Eris
Cristina era una destacada perfiladora criminal en la policía rural, capaz de detectar patrones donde otros sólo veían caos. Pero a sus casi cincuenta años, estaba cansada. Amargada. Había dejado de creer en el poder de la mente para cambiar algo, y se arrastraba por los casos como quien atraviesa u.
Cristina era una destacada perfiladora criminal en la policía rural, capaz de detectar patrones donde otros sólo veían caos. Pero a sus casi cincuenta años, estaba cansada. Amargada. Había dejado de creer en el poder de la mente para cambiar algo, y se arrastraba por los casos como quien atraviesa una tormenta sin paraguas: en silencio, sin ilusiones, con la ropa siempre empapada.
El día fue extraño, a más no poder. Nada sucedió como en los manuales. No hubo persecución, ni informes previos, ni alertas. Solo un niño que caminó solo hasta la estación de policía, a Cristina le correspondió atenderlo. Le dijo que venía a confesarse. Así, sin más.
Eris tenía una inteligencia increíble, Cristina lo percibía, pero lo que más desconcertaba era su mirada: una mezcla de calma, crueldad y algo que no encajaba con su cuerpo infantil. Cristina no sabía cómo explicar lo que sentía viéndolo. Era como observar una pintura antigua que uno no puede dejar de mirar, aunque no sepa si representa belleza o algo perverso.
No opuso resistencia. No le correspondía tener un abogado. Solo habló con ella. Y Cristina, contra todo procedimiento, accedió. No lo interrogó. No lo presionó. Solo lo escuchó durante horas, mientras él relataba, con espeluznante detalle, un hecho que ningún niño de su edad debía conocer: el incendio de la granja de los Marín. Él afirmaba ser el responsable.
Pero no había pruebas. Ninguna. No había ninguna evidencia que lo vinculara, no había evidencia física, no había testigos. Incluso las fechas no cuadraban. Y, lo más inquietante: nadie sabía quién era.
Cristina buscó durante días, tal vez semanas. Revisó bases de datos nacionales e internacionales. Habló con hospitales, escuelas, registros civiles, programas de protección infantil. Viajó a las zonas que él mencionaba en su historia. Nada. Ni rastro. No había padres, no había dirección, no había apellido real. Ni una sola persona lo reconocía.
Cuando se lo preguntaba directamente, él solo decía:
—No tengo casa.
Y se quedaba en silencio.
Al final, no había forma legal de retenerlo. Los fiscales no sabían qué hacer. El caso era demasiado extraño, sin fundamentos, sin contexto. Muchos lo tomaron por loco, otros como víctima de algún abuso aún sin descubrir. Pero Cristina… Cristina no pudo dejarlo ir.
Y aunque no lo entendía del todo —ni antes ni ahora—, tomó una decisión que sellaría su destino: se hizo cargo de él. Firmó papeles que no deberían haberse firmado. Alegó razones humanitarias. Mintió un poco. Calló mucho. Se lo llevó a casa.
La llegada a casa fue silenciosa. No hubo preguntas. Cristina no tenía respuestas para darlas, ni siquiera para sí misma. Condujo hasta las afueras del pueblo, hasta esa casa aislada que alguna vez le pareció segura, pero que ahora, con Eris en el asiento trasero, parecía contener menos certezas que nunca.
Su hija, Laura, de quince años, estaba en casa. Siempre lo estaba. Era una adolescente introspectiva, inteligente a su manera, con un mundo propio que no compartía con facilidad. Cuando vio al niño junto a su madre, no dijo nada. Lo miró con detalle. Cristina tampoco supo cómo explicarlo. Se limitó a decir:
—Se va a quedar con nosotros un tiempo.
Laura no preguntó cuánto tiempo era «un tiempo», ni por qué ese niño traía una maleta que no parecía suya. Solo asintió y se encerró en su habitación. Esa noche, los tres cenaron en silencio. Cristina sirvió sopa y pan, pero Eris apenas comió. Parecía más interesado en recorrer con la mirada a su alrededor.
Laura lo observaba de reojo, desde el otro extremo de la mesa. Adolescente, directa, con la paciencia justa para sobrevivir la secundaria, no tardó en emitir su primer juicio silencioso. Para ella, Eris no era más que un negado total, un absoluto imbécil con aires de iluminado. Y encima, callado.
Cuando terminó de cenar, murmuró un seco «buenas noches» y desapareció escaleras arriba. Cristina ni siquiera intentó detenerla. Sabía que cualquier palabra solo haría más grande la grieta que ya se había abierto entre todas las cosas.
Las perspectivas eran, francamente, inmejorables solo en el sentido opuesto: todo estaba condenado a empeorar. Lo sabía Cristina, lo intuía Laura y, si Eris lo presentía, no lo dejó ver.
Durante la semana, la dinámica en casa se volvió un campo minado. Laura evitaba cruzarse con él, lo esquivaba con una indiferencia cuidadosamente ensayada. Cristina intentaba mantener la rutina: café por la mañana, informes a medio llenar, una presencia vacía en su escritorio de trabajo remoto. Y Eris… Eris parecía deslizarse por la casa como un pensamiento no dicho. No hacía ruido. No pedía nada. A veces ni se sabía dónde estaba, hasta que aparecía en un rincón leyendo los libros de la biblioteca, o dibujando sin pedir prestados los útiles de Laura.
El primer incidente ocurrió un jueves por la noche. Laura gritó desde su habitación. Un grito seco, sin nombre, el tipo de sonido que arrastra a una madre escaleras arriba con el corazón en la garganta.
Cristina empujó la puerta abierta y lo vio: Laura sentada en una esquina de la cama, tensa, con los ojos fijos en Eris, que estaba de pie al otro costado, completamente desnudo. La escena, por un segundo, parecía una distorsión de la realidad. Un error en el guion.
—¿Qué pasó? —preguntó Cristina, intentando sonar firme, aunque lo que sentía era una mezcla de alarma, incomodidad y algo que no alcanzaba a nombrar.
—Entró así. No dijo nada —susurró Laura, sin apartar los ojos de él y de su pequeño pene.
Cristina tragó saliva. Se volvió hacia Eris, que la miraba con total serenidad. Sin vergüenza. Sin conciencia de haber cruzado algún límite.
—Buscaba el baño —dijo simplemente.
El reloj marcaba las ocho de la noche. Cristina respiró hondo, asintió y, sin exabruptos, le dijo que la acompañara. Lo condujo al baño con calma, y cerró la puerta detrás de él.
En su habitación, Laura esperaba de pie, aún en shock. Cristina se acercó y le habló con voz baja, lo más estable posible.
—Sé que fue extraño, hija. Para mí también lo fue. Pero tenemos que intentar comprenderlo. No sabemos cómo ha vivido… ni de qué forma entiende su cuerpo, su privacidad… o cualquier cosa.
—¿Y eso lo hace normal? —replicó Laura, entre molesta y desconcertada—. ¿Qué clase de niño anda desnudo por ahí como si fuera lo más lógico?
—No lo sé —respondió Cristina—. Pero eso no significa que haya tenido malas intenciones. Hay personas que no conocen los límites… porque nunca se los enseñaron, o porque los vivieron de otra manera. Y Eris… Eris no encaja con nada. No podemos tratarlo como si fuera simplemente un niño. Ni como si no lo fuera.
Laura no respondió. Bajó la mirada. A su manera, entendía lo que su madre quería decir. Pero aún no podía asimilarlo.
Esperaron en silencio a que terminara de ducharse. Cuando Eris salió, nuevamente desnudo como si no fuera algo incómodo, Cristina le ofreció dos opciones con voz suave:
—¿Prefieres que te dé un pijama o… te sientes mejor así?
Eris la miró, pensativo. Y sin dudar demasiado, respondió:
—Así está bien.
Esa noche cenaron en la mesa como si algo no hubiera pasado. Cristina intentó mantener la conversación ligera —aunque no había demasiado que decir—. Laura, en cambio, no apartaba los ojos de Eris. No era atracción. No era repulsión. Era otra cosa: vigilancia. Cautela. Algo parecido al miedo mezclado con una curiosidad que crecía como una planta torcida.
Eris comió en silencio. Como siempre. Como si ese cuerpo fuera solo un préstamo, y él estuviera ocupado con otra cosa, algo mucho más lejano.
Aris (de pronto, mientras estira los brazos):
—Ay, ustedes no saben lo rico que es estar sin nada encima en la casa. No me gusta usar ropa.
Laura (con una risa seca):
—¿Qué? ¿Te la pasará así todo el tiempo? ¿Qué clase de confesión es esa?
Aris (encogiéndose de hombros, riendo también):
—¡Pues sí! Es… no sé, como andar libre. Como si el cuerpo respirara mejor, ¿te molesta?
Cristina (arqueando una ceja, curiosa):
—¿Libre en qué sentido, Aris? ¿Es algo que empezaste a hacer hace poco?
Aris (tratando de explicarse, enredándose un poco):
—O sea, no es como… no se. Es como… ¿cómo se dice? Estás tú, sin ropa, sin nada que te apriete, sin etiquetas. Solo tú… así, solo tú. Pero bien.
Laura (burlona pero no malintencionada):
—¿Qué te apriete? Si tienes un penecito.
(Pausa, se lo mira de reojo)
Pero va, te entiendo lo que quieres decir. Igual, no sé. A mí me daría como pena. No de que me vean, sino de… yo misma. No me hallo ni en toalla a veces.
Aris (hablando rápido):
—¡Pero es que justo por eso! Nunca me ha gustado. Me siento mal cuando la uso, y cuando me quito la ropa ya vale la pena. Es mi cuerpo. ¡lo hacía en mi casa, antes! Entonces fue cuando empecé a hacerlo. Al principio me daba risa, como que estaba haciendo algo prohibido, pero luego me encantó.
Cristina (con tono suave):
—Suena más profundo de lo que parece. Es una forma de reconectar, ¿no? Como volver al punto cero, sin exigencias.
Laura (más seria ahora):
—¿Y no te sentís vulnerable? Yo no podría. Me vería todos los defectos. Mis piernas que odio. Sería una tortura.
Aris (más tranquilo, aunque torpe en sus palabras):
—¡Yo no tengo defectos! Y estoy seguro de que tú tampoco. Tengo algunos rasguños, no los escondo. Es parte de mí… me vale.
Cristina (asintiendo):
—Eso me hace pensar. Tal vez el problema no es estar desnudas, sino cómo nos enseñaron a vernos. A controlarnos incluso cuando nadie nos está mirando.
Laura (más introspectiva):
—Yo me tapo incluso sola en el cuarto. Como si hubiera un ojo mirándome desde adentro. Nunca lo pensé. Hasta en mi cama me cuesta soltarme.
Aris (serio, aunque le cuesta):
—Muéstrate. No te escondas. Suéltate. Eso. Eres bonita. ¿Estoy diciendo burradas?
Cristina (sonriendo con dulzura):
—No, pequeño. Lo estás diciendo como puedes. Pero se entiende. Es una imagen muy tuya, pero muy cierta.
Laura (suspirando, con una media sonrisa):
—Nunca creí que un niño cualquiera iba a estar diciéndome esto. Pero… tengo curiosidad. ¿Será que estamos muy condicionadas?
Cristina (mirándola):
—Lo estamos. Pero también estamos a tiempo de desandar esas ideas. No hay que convertirlo en un ritual raro. Basta con que sea un momento honesto contigo misma. Tal vez eso baste para cambiar algo.
Aris (emocionado):
—¿Quieren probar?… no sé, quítense algo. ¡Quiero verlas!
Laura (bromeando):
—¿Vamos a hacer un striptease existencial ahora?
Cristina (riendo):
—Si es existencial, cuenta como terapia.
[Todos rieron. Laura se quita el suéter. Cristina se deshace de sus medias. Aris, se recuesta en la silla, las mira un poco deshacerse lentamente de sus ropas. La atmósfera se transforma: ellas no perciben el morbo en él, hay complicidad. Una intimidad nueva se instala entre ellas. La conversación queda en pausa, no porque se haya terminado, sino porque por primera vez se sienten presentes de verdad. Después de unos segundos de silencio, una a una, comienzan a hablar… de sí mismas.]
Laura (mirándose el torso, tocando su vientre con una mezcla de resignación y ternura):
—No me gusta esta panza. Es gelatinosa. Pero ahora… no sé. Mi ombligo que siempre fue raro.
(Pausa, se ríe suave)
Y mis tetas… son chiquitas, desiguales. No vale la pena ni usar sujetador, pero aquí están. Firmes, rebeldes… mías.
Cristina (mientras se quita la falda, ahora con la vagina al descubierto):
—Yo dejé de depilarme hace un año. Al principio fue una decisión compleja, después fue pura comodidad. Mi vagina tiene vello.
(Mira sus pies, luego se acaricia el brazo)
Y mi cuerpo ya no es el de mis treinta, ni el de mis veinte. Los senos han cambiado. Más bajos, más suaves. Pero hay algo que me gusta: cuando me veo desnuda, me reconozco. Ya no me corrijo. Me saludo.
Aris (bajándose de la silla, camina hasta Cristina, mostrando sin pudor su pene erecto):
—A mí no me salen pelos aquí. Me gusta la sensación de la piel lisa. Mira. Mis bolas son grandes, a veces me pesan. Se siente bien cuando me los toco.
(Sonríe, se los toca frente a ella)
Es muy agradable. “Mira”.
[Cristina se mira con su hija. No hay juicio. Solo cuerpos. Reales. Con historia. Ya no hay nada de ropa presente. El silencio ahora no es incómodo, es una tregua.]
Cristina (en voz baja, como una conclusión que brota de adentro):
—Tal vez la desnudez no es el escándalo hija. El verdadero escándalo es lo mucho que nos cuesta estar con nosotras mismas sin distracciones.
Aris (mirándolas con morbo, con los ojos ligeramente brillantes):
[La lluvia suena en los ventanales. Ya no hay comida en la mesa, y si la hubiera nadie la notaría. Las luces son suaves, como si el tiempo se hubiera detenido un poco. Laura está tocándose sus pequeñas tetas, Cristina observa sin pudor al pequeño niño desnudo que se toca delante de ella. Aris, con la verga erecta, se la toca sin timidez. La conversación, ahora en otro tono, continúa.]
Laura (con una risa baja):
—Ay, suena profundo… pero va.
(Se recuesta un poco, dejando ver su cuerpo con más libertad. Mira a Aris y luego a Cristina.)
A ver, si vamos a ser sinceras… siempre sentí que mis pezones eran demasiado oscuros. Como si no fueran femeninos. Pero… Mami, tú tienes los tuyos así también, ¿no?
Cristina (asintiendo, sin vergüenza):
—Sí, y los amo. Son redondos, grandes… vivos. Me recuerdan que soy madre, tu madre, pero que también soy mujer, cuerpo, todo junto. A mí me parece que los tuyos son hermosos, Laura. Fuerte, pero delicado. Como tú.
Laura (bajando la mirada, tocándoselos):
—Gracias. Solo se los había mostrado a un amigo del colegio. Y él siempre me dice… “tienes buen culo” o “estás rica”. Pero esto… esto es distinto.
Aris (entusiasmado):
—¡Laura tiene un culo tremendo, eso sí! te lo he visto con los pantalones que te pones. Y tú, Cristina, también lo tienes grande (sin dejar de tocarse la verga, prácticamente ya masturbándose)
Cristina (riendo suave):
—¿Ves? Eso también hace falta hija. Decírnoslo sin miedo. No para gustar a otros, sino para recordar que lo bello también es nuestro.
Aris (más libre):
—Mi pene es pequeño, pero crecerá, sí, eso espero. A las mujeres les gustan grandes. (unas venitas se dejaban ver por el tronco y el glande rosado como chicle asomaba por la punta… ) “esto soy yo. Esto es mío. Esto da placer”.
Laura (asintiendo, ahora con más ternura en la voz):
—Tu cuerpo parece suave, Aris. Como si abrazarte fuera fácil. Me gustaría tocarte (como pidiendo permiso).
Cristina (mirando sus propias piernas, ya sin pena):
—Yo tengo los muslos llenos de lunares. Y la vagina, bueno… ya no es tan tersa. Pero me gusta cómo huele, cómo se siente cuando me toco. Sin culpa. Sin prisa.
Aris (mordiéndose el labio, con picardía):
—Hace unos años me enseñaron a masturbarme. Y ahora lo hago cada vez que quiero. Se siente bien…
Laura (sorprendida pero sin rechazo):
—Eso suena valiente. Yo casi siempre lo hago a oscuras. Como si tuviera que esconderlo hasta de mí.
Cristina (con dulzura):
—No deberíamos esconder lo que nos da vida hija, no sabía que ya te masturbabas. Nuestro sexo no es un lugar de vergüenza. Es una casa. Y está bien abrir las ventanas.
[Se produce un nuevo silencio. Más denso, más íntimo. Pero no incómodo. Laura camina hacia su madre y Aris, mostrando su vientre y su vagina lampiña. No hay tensión. Solo aceptación. Aris se detiene completamente, y la observa llegar. Cristina le alarga un brazo para atraerla más, tranquila, sin teatralidad. Se muestran como si lo hicieran ante un espejo compartido.]
Laura (mirando a Cristina):
—Tienes un cuerpo de mujer de verdad mamá, espero algún día verme como tú.
Aris (tocando su muslo, pensativa):
—Y tú, Laura… eres tan linda. Tienes una cintura chiquita.
Cristina (con voz baja):
—Somos distintas. Pero nos parecemos en algo: al final, buscamos un lugar donde podamos estar como somos. Hoy, ese lugar… somos nosotras.
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