lo lee en silencio mientras cruza una pierna sobre la otra con teatral lentitud. En una línea, su cuerpo es descrito con precisión quirúrgica. En otra, su sumisión es una metáfora de arquitectura: obediente como un puente colgante, tensa y hermosa.
Cuando termina, no dice nada. Solo lo mira. Y asiente.
—Esta noche —dice él—. A las diez.
—Sí, amo —responde ella sin bajar la voz.
Una pareja en la mesa vecina levanta la vista. Un camarero pestañea. Nadie dice nada.
Valeria saca un lápiz labial y se retoca. Luego lo deja sobre la mesa. Se levanta.
—Me voy a caminar. Me gusta saber que me miras mientras lo hago —dice—. Me hace sentir viva.
Él no se despide. Solo anota una línea más en el cuaderno mientras ella se aleja.
Cuando cruza la puerta del café, el sol le pega en la cara. Camina erguida. Liviana. Sin vergüenza.
Ya no es la mujer que se debatía entre orgullo y entrega.
Es la que eligió.
La que pertenece.
La que obedece sin miedo.
La que se excita al saberse propiedad de alguien que la mira cómo se mira una llama.
Y esa calma —esa belleza sin pudor— es, quizás, la forma más elegante de violencia que ha conocido.
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