Ingresada en el hospital – Parte I
Nada más llegar llegar a la habitación me iniciaron en el «programa de masajes», el cual ayudaba a los pacientes a sobrellevar la estancia en el hospital. Gracias a las manos mágicas de Esther, la masajista genital..
Hacía un par de días que no podía comer nada. Cualquier cosa que intentaba tragar, volvía a salir por el mismo sitio a los pocos minutos involuntariamente. Así que el médico me dio una pastilla para frenar esa reacción, aunque me advirtió que era solo un remedio parcial. Dijo que mi cuerpo encontraría la manera de expulsarla por otro sitio. En ese momento no le di mucha importancia a sus palabras, supuse que el hecho de ingresarme sería para vigilarme el estómago unos días y que simplemente tendría que ir con más frecuencia el baño. Nada más lejos de la realidad.
Salimos del ascensor, la enfermera que nos guiaba, mi madre y yo, de camino a la que sería mi habitación durante las próximas semanas. ¿O fueron meses?
La habitación era compartida, con una gran cortina en el centro que llegaba desde la pared donde estaban los cabeceros de las camas hasta los pies, para dar privacidad. Al fondo había una mujer sonriendo hacia la cama donde deduje que estaba su hija, cuya cama estaba cubierta por la cortina. Al vernos se giró para saludar, y tras las presentaciones nos quedamos todas en silencio. Solo se oían unas sacudidas leves y rítmicas al otro lado de la cortina, a las cuales se sumó una ráfaga de pitidos provenientes de un monitor cardíaco.
-Bien, así, así-, dijo una voz de mujer. Por la edad que parecía tener, supuse que debía ser una enfermera y no la paciente.
-Es la masajista-, apuntó la enfermera que me acompañaba a mí. -Todavía le da tiempo a ponerse contigo antes de irse, seguro-.
-¡Ya lo creo!-, respondió la masajista alzando la voz, después de que cesaran los pitidos. -Muy bien, Ana. Casi hemos llegado a los veinte segundos, no está nada mal. Yo creo que ha sido el más largo de hoy-.
En ese momento yo no sabía a qué se refería, ni tampoco qué hacía una masajista en un hospital. Pero estaba apunto de averiguarlo. Entonces mi enfermera cruzó la cortina.
-Yo la limpio y la cambio. Así te pones tú con la nueva-, le dijo a la masajista.
Mientras esperábamos me senté en la que iba a ser mi cama, al tiempo que mi madre y la de la otra paciente se contaban por qué estaban allí. Al poco la masajista atravesó la cortina y se paró a los pies de mi cama. A simple vista parecía una enfermera más, aunque se la veía algo fatigada. Entonces cogió una carpeta que había colgando a los pies de la cama, con información sobre mi
historial médico. Mientras la leía dijo sonriente:
-Qué suerte has tenido, Laura. Ya verás, esto te va a venir genial para aliviar los nervios del primer día-.
-¿Pero en qué consiste «esto»?-, dijo mi madre.
-El programa de masajes trata de mantener elevados los niveles de la conocida hormona de la felicidad, para facilitar la estancia de los pacientes y la efectividad de los tratamientos. Esto se consigue a través de un masaje genital, que es algo que por un motivo u otro, los pacientes dejan de lado durante la hospitalización-.
Con tanta palabrería, lo cierto es que yo no me había enterado de casi nada. Solo que parecía algo que hacía felices a los pacientes… Aunque a mi madre no pareció gustarle.
-¿Masaje genital?-, preguntó muy extrañada.
-Sí, ya sabe-, respondió la masajista, al tiempo que gesticulaba moviendo los dedos corazón e índice de su mano derecha.
-No sé, no me parece… adecuado.
-Soy perfectamente consciente de los tabúes que hay al respecto, pero es algo que solo tiene beneficios y efectos positivos. No hay motivo para no hacerlo.
En ese momento, mi madre se giró hacia mí con cara de circunstancias. Yo ya empezaba a entender de qué se trataba el asunto, y la verdad es que al principio tenía tantas dudas como ella. Si el objetivo era hacer feliz al paciente, que me hiciese un dedo una desconocida no era mi idea de felicidad. O eso creía yo.
-Vente conmigo fuera mientras esperamos-. Le sugirió la otra madre a la mía. -Mientras te cuento un poco más, a mi hija se lo llevan haciendo ya varias semanas…-.
Y a pesar de no estar nada convencida, accedió y ambas salieron.
-Por fin solas-, me dijo la masajista mientras se acercaba hacia mí, que todavía estaba sentada en el borde de la cama. -Yo me llamo Esther-.
Directamente se agachó para quitarme los zapatos.
-Tranquila, puedo yo-, le dije.
-No, no no. Tú relájate y déjame a mí. ¿Vale cariño? Tú a partir de ahora no te tienes que preocupar de nada.
Después se incorporó y me llevó las manos hacia el techo, pero en vez de quitarme la camiseta como parecía que iba a hacer, dio un paso atrás y se quedó mirándome.
-¿Ves cómo funciona? –me dijo.
Quise decir que no, pero antes de que saliera una palabra de mi boca lo entendí. No podía bajar los brazos, era como si un imán mantuviera mis muñecas fijas en el lugar donde la masajista las había dejado.
-Nos facilita mucho el trabajo, sobre todo con quienes se portan mal. No querrás que te ponga boca abajo y te azote, ¿no? Eso también forma parte del programa de masajes si es necesario.
Tragué saliva. Por el tono amable y la sonrisa, pareció decirlo en broma. Pero no quería comprobarlo, así que no opuse ninguna resistencia cuando me quitó la camiseta. Tampoco cuando me rodeó con sus brazos para desabrocharme el sujetador, aunque los repentinos pitidos del monitor cardíaco desvelaron mi incomodidad.
-Se te han disparado las pulsaciones, ¿estás nerviosa o excitada?
Yo nunca antes había sentido excitación por una mujer, pero al restregarme sus grandes pechos en la cara mientras me quitaba el sujetador… A continuación me subió con delicadeza los pies a la cama y me recostó la espalda, dejándome tumbada. Yo, inconscientemente, me cubrí un poco el torso cruzando los brazos.
-¿Tienes frío?-, me preguntó.
-No, es que… me da un poco de vergüenza.
-Ah, eso se te va a quitar rápido.
Y casi de un tirón, me bajó los pantalones y la ropa interior. Dejándome completamente desnuda. Y yo, de nuevo casi como un acto reflejo, apreté los muslos para tapar lo que pudiera.
-Shhh, relájate-, me dijo Esther mientras me flexionaba las piernas y me separaba los
muslos.
También me cogió suavemente las manos y las llevó sobre la cama, a cada lado de la cadera. Estaba totalmente indefensa y al descubierto, desnuda y de piernas abiertas.
-Vale, vamos a empezar-, me dijo con tono suave, mientras me acariciaba la cara. -Pórtate bien y no hagas movimientos bruscos-.
Yo asentí con la cabeza, temblorosa. Tampoco es que pudiera moverme aunque quisiera, ya que sentía las piernas y los brazos imantados a la cama. Entonces, se chupó los dedos de la mano para luego llevarlos a mi entrepierna. Y sin quitarme la mirada, hizo un par de pasadas con ellos sobre mi clítoris, apenas rozándolo. Yo me sobresalté un poco, tenía los dedos algo fríos y además era la primera vez que otra persona me tocaba ahí.
Después continuó con otro par de pasadas algo más agresivas. Pero esta vez lo hizo fijándose más en el monitor cardíaco, que mostraba cómo poco a poco aumentaban mis pulsaciones. Inconscientemente, yo también clavé la vista en el número ascendiente del monitor. Para cuando quise darme cuenta, los dedos de Esther ya no hacían ninguna pausa y me frotaban sin cesar el clítoris (que cada vez notaba un poco más duro).
-Lo estás haciendo muy bien-, me dijo Esther mientras me volvía a acariciar la
cara suavemente con su mano libre. -Notas cómo se va humedeciendo, ¿verdad?-.
Mi respuesta, como casi todas las anteriores fue bastante obtusa. Ya que tenía la boca demasiado apretada como para articular palabra. Aun así la masajista continuó, cesando momentáneamente el vaivén con los dedos y haciendo una pasada lenta pero a conciencia entre los labios de mi vulva, metiendo la punta de los dedos lo justo para humedecerlos.
Después, se ayudó de su otra mano para descubrirme mejor el clítoris. Algo que ni siquiera yo me había atrevido a hacer nunca, porque solía hacerme daño al frotarlo tan directamente. Sin embargo, con sus dedos lubricados no noté ninguna fricción dolorosa. Era una sensación incluso mejor que cualquier orgasmo que hubiera tenido hasta entonces. Pero no más que el que vendría unos segundos después y los que vendrían en los siguientes días…
Cuando Esther se dio cuenta de que había dado en el clavo pegó un acelerón. Combinando además movimientos algo más erráticos para cubrir toda la superficie posible del glande desnudo de mi clítoris. Ya no pude aguantar más, el pitido incesante del monitor delataba que había llegado el momento del orgasmo. Fue muy intenso y bastante concentrado en esa zona. Además, durante aquellos instantes, Esther añadió un nuevo movimiento que intensificó todavía más la segunda mitad del éxtasis. Esta vez utilizando los cinco dedos, me cubrió con ellos todo el clítoris y empezó a frotar con todos mientras giraba de un lado a otro y subía y bajaba la muñeca. Incluso apretaba con ellos de manera intermitente, casi como si quisiera ordeñarlo. El placer era enorme, hasta el leve dolor que me hizo sentir aquel agarre tan agresivo se convertía rápidamente en placer.
Finalmente, aunque sin llegar a batir el récord de la otra paciente, el orgasmo se fue apagando. Y Esther, también fue relajando la intensidad y la fuerza de sus movimientos. Poco a poco se convertían casi en caricias sobre toda la superficie de mi vulva, que palpitaba sin cesar.
-Buena chica, te has puesto a mil. Aunque no haya durado mucho-.
-Habéis terminado, ¿no? –preguntó la otra enfermera a los pies de mi cama. Lo cierto es que no sabía cuándo había llegado ni cuánto había visto…
-Sí, toda tuya-, respondió Esther.
Después la masajista se despidió de mí con un tono cariñoso y se marchó.
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