Inicio de acero
Partieron antes del amanecer..
Eran cinco hombres además de Katsuro, todos obedientes, silenciosos. Llevaban víveres para tres días, dos rifles por cabeza y una orden precisa: encontrar a la madre y la hija fugadas y traerlas vivas. El patrón no admitía fallas.
Katsuro marchaba al frente sin que nadie lo hubiese designado guía.
El primer día no hallaron rastro. La humedad les pudría las botas y los mosquitos les devoraban la piel.
Al amanecer del segundo día, hallaron una sandalia pequeña, medio hundida en el barro. Katsuro la limpió con la mano y siguió el rastro hasta un arroyo de aguas claras.
Las encontraron allí, cubiertas de lodo bajo un árbol. La madre tenía una herida en la pierna; la niña, de unos catorce años, vestía un traje de una sola pieza, rasgado y sucio, y sostenía una piedra como si fuera un arma.
—Tranquila, niña —dijo Katsuro, dejando el fusil a un lado.
—No queremos volver —murmuró ella.
—No vine a hacerles daño —respondió él, ofreciéndoles agua.
La madre lo miró en silencio. La niña bebió con manos llenas de cortes.
Pasaron el resto del día ocultos cerca del arroyo. Katsuro dijo que esperarían la noche para decidir. Los hombres obedecieron, inquietos por la demora.
La niña se llamaba Aki. Esa noche, al abrigo del fuego, repitió con voz baja:
—Queremos ir a casa… si nos obligan a volver, preferimos morir aquí.
Katsuro no respondió. Solo añadió más leña al fuego y se quedó despierto hasta el amanecer.
Cuando amaneció, uno de los hombres lo enfrentó.
—El patrón dijo que las lleváramos vivas.
Katsuro se incorporó despacio, limpiándose el sudor del cuello.
No respondió de inmediato. Solo miró hacia el norte, donde la vegetación se hacía más espesa, más oscura.
—El patrón está allá —dijo finalmente, señalando el camino de regreso—.
Nosotros seguimos hacia el sur.
El silencio se volvió pesado. Los hombres se miraron entre sí, dudando. Uno masculló una maldición, otro apretó el fusil. Katsuro no se movió
—Al que no le sirva, puede volver solo.
Nadie se movió.
Katsuro dio la orden de marchar. Los llevó aún más adentro. El aire se volvió denso, irrespirable. Las ramas les cortaban la piel y el barro les llegaba hasta las rodillas.
Para el mediodía ya estaban perdidos. Pero Katsuro no parecía buscar la salida.
Solo avanzaba, firme, con las dos mujeres detrás.
Su objetivo no era ni ningún campamento conocido. Había una finca aislada, una casa vieja que pertenecía a un hombre que le debía favores; un lugar que pocos recordaban y que la selva había empezado a reclamar. Allí podrían ocultar a las mujeres el tiempo suficiente para que la historia de su muerte fuera creíble y las órdenes se apaciguaran. Allí, al menos, Katsuro tenía la ventaja del terreno y de una deuda que, para él, valía más que cumplir órdenes.
El trayecto fue una prueba diseñada para quebrar. Katsuro imponía marchas duras para que el cansancio las hiciera cooperar sin hablar. Cada tanto dejaba raciones mínimas y asignaba trabajos: uno vigilaba el flanco izquierdo, otro recolectaba agua, otro limpiaba los fusiles. Las tareas eran un modo de control: mantenerlos ocupados, dependientes y con la mirada puesta en la supervivencia compartida.
Cuando alguien tensaba la voz, Katsuro respondía con la calma de quien sabe que una palabra puede romper un hilo. No alzaba la mano; no hacía falta. Bastaba con un gesto, una frase corta. El miedo se mezclaba con la necesidad de proteger su propio pellejo. La lealtad se fue comprando con silencio y con la certeza de que, por ahora, su versión era la única útil.
Aki fue la que dobló el borde del secreto. Silenciosa, con la pierna vendada, aprendió a no pedir demasiado. En las noches, cuando los demás dormían exhaustos, Katsuro la observaba. No hubo palabras grandes entre ellos, pero sí gestos: compartir el poco alimento caliente, ajustar la venda, señalar sin hablar para indicarle dónde era seguro moverse. Para los ojos del resto, era sólo prudencia.
La finca apareció al finalizar el tercer día: muros de adobe medio derruidos, una casona con techo de zinc hundido, un corral donde solo había hierba y la sombra de un mango enorme. El hombre que debía favores —un viejo conocido de Katsuro— los recibió sin preguntas. Su silencio fue tan útil como la casa misma: los alojó en un cuarto trasero, prestó vendas, agua hervida y, sobre todo, no habló del porqué de su ayuda.
Katsuro organizó turnos, cerró puertas con clavos, marcó rutas de escape y borró huellas con palas. A las mujeres las instaló en una habitación pequeña: mantas, un cuenco, una lámpara de kerosene. No permitió visitas más que la estricta vigilancia de dos hombres.
Mientras tanto, en la casa, Aki permanecía quieta. Sumisa. Katsuro la vigilaba desde la puerta del cuarto, quería poseerla. Su decisión no era sentimentalismo fácil, Aki lo miraba a través de la rendija de la puerta. No había promesas entre ellos. Solo una alianza fría, nacida del miedo y de la imposición de una violencia mayor.
Cuando Katsuro dio la orden de preparar agua caliente para que las mujeres pudieran lavarse, un silencio pesado se extendió entre los hombres.
Al principio nadie se movió. Se miraron entre ellos, incómodos, con sonrisas torcidas y gestos que revelaban el tipo de pensamientos que les cruzaban la mente. La tensión era palpable, y Katsuro lo notó de inmediato.
—¿Qué esperan? —dijo con voz baja, firme, cortante.
El viejo masculló una maldición y se adelantó, seguido por los demás, pero no con la rapidez de obediencia simple: había una mezcla de temor y excitación contenida en sus movimientos. Katsuro los observaba con ojos fríos, calculando cada gesto.
Las mujeres, conscientes del peligro que representaban esos hombres, no protestaron. Aki se movía con cautela, mientras su madre mantenía la mirada al frente, evitando cualquier contacto innecesario. Su silencio era un escudo.
Katsuro permaneció cerca, vigilante, asegurándose de que ninguna desviación se volviera un problema mayor. No necesitó intervenir con fuerza; la simple presencia de su autoridad, el conocimiento de que podía tomar decisiones drásticas, bastaba para mantenerlos a todos en la línea.
Katsuro se acercó a Aki y tomó su mano con firmeza, sin pedir permiso. Ella no resistió, solo dejó que lo guiara. Caminaron por el pasillo de madera húmeda hasta la habitación trasera de la casa, una pequeña estancia apenas iluminada por la lámpara de kerosene.
—Aquí estarás segura —dijo, sin mirarla directamente—. Quédate aquí hasta que diga lo contrario.
Aki asintió, sin palabras, y Katsuro cerró la puerta detrás de ella. El silencio quedó suspendido en la habitación, espeso y casi palpable.
Desde el pasillo, uno de los hombres habló, rompiendo el mutismo que se había formado.
—¿Y la madre? ¿Qué hacemos con ella?
Katsuro se detuvo. Giró el rostro hacia él, sus ojos fríos, calculadores.
—Pueden hacer con ella lo que quieran, excepto matarla.
El hombre asintió con un gesto corto
Al volver con Aki, Katsuro se permitió un instante de reflexión. La guerra le había enseñado a deshumanizar: todo se medía en control, supervivencia, órdenes. El sexo había sido lo mismo: un acto sin sentido, repetido hasta el cansancio, que llenaba algo del vacío pero nunca lo completo. Las prostitutas de las veredas, el porno que constantemente consumía, todo eso se había convertido en rutina, en un intento vano de saciar algo que nunca podía.
Y sin embargo, ahí estaba, parado frente a una niña de 14 años desnuda en esa finca alejada del mundo. Mientras Katsuro permanecía encerrado con Aki, en la habitación trasera, los cinco hombres restantes arrastraban a la otra mujer hacia un rincón de la casa. Su nombre era Mei. La selva, el río y la caminata habían dejado su cuerpos cansado y su espíritu frágil.
Al principio, algunos de los hombres dudaron. Miradas tensas, manos que temblaban, respiraciones aceleradas. Mei podía percibir la vacilación; un breve instante de esperanza se cruzó por su mente, antes de que la realidad la golpeara de nuevo.
La violencia no necesitaba palabras. Sus gritos, cortos, ahogados y contenidos, se mezclaban con la confusión del espacio pequeño y el miedo que impregnaba el aire. Cada hombre proyectaba algo distinto: deseo, crueldad, frustración, necesidad de control. Ninguno de ellos había compartido un pensamiento común al principio, y algunos se detuvieron un instante, atrapados por su propia conciencia.
Pero la presión del grupo y la atmósfera cargada los fue arrastrando. Lo que había comenzado como vacilación se convirtió en unanimidad silenciosa, un pacto implícito de obediencia a la más baja pulsión del grupo. Mei sintió cómo el mundo se reducía a un círculo de miradas, respiraciones y manos que no podía controlar. Su terror se mezclaba con incredulidad: ¿cómo podía un solo hombre decidir que todos cruzaran esa línea?
Mientras tanto, en la habitación de al lado, Aki permanecía en silencio, consciente de cada grito de su madre. Katsuro, percibía la tensión, el miedo y la desesperación de ella. No la tocaba, no aún.
Mei, atrapada en ese instante, se convirtió en un espejo de todo lo que Katsuro quería evitar: el exceso de impulso, la incapacidad de controlarse, el peligro que representa ceder a la brutalidad. Mientras escuchaba sus silencios, sus gritos apagados y la dinámica del grupo, Katsuro comprendió lo que estaba en juego: la selva podía protegerlas, la distancia podía salvarlas, pero la mente de los hombres era otra cosa.
Cuando todo terminó, Mei estaba rota, exhausta, y el miedo había dejado cicatrices invisibles en su mirada. Katsuro abrió la puerta, y Aki, sin palabras, observó a su madre.
Katsuro les advirtió en ese instante a ambas que cualquier desobediencia sería castigada sin piedad.
Aki retornó a la habitación trasera, junto a Katsuro, pero su mente estaba dividida. Su madre había quedado atrás, frágil, quebrada por lo que había sufrido, y Aki sentía un impulso intenso de protegerla, de consolarlas a ambas. Su imagen la atravesaba. Su corazón se debatía entre el amor silencioso que sentía hacia ella y la obediencia absoluta hacia Katsuro, que había tomado el control de todo lo que pasaba.
Katsuro no le preguntó nada. Solo permaneció allí, en silencio, y Aki comprendió que debía seguir sus órdenes si quería mantener la frágil seguridad de ambas.
Aki sentía culpa, confusión y una mezcla de temor y respeto. Sabía que la fuerza del vínculo entre ellas podía ser lo único que sostuviera a la otra. Y al mismo tiempo, comprendía que la única manera de mantenerlas vivas era obedecer a Katsuro, incluso cuando esa obediencia la hacía sentir dividida y atrapada entre dos lealtades incompatibles.
Se sentó en la cama, las manos sobre las rodillas, y respiró hondo. El miedo y la sumisión se mezclaban con una curiosa mezcla de confianza y dependencia hacia Katsuro.
Finalmente, en voz baja, casi un susurro que parecía romper un pacto interior, Aki habló:
—¿Qué… qué vas a hacerme?
No había ningún desafío en su tono. Solo una pregunta nacida de la obediencia y del miedo, del reconocimiento de que la única manera de permanecer segura era aceptar la autoridad de Katsuro, por más ambigua o peligrosa que fuera.
Katsuro permaneció en el umbral de la puerta, en silencio. Sus ojos recorrían su cuerpo con atención medida, evaluando cada gesto, cada respiración.
Respiró hondo, contuvo el impulso de responder con lo que realmente sentía, y simplemente se inclinó levemente hacia ella, con la calma calculada de quien sabe que cada movimiento importa:
—Todo.
Aki asintió.
Katsuro comenzó a retirar su ropa en silencio, observando a Aki con atención medida. Luego habló, con voz baja, firme:
—Abre tus piernas.
Aki lo miró, dudando apenas un instante, antes de cumplir. No hubo resistencia; entendió que la petición era parte del mismo orden que mantenía su seguridad.
Aki, por su parte, dejó que la rigidez de la obediencia se suavizará. Intento interpretarlo,y anticiparlo. Cuando lo vio desnudo y detalló cómo comenzaba a masturbarse con solo verla ella hizo lo mismo. Había aprendido a tocarse poco y ahora lo hacía frente a un hombre mucho mayor que ella.
Katsuro la veía como a un objeto cuya existencia dependía de su juicio. Había tensión, sí, y obediencia, pero Aki no sentía que su vida estuviera en riesgo inmediato. Podía notar que Katsuro la medía con cuidado, que cada movimiento suyo estaba calculado, y esa misma contención la hacía sentirse extrañamente segura.
Katsuro se acercó y no necesitó decir más. Su presencia justo frente a ella era suficiente para que Aki entendiera lo que debía ahora hacer. Aki, en esa cercanía contenida, sintió algo que no había sentido antes: una verga entrando por su boca. No fue suave ni fácil, fue violento, fue la manera como él ejercía su control: firme, medido
Poco a poco, follar su boca dejó de ser un acto forzado y se transformó en un vínculo silencioso. La saliva de Aki comenzó a acumularse en la verga de Katsuro y a resbalar hacía el suelo. La tensión no desaparecía, pero la seguridad que sentía Aki le permitía relajarse, confiar y observar a Katsuro más allá de la autoridad, viendo en él un hombre capaz de decidir
Aki, incapaz de abrir sus ojos, sentía el vello pubico rozar su nariz cuando la verga entraba por completo.
Katsuro suspiraba
Aki aguantaba, notando la extensión de su verga en su garganta, incluso la forma que tenía.
—Eres mía.
Lo dijo apretando la cabeza de la niña contra él con violencia, con deseo. Lo dijo como quien afirma algo inevitable.
Aki no se movió. Escuchó las palabras, las dejó flotar en el aire. Podía haber sentido miedo, pero no lo sintió. Había algo en la manera en que él lo decía —más cansada que imperiosa— que la hizo quedarse quieta, llena.
Katsuro dejó que Aki respirara. No dijo nada de inmediato; su mirada recorría su rostro ensalzado, midiendo cada reacción, cada cambio de expresión.
—No te haré daño —susurró él, y aunque no era una promesa completa, Aki sintió que era sincera.
Ella, por su parte, permaneció quieta. No había sumisión forzada, sino un acuerdo tácito: podía confiar en él, podía moverse dentro de los límites que él imponía, y esos límites no la lastimaban. Su miedo inicial se había transformado en una especie de curiosidad contenida, en la posibilidad de descubrir quién era realmente Katsuro más allá del soldado y del hombre endurecido por la guerra.
—¿Por qué estás aquí conmigo? —preguntó Aki, con la voz apenas audible. No era un reproche, sino un intento de entender la cercanía que se había formado entre ellos.
Katsuro suspiró, dejando que el silencio hablara antes de responder:
—Porque quería una puta 24/7. Y a tí fue a quien encontré.
Aki asintió, comprendiendo sin palabras.
—Entonces… seré lo que quieras—dijo ella finalmente, totalmente entregada
Katsuro inclinó la cabeza y la observó un instante más, sin hablar. La cercanía se mantuvo, silenciosa. Aki lo miró a los ojos. Su voz salió apenas, temblorosa:
—Nunca… regresaremos, ¿verdad?
Katsuro permaneció en silencio unos segundos, midiendo sus palabras.
—No. No volveremos.
Aki cerró los ojos un instante y respiró hondo. La certeza de que no habría retorno no la llenó de miedo; la llenó de una especie de alivio extraño. Sabía que mientras permanecieran juntos, había un orden, un límite, y que Katsuro sería el que los sostendría en medio del caos.
—Bueno…—dijo ella, con la voz más firme esta vez
—¿Y mi mamá? —preguntó con voz baja—. ¿Está bien… ahí afuera?
Katsuro la observó un instante, evaluando su tono, la mezcla de afecto y miedo que emanaba. Luego inclinó la cabeza hacia ella, con una calma calculada.
—Si quieres, puedo permitir que entre —dijo, su voz grave y firme, pero sin urgencia—. Solo si tú quieres.
A Aki no le desagradaba en absoluto lo vivido, a su corta edad y a pesar de ya conocer lo que se sentía masturbarse, nunca había sentido la curiosidad de tener relaciones sexuales con un hombre, pero era lo suficientemente madura para entender que eso cambiaría allí mismo, lo permitiera ella o no. Había sido la primera vez que veía como una verga cobraba vida propia y sentía un placer gustoso y culpable a la vez.
Aki parpadeó, procesando la oferta. No era un permiso banal; era un gesto que implicaba confianza, control y límites claros.
—Quiero… —murmuró, dudando un instante—. Quiero que esté aquí.
Katsuro se quedó en silencio unos segundos, respirando hondo, y luego gritó hacia afuera:
—¡Traigan a la madre aquí!
El murmullo de pasos se acercó, y la puerta se abrió con cuidado. Mei entró, sin palabras, y al percibir la cercanía de Aki y Katsuro. La sorpresa se reflejó en sus ojos.
No era solo la desnudez que captó su atención, sino la vulnerabilidad contenida, la tensión que flotaba entre ellos. Sus ojos se encontraron con los de su pequeña, y luego con los de Katsuro, y por un instante todo lo que había fuera de esa habitación desapareció: la selva, los hombres, la violencia previa. Solo estaban ellos tres, conscientes de la fragilidad y la intimidad compartida.
Mei retrocedió apenas, respirando hondo, tratando de poner palabras a lo que sentía. No había temor, no del todo, pero sí un asombro silencioso.
Katsuro no se movió, no habló. Su mirada medía a Mei, evaluando su reacción, el impacto de lo que acababa de presenciar. La decisión de permitirle entrar no era solo un gesto de control, sino un acto calculado de confianza: la necesidad de someterlas a ambas, de equilibrar su intimidad con la de los hombres que aún rondaban afuera.
Aki permaneció en silencio, observando la sorpresa de su madre y sosteniendo su mirada. El miedo había dado paso a la curiosidad contenida.
Katsuro la miró de manera lenta y firme, y luego dirigió la vista hacia Mei. Su voz era clara, medida, sin dejar lugar a dudas:
—Tú solo observas. Aquí, esto es entre nosotros.
Mei asintió, comprendiendo la indicación, y retrocedió ligeramente hacia un rincón de la habitación, sus ojos abiertos, atentos, pero sin intervenir. La presencia de Katsuro la mantuvo a raya
Aki, volvía a tener su verga a centímetros de su rostro. Su respiración se calmaba, y la obediencia y la confianza que había depositado en Katsuro la hacían sentirse segura. No había miedo; solo la quietud compartida y la curiosidad contenida que crecía entre ellos.
Katsuro cerró los ojos un instante, sintiendo el calor del momento.
Ella abrió la boca, leyendo en él su deseo. Katsuro sintió que su verga se humedecía una vez más, esta vez sin movimiento propio. Mei permanecía inmóvil, apoyada contra la pared, con las manos entrelazadas sobre sus tetas. No podía apartar la vista.
El silencio se había vuelto espeso, interrumpido solo por las succiones de su hija.
Aki se movía despacio, obediente, y Katsuro, con los ojos cerrados, mantenía esa expresión serena que tanto desconcertaba a Mei. No había brutalidad ni urgencia, solo una calma contenida que, de algún modo, resultaba más perturbadora.
Mei sintió que algo dentro de ella se removía. No era solo vergüenza, ni miedo; era una mezcla confusa de emociones que no sabía nombrar. Su cuerpo se tensó, y por un momento deseó salir corriendo, perderse entre los árboles. Pero no lo hizo. Permaneció allí, observando, testigo de algo que parecía ajeno al mundo.
Katsuro, sin abrir los ojos, habló con una voz baja y casi amable:
—No tengas miedo, Mei. Aquí todo está bien.
Ella bajó la mirada, intentando creerle. Había algo en ese tono que la desarmaba, una seguridad que contrastaba con el caos que aún resonaba en su interior. Tal vez él sí creía que todo estaba bien.
—Tu madre debe sentirse muy orgullosa de ti —dijo, con un tono que no era de burla ni de ternura, sino de certeza.
Aki levantó apenas los ojos, como si esas palabras la hubieran atravesado. No supo si sentir vergüenza o consuelo. Su cuerpo obedecía, pero su mente se aferraba a algo más: la idea de que, tal vez, estaba salvando a su madre. Que cada gesto tenía un propósito.
Katsuro continuó, sin perder la calma.
—No todos serían capaces de algo así. Pero tú… —pausó, dejándose llevar por el ritmo de su respiración— tú entiendes lo que significa obedecer.
La habitación estaba en penumbra. Mei seguía allí, al otro lado, invisible pero presente, respirando con dificultad. Las palabras de Katsuro la atravesaban también a ella. Orgullo. Obediencia. Cada palabra parecía deformar el sentido de las cosas, volverlo algo ambiguo.
Katsuro inclinó la cabeza hacia Aki y añadió, en un susurro que apenas rompía el aire:
—Muestrale lo que puedes hacer
Aki no respondió. Solo cerró los ojos. Mei no necesitó ver más para entender.
El sonido contenido, la respiración irregular y la voz baja de Katsuro le bastaron para reconstruirlo todo. La verga de ese hombre habá desaparecido por completo en la boca de su pequeña hija. Algo dentro de ella se quebró y, al mismo tiempo, algo distinto comenzó a tomar forma. No era solo miedo: era una comprensión nueva, honda, difícil de nombrar.
Por primera vez, sintió que comprendía el poder que ese hombre tenía sobre ellas; no solo el poder del cuerpo, sino el de la voluntad. Y comprendió también que si quería sobrevivir —si quería seguir junto a Aki— debía aprender a entenderlo, quizá incluso a reflejarlo.
No apartó la vista.
Su mente, sin embargo, se separó de lo que ocurría frente a ella y comenzó a construir su propio refugio: una versión en la que no era espectadora, sino dueña de su destino. Donde las decisiones, incluso las más dolorosas, nacían de su elección y no de la de nadie más.


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