Instintos ocultos. La violación de una adolescente II
J. pone su plan en marcha.
El sol aún no había salido. La mañana era lluviosa; una lluvia fina y continua azotaba las calles. Sólo las luces de las farolas rompían algo la oscuridad de ese día. J. se apostó junto a la casa de «Raquel» y esperó. Su excitación y sus nervios iban en aumento. Sabía que se estaba jugando mucho, que cualquier error lo pagaría caro, pero también tenía una confianza plena en que su plan iba a ser perfecto. En esos momentos, le daba igual todo. Sólo pensaba en el cuerpo de esa jovencita y en todo lo que se podía hacer con él.
La puerta del adosado se abrió y salió ella. Hoy iba vestida con el chándal del colegio y, además, llevaba una cazadora de color oscuro. Con la mano derecha tiraba de la mochila, mientras que en la izquierda sujetaba un pequeño paraguas que apenas le cubría la cabeza. J. llevaba un chubasquero de lo más común, nada llamativo. La capucha le tapaba casi todo el rostro. Nadie le podría reconocer. Con decisión, comenzó a andar detrás de la chica mientras aferraba una navaja en su mano derecha.
Dos calles más allá, aceleró el paso y se situó al lado de la niña. Le pasó el brazo izquierdo por los hombros mientras que, con la otra mano, apretó la navaja en el costado de la sorprendida joven.
– No digas nada y sigue andando, so puta. Al menor gesto o grito que hagas, te juro que te rajo.
La cría quiso decir algo, pero la mano de J. se puso delante de su boca, impidiendo cualquier sonido. Con un movimiento casi imperceptible, la dirigió a una bocacalle donde había aparcado su coche de cristales tintados. Era una calle pequeña a cuyos lados estaban los laterales de las casas adosadas. No había entradas principales. La luz seguía siendo escasa y la visibilidad también.
J. notaba los hipidos de esa pequeña zorra, que no entendía lo que estaba sucediendo. Su excitación aumentaba. Se pasó la navaja a la mano izquierda y, con el mando del coche, abrió las puertas.
– Entra ahí y no se te ocurra decir ni una palabra – le dijo al oído.
En la parte de atrás del coche metió las bolsas de la niña y su paraguas. Después entró ella y, por último, se asentó J. Los cristales tintados impedían cualquier visión desde fuera pero aún así, se apresuró a hacer lo que tenía previsto. Quería salir de ahí cuanto antes. No quería arriesgarse a que alguien le hubiera visto.
Sacó del bolsillo de su chubasquero un botellín de agua. Había diluido en él la suficiente cantidad de somníferos como para que esa pequeña perra estuviera dormida hasta llegar a su fatal destino.
– ¡Bebe esto, putaaaa! – le gritó.
– Por favor, señor….. por favor… no me haga daño – suplicó la aterrorizada niña.
La palma de la mano se estrelló contra la suave piel de su cara. Los sollozos aumentaron.
– No estoy de bromas, niñata. Desde ahora vas a hacer lo que yo te diga sin rechistar porque, si no lo haces, ese tortazo va a ser lo más leve que recibas. ¿Entendido? ¡Bebeeeeeeeeee!
Con lágrimas en los ojos, la jovencita bebió todo el contenido de la botella. No tardaría en hacer efecto lo que había echado pero, deseando salir de allí, J. le ató las manos hacia atrás con un cable de metal. La dejó sentada en la parte posterior mientras él pasaba al puesto de conductor. Pisó el acelerador y salió de allí.
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Se sentía triunfador. Sabía que lo había logrado. La lluvia caía sobre el parabrisas, y él se sentía seguro después de haberse alejado muchos kilómetros de aquel lugar. Miró por el espejo interior del coche para contemplarla. Seguía dormida, apoyada en el respaldo del asiento con la cabeza levemente inclinada hacia un lado. La boca entreabierta y su melena cayéndole sobre el hombro. Se le había subido algo la camiseta que llevaba y podía ver su ombligo. Su tripita era lisa, no se le apreciaba ningún gramo de grasa.
Ahora era suya. Igual que aquellas ranas a las que torturaba de pequeño y que no podían huir. Podría hacer con ella lo que deseara, sin importarle nada, no como aquellas putas que ponían límites a sus instintos. Esta niña no iba a poder negarse a nada de lo que él quisiera. Ella era su presa.
Al cabo de unos cuantos kilómetros más, detuvo el coche en una de esas zonas de descanso que había en las autovías. Seguía lloviendo y el lugar estaba completamente vacío. Pasó al asiento trasero del coche. Iba a tener paciencia, pero quería hacer algo antes de continuar. Abrió la mochila de la cría para ver qué había dentro: libros de 2º de la ESO, un estuche, unos cuadernos y una agenda. La abrió y vio una letra muy bonita y trabajada: caligrafía de niña, con dibujos de corazones aquí y allá. En la primera página leyó los datos de la propietaria: supo su nombre, su edad, su teléfono…. Le daba igual porque, aunque no hubiera estado escrito allí, él se enteraría absolutamente de todo.
Guardó el material del colegio y abrió la otra bolsa. Como suponía allí estaba la otra ropa: la falda, el polo blanco y el jersey. En el fondo había también unas bragas, bien dobladas. Unas bragas blancas, con unos topitos azules. Las cogió y las olió. Sólo olían a limpio. Se excitó pensando que esas bragas tocaban el coño y el culo de la chica que tenía a su lado, y se preguntó qué ropa interior llevaría puesta esa zorra. Seguramente ya no estaba tan limpia como esas bragas que tenía en la mano; quizá se le había escapado pis por el susto de todo lo vivido; sus bragas estarían manchadas y olerían a suciedad, olerían a miedo. Se contuvo y las volvió a meter en la bolsa. Por último miró en un bolsillo lateral. Junto a un frasquito de colonia y desodorante, encontró una compresa. ¡Diosss! Así que la pequeña puta está ya con la regla; sí, con su edad es normal que le haya bajado. Le excitó la idea de poder preñarla y, sobre todo, le excitó la imagen de la sangre saliendo de dentro de su cuerpo, de la sangre resbalando por sus muslos y manchando su vulva.
La polla le reventaba pero, aun así, se resistió. La hubiera follado allí mismo, mientras estaba inconsciente; le habría roto el coño y el culo para ver cómo esa sangre de su imaginación se convertía en sangre real, pero no lo hizo. Quería llegar a la tranquilidad de su casa para todo eso pero, al menos, se permitió algo. Puso la mano por encima del pantalón de la niña, encima de su pubis, de su monte, y apretó con la palma: lo notó duro, tan duro como estaba su polla, y la restregó por encima, y subió la mano hasta acariciar ese vientre plano y suave, y tocar el ombligo. No hizo más.
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La siguiente parte contará lo que le ocurre a la joven secuestrada. Todas las críticas, comentarios y sugerencias pueden ir dirigidos al siguiente e.mail: [email protected] A todos contestaré
espero que j sea peludo y grande