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Dominación Mujeres

El Pulso de la Obediencia

El futuro pertenecía a las corporaciones, y de todas ellas, TiMER Corp. era la más temida. Con una simple pulsera implantada en la piel, podían regular los cuerpos y los deseos de millones de mujeres. No se trataba solo de prometer un amor futuro: la verdadera función del dispositivo era reprimi….
El futuro pertenecía a las corporaciones, y de todas ellas, TiMER Corp. era la más temida.
Con una simple pulsera implantada en la piel, podían regular los cuerpos y los deseos de millones de mujeres. No se trataba solo de prometer un amor futuro: la verdadera función del dispositivo era reprimir los impulsos sexuales, calibrar el deseo como si fuera una enfermedad.
“Control para la libertad”, proclamaban los anuncios.  Clara tenía nueve años cuando la implantaron. No lo entendió al principio: sus padres lloraban, le acariciaban el cabello, pero no la abrazaron fuerte. Jack, su padre, le decía.

 

—Ahora tendrás un futuro —le dijo él, mientras Evelyn, su esposa, asentía desde la sombra.

 

Médicos de la corporación la esperaban en una sala blanca. Le sujetaron la muñeca izquierda y, pese a sus gritos, le insertaron el dispositivo bajo la piel. Una quemadura breve, un pitido agudo… y ahí estaba: los números comenzaron a descender en rojo vivo, proyectados sobre su propia carne. 10.235 días.

 

Clara no sabía contar tan lejos, pero entendió que significaba esperar casi toda una vida.

 

Jack aplaudió satisfecho. Evelyn sonrió, orgullosa. Los técnicos se retiraron sin una palabra, como si acabaran de calibrar una máquina y no de marcar a una niña.

—Ya está —dijo Jack—. El destino no podrá controlarse, pero ahora, al menos, estará previsto.

 

Tenía diecisiete años y el TiMER seguía latiendo en rojo bajo su piel: 7.043 días restantes. Aún faltaban casi veinte años para que llegara su supuesto “destino”, pero Clara ya no creía en esas cifras. Para ella, cada número era una cadena, cada tic-tac un recordatorio de que el sistema quería mantenerla dócil, esperando como una sierva del futuro.

 

En las clases de protocolo, los instructores repetían que debía conservarse “pura”, que nada podía interferir con la promesa que la corporación había inscrito en su cuerpo. Pero a esa edad, Clara ya había aprendido a identificar la grieta en las reglas: lo prohibido era, precisamente, lo único que podía devolverle la sensación de ser libre.

 

 

Su padre se lo había reiterado aún con más dureza que los instructores: le decía que no podía confiar en ella para que conservara su pureza, que por eso la necesidad de usar el dispositivo. Aquellas palabras, grabadas con la misma violencia que el pulso eléctrico en su muñeca, la habían marcado más que las lecciones oficiales.

 

Fue en uno de esos días, huyendo de la vigilancia sofocante de la casa, que conoció a Alex. Ningún hombre llevaba el TiMER en la muñeca; era un control exclusivo sobre las mujeres, un recordatorio brutal de a quién pertenecía su cuerpo. Por eso, ver la piel desnuda de la muñeca de él brillando bajo la luz gris de la ciudad le produjo a Clara una mezcla de rabia y envidia.

 

 

Alex no se parecía a los demás: caminaba con calma, sin miedo, como si no existieran cámaras ni ojos vigilantes sobre su espalda. Sus ojos eran firmes, pero había ternura en la forma en que miraba a Clara, como si reconociera en ella una grieta que no podía ocultar, un secreto esperando a ser liberado.

 

Con él estaba Nora, una chica de su misma edad, cabello cortado al ras y una cicatriz violenta en la muñeca izquierda: la marca de quien había arrancado su dispositivo con una navaja. Nora no se escondía; reía fuerte, maldecía sin miedo y escupía en cada anuncio luminoso de TiMER Corp.

 

—El reloj no dicta el amor —le dijo a Clara—. Dicta la obediencia. Y yo no pienso obedecer jamás.

 

 

Nora no era como las demás chicas que Clara conocía: tenía un filo en la mirada, una rabia que parecía encenderla desde adentro y, al mismo tiempo, una ternura feroz en la forma de cuidar a quienes consideraba suyos.

 

Aquella tarde, los tres pintaron sobre un muro un mensaje breve:

EL DESTINO ES UNA MENTIRA.

 

Las letras rojas ardieron bajo las cámaras, antes de que la seguridad las borrara en cuestión de minutos.

 

Caminaban juntos, como si la ciudad les perteneciera y al mismo tiempo los rechazara.

Las avenidas estaban cubiertas de anuncios luminosos que repetían sin descanso la promesa de TiMER Corp.: “El amor verdadero tiene fecha. Confía en nosotros.”

Clara, Alex y Nora pasaban bajo esos letreros sin bajar la mirada. La ciudad ya no les asustaba, pero tampoco los reconocía como suyos. Eran intrusos, cuerpos fuera de lugar. Sus actos eran pequeños, casi invisibles: cambiar las tarjetas electrónicas en las paradas de bus para que el anuncio se interrumpiera, pegar mensajes escritos a mano en los baños públicos, dejar símbolos rojos en las puertas de los centros de empadronamiento.

Gestos que parecían insignificantes, pero que se expandían como grietas en un muro.

 

A veces, Clara imaginaba que alguien, en algún rincón de la ciudad, encontraba una de sus frases y la guardaba en silencio como un secreto propio. Ese pensamiento la mantenía en pie.

 

Una noche se sentaron sobre un puente abandonado desde el que se veía toda la zona corporativa iluminada como un templo.

 

—Míralos —dijo Nora, frunciendo el ceño—. Piensan que tienen el control. Que pueden decidir sobre lo que sentimos, sobre lo que deseamos. Que las mujeres somos solo objetos.

 

—Lo tienen —respondió Clara, con un hilo de voz, mirando las luces titilantes de los anuncios—. Por ahora.

 

—Todavía —corrigió Alex, con una calma peligrosa en la voz—. No han entendido que nadie nos pertenece, y menos a ellos.

 

Nora rió, amarga y corta, golpeando suavemente con el puño la baranda del puente.

—Que se jodan —dijo—. Si creen que podemos ser manejadas, aún no han visto nada.

 

 

Clara los miró, fascinada por la fuerza de Nora, y algo dentro de ella empezó a arder: el fuego de querer más, de desafiar todo lo que les habían impuesto.

 

 

El grafiti aún estaba fresco en la pared cuando escucharon el zumbido metálico de los drones. Tres esferas negras descendieron a la altura de sus cabezas, proyectando luces azules que los envolvieron como en una celda invisible.

 

Las esferas podían ejercer control sobre cualquiera que portara una pulsera. Clara aún llevaba la suya y lo sintió de inmediato: un hormigueo le subió por la columna, obligándola a doblar las rodillas como si alguien hubiese tomado el mando de su cuerpo.

 

Alex la sostuvo antes de que cayera. Tenía la misma edad que Clara, apenas diecisiete, pero cargaba sobre los hombros un peso que parecía mucho mayor. Desde que sus padres habían desaparecido, cuidaba de sus dos hermanitas pequeñas, y cada decisión, cada riesgo que asumía, lo hacía por ellas. Lo repetía como un mantra: “lucho para que ellas no tengan que vivir en este mundo sin libertad”. La tomó en sus brazos, sintiendo el calor de su cuerpo.

 

Era un revolucionario en formación, pero demasiado joven todavía para cambiarlo todo. Lo único que había logrado hasta entonces era sobrevivir, y su soledad, la rabia que lo consumía, empezaba a aliviarse gracias a Clara y Nora. Ellas se habían vuelto su refugio, su excusa para seguir en pie.

 

Por eso, cuando vio a Clara doblegarse bajo el control de las esferas, no dudó. Con un movimiento brusco, la alzó por los hombros y gritó a Nora:

 

—¡La puerta, rápido!

 

 

No pensó en su propio miedo ni en las consecuencias. Solo en que no iba a perderla. En ella, Alex veía algo más que a una amiga: aquella chica lo atraía con una fuerza que apenas podía disimular.

 

—¡Nora! —susurró Alex, con Clara en sus brazos.

 

 

Nora no dudó, entre los dos, la llevaron hasta una puerta lateral que daba entrada a un baño público. Empujaron la hoja metálica y se encerraron dentro, jadeando, mientras afuera las luces azules barrían el callejón en busca de movimiento.

De verdad quieren detenernos por unas palabras en una pared? —preguntó, burlona—. Vayan a revisar a los ricos que comercian con niños. Eso sí es ilegal, ¿no?

 

El silencio se extendió. Las luces azules palpitaron un par de veces y luego los drones ascendieron lentamente hasta perderse en la noche.

 

Clara respiró por primera vez en minutos. Había esperado gritos, golpes, esposas. En lugar de eso, la ciudad los había dejado ir, como si todavía no valiera la pena ensuciarse con ellos.

 

—Nos subestiman —dijo Alex, con un brillo en los ojos.

—Mejor —respondió Nora, ajustándose la chaqueta—. Eso nos da tiempo para crecer.

 

Hubo un silencio espeso después de esas palabras. El baño olía a humedad y pintura fresca, un olor que se mezclaba con la sal de su propio sudor. Clara todavía sentía el rastro eléctrico en la piel, como si las esferas la hubiesen tocado por dentro, recorriéndole cada nervio con descargas insistentes. Sus ojos recorrían las paredes gastadas, las grietas en los azulejos, los restos de grafiti que nadie había limpiado, mientras el eco de su respiración y los jadeos de Alex y Nora rebotaban entre los muros diminutos. El TiMER seguía palpitando en su muñeca, recordándole que no era dueña de su cuerpo, y cada pulso la hacía temblar, mezclando miedo, confusión y un deseo que no sabía cómo nombrar.

 

Nora la miró con una sonrisa ladeada, esa que usaba cuando estaba a punto de romper una regla. Sacó algo del bolsillo trasero y lo dejó sobre el lavamanos: un pequeño envoltorio plateado.

—Tengo preservativos.

 

Clara la observó como si hubiera dicho una blasfemia. Alex entreabrió la boca, confundido.

—¿Y para qué…? —preguntó él, casi tartamudeando.

 

—Para lo que no quieren que hagamos —contestó Nora, alzando la barbilla—. Para recordarle a esta ciudad que todavía podemos decidir qué hacer con nuestros cuerpos.

 

 

Clara tragó saliva. Sentía el deseo como una chispa sofocada bajo toneladas de metal. El TiMER la mantenía en una jaula invisible, regulando cada impulso.

 

—No sé… —murmuró, temblando—. Nunca he pensado en… coger. Ni siquiera sé si podría.

 

Nora la observó en silencio, con esa mezcla de ternura y desafío que solía tener. Alex bajó la mirada, como si la sola palabra lo hubiera desarmado.

 

Clara apretó los puños. Por primera vez, no quería obedecerle ni a la pulsera ni a la ciudad. Quería probar si había algo suyo todavía dentro de ese cuerpo.

—Pero… quizás podríamos empezar con otra cosa —dijo, la voz rota pero firme—. Algo más pequeño. Quiero ver si mi cuerpo me deja ceder. Tal vez… usando mi boca.

 

 

El baño olía a humedad y a pintura fresca, como si la ciudad misma intentara borrar lo que ellos habían hecho en la pared. El grafiti aún estaba allá afuera, brillando en la memoria, pero ahora todo el peso estaba dentro, entre los tres.

 

—Ponte de pie —ordenó Nora, mirando a Alex con una calma extraña, como si todo esto lo hubiera pensado desde antes.

 

Alex obedeció sin decir palabra. Sus manos temblaban apenas, pero sus ojos estaban fijos en Clara.

 

Clara no entendía por qué el corazón le golpeaba tan fuerte. Sabía lo que venía y, al mismo tiempo, no lo sabía en absoluto. El TiMER empezó a zumbarle en la piel, un cosquilleo sordo que la obligaba a contener la respiración.

 

Nora, sin apartar la mirada de su amiga, se inclinó y le bajó los pantalones a Alex. El sonido del cierre metálico fue como un disparo en medio del silencio. Clara abrió mucho los ojos: ahí estaba, desnudo frente a ellas, el pene que hasta ahora solo había imaginado en retazos confusos.

El pulso del TiMER se intensificó. Una descarga tibia le subió por la columna, como si la pulsera intentara cerrarle la garganta, recordándole que no debía desear. Pero cuanto más la apretaba, más consciente era del calor que crecía en su vientre. Entre jadeos, levantó la vista: Alex estaba frente a ella, con el rostro tenso y la respiración agitada, masturbando su pene duro justo sobre ella, como si también estuviera luchando contra un límite invisible.

 

Nora sonrió, casi con crueldad.

—No pienses, Clara. Solo siente.

 

Clara tragó saliva. Sus labios se entreabrieron, la respiración se hizo irregular. El miedo y la excitación se mezclaban en una corriente imposible de separar. Quería decir que no, que no podía. Pero al mismo tiempo, nunca había sentido algo tan suyo.

 

 

Alex estaba duro de inmediato, como si su cuerpo hubiera entendido el llamado antes que su mente. Clara, en cambio, no sabía qué hacer. Se inclinó apenas, y con un gesto torpe permitió que la punta del pene de Alex rozara sus labios. Era grueso, más grande de lo que ella jamás había imaginado, tibio y palpitante, un peso extraño que la intimidaba y al mismo tiempo la atraía, exigiéndole decidir.

 

Pero se quedó inmóvil. No abrió la boca. No se atrevió a lamer. Solo lo sostuvo ahí, respirando entrecortada contra la piel sensible de él.

 

El TiMER reaccionó de inmediato. Un pulso eléctrico le subió por la nuca, obligándola a tensar la mandíbula, a apartarse. Clara gimió, no de placer, sino de rabia contenida: la maldita pulsera quería arrebatarle incluso ese instante.

 

Alex tampoco se movía. Su respiración era un nudo de ansiedad, y la rigidez de su erección contrastaba con la torpeza de sus manos, que no sabían dónde posar. La escena, que debía ser liberación, se estaba volviendo un silencio incómodo.

 

Nora chasqueó la lengua y se acercó, casi burlona.

—Así no van a lograr nada. —Lo miró directo a los ojos—. Alex, no basta con que se lo pongas en la boca. Tienes que ayudarla. Guiarla. Actuar.

 

Clara levantó la vista, los ojos húmedos. Quería gritar que lo intentaba, que su cuerpo no le respondía, que la pulsera la estaba quebrando por dentro. Pero también quería seguir, probar, sentir.

 

 

Era la primera vez que el deseo y el control se enfrentaban tan de cerca.

 

Clara aún lo sostenía apenas contra sus labios, rígida, como si la piel ardiente de Alex pudiera quemarla. El silencio era espeso, interrumpido solo por la respiración acelerada de los tres.

 

El TiMER volvió a reaccionar. Un latigazo eléctrico le atravesó el cuello, obligándola a apartarse un instante. Se llevó la mano a la garganta, jadeante. La pulsera estaba ganando.

 

—Mierda, así nunca va a funcionar —masculló Nora. No sonaba molesta, sino feroz.

 

Sin pedir permiso, se agachó junto a Clara. Con un gesto brusco le sujetó la muñeca, como para recordarle que no estaba sola, y con la otra mano empujó la cadera de Alex hacia adelante. La punta del pene, tensa y húmeda, se deslizó de nuevo contra los labios de Clara.

 

—Déjate llevar —susurró Nora en su oído, apretándola contra él—. No pienses, solo siente.

 

Clara temblaba. Quería abrir la boca, pero el TiMER la castigaba, zumbando bajo su piel como una orden inquebrantable. El cuerpo le decía que se detuviera, la pulsera la mantenía atada a un pudor impuesto. Y, aun así, el calor del pene de Alex tan cerca, el peso de Nora obligándola, la hicieron ceder un poco más: los labios se entreabrieron, apenas, como un primer gesto de rendición. Apenas podía respirar, con el aire colándose en jadeos cortos, como si cada bocanada fuese una pequeña traición al mandato que la oprimía.

 

 

El sabor salado le tocó la lengua. Un estremecimiento la recorrió. El dispositivo volvió a pulsar, pero ella, por primera vez, no retrocedió. Clara apenas había abierto la boca, el roce húmedo de la punta todavía nuevo, cuando un gemido gutural escapó de Alex. Nora, excitada por la tensión, lo incitaba con gritos cortos, feroces:

 

—¡Hazlo, joder, empuja!

 

El joven obedeció sin pensar. Sujetó la cabeza de Clara y, con un impulso torpe pero arrollador, hundió su pene entero en su boca. El golpe la ahogó; el aire se le cortó en seco mientras el calor duro le llenaba la garganta.

 

El TiMER reaccionó de inmediato. Una descarga ardiente le recorrió los nervios, como si la máquina intentara arrancarle de allí, recordándole que ese deseo no era suyo, que debía reprimirlo. Clara tosió, los ojos inundados de lágrimas, pero no retrocedió. Sentía que cada jadeo era una batalla, que cada segundo con él dentro era un desafío al control que llevaba incrustado en la piel.

 

Nora le sujetaba la mano con fuerza, como anclándola. Alex se estremecía, atrapado entre el miedo de hacerle daño y el placer irreprimible.

 

 

Clara no sabía si lo estaba logrando o si estaba a punto de romperse, pero por primera vez sintió que podía elegir: tragar el dolor, resistir el impulso de apartarse, o dejar que el TiMER la venciera.

 

 

Alex comenzó a moverse con un ritmo desesperado, persistente. Retiraba casi todo su pene, dejando que apenas la punta rozara los labios de Clara, y volvía a hundirse con una fuerza que le arrancaba arcadas. Una y otra vez, rápido, intenso, como si con cada embestida buscara quebrar no solo su resistencia, sino el cerrojo invisible del TiMER.

 

El dispositivo reaccionaba con violencia: descargas, punzadas, un ardor eléctrico que subía desde la muñeca hasta su cuello. Era la violación del control, la grieta abierta a golpes de carne y voluntad. Clara lo sabía; cada entrada era un desafío, cada retirada una promesa de liberación.

 

Y, sin embargo, entre la asfixia y el dolor, algo distinto se encendió. Un destello cálido, casi placentero, que la estremeció más que la descarga. No era solo resistencia: era deseo. Un deseo que no entendía, que no sabía si era suyo o prestado, pero que por primera vez la hacía temblar de ganas en vez de miedo. El baño donde se encontraban era mínimo, apenas un cubículo de paredes húmedas y frías, con un baldosín gastado que olía a encierro. El aire era pesado, no había más espacio que el de sus cuerpos chocando, apretados entre el lavabo y la puerta, como si todo el mundo se redujera a ese rincón sofocante donde lo prohibido ardía más fuerte que la vergüenza.

 

 

Se ahogó en ese instante, entre lágrimas y jadeos, preguntándose si acababa de descubrir una grieta en la máquina o en sí misma.

 

Clara no dijo nada. Ni siquiera se atrevió a mirar a Alex o a Nora. Guardó el temblor dentro de sí, como si tragar aire fuera la única manera de esconderlo. Lo que había sentido no debía confesarlo: un destello de placer que la avergonzaba más que el dolor, el gusto secreto de tener el pene de Alex dentro de su boca… y peor aún, el gusto por la violencia con la que la penetraba, por esa intensidad que la hacía llorar y jadear.

 

¿Era suyo ese deseo? ¿O era la pulsera implantándole la vergüenza, dictándole que todo lo que la encendía estaba prohibido? La confusión era insoportable, como si la propia carne se negara a decidir.

 

Entonces el dispositivo actuó. Una descarga más fuerte que las anteriores recorrió sus brazos y, sin previo aviso, sus manos se movieron por sí solas, empujando contra las piernas de Alex, intentando apartarlo. Clara quiso resistirse, pero era como luchar contra su propio cuerpo.

 

—¡No! —alcanzó a soltar Nora, furiosa. Tomó las muñecas de su amiga y las levantó por encima de su cabeza, sujetándolas con fuerza contra la pared.

Alex entendió al instante. Con un gesto rápido atrapó las manos de Clara junto a las de Nora, sosteniéndolas firmes en el aire. Ahora estaba inmóvil, atrapada entre ellos, incapaz de seguir los dictados de la máquina.

en ese instante, el cuerpo de Alex volvió a moverse. Su pene reanudó la embestida, más rápido, más intenso, cada vez más profundo, como si quisiera borrar la interferencia del TiMER con la persistencia brutal de la carne. Clara jadeó, atrapada entre dos fuerzas opuestas: el control frío de la pulsera y la violenta calidez del deseo que nacía dentro de ella, secreto, vergonzoso, pero imposible de negar.

El control de la pulsera no cedía. Cada descarga la estremecía, intentando obligarla a apartarse, a rechazar lo que estaba sucediendo. Pero el cuerpo de Clara empezaba a fracturarse por dentro: obedecía y desobedecía al mismo tiempo, como si cada fibra peleara contra sí misma. Y, aun así, cuando Alex empujaba hacia adentro, ella lo recibía con un reflejo vergonzoso: sus labios lo rodeaban y succionaban, como si en cada embestida la resistencia se volviera un poco más frágil.

Alex seguía moviéndose, persistente, sacando casi todo su pene y volviendo a hundirse hasta el fondo. El ritmo era tan intenso que los testículos golpeaban contra la barbilla de Clara con cada embestida, un recordatorio brutal de que no había espacio para escapar.

Ella se estremecía. No sabía si era la máquina quien la hacía temblar o si era ese placer prohibido que seguía creciendo en silencio, un placer que le daba vergüenza admitir. Quería odiarlo, quería rechazarlo… pero la violencia del movimiento la hacía sentir viva de una forma que nunca había imaginado.

—Resiste, Clara —susurró Nora cerca de su oído, apretándole las manos contra la pared—. No a la máquina… resiste para ti.

 

Clara tragó saliva, casi ahogándose, con la boca llena del pene de Alex. El TiMER le gritaba que debía detenerse, pero cada golpe, cada jadeo, cada choque contra su barbilla la arrastraba más adentro de esa contradicción que podía destruirla o liberarla.

El momento se quebró cuando Alex, sintiendo que el clímax lo alcanzaba demasiado rápido, retiró su pene de la boca de Clara. El miembro quedó descansando sobre su rostro, pesado, húmedo, escurriendo saliva espesa que ella misma había dejado. Su piel ardía, manchada por esa mezcla que parecía marcarla, tatuarla con un signo que no quería mostrar a nadie.

Clara jadeaba con violencia, buscando aire como si hubiera estado a punto de ahogarse. Con las manos aún alzadas y firmemente sujetas por Nora y Alex, su pecho subía y bajaba en oleadas cortas, casi dolorosas.

Y en medio de esa asfixia, lo sintió. Una chispa escondida bajo la vergüenza, un destello de placer prohibido que la confundía más que cualquier descarga del TiMER. No era el dolor lo que recordaba, sino la forma en que su boca había sido invadida, dominada sin remedio, el pene de Alex llenando lo más profundo de su garganta. Y esa violencia, que debería haberla repugnado, se colaba como un veneno dulce que la hacía estremecerse todavía más.

No lo dijo. No podía. El secreto quedó enterrado en lo más hondo de su pecho, como un pecado que la máquina misma intentaba imponerle: sentir vergüenza por algo de lo que no debería avergonzarse.

 

Mientras tanto, el TiMER seguía vibrando en su piel, frío y despiadado, intentando sofocar esa rebeldía naciente. Pero ya era tarde: Clara había probado algo que la máquina no podía borrar, un deseo suyo, íntimo, que aunque la avergonzara, la estaba desgarrando por dentro.

El pene de Alex seguía descansando, pesado, sobre el rostro de Clara, marcándola con la saliva que se escurría de su propio cuerpo. Ella, agotada y jadeante, en lugar de resistirse dejó que una sonrisa tímida, imposible de ocultar, se dibujara en sus labios entreabiertos. Era pequeña, apenas un gesto, pero contenía algo más profundo: un secreto que estaba empezando a adueñarse de ella.

Alex la miró con desconcierto, incapaz de decidir si ese gesto era rendición o desafío. Nora, en cambio, no dudó. La tomó por el mentón y, con una voz baja pero firme, soltó:

—Tu cuerpo necesita la humillación.

Y sin más, escupió sobre la cara de Clara. El líquido cayó espeso sobre su mejilla y Nora lo extendió lentamente con la palma, como si quisiera tatuar la piel con la evidencia de lo que acababa de decir.

Clara no se movió. Ni siquiera apartó la mirada. Siguió sonriendo, sumisa, con la misma calma que nacía de un lugar contradictorio: vergüenza y deseo, dolor y placer, humillación y liberación.

—Creo que su cuerpo está cediendo —dijo Alex, todavía con la respiración agitada.
—Necesita un último empuje —agregó Nora, con esa seguridad que parecía inquebrantable.

Clara los escuchaba, y aunque el corazón le latía como si fuera a reventarle el pecho, no apartó la vista.
—Avancemos antes de que eso retome el control de mí —susurró, con un hilo de voz—. Tal vez podamos destruirlo.

Nora no perdió tiempo: la tomó por los brazos y, con firmeza, la giró. El rostro de Clara se aplastó contra el baldosín húmedo del baño, frío contra su piel ardiente. Nora le levantó la cadera con un gesto rápido y deliberado, dejándola expuesta.

La falda corta de Clara se arrugó en su cintura, revelando el contorno de sus nalgas. El tejido de la ropa interior —un algodón simple, gris claro, gastado por los lavados— marcaba la redondez de su cola, tensándose con cada respiración. La tela era fina, lo justo para insinuar la línea húmeda entre sus piernas.

 

Alex tragó saliva. El contraste lo golpeó: la crudeza del baño público, con sus paredes manchadas y su olor metálico, contra la vulnerabilidad descarada del cuerpo de Clara ofrecido frente a él. Su pene, duro y palpitante, se erguía como una respuesta inevitable, como si su cuerpo ya hubiera tomado la decisión antes que su mente. La visión lo dejó inmóvil un instante, como si ese fuera el verdadero campo de batalla: el de elegir avanzar o quedarse paralizado ante lo que ella misma estaba empezando a permitir.

Alex se quedó en silencio, observando el cuerpo de Clara inclinado, con la falda subida y la tela delgada de su ropa interior marcando cada curva. Ella jadeaba, con la frente aún contra el baldosín, las manos atrapadas arriba, y ese temblor que no sabía si nacía del miedo, de la excitación o del pulso eléctrico de la pulsera resistiéndose a perder el mando.

 

Temerario, Alex deslizó sus dedos por la tela húmeda hasta apartarla con brusquedad, dejando su intimidad expuesta al aire cargado del baño. Entonces, sin esperar, hundió dos de sus dedos en su vagina, abriendo un espacio que arrancó a Clara un gemido quebrado, mezcla de dolor y alivio.

—No te detengas ahora —susurró Nora, mirándolo de frente—. Rompela, Alex. Que sienta que no hay regreso.

Él dudó, la respiración entrecortada. Clara, con los ojos cerrados, murmuró apenas audible:
—Hagan lo que deban… antes de que esto me venza otra vez.

Nora atrapó una de sus nalgas, lo suficiente para que el contorno de su ano quedara insinuado bajo la luz mortecina del baño. Con la palma le acarició, casi como si estuviera presentándola.
—Por aquí —dijo Nora, en un tono que no dejaba espacio a dudas—. Es aquí donde vas a entrar.

Clara cerró los ojos, expectante, mientras los dedos de Alex la invadían.

 

Alex tragó saliva, la verga palpitando en su otra mano.

Alex apoyó la punta de su pene contra el centro tenso del ano de Clara. No empujó de inmediato, solo dejó que su glande rozara el anillo cerrado, húmedo apenas por la saliva que aún goteaba de su miembro.

Clara apretó los dientes, un gemido contenido escapó entre ellos. El frío de las baldosas en su mejilla contrastaba con el calor que sentía crecer entre sus piernas y en esa zona prohibida donde ahora Alex insistía. La pulsera ardía en su muñeca, como si quisiera recordarle que aquello era imposible, que ese placer estaba prohibido, que debía detenerse.

—No… no puedo… —susurró, y sus caderas temblaron, un temblor que no sabía si era resistencia o el inicio de un deseo que la asustaba.

Nora le tomó la cabeza con una mano, obligándola a mirarla de reojo.
—Escucha tu cuerpo, no a esa máquina —le dijo con voz baja, pero firme—. Si tiemblas, es porque lo deseas.

Alex comenzó a ejercer una presión más constante, suave al inicio, luego un poco más firme, como tanteando esa puerta cerrada. Clara jadeó, su ano se contrajo en reflejo, pero no se apartó. Una parte de ella quería gritar y escapar, pero otra se quedaba quieta, expectante, esperando el dolor, el quiebre, o ese destello de placer que la había confundido antes. Pero Alex no se iba a conformar con eso: mientras insistía con la punta de su miembro, deslizó también dos de sus dedos hacia su vagina nuevamente, entrando con decisión, forzándola a sentirlo todo al mismo tiempo, como si buscara arrancarle la última resistencia a la fuerza.

 

Su respiración se aceleró, los labios temblaban y una sonrisa mínima, casi imperceptible, se dibujó bajo la vergüenza.

La presión se volvió más marcada. Alex empujaba con los dientes apretados, la respiración entrecortada; pero el ano permanecía muy cerrado, tembloroso, como un muro que no quería ceder.

—Resiste…  —susurró Nora en su oído, mientras la mantenía con la cara pegada al baldosín frío.

La pulsera se iluminó, vibrando con fuerza, enviando descargas que recorrían los nervios de Clara. Sus manos querían empujar a Alex, pero él y Nora las sostenían en alto, prisioneras. La lucha era feroz: su cuerpo contra la máquina, su deseo secreto contra la vergüenza.

Un gemido ronco salió de su garganta. No sabía si era dolor, miedo o esa corriente ardiente que la recorría desde la base de la espalda hasta el vientre. La respiración se le cortaba, las lágrimas le humedecían los ojos.

Alex, con un gruñido, dio un empujón más fuerte, persistente, y el glande atravesó la resistencia de golpe. El ano de Clara se abrió de manera brusca, desgarrando su primera barrera.

 

Ella lanzó un grito breve y agudo, ahogado en el azulejo, mientras su cuerpo entero se estremecía. La pulsera parpadeó con violencia, como si intentara detener lo inevitable, pero ya era tarde: había sido rota.

El primer empuje la dejó sin aire. El dolor fue punzante, seco, desgarrando fibras que nunca habían sido abiertas. Clara apretó los dientes contra el frío del baldosín, con un gemido que oscilaba entre el rechazo y el clamor de algo prohibido. Su cuerpo temblaba, incapaz de decidir si debía huir o rendirse.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero en medio del ardor empezó a crecer una chispa extraña, un latido bajo que la confundía más que el sufrimiento mismo. Cada respiración se convertía en un jadeo, cada estremecimiento en un recordatorio de que estaba sintiendo más allá de lo permitido.

Alex retrocedió apenas para volver a entrar, esta vez más lento, más hondo. Y entonces Clara lo sintió: en su muñeca, la pulsera vibró una última vez, como un insecto moribundo, hasta que las luces se apagaron de golpe.

—Está… funcionando —jadeó, con la voz rota, casi incrédula.

Nora soltó una carcajada ahogada, mientras sostenía aún sus manos alzadas. Alex, con los ojos clavados en los de Clara, comprendió el peso de ese instante. Disminuyó la violencia, suavizó sus movimientos, dejando de forzar para comenzar a acariciar desde dentro. Sus embestidas se volvieron un vaivén acompasado, íntimo, como si en esa suavidad proclamara la victoria.

—Ya no eres de ellos —murmuró, inclinándose sobre su espalda—. Ahora eres libre.

 

Clara cerró los ojos, respirando entrecortada, dejándose envolver por esa nueva sensación: no solo el dolor convertido en placer, sino el descubrimiento de que el control había sido vencido.

Los movimientos de Alex fueron encontrando un ritmo, firme y cálido, mientras Clara se abandonaba poco a poco. Su respiración se volvió gemido, y en cada embestida ya no había lucha contra la máquina, sino entrega a algo que por primera vez era suyo.

Nora bajó las manos de Clara y, en lugar de sujetarla, la abrazó desde delante, pegando sus labios a los de ella. Fue un beso largo, húmedo, con lengua, que arrancó de Clara un sollozo breve, como si estuviera agradeciendo con lágrimas esa ternura que llegaba en medio del incendio.

Alex, detrás, aceleraba el vaivén de su cadera, sus testículos golpeando contra las nalgas de ella, mientras sujetaba sus hombros sudados. El calor de los tres se mezclaba en ese baño húmedo, convertido en santuario.

—Gracias… —susurró Clara entre besos y jadeos, con la voz quebrada—. Gracias por no dejarme sola… por no soltarme…

 

Nora la tomó de la cara con ambas manos, secando sus lágrimas con la lengua, besándola con hambre y cuidado a la vez. Alex, jadeando, la sostuvo por la cintura y penetró más profundo, como si quisiera marcar ese instante en la piel de los tres.

 

 

El placer empezó a recorrerlos en una espiral compartida: Clara lloraba y gemía, Nora la besaba con devoción, Alex la invadía con fuerza y ternura. El clímax que crecía ya no pertenecía a ninguno por separado, sino que los estaba fundiendo en una sola rebelión, un acto prohibido que se volvió la semilla de su libertad.

 

Alex sacó su miembro cuando este empezaba a pulsar por la inminencia del orgasmo. Lo sostuvo con firmeza, temblando, dejando que la punta húmeda rozara la piel de Clara mientras gotas densas de semen caían sobre sus nalgas y resbalaban por la curva de su espalda. Ella, todavía sometida entre sollozos y sonrisas, levantó apenas el rostro, buscando la aprobación de ambos, como si necesitara ser marcada por ese instante.

 

Nora, con la respiración entrecortada, le sujetó la cara a Clara y la obligó a mirarla.

—Deja que termine sobre ti —le susurró con voz ronca—. Es nuestra señal, nuestro pacto.

 

 

Clara no respondió con palabras; solo cerró los ojos y asintió, sintiendo que la humillación y el deseo se mezclaban hasta borrar los límites de lo que alguna vez creyó prohibido.

 

Hubo un instante suspendido, un vacío cargado de respiraciones agitadas. Y entonces Nora, sin vacilar, recogió con sus dedos el rastro de semen que había quedado y lo llevó directamente a la boca de Clara. Esta vez no fue necesario forzarla: Clara enderezó la cabeza y chupó los dedos de Nora por sí misma, temblando mientras lo hacía, dejando que la vergüenza y el placer se confundieran en un mismo estremecimiento. Cada movimiento era suyo, elegido, aunque aún atravesado por la sombra del control que había intentado dominarla.

 

Se pusieron de pie, todavía temblando, con el pequeño baño como único testigo de su secreto. El TiMER en la muñeca de Clara ya no existía: roto, inservible, incapaz de dictar su cuerpo. Pero la tensión no había desaparecido; ahora obedecía a sus amigos, a Nora y Alex, a la fuerza de esa complicidad que la guiaba más que cualquier pulso eléctrico.

 

 

Nora se acercó y la besó, húmedo y profundo, y Clara sintió el sabor del semen de Alex mezclarse en esa boca compartida, un recordatorio de todo lo que habían hecho y todo lo que aún deseaban hacer. Cada contacto era un desafío, un vaivén entre obedecer y ceder, entre miedo y placer, entre el secreto que ardía en su interior y la entrega que por primera vez elegía por sí misma.

 

Nora rodeó con sus manos la verga de Alex, acariciándola con firmeza pero sin prisas. Su mirada se cruzó con la de Clara, cómplice y desafiante a la vez.

—Ya la puedes guardar —le susurró a Alex, con un tono que no admitía réplica—. Es momento de salir de aquí.

 

 

Alex asintió, todavía respirando con fuerza, mientras se preparaba para abandonar el baño. Clara se mantuvo cerca de Nora, con el cuerpo aún vibrando por la tensión de lo vivido, consciente de que algo dentro de ella había cambiado: la obediencia ya no venía de un dispositivo, sino de la fuerza de su vínculo con ellos y del juego de poder que habían creado juntos.

 

Caminaban por las calles grises y vacías, sus pasos resonando sobre el pavimento húmedo. Clara sentía cada latido de su corazón como un eco de lo que acababa de suceder: mezcla de confusión, vértigo y un placer prohibido que aún ardía bajo su piel. La pulsera había dejado de controlar su cuerpo, pero algo más profundo se había activado: la certeza de que podía desear, resistir y ceder a la vez, y que esas decisiones ya no dependían de nadie más que de ella.

 

Cada mirada a Nora, cada roce accidental de manos con Alex, le recordaba que había entrado en un terreno nuevo, donde las reglas ya no las imponía el TiMER, sino la complicidad, la confianza y el juego de poder que habían empezado a tejer juntos. Su cuerpo aún temblaba, pero la sensación no era miedo: era el inicio de algo que la haría fuerte, consciente y peligrosa.

 

 

Y mientras la ciudad se desplegaba ante ellos con sus luces frías y anuncios luminosos, Clara supo que esto no era un final. Era un comienzo. Un camino donde la obediencia sería suya, el placer un arma, y la rebelión, la única promesa cierta. La historia no terminaba ahí: apenas estaba empezando.

71 Lecturas/3 septiembre, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: amiga, amigos, baño, bus, mayor, orgasmo, padre, semen
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