En una inolvidable historia
Todo secreto tiene un precio..
Un día, caminando por un sendero desconocido entre arbustos y raíces, vio algo extraño: manchas de sangre en las piedras. Las siguió, incapaz de detenerse, como si algo en ese rastro le hablara.
Al final del camino, lo encontró a él: Iván, el capitán del equipo de béisbol. Estaba tirado entre las raíces, herido. Un tajo en el cuello.
Corrió a ayudarlo, improvisó un torniquete con su camisa. Iván lo reconoció.
—Iba a tu casa —dijo, con voz débil—. Por tu hermano… y mi mamá. Los vi juntos. No era un error. Pero mi papá… él no lo soportaría.
Quiso entender, pero era demasiado. Iván explicó: alguien lo había golpeado antes de que llegara. No vio quién fue, solo supo que no querían que hablara. Dijo que no creía que fuera el hermano, pero sí alguien que protegía algo.
Entonces recordó una imagen: su hermano, esa tarde, en casa. Llevaba un abrigo que no era suyo. Tenía una mancha roja. Lo escondió rápido.
No fue un ataque al azar. Fue un mensaje.
Esa noche, en la sala, el silencio era denso. Iván, con el cuello vendado, miraba a los demás: su madre, la madre de Iván, Mateo de pie junto a la puerta.
—Solo quiero la verdad —dijo Iván.
Mateo bajó la cabeza.
—No quería hacerte daño. Ibas a armar un escándalo. Solo quería detenerte, que entendieras después. Te golpeé con una rama. Me equivoqué.
—¿Entonces era cierto? —preguntó doña Helena.
Mateo asintió.
—No fue una aventura. Fue consuelo. Éramos dos personas heridas, eso fue todo.
Nadie habló. Pero algo en ese silencio empezó a ceder.
Él, que siempre se sintió invisible, los miró a todos. Y entendió que la verdad no cae como un rayo: se abre paso como un camino de sangre. Y todos, tarde o temprano, tienen que recorrerlo.
Simón cargó a Iván como pudo, con el pulso acelerado y las piernas temblorosas. Logró sacarlo del bosque hasta un camino vecinal donde pidió ayuda. Una pareja de campesinos lo subió en su camioneta y lo acompañó hasta la casa de Simón. No era lejos, pero el trayecto se sintió eterno.
En casa, la madre de Simón abrió la puerta con el corazón en la garganta al ver la sangre. Mientras corría por gasas y agua caliente, él llamó a Mateo. No dio muchas explicaciones, solo dijo: “Ven. Es urgente.”. Doña Helena salió con él, confirmando las sospechas de Iván y generando cuestionamientos en Simón, su madre, sabía del amorío de Mateo y Helena
Iván, acostado en el sofá, se mantenía consciente, pero débil. Su herida, aunque no letal, exigía reposo. Cuando llegó Mateo, lo hizo acompañado de ambas madres: la suya, doña Helena, rígida y silenciosa; y la madre de Simón, Clara, con el rostro demacrado. Nadie se atrevía a decir lo que ya sospechaban.
Entonces, el silencio en la sala se volvió casi insoportable. Iván, con el cuello vendado y una manta hasta la cintura, miró a cada uno con ojos cansados pero firmes.
—Solo quiero la verdad —dijo Iván, sin apartar la mirada de Mateo.
Este bajó la cabeza.
—No iba a hacerte daño. Pero venías gritando, como si supieras todo, como si ya no hubiera nada que salvar. Solo quise frenarte. Pensé que si lo entendías después, con calma, sería diferente. Te golpeé con una rama. Me equivoqué.
El silencio fue un golpe seco en la sala. Doña Helena, erguida hasta entonces, lo rompió con una voz temblorosa, dirigida a su hijo.
—Iván… no era algo que planeamos. Ni algo que buscáramos. Yo me sentía vacía desde hace años. Tu padre dejó de verme, de hablarme como antes. Todo era rutina, juicios, amenazas… Y con Mateo… —volteó a mirarlo, sin timidez ni vergüenza— fue distinto. Nos encontramos en medio del desgaste, en medio del cansancio. Y nos vimos. Solo eso: nos vimos.
Iván no respondía. Su mandíbula temblaba, no se sabía si de rabia, dolor o confusión.
Clara, sentada junto a la ventana, habló con suavidad.
—A veces el consuelo llega disfrazado de error. Pero eso no lo hace menos verdadero.
—Yo no quise que te enteraras así —dijo Mateo, mirándolo con sinceridad—. No quería verte herido. Solo quise protegerla. A ella. A ti también.
Simón entrecerró los ojos. Por primera vez, notó que no había héroes ni villanos allí. Solo personas intentando no romperse del todo.
—Tú no sabías todo, Iván —dijo con voz queda—. A veces creemos que lo vemos claro desde fuera, pero no conocemos el peso que otros cargan.
Doña Helena asintió, conteniendo lágrimas.
—Perdón si lo oculté. Pero me daba más miedo el daño que podía hacer la verdad que el que podía hacer el silencio.
Iván los miró uno a uno. A Mateo, a su madre, a Clara, a Simón. Todos lucían frágiles, cansados, pero también humanos. No supo cuándo dejó de odiarlos. Tal vez aún no lo hacía del todo. Pero algo se había aflojado dentro de él.
—No sabía por lo que estabas pasando —dijo, dirigiéndose a su madre con voz rasposa—. Creí que lo sabía todo, pero no. Perdón, mamá.
Doña Helena lo abrazó sin palabras. Él no se resistió.
La sala quedó en silencio de nuevo. Pero esta vez no era una pausa tensa, sino algo más parecido a un respiro.
No todo estaba resuelto, pero habían dejado de fingir que no estaban rotos.
Mateo se sirvió una copa de whiskey y luego miró a su familia, que aguardaban entre suspiros y humo de cigarro. Pero su tono fue distinto.
—Fue en diciembre pasado. No me miren así, no era una fantasía, ni una cuenta pendiente con el ego. Fue… un incendio suave. La conocí en una exposición que tuvimos que hacer juntos en el trabajo —de repente estábamos conversando sobre lo que nos gustaba. Ella sonrió con una de esas sonrisas que no necesitan explicaciones. Esa noche fuimos a un bar y luego no hubo rodeos, ni promesas, ni estrategias. Solo el deseo desnudo de dos cuerpos que sabían exactamente qué querían.
Una pausa. Mateo la mira de reojo. Helena está allí, en un sillón del rincón, aún con lágrimas, piernas cruzadas. No lo interrumpe. Lo deja hablar.
—Pero lo que comenzó en una cama se quedó fuera del calendario. Había algo en ella… no era solo la piel, ni la forma en que me decía qué hacer sin decirlo. Era su risa. El modo en que no temía el silencio. Yo iba por sexo. Me quedé por la manera en que me decía “ven” cuando no me necesitaba, pero igual quería que estuviera.
Todos están en silencio ahora. No por pudor, sino por ese tipo de respeto que se da cuando uno reconoce que la historia es más que palabras.
—No hubo promesas, ni etiquetas. Solo tardes largas, y esa forma suya de desarmarme con una frase que no tenía nada que ver con el amor… pero que era amor.
Y aquí estamos —dijo, con una sonrisa que se le escapó sin permiso—. Yo contándoles esto. Ella escuchando. Y ninguno de los dos huyendo.
Mateo giró la copa lentamente sobre la mesa. Su voz bajó un tono, no por pudor, sino por respeto a lo que iba a decir.
—No todo fue tan simple como sexo y conversación. Helena… propuso un juego. Y cuando digo juego, no me refiero a ligaduras o antifaces, aunque también hubo de eso.
Ella quería algo más arriesgado. Algo que la desarmara. Me miró un día, después de hacer el amor, y me dijo: “Nunca he sido sumisa. Nunca me lo he permitido. Quiero intentarlo. Contigo.”
Iván intercambio sendas miradas entre su madre y Mateo, con escepticismo, Simón por su parte prestaba atenta atención de quien está escuchando algo que no se atrevería a vivir.
—Me lo dijo con los ojos firmes, sin rastro de broma. Me dio límites claros, palabras de seguridad, reglas. Todo fue muy preciso. Pero dentro de esas paredes…
Ella era mía. No como se dice en canciones baratas. No. Era mía porque ella lo eligió. Porque confiaba. Porque se rendía a mí sin perderse.
Helena sonrió desde el rincón. No una sonrisa de orgullo ni de nostalgia, sino de alguien que ha vivido lo que otros solo imaginan.
—Y fuera de casa, era la misma de siempre. Fuerte, elegante, libre. La mujer que podía dar órdenes con una ceja y cerrar acuerdos con una mirada. Eso me excitaba más que cualquier otra cosa. Saber que el mundo la admiraba de pie… y que solo conmigo se arrodillaba.
Clara rompió el silencio con un leve “wow”, pero Mateo no se distrajo. Aún estaba allí, en ese recuerdo que tenía la textura del cuero y la calidez de la piel desnuda.
—Lo curioso fue lo que el juego reveló. Pensábamos que se trataba de sexo, de roles, de experimentar. Pero era otra cosa. Era amor disfrazado de juego. Era confianza llevada al extremo. Y a veces, cuando la miro ahora —dijo volviendo la vista hacia Helena, que sostenía la mirada sin pestañear—, sé que no hubo nada más valiente que eso.
—»Acércate», le dijo.
Mateo bajó la vista por un momento, como si el recuerdo aún le quemara en la lengua. Luego volvió a alzar la mirada, fija, clara.
Y ella sonrió. No dudó. Ni un instante. Estaban con su familia, algo muy íntimo, pero nada preparado. Su hijo la miraba, incrédulo, las luces cálidas del día se filtraban por las ventanas. Pero sus ojos habían estado ardiendo desde antes. Sabía que el juego podía volver a empezar en cualquier momento… y lo hizo. Allí mismo.
Helena no dice nada. Pero se inclina en el suelo en cuatro y gatea con delicadeza. Sus labios tienen la curva de alguien que se recuerda en el centro del incendio.
Despacio. Se dirigió hacia Mateo como le había ordenado, como si cruzara un umbral invisible.
Bajó la mirada. No dijo palabra. Pero su gesto lo dijo todo.
La falda corta, ejecutiva, de esas que siempre usaba con precisión quirúrgica, se le había subido con cada paso. Una parte de sus nalgas había quedado expuesta. La curva de su trasero visible, apenas sugerida. Suficiente para sembrar el desconcierto.
Hubo un murmullo, un silencio breve y luego risas nerviosas. Una tos. Un sorbo abrupto de whisky.
Pero la voz que más lo sorprendió a Mateo no vino de los hombres. No fue su hermano Simón con su cinismo, ni Iván que se mantenía quieto.
Fue la de Clara, su madre.
—Vaya, Helena… no sabía que también jugabas a provocar.
Mateo giró la cabeza. Clara estaba sentada junto al ventanal, pero su mirada estaba clavada en Helena como un bisturí. No había juicio, ni burla. Solo curiosidad. Una curiosidad afilada, femenina.
Helena se giró con calma. Mantuvo la posición. Y sonrió.
—No provoco. Solo me dejo dominar cuando quiero.
La frase quedó flotando. Un golpe seco sin levantar la voz. Mateo sintió algo latir en su pecho, entre el orgullo y la sorpresa. Ese «cuando quiero» era una confirmación. Una contraseña. Un mensaje cifrado que solo ellos dos comprendían del todo.
Clara sonrió también, esta vez con un destello distinto en los ojos.
—Entonces… hoy querías.
Helena no respondió. Se quedó esperando instrucciones con el mentón en alto.
Mateo sintió cómo el juego se ampliaba. Como si una línea invisible se hubiera cruzado. Tal vez estaban entrando en otro tipo de territorio. Más allá de las paredes. Más allá del pacto inicial.
Se detuvo frente a Mateo, tan cerca que pudo oler sus pantalones: madera, humo y algo más, algo suyo.
Un murmullo cruzó la sala, más denso que antes. Todos estaban demasiado atrapados entre la incredulidad y la fascinación para decir algo con claridad.
Y entonces, como en un rito pactado, Helena alzó el rostro. Abrió la boca.
Mateo la miró desde arriba. En sus ojos no había burla ni arrogancia. Solo esa serenidad absoluta del que lleva el control, no por ego, sino por responsabilidad.
Lo había hecho antes. Solo en privado. En la penumbra del dormitorio. Pero esa noche, el gesto traspasó el umbral de lo íntimo.
Desde lo alto, dejó caer varias gotas de saliva, lentas, precisas, que descendieron como si el tiempo se hubiera espeso entre ambos. Helena no parpadeó. No se movió.
Solo cerró la boca cuando fue suficiente. Y bajó la mirada.
Un silencio reverencial llenó la sala. No era escándalo. Era algo más primitivo. Un respeto incómodo.
Clara los miraba, inmóvil, como quien presencia un ritual que no termina de entender pero que no puede dejar de mirar.
Mateo cruzó y se detuvo detrás de ella. Luego se arrodilló.
El murmullo volvió, pero esta vez no hubo risas. Nadie entendía. Nadie sabía. Pero todos sentían que estaban viendo algo distinto. Una coreografía secreta que ninguno podía seguir.
Mateo se acercó a su espalda. No la tocó. No aún. Se inclinó lo suficiente para hablarle al oído.
Su voz era un susurro que solo ella podía oír:
—Hoy, yo también te pertenezco.
Helena no respondió. Pero una vibración apenas perceptible cruzó su cuerpo, como si algo interno se hubiera aflojado al oír esas palabras.
Mateo llevó las manos a su falda, la subió completamente mostrando un trasero completamente desnudo. Se mantuvo allí, detrás de ella, como un guardián, como un secreto. Su presencia no era sumisión débil, sino lealtad absoluta. Una forma distinta de fuerza.
Clara los observaba con una mezcla de desconcierto y asombro. No era celos lo que sentía. Era vértigo. Como si hubiera estado asomándose a un precipicio sin saberlo.
—¿Qué es esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie, apenas un pensamiento en voz alta.
Helena sonrió. No se giró. No miró a nadie. Solo dijo:
—Esto es lo que sucede cuando el deseo no necesita permiso.
Mateo cerró los ojos. Desde el suelo, sintió el poder de esa frase como un golpe suave en el pecho.
Y comprendió que el juego había cambiado. Ya no se trataba de quién mandaba. Se trataba de hasta dónde estaban dispuestos a ir, el uno por el otro.
Un dedo. Lento. Delicado. Jugando apenas con el borde de ano. Y entonces, a jugar con él
La imagen cayó con la misma naturalidad que una pareja besándose en el parque. Pero en ella había vulgaridad, dramatismo. Solo deseo crudo, desnudo, sin adornos. Y sobre todo… confianza.
Mateo se detuvo. Cerró los ojos un instante. Porque sabía que no era el cuerpo lo que le estaba entregando. Era el permiso. La rendición. El abismo.
Y cuando se lo metió completo, lo hizo con devoción, no con hambre. Como quien entra en un templo, no en un cuarto.
Helena no se movió. Se mantuvo allí, inclinada, sostenida apenas por sus codos en el suelo, como una ofrenda consciente.
Mateo la penetraba con sus dedos con firmeza. Esta vez no como antes, no en un gesto de lealtad silenciosa. Ahora era distinto. Ahora era entrega.
Lo hacía con suavidad, como quien aparta una cortina pesada en un templo antiguo.
Allí estaba ella. Desnuda en lo que importaba. No por la piel. Por la intención.
Se inclinó y la besó primero en la parte baja de la espalda. Un roce. Luego otro, más abajo.
Y ella no habló. Solo respiró hondo. Una respiración que decía: estoy lista.
Y cuando su lengua descendió más… cuando llegó allí, a su ano… no lo hizo como un acto de placer carnal.
Lo hizo como un ritual. Una comunión sin palabras.
Helena tembló. No por el acto, sino por lo que significaba: que no había parte de ella que no quisiera mostrarle, que no hubiera rincón que él no pudiera explorar.
Con sus manos, Mateo le abrió las nalgas con una delicadeza reverencial.
Como si lo que se exponía no fuera solo piel, sino una verdad profunda, secreta, sagrada.
Helena suspiró, un sonido que no era de pudor ni de vergüenza, sino de confianza absoluta. Como si dijera: hazlo, porque sé que sabrás cómo.
Mateo no tenía prisa. Nunca la tenía con ella. En esa entrega había algo más que deseo.
Había una forma de amor que no se decía, que no cabía en palabras. Su lengua seguía adentrándose en su ya dilatadísimo agujero. Explorando ese lugar íntimo con un cuidado casi religioso. Y ella…
Ella se abandonó. No como quien pierde el control, sino como quien elige caer, sabiendo que será sostenida.
Cada movimiento, cada gesto, tejía un hilo invisible entre ellos.
No era lujuria. Era pertenencia.
Y cuando finalmente Helena levantó la mirada, con los ojos brillantes y la respiración entrecortada, busco el rostro su hijo entre los demás. Lo miró largo.
—Nunca me han amado así —dijo.
Y no hacía falta que dijera más. Porque Iván lo entendía. Porque él también estaba tocado.
No por el cuerpo, sino por algo mucho más profundo: el poder de haber sido elegido para conocerla así.
La voz de Mateo fue suave, casi un susurro.
—Sé una buena chica… y ayuda a Iván.
Helena no respondió con palabras. Con obediencia ciega, gateó hacia su hijo, con movimientos felinos. El cabello se deslizaba por su espalda como una cortina de noche.
No había urgencia. Solo intención. Cada paso, cada desplazamiento sobre sus rodillas era parte de un lenguaje mudo, cargado de significado.
El suelo parecía templado bajo sus palmas. El silencio de la habitación era tan denso que se podía oír su respiración… y la de Iván, que la miraba como si no supiera si debía quedarse o huir.
Mateo se quedó inmóvil, observando. No con celos. Con una calma densa, contenida. Aquello no era traición. Era juego. Y el juego seguía siendo suyo.
Helena se detuvo frente a Iván. Alzó la mirada.
—Solo si tú quieres —dijo, con voz baja, firme.
Y en ese momento, la escena no fue sobre dominación ni placer. Fue sobre consentimiento. Sobre lo que cada uno estaba dispuesto a dar… y a recibir.
Iván tragó saliva. No dijo nada. Pero sus manos temblaban levemente al rozar sus propias rodillas. Helena esperó. Cuando él asintió —ligeramente, casi sin darse cuenta—, ella llevó las manos a su cintura.
Con movimientos suaves, bajó su pantalón. Nada brusco. Nada torpe. Lo hizo como quien desenvuelve un objeto delicado, sabiendo que su gesto es parte del significado.
Y entonces lo vio.
El pene de Iván estaba ahí, expuesto por primera vez ante ella. No fue un vistazo rápido ni un juicio automático. Lo admiró.
Pero no como se admira una escultura o un trofeo. Lo hizo como se observa algo profundamente humano: con atención, con respeto, y con esa pizca de asombro que solo ocurre cuando se accede a algo íntimo, que no se entrega a cualquiera.
No pensó en su tamaño, ni en proporciones, ni en comparaciones absurdas. Pensó en lo que decía. En que era su propio hijo. En lo que estaba sintiendo él, temblando entre la tensión y el deseo.
Helena alzó la mirada hacia él y sonrió. Una sonrisa leve, tranquila, sin burla. Una que decía: Te veo. Y está bien.
Helena se acercó un poco más. El calor del cuerpo de Iván era palpable ahora, tenso, contenido. No era solo deseo lo que sentía en él, sino vulnerabilidad. Una mezcla compleja que a ella la conmovía más de lo que esperaba.
Entonces lo hizo. Lo lamió. No con prisa. No con hambre. Lo hizo como quien prueba un secreto. Como quien traza con la lengua un nombre que aún no ha dicho en voz alta.
Iván contuvo el aliento. No por el placer inmediato, sino por la intensidad del gesto. Era una caricia húmeda, sí, pero también un acto de poder suave, de control preciso.
Helena no buscaba dominarlo con fuerza. Lo hacía con presencia.
Cada trazo de su lengua era una pregunta velada: ¿hasta dónde te atreves a seguirme?
Y aunque no hubo respuesta, ella la sintió en su cuerpo entero.
Mateo, sintió un impulso. No era celos lo que lo movía. Tampoco la necesidad de poseer.
Era una conexión más profunda, más misteriosa, que lo atraía hacia ella.
Como un imán que no pedía permiso para actuar.
Con paso firme pero controlado, se acercó a Helena, por detrás, acercó su pene al ano dilatado de ella, sus ojos bajos en una expresión de completa concentración.
Sin pronunciar palabra, Mateo la penetró. Su presencia era cálida, densa. Un susurro de aire en su pene cuando entró entero. Helena levantó la mirada, apenas, como si supiera que él estaba allí, tardo un segundo en comprender y retomo la mamada a su hijo sin preocuparse por lo que ocurría detrás.
Mateo tocó su espalda con suavidad, una mano que primero fue una caricia, luego una presión.
Era un gesto de posesión, sí, pero más aún, era el reconocimiento de lo que compartían.
De lo que ella había decidido compartir con ambos.
Él inclinó el rostro y, en un susurro que solo ella escuchó, dijo:
—No dejes de hacer lo que estás haciendo.
Y con esas palabras, la tensión en el cuarto se volvió aún más palpable.
La conexión entre los tres ya no era solo física, sino un entrelazado de miradas y gestos, de silencios cargados de promesas.
Helena, sin apartar su boca de ese pene, sonrió internamente. Era una sonrisa tranquila, como si el acto ya no fuera un juego, sino una verdad que había elegido. Y lo había elegido a é
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