Entre lo real y el peligro de mis perversiones sucias
Entre el deber y el deseo, un hombre se ve atrapado entre dos mujeres opuestas: su esposa, que comienza a soltarse sin saberlo, y una amante que lo marca con sudor, vello y placer crudo. Una historia de sexo real, sin filtros, donde el cuerpo manda y el pudor desaparece..
Yo era agente federal, con años de experiencia, sangre fría… hasta que la conocí.
No fue en una redada ni en una operación, fue en una de esas casas donde uno va a buscar placer sin nombre. Pero ella… ella no era una más. Morena, de cuerpo lleno, piel tersa y vello que no ocultaba: entre sus piernas, en sus axilas… justo como me enloquecía.
Tenía 27 años, mirada baja y sonrisa tímida. No hablaba mucho, pero me bastó con verla levantar los brazos para enredarme. Un hilo de sudor resbalaba por su axila izquierda, entre el vello negro y corto, y yo… perdí la razón.
—¿Tú eres policía? —me dijo bajito, con algo de nervios.
No le respondí. Me acerqué, olí su piel cruda, salada, y pegué la boca a esa axila tibia. Ella se tensó, pero no me detuvo. Le besé cada centímetro, su aroma me tenía al borde.
La llevé a la cama del cuartito. La abracé desde atrás, la acaricié por debajo del vientre, y cuando mis dedos rozaron sus vellos húmedos, un quejido ronco me confirmó que ella también quería más. Le abrí las piernas, me acomodé entre ellas y le lamí lento, con hambre. Me aferré a su piel, a su sabor, al vello espeso que no ocultaba su deseo. Me lo bebí todo.
La penetré con rabia contenida. Ella se dejaba, rendida. Me miraba con ojos de duda y placer. Al final, cuando jadeaba vencida sobre el colchón, me abrazó fuerte y me dijo bajito:
—No suelo dejar que hagan eso…
No respondí. La besé en la axila sudada una vez más, como quien besa una obsesión.
Volví a esa casa una semana después. No sabía si la encontraría, pero el cuerpo me ardía por repetirla.
Entré con la seguridad de siempre, saludé al portero como si fuera rutina… pero al preguntar por ella, la respuesta me cayó como agua helada:
—Ya no trabaja aquí.
Me quedé mudo.
Salí, pero no me fui lejos. Me quedé en el coche, esperando… algo. Tal vez una señal, un número. Nada. Esa noche no dormí. Me quedé con su olor metido en la piel, con la memoria de su axila tibia rozando mi boca, con su sabor salado en mi lengua.
Pasaron días hasta que me escribió desde un número desconocido:
“Hola… soy yo. ¿Te acuerdas de mí?”
Como si pudiera olvidarla.
Me citó en una casa muy distinta. Más sencilla, más suya. Vivía sola. Estaba nerviosa al abrir la puerta. Tenía una camiseta larga y el cabello mojado. Ni rastro de maquillaje.
—¿Por qué viniste? —me dijo sin mirarme a los ojos.
—Porque no te saqué de mi cabeza.
No dijo nada. Cerró la puerta, se dio la vuelta, levantó los brazos y apoyó las manos en la pared. Su camiseta se estiró, y bajo la tela, las curvas de su cuerpo se marcaron deliciosas. Me acerqué a su espalda, le subí la camiseta y volví a ese rincón que me volvió loco. Sus axilas seguían como antes: tibias, ligeramente húmedas, con vello corto, natural… la piel suave, el olor más fuerte, más íntimo.
—Pensé en esto toda la semana —le susurré, pegando mi lengua a esa hendidura.
Ella gimió, bajito. Ya no era la tímida. Ya no me preguntaba nada. Se dejaba hacer.
La tomé con más deseo que la primera vez. Le lamí el ano, la vagina, las axilas, y no me bastó. Me monté sobre ella como si necesitara marcarla. Se corrió apretando mis manos. Yo no me cuidé. Me vine dentro, completo, salvaje.
Al terminar, se acostó sobre mi pecho.
—No sé qué me pasa contigo —dijo sin abrir los ojos.
Y yo tampoco sabía. Solo que me estaba metiendo en algo más profundo que una calentura.
Era la cuarta vez.
Y esta vez… no tenía que inventar excusas. Mi esposa había salido de viaje y no volvería hasta el día siguiente. Era como si el universo me hubiera abierto la puerta directo al infierno, y yo me metí sin mirar atrás.
Le escribí, sin rodeos:
“Estoy solo. ¿Nos vemos?”
Respondió con una sola palabra: “Ven.”
Cuando llegué, ya me esperaba. Tenía una bata delgada, el cabello recogido y los pies descalzos. Su axila izquierda estaba expuesta sin pudor al levantar el brazo para cerrar la puerta. Me agaché sin decir nada y metí la nariz en su piel húmeda. El olor me golpeó con fuerza. Salado. Vivo. El vello tibio rozando mi boca. Me quedé ahí, como un perro marcando territorio. Ella soltó un suspiro lento, denso.
—Te volviste adicto a esto, ¿verdad? —me dijo bajito, llevándome la mano entre sus piernas.
Estaba mojada. Y no se había rasurado. El vello de su sexo estaba suave, crecido, espeso… como me gusta. Hundí mis dedos sin cuidado, la abrí y la lamí completa. Vagina, ano, axilas. Mi lengua viajó por todo su cuerpo como si fuera mío. Me entregó el cuello con la cabeza echada hacia atrás. Le abrí la bata, se la arranqué.
Me la cogí en la sala, en la pared, en el piso. Le abrí las piernas y la llené sin freno. Ella se dejó, gimiendo bajo, tragándome con los ojos entrecerrados. Se subió sobre mí, me lo metió dentro sin pedirme permiso, y mientras me montaba, me pegaba las axilas sudadas a la cara. Las lamí como si fueran la entrada al paraíso.
Terminó de pie, jadeando, con mis dedos todavía dentro. Yo, tirado, con la cara llena de su olor. Le di la última lamida en el ano, despacio, mientras temblaba.
Me fui sin bañarme. No quise. Me subí al coche con la piel caliente y su aroma pegado a mi barba. Dormí así, sucio, satisfecho, marcado.
⸻
Al otro día, mi esposa llegó temprano. Me abrazó, me besó… y sin avisar, se arrodilló y empezó a mamarme el pene.
No dijo nada. Solo lo hizo.
Y yo… yo la dejé. Cerré los ojos y me dejé llevar.
Pero en mi mente, aún estaba ella.
La otra.
Su sabor seguía en mi piel.
Y mi esposa… lo tragaba todo, sin saberlo.
Después de esa mañana, ya no fui el mismo.
Mi esposa se durmió entre mis brazos, sin imaginar que su boca había recorrido lo que otra había marcado. Yo fingía normalidad… pero por dentro, ardía.
Me sentía sucio, sí.
Pero más que eso… me sentía vivo.
Volví a verla días después. No lo planeé, simplemente no me aguanté. Le escribí:
“Necesito olerte.”
Ella no preguntó. Solo me dijo:
“Estoy sola. Ven.”
Entré con el corazón latiendo en la garganta. Ella tenía una blusa negra pegada, sin mangas. No llevaba sostén. Cuando me acerqué, levantó los brazos y me lo ofreció sin palabras.
Ahí estaban: sus axilas húmedas, morenas, velludas. Brillaban. Olían a deseo.
Me arrodillé.
Le lamí una. Luego la otra.
Volví a hundirme en su olor como si fuera oxígeno. Le besé el vello, lo succioné, lo dejé pegado en mis labios. Ella gemía bajito, empapada, entregada.
—Te encanta mi olor, ¿verdad? —susurró.
—No. Me enloquece.
La tomé contra la pared, con su cuerpo temblando. Le abrí las piernas, le separé los glúteos y le lamí el ano hasta que me rogó que se lo metiera. Lo hice con rabia. Ella gemía mi nombre con la cara contra la pared. Cuando me vine dentro de ella, no pude evitarlo: le mordí la axila. No fuerte… solo lo justo para marcarla.
Nos quedamos tirados en el piso. Sudados. Mezclados. Respirando como animales.
—Ya no puedo dejarte —le dije, mirando el techo.
—Entonces no lo hagas —respondió ella, sin voltear a verme.
Al volver a casa, esa noche me metí a la cama sin ducharme. Mi esposa me abrazó y me dijo:
—Hueles a ti… diferente.
Sonreí.
No dije nada.
Porque no olía a mí.
Olía a ella.
A su piel cruda.
A su sudor.
A su axila.
A su alma.
Y ya no quería que se me fuera nunca del cuerpo.
Pasaron un par de días. Me porté normal. Trabajé, hablé poco, dormí a su lado.
Pero algo cambió.
Mi esposa empezó a mirarme distinto. Más deseosa. Como si mi olor, esa mezcla que arrastraba sin querer de la otra, le hubiera despertado algo. Una necesidad. Una intuición. Un hambre.
Una noche, mientras me cambiaba en la recámara, ella se me acercó por la espalda. Sin decir nada, me bajó el pantalón, me tocó entre las piernas… y se arrodilló.
No fue como otras veces. Esta vez lo hizo con hambre. Con deseo de marcar.
Me lamió lento. Me lo metió completo.
Y mientras lo mamaba, se detuvo un momento, lo miró con los labios húmedos y dijo:
—Hoy hueles diferente… pero me gusta.
Y volvió a chupármelo.
Yo la miraba desde arriba, con la piel erizada. Porque en mi mente, sabía de qué estaba hablando.
Aún quedaban rastros de la otra.
De su sudor. De su esencia.
Y mi esposa… se lo tragaba todo, sin saberlo.
Esa noche, mientras hacíamos el amor, ella se subió encima, me clavó las uñas en el pecho y me exigió que le dijera cosas sucias.
Yo cerré los ojos… y vi a la otra.
La piel morena.
Las axilas sudadas.
El vello entre sus piernas.
La lengua temblando mientras se venía.
Mi esposa gemía encima de mí.
Me apretaba. Me decía que la cogiera más fuerte.
Y yo lo hacía.
Pero en el fondo, me la cogía a ella con la imagen de la otra.
Cuando terminé, jadeando, mi esposa se echó a mi lado, sonriendo.
Me abrazó como si todo fuera perfecto.
—No sé qué te pasa últimamente, pero estás más caliente —me dijo entre risas.
Y tenía razón.
Porque ahora, cuando me metía en ella… me venía pensando en otra.
Algo en mi esposa cambió.
No solo era más intensa en la cama.
Ahora, me pedía cosas. Cosas que antes no se atrevía.
—¿Te excita que no me depile? —me preguntó una noche mientras salía del baño.
La miré sin responder.
Se levantó la bata, me mostró su axila con apenas un par de días sin rasurar.
—¿Así? —dijo, y se la frotó con los dedos.
Yo sentí el estómago caerme al suelo.
La imagen de ella, la otra, me golpeó con toda su crudeza.
Me acerqué a mi esposa, le levanté el brazo y le metí la lengua.
La lamí como si fuera otra.
Y ella… se estremeció.
—Nunca te había visto así —susurró.
—Ni yo a ti —le respondí.
Esa noche me pidió que le lamiera más. Me abrió las piernas, me lo mostró sin rasurar del todo. Me retó con los ojos. La complací. Le hice lo que nunca. Le metí la lengua entre las nalgas, en su ano, como hacía con la otra. Ella no entendía, pero se dejaba.
Me vine dentro de ella, sudando, temblando, con una mezcla en la cabeza: su cuerpo… y el de la otra.
⸻
Días después, en el supermercado, me la encontré.
Ella.
Morena. Gordita. Con una camiseta pegada y el cabello suelto.
Iba sola. Me miró, bajó la cabeza, pero se acercó.
—¿No me vas a saludar?
—¿Y si mi esposa está cerca?
—¿Y si no me importa?
Su mirada era la misma: fuego tímido, pero listo para explotar.
Me dejó una nota doblada en la mano. No decía mucho:
“Esta noche estoy sola.”
No lo pensé.
Le escribí al caer la noche.
Mi esposa había salido a visitar a su madre.
Volví a verla.
Tenía un short y una blusa sin mangas. Estaba sudada. El vello de sus axilas brillaba bajo la luz tenue de la sala.
—Hoy quiero que vengas con el olor de la otra —me dijo al oído.
Y lo hice.
Fui con el perfume de mi esposa aún en el cuello. Con su rastro entre mis dedos.
Ella lo olió. Lo lamió. Lo tragó.
Y me la cogí como nunca.
Pensando en mi esposa.
Y sintiendo a la otra.
Ambas.
Fusionadas.
En mi cuerpo.
En mi mente.
En mi maldita adicción.
Habían pasado semanas.
La otra ya no era un secreto. Era una necesidad. Una sombra que me seguía incluso en los momentos más íntimos con mi esposa.
Y ella… también había cambiado.
Su piel, su aroma, su forma de montarme.
Ambas, sin saberlo, estaban compitiendo por algo que ya no era mío: mi deseo.
Una noche, mi esposa llegó después de entrenar.
No se bañó.
Se quitó la blusa, levantó los brazos y me mostró sus axilas sudadas, velludas, con una sonrisa cómplice.
—Así te gusta, ¿no?
No respondí. Me arrodillé. Me perdí en su olor. En su sabor. En su cuerpo vivo, natural, real.
Me hundí en ella con la lengua, le lamí la axila, la entrepierna, el ano. Todo como venía.
Y ella se venía sobre mi cara, mojándome, marcándome.
La cogí con rabia. Ella me apretaba con fuerza, gimiendo como nunca.
Se vino tres veces. Y yo… terminé dentro, sin pensar en nada. O en todo.
Y justo al día siguiente, ella me escribió:
“Necesito olerla a ella. Quiero que vengas con su cuerpo pegado al tuyo.”
No supe si era un reto o una provocación.
Pero fui.
Sin bañarme. Con el olor de mi esposa en mi piel.
Con la humedad aún en mis dedos.
Cuando la otra abrió la puerta, me abrazó fuerte.
Me olió el cuello.
Me bajó los pantalones.
—Mmm… así te quiero —me dijo.
Se arrodilló. Me lo metió entero.
Me lo chupó con hambre, con las axilas sudadas pegadas a mi cara.
Le abrí las piernas, le besé el vello espeso, me perdí en su olor crudo.
No había jabón. No había perfume.
Solo cuerpo.
Sudor.
Verdad.
Nos revolcamos en el piso. Se me subió encima.
Mientras me montaba, jadeó:
—¿Así te lo hace tu esposa?
—Sí… pero tú me lo despertaste.
Y se vino sobre mí, mojándome el pecho con sus jugos.
Yo terminé dentro. Otra vez.
Sin miedo. Sin culpa.
Solo fuego.
⸻
Esa noche, al volver a casa, mi esposa me esperaba.
Tampoco se había bañado.
Sus pies estaban descalzos, calientes.
Se sentó sobre mí. Me lo metió sin decir palabra.
Y mientras se movía, sentí cómo me marcaban las dos.
Su sudor.
Su vello.
Su olor.
Su deseo.
Dos mujeres.
Un mismo cuerpo.
Yo, en medio.
Obsesionado.
Rendido.
Y ya no importaba quién era quién.
Lo que me ataba era lo que las dos compartían:
Que no tenían miedo de ser reales.
⸻
📩 Si estás leyendo esto y sentiste algo…
Si eres una mujer sin miedo. Si no te avergüenza sudar, gemir, tener vello donde quieras y disfrutarlo. Si amas tu cuerpo natural, crudo, fuerte. Si sabes lo que quieres y no pides permiso para mojarte…
Escríbeme.
Busco lo auténtico, lo salvaje, lo que no se depila, lo que no se lava con prisa.
Si te gusta que te laman la axila, la entrepierna, los pies sudados… si te calienta estar como vienes del día, sin filtros ni pudores, yo también.
Solo para mujeres reales. Sin pena.
Yo te espero como soy: intenso, sucio, sincero.
FIN.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!