El turno compartido La policía
Una historia cargada de deseo y confesiones íntimas. Patricia, una policía reservada, se libera poco a poco de sus miedos y se entrega tal como es: sudada, natural y sin filtros. Un relato intenso sobre morbo, aceptación y conexión sin máscaras..
Una historia cargada de deseo y confesiones íntimas. Patricia, una policía reservada, se libera poco a poco de sus miedos y se entrega tal como es: sudada, natural y sin filtros. Un relato intenso sobre morbo, aceptación y conexión sin máscaras.
Título: “El turno compartido”
Era la tercera noche consecutiva que compartíamos la oficina, un espacio pequeño, cerrado, donde el aire acondicionado apenas hacía su trabajo. Patricia, la policía morena y bajita, con curvas generosas, estaba sentada frente al escritorio. Su uniforme ya no ajustaba igual, y esa noche traía una camiseta sin mangas que dejaba sus axilas oscuras y peludas al descubierto.
El cansancio se notaba en sus ojos, y tras varias horas, empezó a cabecear. Finalmente, se quedó dormida en la silla, con las piernas ligeramente abiertas. Su falda corta había subido un poco, dejando a la vista el calzón grande y manchado que usaba, donde sobresalían pelos oscuros y rizados.
Un olor intenso y natural de sudor emanaba de ella, un aroma que mezclaba el cansancio y la realidad de su cuerpo sin tapujos. Sin que ella despertara, me acerqué lentamente, sintiendo el calor de su piel y la humedad de su axila expuesta, con esos pelos negros que se movían ligeramente al respirar.
El morbo me invadía, y sabía que ella también lo sentía, aunque aún dormida, pues su respiración se volvió más profunda, casi provocativa. El silencio de la oficina se llenó de una tensión palpable, mientras yo contemplaba ese cuerpo imperfecto y real, y la promesa de lo que estaba por venir.
Patricia seguía dormida, pero en su rostro se notaba cierta inocencia y vulnerabilidad, tan distinta a la mujer fuerte y profesional que veía cada día. Sabía que estaba casada, y que nunca había tenido la osadía de dejarse llevar con su esposo. Eso hacía todo más excitante: ella era pura, reservada, y conmigo, en esa oficina cerrada, se estaba mostrando sin máscaras.
Cuando despertó, lo hizo sobresaltada, notando mi presencia cerca. Sus mejillas se tornaron rojas y evitó mirarme a los ojos. A pesar de su vergüenza, no hizo nada por cubrirse mejor; la camiseta sin mangas seguía dejando al descubierto esas axilas oscuras y peludas que yo no podía dejar de mirar.
—No sabía que me estabas viendo —susurró, con voz temblorosa—. Siempre he sido muy penosa, ni con mi esposo he sido así.
Yo sonreí con complicidad y acerqué mi mano a su brazo, sintiendo el calor de su piel sudada. —Aquí, nadie nos escucha ni nos ve —le dije—. Puedes confiar en mí.
Ella me miró de reojo, la tensión entre nosotros aumentando con cada segundo. Empezó a hablar de cosas íntimas, sus inseguridades, y poco a poco nuestras palabras se volvieron un juego de indirectas, una danza silenciosa donde el deseo latía fuerte pero callado.
Después de aquella noche en que Patricia se quedó dormida con el calzón asomando y el olor de su cuerpo inundando la oficina, algo cambió. No lo dijo, pero lo sentí. A la noche siguiente llegó con la misma sonrisa tímida, pero sus ojos ya no evitaban los míos tanto. Se sentó en la misma silla, cruzó las piernas con más lentitud. Como si supiera.
—Me da pena cómo me quedé dormida ayer —murmuró—. Espero no me hayas visto muy… desarreglada.
Me quedé en silencio un segundo. El aire se volvió más denso.
—Te vi como eres. Y me gustó —respondí, sin rodeos.
Ella bajó la mirada y sonrió nerviosa. No dijo nada más, pero empezó a moverse diferente. Sus gestos se volvieron más naturales, menos cuidados. Empezó a sudar sin miedo, a levantar los brazos al estirarse sin disimulo. Dejaba que el olor brotara, y lo hacía como si por fin se sintiera libre de ocultarse.
Con el paso de los días, las charlas se volvieron más íntimas. Me contaba cosas de su esposo, de lo monótono que era, de cómo ella siempre se sentía obligada a actuar como “una señora decente”.
—Nunca me he dejado ver toda… así —dijo un día, mirándome de reojo mientras fingía revisar una libreta—. Él no sabe cómo soy sin ropa, ni cómo me huelo después del trabajo. Siempre me baño antes, me tapo. Me da pena.
Esa confesión quedó en el aire, colgando como un susurro sucio en un lugar sagrado.
—Pero tú me viste —agregó más bajo aún—. Y no dijiste nada feo. No te alejaste.
Me acerqué, lento, sin tocarla. El olor a sudor fresco mezclado con algo más fuerte, más íntimo, me golpeó directo.
—Al contrario —le dije—. Me gustó verte así… sin filtro, sin pena. Como tú eres.
Ella tragó saliva, con los ojos húmedos, nerviosa. Por dentro, lo sabía: su cuerpo empezaba a traicionarla. Ya no quería esconderse. Quería más.
La cuarta noche fue distinta. No hizo falta que dijéramos nada para sentirlo. La oficina estaba callada, iluminada solo por la lámpara del escritorio, y Patricia ya no se esforzaba por mantenerse “compuesta”. Tenía la camiseta empapada de sudor bajo los brazos, el faldón desacomodado, y su aroma se había vuelto parte del aire.
Yo no lo evitaba. Lo respiraba.
En un momento de silencio, mientras ella jugaba con un bolígrafo y miraba la pared, me soltó la pregunta sin verme directamente:
—¿A ti qué te gusta… de una mujer?
Su voz salió bajita, con esa mezcla entre curiosidad y miedo a la respuesta. Me tomé mi tiempo antes de contestar.
—La verdad… me gusta cuando una mujer no finge. Cuando no se depila si no quiere, cuando huele como es. Me gustan las axilas peludas, el sudor… hasta el calzón sucio si ha tenido un día pesado. Todo eso. Me gusta que sea real.
Ella se quedó en silencio. Su mano temblaba apenas sobre la libreta. Tragó saliva. No se escandalizó. No se rió. Solo dijo:
—Nunca había escuchado eso… nunca.
Me acerqué un poco.
—¿Y tú? —le pregunté con suavidad—. ¿Tienes algún fetiche? Algo que nunca le hayas dicho a nadie. Ni a tu esposo.
Su rostro se encendió como si le acabara de confesar una fantasía propia.
—No sé si sea un fetiche, pero… —hizo una pausa— me da algo… cuando me sudan las axilas y alguien me ve. Siempre me daba pena… pero ahora, no sé, desde que me viste dormida…
Guardó silencio. Estaba respirando más fuerte.
—Siento que… tú sí te fijaste en mí… en lo que soy. No en lo que debería ser.
—Me fijé —le respondí sin pensarlo—. Y me gustó.
Ella bajó la mirada. Luego levantó los brazos muy despacio, como si hiciera un acto íntimo, y se los dejó atrás de la cabeza. Las axilas peludas y húmedas se ofrecieron sin una sola palabra. La camisa pegada al cuerpo. El olor más intenso.
—Así huelo yo —dijo, temblando un poco—. ¿Eso te gusta?
Yo ya no podía disimular nada.
—Me vuelve loco.
Ella cerró los ojos.
Y ahí quedó la noche… detenida, latiendo entre los dos.
El aire en la oficina era espeso, cargado de algo que no se decía pero ya se sentía en cada mirada, cada pausa, cada suspiro. Patricia seguía con los brazos en alto, axilas peludas, sudadas, abiertas ante mí. El olor era fuerte, íntimo, como si me dejara entrar en una parte de ella que ni su esposo conocía.
Bajó los brazos lentamente, sin dejar de mirarme. Su voz salió rota, temblorosa pero decidida:
—Te voy a decir algo que nunca… nunca le he contado a nadie.
Yo asentí. No la interrumpí.
—Siempre me ha dado pena cómo soy. No me gusta depilarme. Me suda mucho el cuerpo, y me sale vello donde no debería. En las axilas, en la panza, en la cadera, entre las nalgas. A veces me huele fuerte. Me dejo los calzones sucios más de un día cuando estoy muy cansada.
Se detuvo un momento. Bajó la voz.
—Una vez… me mojé sola con ese olor. Sentada, en el baño, después del turno. Me quité el calzón y tenía una mancha grande, clara. Lo olí. Me excité. Pero me dio miedo. Me sentí mal.
Volteó a verme, como esperando rechazo. Pero lo único que encontró en mí fue deseo contenido, atención total.
—No estás sola. A mí eso me prende. Me prende lo que tú eres, no lo que escondes.
Ella tembló. Bajó la mirada, luego la subió otra vez.
—También me gusta… cuando me rozo con mi ropa interior. Que esté sucia. Sentir el calzón pegado, mojado, con mi olor. A veces me aprieto las piernas cuando estoy así, en silencio, con gente cerca. Y me mojo sin que nadie lo sepa.
Se mordió los labios. Luego se tapó la cara.
—No sé por qué te estoy diciendo todo esto… soy una tonta.
Me acerqué un poco, sin tocarla.
—No. Eres real. Estás viva. Y por eso me tienes así.
Ella bajó la mano. Sus ojos brillaban. Ya no había marcha atrás. Ya no había culpa. Solo un deseo cada vez más desbordado… contenido en palabras sucias, íntimas, suyas.
El silencio se alargó después de su última confesión. La oficina seguía en penumbra, solo el sonido del ventilador y su respiración agitada llenaban el espacio.
Entonces rompí el hilo con una pregunta que salió desde lo más profundo del morbo:
—¿Y tú? ¿Qué te gusta… de un hombre?
Patricia se tensó. Me miró, luego bajó la mirada, nerviosa, con las mejillas ardiendo. Su voz salió como un suspiro:
—No sé si decirlo…
—Dímelo. No te voy a juzgar. Aquí no hay vergüenza.
Ella cerró los ojos, se acomodó en la silla, cruzó las piernas despacio. El calzón manchado se marcaba bajo el faldón, y de sus axilas empezaban a caer gotas de sudor.
—Me gusta… que sea sucio. Pero no de aspecto… sucio de mente —susurró—. Que no le dé pena nada. Que me huela, que me chupe toda sin decir que algo está mal. Que disfrute mi olor, mi cuerpo natural.
Tomó aire, tragó saliva y siguió, más temblorosa:
—Que no me dé pena quitarme el calzón si está mojado, o si huele fuerte. Que me chupe así… tal cual. Me da morbo cuando alguien me mira con deseo mientras estoy sucia, sudada. Hasta los pies…
Se detuvo. Me miró de reojo. Y lo dijo.
—Mis pies… sudados, sucios. Que alguien me los chupe así. No recién bañada. Así. Como salgo del trabajo. Como estoy ahorita.
Sus ojos se llenaron de algo entre vergüenza y deseo. Su cuerpo temblaba. Y yo la miraba, más excitado que nunca.
Ella bajó la cabeza.
—Nunca había dicho eso. Ni a mí misma. Pero contigo… me sale.
El aire era un horno. Patricia estaba enrojecida, con los muslos brillando por el sudor, el cabello pegado a la frente, el faldón ya sin forma. El calzón grande, manchado, se marcaba más con cada movimiento de sus piernas inquietas. Sus axilas abiertas respiraban su olor fuerte, real. Su respiración se entrecortaba.
Yo me quedé observándola en silencio. No la toqué. Solo dejé que sintiera mi mirada clavada en cada parte de su cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó, casi susurrando, como si temiera romper la tensión.
—Estoy más que bien —le respondí despacio—. Pero quiero pedirte algo.
Ella se enderezó en la silla. Su pecho subía y bajaba, nerviosa.
—¿Qué cosa?
—No te toques —le dije—. No todavía. Solo… abre las piernas. Así como estás. No te quites nada. Solo déjame ver. Déjame olerte.
Patricia tragó saliva. Sus ojos se llenaron de temor… y de fuego. Bajó la mirada. Dudó.
—Es que… traigo el calzón todo… feo. Sudado. Manchado. No sé…
Me acerqué apenas, sin tocarla, pero dejando que sintiera mi voz más cerca.
—Así es como quiero verte. Quiero que lo abras. Que me dejes ver cómo se ve cuando una mujer de verdad ha sudado todo el día. Quiero oler tu cruda. Tu cansancio. Tu deseo contenido.
Ella tembló. Su respiración se volvió torpe. Lentamente separó las piernas. El faldón se abrió apenas. El calzón apareció: húmedo, sucio, con una mancha clara aún brillante, pegado a su cuerpo. Un vello oscuro asomaba por un costado. El sudor bajaba por su ingle.
Yo no dije nada más. Solo inhalé profundo, dejando que supiera que lo hacía por ella, por su olor, por su entrega.
Ella cerró los ojos.
—Dime más —susurró—. Dime qué quieres.
Patricia tenía las piernas abiertas frente a mí, el faldón desacomodado, el calzón empapado, manchado, oliendo a ella, a su jornada, a su cuerpo sin filtros. El sudor bajaba por sus muslos, por su entrepierna, por su espalda. El vello oscuro se asomaba, enredado, húmedo. Su respiración era torpe, su pecho subía y bajaba con desesperación contenida.
Me acerqué, apenas. No la toqué. Solo dejé que sintiera el calor de mi aliento cerca.
—¿Sabes qué te haría ahora mismo?
Ella asintió muy despacio, con la boca entreabierta, temblando.
—Primero te bajaría el calzón con mis dientes. Despacio, oliéndolo. Lo mordería un poco si está muy húmedo. Luego abriría tus piernas más, solo con mis manos, sin pedir permiso. Te miraría directo, sin vergüenza, y respiraría todo… todo tu olor. Sudor. Flujo. Axilas. Cadera. Tu cruda.
Ella se movió en la silla, como si no pudiera más. Cerró los ojos.
—Después… pasaría la yema de mis dedos apenas rozando tus labios mojados. No adentro. Solo por fuera. Como si te dibujara. Después subiría hasta tus caderas… lamería ahí, donde se pega el calzón. Donde huele fuerte. Donde duele de tanto deseo contenido.
Ella jadeó muy bajito. Estaba deshecha, vulnerable, mojada.
Entonces acerqué un solo dedo, y con la yema toqué su muslo, apenas. Lo pasé lento, dejando una línea sobre el sudor. Subí un poco más… me detuve antes de llegar.
—¿Y sabes qué más?
Ella abrió los ojos, desesperada.
—No lo voy a hacer todavía —le dije—. Hoy no. Te voy a dejar así, caliente. Mojada. Porque mañana… mañana vas a venir igual.
Me acerqué al oído. Mi voz fue un susurro firme:
—No te bañes. No te laves. No te pongas desodorante. Quiero olerlo todo. Tu cuerpo, tu ropa, tus pies, tu entrepierna… como esté. Porque así es como me vuelves loco.
Ella se mordió los labios, temblando. Se quedó ahí, mojada, abandonada al deseo, sin alivio. Y yo me alejé, sabiendo que la próxima noche… no habría retorno.
Esa noche, Patricia entró más callada que nunca. Misma ropa. Mismo sudor. El cabello atado con descuido. Las axilas marcadas, oscuras, húmedas. Se sentó sin decir una palabra. Pero al pasar junto a mí, el olor a ella llenó la oficina: a cuerpo sin lavar, a piel viva, a flujo seco en su ropa interior.
Yo la miré en silencio. Sabía que lo había hecho. Que no se había bañado. Que venía como se lo pedí. Pero no le dije nada. Quería que fuera ella quien lo soltara, como la vez anterior.
Pasaron varios minutos. Luego, con la voz bajita, sin mirarme de frente, lo dijo:
—No me bañé. Me vine directo. Como me dijiste… sin desodorante… sin cambiarme el calzón.
Le temblaba la voz. Tenía las manos enredadas entre sus piernas. Se movía inquieta en la silla, como si su cuerpo se encendiera por dentro y le costara sostenerlo.
—No sé por qué lo hago… pero no puedo dejar de pensar en cómo me ves. En cómo me hueles. Y lo peor es que… me gusta.
Volteé a verla. No hablaba como alguien segura. Lo hacía como quien confiesa algo que la daña y la excita al mismo tiempo.
—Me gusta que seas así… —continuó—. Que no te dé pena nada. Que seas sucio. Que me digas lo que piensas. Que no me digas que me bañe… que no me critiques por sudar o por no depilarme. No estoy acostumbrada.
Bajó la mirada.
—Con mi esposo nunca hablo de esto. Nunca me ha olido, nunca me ha tocado si estoy sudada. Yo siempre finjo. Pero contigo… tú me haces sentir otra.
Se hizo un silencio. Ella tragó saliva.
—No sé qué me estás haciendo… pero no quiero que pares.
Yo me acerqué, solo un poco. Le tomé la mano. Estaba caliente, húmeda.
—No voy a parar —le susurré—. Porque lo mejor de ti no es lo que escondes. Es esto. Lo que eres. Lo que nadie más merece ver.
Ella cerró los ojos. Apretó mi mano. Estaba completamente mojada. Y no por el sudor.
Patricia estaba sentada frente a mí, con el faldón aún pegado por el sudor, las axilas marcadas en la camiseta sin mangas, el cabello húmedo, los muslos brillando. No se había bañado. No se había perfumado. Y aún así… o justo por eso, se veía más hermosa que nunca.
Yo ya no hablaba fuerte. Solo la miraba con deseo y respeto. Ella bajaba la mirada, como si le costara sostener la tuya. Se notaba nerviosa, inquieta. Pero no se movía de su lugar.
Me acerqué. Me puse de rodillas frente a ella. Sin tocarla aún.
—¿Puedo acercarme? —le dije en voz baja.
Asintió sin hablar. Cerró los ojos.
Con cuidado, acerqué mi rostro a su axila izquierda. El calor era denso. El olor era salvaje: a piel mojada, a tela vieja, a sudor natural. Vi los pelos negros, enredados, brillando con humedad. Entonces la vi temblar.
—¿Te da pena?
Ella murmuró:
—Sí…
—¿Quieres que me detenga?
—No —susurró apenas—. Solo… nunca nadie me ha tocado ahí. Nunca nadie me ha olido. Me da… miedo gustarlo.
—Yo ya lo disfruto.
Entonces, sin más palabras, acerqué la boca. Y pasé la lengua por su axila. Lenta. Profunda. Saboreando el sudor, los vellos, el calor. Ella jadeó fuerte, sin esperarlo. Su cuerpo se sacudió como si algo se rompiera por dentro.
—Hueles a ti —le dije—. Y eso me vuelve loco.
Me aferré a su cintura y seguí lamiendo, despacio, con la lengua caliente, pegada a su piel. Subía y bajaba. Ella ya no podía fingir. Abrió más el brazo. Se entregó.
—No pares —susurró—. Siento que me derrito.
La besé bajo el brazo. Lento. Ella gemía bajito, mordiéndose los labios, las piernas apretadas. Sabía que estaba mojada. Sabía que nadie nunca la había hecho sentir así, con algo tan simple, tan sucio… tan suyo.
Me alejé solo un poco. La miré a los ojos.
—Mañana… traes lo mismo, ¿sí? Sin lavar. Solo tú. Quiero saborearte completa.
Ella asintió. En silencio. Temblando.
Y en su silencio… ya era mía.
Patricia seguía siendo esa mujer tímida, con esa mezcla de nervios y deseo latiendo en cada respiración. Sus ojos evitaban los míos, pero su cuerpo no podía ocultar lo que sentía: el leve temblor de sus manos, el calor que subía por su cuello, la piel húmeda que brillaba bajo la luz tenue de la oficina.
Me acerqué despacio, con cuidado, casi en un susurro, sintiendo que el tiempo se ralentizaba. Mi mano buscó la suya, entrelazó los dedos con suavidad y la animé a levantar la mirada.
Cuando por fin me miró, sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y confianza. Entonces, sin romper ese contacto, deposité un beso lento y delicado en su mejilla, bajando poco a poco hasta su cuello, dejando que mi aliento rozara su piel caliente.
Con un movimiento suave y respetuoso, desabroché su brasier, sintiendo la resistencia leve de su cuerpo, su vergüenza contenida. Saqué con cuidado una de sus mamas, aún húmeda por el sudor de la excitación y el nerviosismo.
Sus pezones eran negros, intensos, y las aureolas grandes, con un delicado vello apenas visible que acentuaba su belleza natural, real, imperfecta y perfecta a la vez.
La miré a los ojos, buscando su consentimiento en ese silencio lleno de electricidad, y ella me regaló una sonrisa tímida, pero plena.
Después de aquel beso suave y ese instante donde sus cuerpos se rozaron con timidez, algo cambió entre nosotros. No era solo el deseo que quemaba la piel, sino una corriente invisible que atravesaba su mirada, sus gestos, su respiración.
Patricia se recostó un poco, con las mejillas sonrojadas y la mirada perdida en un punto indefinido.
—Nunca pensé que pudiera sentirme así —confesó con voz baja—. No solo por el cuerpo… sino por la forma en que me haces sentir vista, completa. Sin miedo, sin juicio.
Sus palabras caían como gotas de agua, lentas y cálidas.
—Siempre me escondí… de mí misma, de los demás. Fingí ser otra. Pero contigo… no sé qué pasa, pero me siento libre. Como si por fin pudiera ser yo, con todo lo que soy.
Me acerqué más, sin prisa, sin apuro. Tomé su mano y la sostuve con cuidado.
—Eso es lo que me vuelve loco —le dije—. No sólo tu cuerpo, sino todo lo que eres cuando decides no esconderte.
Ella suspiró profundo, y por primera vez, sin miedo, me miró directamente.
—Quiero que sigas aquí conmigo —susurró—. Que no me sueltes. Que me enseñes a quererme así.
En ese instante, el silencio entre nosotros fue más elocuente que cualquier palabra. La tensión se convirtió en un puente, y la conexión en la promesa de algo nuevo, intenso y real.
Con cada momento que pasaba, Patricia se deshacía de sus barreras. La timidez que la envolvía al principio comenzaba a disiparse, reemplazada por una confianza naciente, tejida entre susurros y miradas intensas.
El calor de su cuerpo era inconfundible, la piel ligeramente pegajosa por el sudor que el esfuerzo y el deseo habían dejado en ella. Había algo profundamente humano y real en ese aroma, ese olor que hablaba de pasión contenida y sinceridad desnuda.
Mis manos exploraban su figura sin prisa, dejando que cada roce fuera un mensaje: aquí estás segura, aquí eres libre.
Ella ya no se escondía. Cerraba los ojos y se entregaba al momento, dejando que el placer y el deseo la guiaran. Sus suspiros eran más audibles, su respiración más errática, y en cada movimiento se sentía el latido de su liberación.
El olor a su piel sudada, mezclado con la esencia de su ser, impregnaba el aire, llenando el espacio con una intensidad que nos envolvía a ambos.
En ese instante, no existía nada más que nosotros, un universo suspendido donde la entrega total era el único lenguaje.
Después de tantas noches de tensión, miradas cómplices y susurros cargados de significado, llegó el momento inevitable donde el deseo encontró su camino sin palabras.
Patricia ya no era la mujer tímida que había entrado en la oficina por primera vez. Ahora, su cuerpo y su alma se entregaban con confianza, con esa mezcla perfecta de vulnerabilidad y fuerza que solo el amor y la pasión pueden forjar.
Nuestros cuerpos se encontraron sin prisa, con la suavidad de quien sabe que ese instante es único y no se repite. Cada caricia, cada roce, fue un lenguaje silencioso que nos llevó a un lugar donde solo existíamos nosotros.
El sudor que cubría su piel y el mío se mezclaron, testigos mudos de la intensidad de aquel encuentro. No importaban las inseguridades ni las palabras no dichas; solo la conexión profunda que nos unía.
Al culminar, un silencio lleno de calma y ternura nos envolvió. Nos miramos a los ojos y supimos que algo había cambiado para siempre.
Si eres una mujer sin miedo, vulgar de alma, sucia de cuerpo y libre de juicio… si disfrutas tu aroma natural, tus axilas velludas, tus piernas sin rasurar, tu sexo sin lavar, tus pies sudados y la idea de ser adorada por eso… entonces escríbeme.
No busco “princesas”.
Busco diosas salvajes.
Sucias, reales… y perversas.
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