El Silencio Después de Mí
No me acuerdo en qué momento exacto empezó a romperse todo..
Lo único que sé es que esa noche, Zoe estaba encima de mí, cabalgando como si intentara borrarme del mapa. El bombeo en sus caderas solo aumentó. Yo la miraba. El sonido húmedo de nuestros cuerpos siguió creciendo, cada vez más fuerte, hasta llenar el cuarto entero. Mis jadeaos eran resoplidos.
No hablábamos. No teníamos que hacerlo. Afuera, Los Ángeles dormía en su miseria tibia de siempre. Adentro, éramos dos cuerpos ocupados en no pensar.
Entonces se detuvo. Me miró. Tenía los ojos clavados en mí como una advertencia.
—¿Sabes lo que viene después de mí? —me dijo ella.
Negué, aunque sí lo sabía. Lo sabía mejor que nadie.
—El silencio —agregó—. Siempre es el silencio.
Se bajó de mí sin darme tiempo a nada. Caminó al baño, desnuda, con la espalda recta como una sentencia. El agua comenzó a sonar detrás de la puerta. Yo me quedé quieto, sintiendo aún su calor y su rabia.
Encendí un cigarro. El cigarro número quién sabe cuántos.
Zoe cerró la ducha. Silencio otra vez.
Me senté en el borde de la cama, desnudo, con el cigarro entre los labios y la verga brillante. Recostada contra un muslo. Zoe apareció en la puerta del baño, me miró y pasó de mí en busca de su ropa. Tome su brazo y me miró a los ojos.
—Mira, Zoe… No tiene que ser así—solté, medio en broma, medio en serio.
Ella no respondió. Solo me besó, como si hubiera esperado que le dijera exactamente eso. Me besó. Un beso largo, profundo. Cuando se sentó sobre mí, sentí como mi verga, ahora erecta ingresaba nuevamente en ella, que no había perdido la humedad. “Haaaaaag mmmmm siiiiii mmmmmmm hooooo”. Inmediatamente comenzó a cabalgarme, lo hacía fuerte como le gustaba, como nos gustaba, nuevamente el sonido húmedo de nuestros cuerpos inundaba la habitación, Zoe subía y bajaba a lo largo de mi verga, sentía como su encharcada vagina atrapaba toda mi hombría. “Mmmmm siiiiii hooooog mmmmm todaaaaa ayyyyyy”
La sujeté con fuerza por la cintura, sintiendo el golpeteo de sus nalgas contra mi pelvis. Por un segundo pensé en voltearla, hacerla mía de otra forma.
Pero no.
Por aquella noche, su virginidad anal estaba a salvo.
La dejé seguir cabalgándome. Estaba agotado. Zoe me exprimía hasta dejarme seco
Se bajó de nuevo de mí, esta vez dejándome completamente deslechado. Recogió sus bragas y sus medias con una parsimonia calculada, como si ya lo hubiera hecho mil veces, como si lo nuestro fuera otra escena repetida en su guion personal de huidas.
Zoe salió luego de vestirse, sin despedirse. Cerró la puerta como quien arranca una venda. Yo no me moví. No la llamé. Solo dejé que el eco de sus pasos se borrara con el resto de la noche.
Dormí. No sé cuánto. El sueño fue espeso, irregular, como una cinta rayada. Me desperté sin hambre ni culpa, lo cual ya era rutina. Me preparé un café aguado, respondí unos correos que no me importaban. Hice mi vida normal, esa versión de mí mismo que sobrevive sin pensar demasiado.
Pero cuando dieron las once de la noche, agarré la chaqueta, el encendedor y la botella de whisky que siempre guardo para estas cosas. Fui a buscarla, de nuevo. Como un perro que vuelve a la casa donde lo echaron.
Zoe vivía a seis calles, en un segundo piso con balcón lleno de plantas secas. Me sabía el código del portón, sabía qué escalón crujía al subir y en qué rincón dejaba sus zapatos. Toqué dos veces. Nadie contestó.
Esperé.
Toqué otra vez.
Entonces la escuché. Su voz. Pero no me hablaba a mí.
—¡No tengo nada, por favor! ¡No tengo nada!
Un ruido seco cortó el aire, como un golpe de metal contra madera.
Corrí hacia la puerta.
—¡Zoe!
Un estallido. Cristales rotos. Un grito ahogado. Luego, el tiroteo.
Tres disparos. Silencio. Y otro más, más cerca.
Me tiré al suelo, con la botella en la mano, sin soltarla. Me arrastré hacia un costado de la entrada y pegué el oído a la pared. Alguien bajaba corriendo las escaleras. Dos personas. Voces agitadas, jadeos.
El sonido de una motocicleta encendiéndose afuera, y luego el rugido. Se fueron.
Empujé la puerta abierta con la rodilla, entré sin pensar.
Cuando se abrió la puerta y encendí la luz, era como entrar a una escena congelada justo después del desastre: todo fuera de lugar, pero aun temblando de lo que acababa de pasar.
Todo estaba revuelto. El tocadiscos tirado en el suelo. Las plantas rotas. —Zoe —llamé, una vez, sin gritar—. Zoe, soy yo.
Avancé por la sala. Nada.
Entonces la vi.
Estaba en una esquina de su habitación, desplomada contra la pared, con las piernas recogidas y la cabeza ladeada. Tenía la blusa rasgada y los brazos marcados, como si la hubieran atado con algo y luego cortado los lazos de prisa.
Corrí hacia ella.
—Zoe —susurré, arrodillándome—. Eh… ya pasó. Estoy aquí.
No reaccionaba.
Su pecho subía y bajaba despacio, como si estuviera muy lejos, soñando con otra cosa.
Tenía un golpe en la sien. Un hilo seco de sangre bajaba hasta su cuello.
La tomé con cuidado, como si pudiera romperse más. La acosté sobre la alfombra y marqué a emergencias con la mano que me quedaba libre.
No recuerdo qué más dije. El resto fue rápido: la sirena en la calle, los paramédicos, los flashes blancos, y luego yo sentado en la sala de urgencias con las manos sucias de su sangre y polvo de vinilo.
Una hora más tarde, Zoe se despertó.
Yo estaba en la habitación del hospital, junto a su cama. Las luces eran demasiado brillantes. Ella abrió los ojos lento, como quien regresa de un sitio al que nunca quiso ir.
—Te tengo —le dije—. Ya estás a salvo. La miré, todavía temblando por dentro.
Ella tardó en enfocar la mirada. Me reconoció. Pero no sonrió.
—Me amarraron —murmuró.
Asentí despacio. No había mucho más que decir.
Un médico entró, revisó los signos, dijo que no había daño interno, solo moretones, un golpe leve en la cabeza y signos de restricción en las muñecas. “Tendrá que descansar”, dijo, como si con dormir se borrara todo.
Zoe me tomó de la mano y me la apretó.
Una vez el médico se fue, la habitación volvió a llenarse de ese silencio grueso que deja el miedo después de gritar. Me quedé sentado, con su mano aún en la mía. Zoe no decía nada, pero su pulgar se movía apenas, rozando el mío, como quien tantea un borde antes de cruzarlo.
Hasta ese momento no le había reclamado su partida. Su manera de irse sin más, como si lo nuestro fuera un resbalón sin nombre.
Pero verla así, tan rota, tan callada, me lo devolvió todo.
—¿Te duele? —pregunté, sin soltarla.
Negó con la cabeza, pero una lágrima le rodó por la mejilla. Me incliné para secarla, pero ella giró el rostro y mis dedos apenas rozaron su sien vendada.
—No es el cuerpo —murmuró—. Es otra cosa. Es… no sé cómo explicarlo.
—No tienes que hacerlo.
—Pero quiero.
Se incorporó con lentitud. El camisón del hospital le quedaba suelto, desordenado, como todo en ese lugar.
—Sentí que me perdía —dijo—. Que me disolvía. Y entonces pensaba en ti. No en lo que hemos sido. Sino en tu voz. En cómo me miras. Eso me trajo de vuelta.
Bajó la mirada. Sus labios temblaban apenas.
—Estaba pagando ser pervertida —murmuró—. Me he convertido en algo… que no entiendo.
Yo no dije nada. Solo acerqué mi mano. Ella no se apartó.
Se inclinó hacia mí. Lenta, cautelosa, pero con una necesidad honesta, casi sagrada. Sus labios rozaron los míos, primero como una pregunta, luego como una decisión. Me detuve un segundo. Sus ojos estaban abiertos. Presentes.
—¿Estás segura? —pregunté.
—Sí —susurró—. Quiero recordar quién soy contigo. No desde el dolor. Desde esto.
La besé.
Mis manos encontraron su cintura, cálida debajo de la tela. Ella desabrochó mi pantalón, con ese temblor que tienen las cosas verdaderas. No había prisa, ni urgencia. Solo esa búsqueda terca de sentido. Sus dedos sacaron mi verga con torpeza.
La cama del hospital crujió cuando se recostó para que su rostro alcanzara mi verga. Se la metió a la boca de inmediato. El suero seguía colgado, olvidado. Su cabeza, aunque golpeada, se movía con una delicadeza feroz.
—Te necesitó, quiero a mi hombre. Necesito tu verga, que me hagas tu mujer —susurró—.
Me dejé guiar mientras observaba su mano bajar y subir bajo las sábanas, se estaba masturbando al tiempo que me chupaba la verga.
—Me perteneces—le dije—.
No era una noche de pasión salvaje, sino de reconstrucción. Un roce, un jadeo, un susurro que decía “aquí estoy”, como si con cada caricia ella reclamara algo que le habían querido quitar.
Y cuando terminó, no lloró. Solo tragó todo lo que pudo, con la respiración aún entrecortada. Me acosté a su lado. Zoe cerró los ojos, con mi mano entre las suyas.
No hablamos más.
Fin
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