EL SECUESTRO DE CAROLINA I
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por eroticteller.
Sólo faltaba el día, el momento exacto en que su sueño se convirtiera en realidad.
Todo lo demás estaba preparado: el lugar, el modo y, sobre todo, la víctima.
En la soledad de su habitación, J.
recordaba aquella mañana en que todo cambió para él.
Era un niño de pueblo, y le encantaba andar y correr por todos los caminos que lo rodeaban.
Le gustaba buscar animales para tirarles piedras; cazar ranas para romperles las patas y ver como querían huir sin poder hacerlo.
Sí, a sus 11 años le gustaba ver sufrir a esos bichos.
Aquella mañana de verano era temprano, y J.
caminaba junto a la orilla del río.
La normalidad de ese día se rompió cuando, un poco más allá, vio lo que parecía un pie que sobresalía de debajo de unas ramas.
Sin ningún miedo, y con mucha curiosidad, el niño se acercó hacia allí y comprobó que, efectivamente, eso era un pie humano que pertenecía a un cuerpo que estaba ahí oculto.
Con algo de nervios, empezó a quitar todas las ramas que lo cubrían y, cuando levantó la ultima madera que tapaba la cara, supo enseguida quién era esa persona.
Esos ojos inexpresivos que miraban al infinito sin ver nada; ¿ojos inexpresivos? No, esa mirada mostraba miedo, un miedo terrible, un terror indescriptible.
Esa melena oscura y lisa, siempre limpia y brillante, pero ahora sucia por las hojas y el fango.
Esos ojos, ese pelo, ese rostro eran los de Raquel, una de las chicas más guapas del pueblo.
A sus 14 años, Raquel atraía la mirada de todos los varones por su belleza, por ese cuerpo joven y perfecto, por su sonrisa y su simpatía.
Ese cuerpo desnudo era el que J.
estaba contemplando atónito.
Vio que de la nariz había salido sangre, que ahora estaba seca; la boca permanecía abierta y la lengua medio fuera.
Alrededor del cuello vio una marcas moradas.
J.
continuó bajando la vista hacia esas tetas que tantos deseaban.
Unas tetas no muy grandes, no como las de las señoras mayores que parecían ubres de vaca.
Las de Raquel eran redondas y, pese a estar tumbada en el suelo, se las veía duras.
J.
nunca había visto a una chica desnuda y la visión de esos pechos le desconcertó.
Su deseo le llevó a acercarse y a tocar esos senos.
Primero con suavidad, casi con miedo, como si pensara que, con ello, iba a despertar a esa muchacha; luego los apretó con más fuerza.
Sintió la carne dura en sus manos y los estrujó fuertemente; se detuvo en los pezones, pequeños y oscuros, que parecían erguidos.
Los tocó, los pellizcó y tiró de ellos hacia arriba.
Se entretuvo un rato con ese juego mientras sentía que su pequeña polla empezaba a endurecerse sin saber muy bien por qué.
Cuando acabó de amasar esas pequeñas tetas, J.
siguió mirando el resto del cadáver.
En el estómago vio moratones que afeaban ese maravilloso cuerpo; por último, se embelesó con esa parte tan desconocida para él.
Debajo de la tripa vio unos pelos oscuros y algo rizados.
No eran demasiados pero destacaban como un pequeño triángulo en el vientre.
Raquel estaba con las piernas muy abiertas y J.
observó cómo, entre ellas se abría una raja bastante grande, justo por encima del culo de la niña.
De ambos orificios había salido sangre y parecía que, a la entrada de esa raja, había un líquido blanquecino mezclado con ella.
Sin poder evitarlo.
J.
nuevamente acercó sus manos a esa zona y la tocó con deleite.
Jugó con el vello del pubis de Raquel, tocó los labios abultados de la vulva y los abrió; acarició los muslos fríos con un ansia atroz.
Casi inmediatamente, notó cómo su calzoncillo se mojaba y, curioso, miró para comprobar que había soltado un líquido espeso y blanquecino, muy parecido al que estaba en el agujero de Raquel.
Tiempo más tarde, J.
supo lo que había sucedido.
Todo el pueblo lo comentó y no hubo secretos para él.
La noche antes del descubrimiento del cadáver, Raquel tuvo la desgracia de toparse con Ramón, el tipo más odioso del pueblo.
Como tantas veces, Ramón estaba alborotado por su carácter y el alcohol que había tomado.
Se encontró con Raquel en uno de los caminos y, lleno de locura, y bajo la amenaza de un cuchillo, la obligó a acompañarla junto al río.
Allí la empezó a besar y pasarle la lengua por el cuello y la cara; la babeaba encima, dejando un olor apestoso en la piel de la niña.
Sus manos manoseaban todo el cuerpo de Raquel; se posaron y apretaron el culo, mientras le daba cachetes; se lanzó sobre sus tetas y las apretaba como si quisiera reventarlas.
Raquel lloraba desesperada mientras suplicaba que no le hiciera nada.
Loco de deseo, Ramón la abofeteó varias veces hasta hacerla sangrar y le arrancó la camiseta.
Al ver ese sujetador casi de niña Ramón también lo rajó dejando al descubierto las pequeñas tetas de Raquel.
Las continuó apretando y las mordió; estaba tan fuera de sí que las hubiera mordido hasta arrancárselas.
Los gritos de Raquel le excitaban aún más y ya, tumbados en el suelo, le quitó el pantalón corto y las bragas que tapaban su coño.
Raquel se defendía pero no podía con la envergadura y fuerza de Ramón quien, sacándose la polla, empalmada por esa violación que estaba cometiendo, se tumbó encima de ella.
No tuvo reparos en romperle el coño mientras la golpeaba la cara y el estómago; la penetró profundamente y, cambiando de agujero, sin ninguna preparación, le desgarró el culo.
Los gritos y lloros de Raquel seguían y seguían y Ramón notó como la sangre virgen, la sangre inocente de esa cría resbalaba por sus muslos.
Ramón no dudo en soltar toda su leche dentro del cuerpo de la niña.
Fue lo más excitante para él: saber que esa cavidad recién desvirgada recibía los chorros de su semen, Pudo haberla dejado allí, rota, golpeada y vejada, pero las súplicas de la niña no impidieron que Ramón rodeara el cuello con sus manos y apretara, mientras Raquel, casi sin fuerzas ya, intentaba liberarse y miraba al infinito.
En la tranquilidad de su hogar, J.
recordaba todo aquello mientras chorros interminables de leche salían de su dura polla.
A lo largo de su vida había estado con muchas mujeres, bastante de ellas putas a las que pagaba mucho dinero para ser golpeadas y humilladas.
Las chicas normales no se prestaban a esos juegos.
Pero nunca sentía lo mismo que cuando se masturbaba recreando aquella escena de su infancia….
Y quería volver a sentirlo.
La vida fue generosa con él.
Sus padres murieron en un accidente dejándole tierras y unos buenos ahorros.
Gracias a ello pudo invertir y llegar a vivir de las rentas.
Se construyó una casa en medio del campo, una casa aislada donde había preparado una habitación especial para tener el lugar perfecto donde llevar a cabo su plan.
Y, lo más importante: con dinero en su cuenta y sin necesidad de trabajar, tenía lo más imprescindible: tiempo, un tiempo precioso para buscar a su víctima ideal.
Viajó a una ciudad alejada de su casa.
Se centró en las urbanizaciones tranquilas, sin demasiada gente por las calles.
Llegaba en coche a primera hora de la mañana cuando se suponía que las niñas iban al colegio.
Era cuestión de paciencia: vio niñas de varias edades acompañadas de otros niños o de adultos; vio salir de las casas coches con otros críos… Pero, un día, se fijó en ella.
Casualidad o no, era parecida a Raquel: morena, melena lisa a lo pijo, más bien delgada, una cara preciosa y un cuerpo que se adivinaba como perfecto.
La vigiló durante un tiempo; salía de su casa sola.
Normalmente vestía un uniforme de colegio privado: falda gris, jersey rojo, polo blanco, y arrastraba una de esas pesadas mochilas con ruedas.
Alguno días iba con el chándal del colegio y, junto a la mochila, llevaba al hombro otra bolsa en la que, seguramente, llevaba el uniforme para cambiarse después de la clase de EF.
"Raquel" recorría unas pocas calles hasta la esquina de una más principal, donde esperaba el autobús del colegio.
J.
sabía que su plan tenía que cumplirse antes de que ella llegara a esa parada; disponía de poco tiempo.
Y sabía que tenía que ser una mañana de invierno cuando aún no hubiera suficiente luz en el cielo.
Y, además, un día lluvioso facilitaría mucho las cosas.
En todo el tiempo que la había vigilado, nunca la había visto con alguien más, y muy poca gente se cruzaba en su camino.
Mientras sentía otra erección, en la tranquilidad de su hogar, y antes de empezar a masturbarse de nuevo pensando en sus dos "Raqueles", J.
sonrió porque ese día de noviembre el pronóstico del tiempo había dado lluvia para el día siguiente.
*******
El sol aún no había salido.
La mañana era lluviosa; una lluvia fina y continua azotaba las calles.
Sólo las luces de las farolas rompían algo la oscuridad de ese día.
J.
se apostó junto a la casa de "Raquel" y esperó.
Su excitación y sus nervios iban en aumento.
Sabía que se estaba jugando mucho, que cualquier error lo pagaría caro, pero también tenía una confianza plena en que su plan iba a ser perfecto.
En esos momentos, le daba igual todo.
Sólo pensaba en el cuerpo de esa jovencita y en todo lo que se podía hacer con él.
La puerta del adosado se abrió y salió ella.
Hoy iba vestida con el chándal del colegio y, además, llevaba una cazadora de color oscuro.
Con la mano derecha tiraba de la mochila, mientras que en la izquierda sujetaba un pequeño paraguas que apenas le cubría la cabeza.
J.
llevaba un chubasquero de lo más común, nada llamativo.
La capucha le tapaba casi todo el rostro.
Nadie le podría reconocer.
Con decisión, comenzó a andar detrás de la chica mientras aferraba una navaja en su mano derecha.
Dos calles más allá, aceleró el paso y se situó al lado de la niña.
Le pasó el brazo izquierdo por los hombros mientras que, con la otra mano, apretó la navaja en el costado de la sorprendida joven.
– No digas nada y sigue andando, so puta.
Al menor gesto o grito que hagas, te juro que te rajo.
La cría quiso decir algo, pero la mano de J.
se puso delante de su boca, impidiendo cualquier sonido.
Con un movimiento casi imperceptible, la dirigió a una bocacalle donde había aparcado su coche de cristales tintados.
Era una calle pequeña a cuyos lados estaban los laterales de las casas adosadas.
No había entradas principales.
La luz seguía siendo escasa y la visibilidad también.
J.
notaba los hipidos de esa pequeña zorra, que no entendía lo que estaba sucediendo.
Su excitación aumentaba.
Se pasó la navaja a la mano izquierda y, con el mando del coche, abrió las puertas.
– Entra ahí y no se te ocurra decir ni una palabra – le dijo al oído.
En la parte de atrás del coche metió las bolsas de la niña y su paraguas.
Después entró ella y, por último, se asentó J.
Los cristales tintados impedían cualquier visión desde fuera pero aún así, se apresuró a hacer lo que tenía previsto.
Quería salir de ahí cuanto antes.
No quería arriesgarse a que alguien le hubiera visto.
Sacó del bolsillo de su chubasquero un botellín de agua.
Había diluido en él la suficiente cantidad de somníferos como para que esa pequeña perra estuviera dormida hasta llegar a su fatal destino.
– ¡Bebe esto, putaaaa! – le gritó.
– Por favor, señor….
por favor… no me haga daño – suplicó la aterrorizada niña.
La palma de la mano se estrelló contra la suave piel de su cara.
Los sollozos aumentaron.
– No estoy de bromas, niñata.
Desde ahora vas a hacer lo que yo te diga sin rechistar porque, si no lo haces, ese tortazo va a ser lo más leve que recibas.
¿Entendido? ¡Bebeeeeeeeeee!
Con lágrimas en los ojos, la jovencita bebió todo el contenido de la botella.
No tardaría en hacer efecto lo que había echado pero, deseando salir de allí, J.
le ató las manos hacia atrás con un cable de metal.
La dejó sentada en la parte posterior mientras él pasaba al puesto de conductor.
Pisó el acelerador y salió de allí.
*******
Se sentía triunfador.
Sabía que lo había logrado.
La lluvia caía sobre el parabrisas, y él se sentía seguro después de haberse alejado muchos kilómetros de aquel lugar.
Miró por el espejo interior del coche para contemplarla.
Seguía dormida, apoyada en el respaldo del asiento con la cabeza levemente inclinada hacia un lado.
La boca entreabierta y su melena cayéndole sobre el hombro.
Se le había subido algo la camiseta que llevaba y podía ver su ombligo.
Su tripita era lisa, no se le apreciaba ningún gramo de grasa.
Ahora era suya.
Igual que aquellas ranas a las que torturaba de pequeño y que no podían huir.
Podría hacer con ella lo que deseara, sin importarle nada, no como aquellas putas que ponían límites a sus instintos.
Esta niña no iba a poder negarse a nada de lo que él quisiera.
Ella era su presa.
Al cabo de unos cuantos kilómetros más, detuvo el coche en una de esas zonas de descanso que había en las autovías.
Seguía lloviendo y el lugar estaba completamente vacío.
Pasó al asiento trasero del coche.
Iba a tener paciencia, pero quería hacer algo antes de continuar.
Abrió la mochila de la cría para ver qué había dentro: libros de 2º de la ESO, un estuche, unos cuadernos y una agenda.
La abrió y vio una letra muy bonita y trabajada: caligrafía de niña, con dibujos de corazones aquí y allá.
En la primera página leyó los datos de la propietaria: supo su nombre, su edad, su teléfono….
Le daba igual porque, aunque no hubiera estado escrito allí, él se enteraría absolutamente de todo.
Guardó el material del colegio y abrió la otra bolsa.
Como suponía allí estaba la otra ropa: la falda, el polo blanco y el jersey.
En el fondo había también unas bragas, bien dobladas.
Unas bragas blancas, con unos topitos azules.
Las cogió y las olió.
Sólo olían a limpio.
Se excitó pensando que esas bragas tocaban el coño y el culo de la chica que tenía a su lado, y se preguntó qué ropa interior llevaría puesta esa zorra.
Seguramente ya no estaba tan limpia como esas bragas que tenía en la mano; quizá se le había escapado pis por el susto de todo lo vivido; sus bragas estarían manchadas y olerían a suciedad, olerían a miedo.
Se contuvo y las volvió a meter en la bolsa.
Por último miró en un bolsillo lateral.
Junto a un frasquito de colonia y desodorante, encontró una compresa.
¡Diosss! Así que la pequeña puta está ya con la regla; sí, con su edad es normal que le haya bajado.
Le excitó la idea de poder preñarla y, sobre todo, le excitó la imagen de la sangre saliendo de dentro de su cuerpo, de la sangre resbalando por sus muslos y manchando su vulva.
La polla le reventaba pero, aun así, se resistió.
La hubiera follado allí mismo, mientras estaba inconsciente; le habría roto el coño y el culo para ver cómo esa sangre de su imaginación se convertía en sangre real, pero no lo hizo.
Quería llegar a la tranquilidad de su casa para todo eso pero, al menos, se permitió algo.
Puso la mano por encima del pantalón de la niña, encima de su pubis, de su monte, y apretó con la palma: lo notó duro, tan duro como estaba su polla, y la restregó por encima, y subió la mano hasta acariciar ese vientre plano y suave, y tocar el ombligo.
No hizo más.
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