La contradicción
Porque lo que tienen entre manos —literalmente— no es una historia de amor corriente. Es La contradicción más deliciosa: la progre que se deja poseer por el facho, el enemigo que se vuelve amante, la maternidad que enciende el deseo en lugar de apagarlo..
Laura tenía veinte años y la vida le cabía en una mochila: libros subrayados de Marx y Butler, un par de camisetas reivindicativas, un tambor pequeño para las marchas y un perro mestizo llamado Fango. Su cuerpo hablaba con la misma rebeldía: pechos grandes que solía dejar insinuarse bajo camisetas con escote en V o, a veces, apenas cubiertos por tops que exhibían su juventud sin pedir permiso. Siempre había renegado de “los gomelos con ego inflado”. Para ella, Pablo era la caricatura perfecta del enemigo: el pelo engominado, el reloj obscenamente caro, la sonrisa de quien nunca había pisado un bus en hora pico.
Pero en la primera noche que coincidieron, algo se quebró. No fue su conversación –llena de frases que ella detestaba–, sino la forma en que la miraba, como si quisiera arrancarle las capas de ideología, de prejuicio y de ropa, todo al mismo tiempo. Ella, desafiante, le lanzó una pregunta cargada de veneno y deseo:
—¿Quieres que te enseñe lo que de verdad significa estar vivo?
Y en ese cruce, más que una provocación política, nació la chispa de algo que pronto se volvería adicción.
La tensión creció rápido, casi violenta. Lo que empezó como un choque verbal terminó en un forcejeo erótico en su piso. Laura pensó en huir cuando cruzó la puerta: todo olía a detergente caro y colonia masculina. Pero el cuerpo le ganó a la cabeza. Pablo la arrinconó contra la pared con una rapidez que le cortó el aliento, y enseguida la condujo hasta el sofá, cubriéndola con sus brazos, preparándola como si el choque ideológico no hubiera sido más que el preámbulo de algo mucho más intenso. Sus pechos, atrapados bajo la tela fina de la camiseta, se movían con cada respiración agitada, rebotando al ritmo de su resistencia inútil, endureciéndose bajo la presión del deseo que ya no podían ocultar.
—¿Qué? ¿Me vas a dar un discurso sobre el patriarcado? —murmuró él, rozándole los labios.
—Cállate. —Lo mordió, con rabia, con hambre. La mezcla era tan placentera que pronto sus bocas se empaparon; la saliva abundante brillaba en sus labios entreabiertos, cayendo en hilos que los hacían ver sucios, ferales, como si cada beso fuera un desgarro más que un gesto de ternura.
La adicción al sexo no llega de golpe: se filtra como una corriente subterránea, primero un cosquilleo, luego un impulso, hasta convertirse en una necesidad imposible de domar. No se trata solo del cuerpo; es la mente que queda secuestrada, es el deseo que se alimenta de su propio exceso. Y cuando dos enemigos descubren esa pulsión en el mismo territorio, el choque deja de ser ideológico para volverse físico, brutal, inevitable.
Laura sintió los labios de Pablo. Lo primero que le pasó por la cabeza fue empujarlo por atrevido, escupirle el gesto, recordarle que lo odiaba. Pero no pudo. Sus manos no obedecieron y, peor aún, su propia boca se abrió para devorarlo. Fue el instante en que comprendió que ya no luchaba contra él, sino contra sí misma.
El beso fue un choque de dientes, de saliva compartida, de lenguas que se buscaban como enemigas dispuestas a devorarse. Pablo le sujetó las muñecas contra la pared. Ella forcejeó, excitada por esa mezcla de rabia y sometimiento.
—Suelta… —gimió, pero en realidad quería lo contrario.
Él deslizó su rodilla entre las piernas de ella, levantándole la falda de algodón barato. El roce le arrancó un gemido involuntario que la avergonzó y excitó al mismo tiempo.
—Mira cómo tiemblas… ¿Así defiendes tus ideales? —le susurró.
Pablo apretó más sus muñecas y la rodilla se hundió entre sus muslos, forzándola a arquearse. Laura lo insultó entre dientes, pero al mismo tiempo su cadera buscaba ese contacto con torpeza desesperada. La tela fina de la falda ya estaba subida hasta la cintura; no quedaba nada entre él y el calor húmedo que empezaba a empapar su ropa interior.
—Hipócrita… —le gruñó él, y con la mano libre la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo.
—Cállate… —repitió ella, pero su voz era un gemido, casi una súplica.
El beso volvió, más sucio, con su saliva corriéndole por la comisura. Pablo bajó una mano y apretó uno de sus pechos por encima de la camiseta, sintiendo el pezón duro contra la palma. Laura quiso protestar, pero lo único que salió de su boca fue un jadeo largo, profundo, que la traicionó.
—Mira cómo tu cuerpo me contradice —susurró él, metiendo la mano bajo la tela hasta atraparla sin intermediarios.
Laura cerró los ojos. Su ideología, su rabia, todo se disolvía en la presión firme de esos dedos que la recorrían con brutal familiaridad. Lo empujó contra el sofá y, en lugar de escapar, se subió sobre él, hundiéndolo en los cojines. Lo montó como si la batalla hubiera cambiado de terreno, su falda abierta, su ropa interior empapada, frotándose contra la dureza evidente de su pantalón.
Laura, con los ojos encendidos, le escupió en la cara. Pablo sonrió, se limpió lentamente con el dorso de la mano y, con un tirón salvaje, le arrancó la camiseta. El sujetador negro se tensó contra sus pechos jóvenes, vibrantes, y él los atrapó con avidez, amasándolos como si quisiera reclamarlos para sí. Ella se arqueó, jadeando, sorprendida de un calor que jamás había sentido en sus experiencias pasadas.
Entonces, sin avisar, se volteó. Le ofreció la espalda con un gesto ambiguo, mitad rendición, mitad desafío. Pablo la alzó y la dejó caer sobre la mesa del salón, entre libros y apuntes universitarios que se desparramaron al suelo. Con una sola mano, le arrancó la ropa interior y la dejó desnuda, abierta, vulnerable y desafiante al mismo tiempo.
Laura quiso insultarlo, recordarle lo mucho que lo despreciaba, pero lo único que brotó fue un gemido áspero cuando él se inclinó a devorarla. El contraste era brutal: su lengua refinada hundiéndose en la humedad prohibida de su sexo, su nariz rozando su ano, sus dedos apretando sus muslos cada vez que ella intentaba escapar.
—Eres un cerdo… —murmuró, arañando la madera.
—Y tú, una hipócrita deliciosa. —Le hundió los dedos sin compasión, arrancándole un grito que llenó el apartamento.
Cuando al fin la penetró, lo hizo sin ceremonias: un empuje duro que la partió en dos y la obligó a morderse los labios hasta sangrar. Cada embestida era un derrumbe: sentía cómo se desmoronaban sus convicciones, sus etiquetas, su idea de control. Pablo gruñía con cada movimiento, sujetándola de la cintura, golpeando contra ella con la violencia de un enemigo que quería doblegarla.
Laura, atrapada entre insultos y gemidos, comprendió que ya no estaba discutiendo con él, sino con su propio cuerpo. Y perdió. Se quebró en un orgasmo que la atravesó como una descarga eléctrica, haciéndola gritar su rendición sobre esa mesa manchada de apuntes y saliva.
Él la siguió poco después, derramándose dentro de ella con un gemido grave que se confundió con el suyo. La lucha ideológica se había transformado en guerra de cuerpos, y ambos habían terminado vencidos, respirando agitados, mezclando sudor, semen y contradicciones sobre un campo de batalla hecho de papeles y piel.
A partir de esa noche, su vida dio un giro de 180 grados. Ya no era solo la activista que discutía en las asambleas; era la mujer que, en secreto, buscaba la adrenalina en los encuentros con Pablo. Sexo brusco, encuentros a escondidas, la sensación de que cada cita era una guerra que se resolvía en el cuerpo. Y cuanto más lo odiaba, más lo deseaba. Pablo le repetía, jadeando, lo hermosa que se veía cuando quedaba llena de su leche, y ella, como si quisiera demostrarle que no había vergüenza en ese gesto, la recibía siempre sin apartarse, dejando que corriera por sus muslos o llevándosela a la boca, lamiéndose con un placer desafiante, como si esa entrega fuera también un acto de poder.
Las semanas pasaron como una adicción. Laura se había vuelto experta en excusas: se ausentaba de las asambleas con el pretexto de estar enferma, de cuidar a Fango, de visitar a su abuela. En realidad, cada ausencia escondía el mismo ritual: una llamada breve, un taxi a toda prisa, y el choque brutal con Pablo en cualquier rincón que encontraran.
El sexo era cada vez más oscuro, más salvaje. Él probaba su resistencia; ella lo insultaba mientras se abría de piernas con un ansia que la avergonzaba. Y cada vez que terminaban, la contradicción la mordía por dentro: ¿cómo podía acostarse con el enemigo?
Un retraso.
Primero pensó que era el estrés. Luego, que su cuerpo estaba descompensado por tantas noches sin dormir. Pero la línea azul en el test de embarazo fue implacable.
Laura se quedó sentada en el suelo del baño, con los pantalones bajados y el corazón golpeando fuerte.
Cuando se lo dijo a Pablo, esperaba un portazo, un sermón de conservador hipócrita o una invitación a “arreglarlo” en silencio. Pero lo que recibió fue una mirada fría y un gesto ambiguo.
Ella le dio un manotazo, furiosa.
—No es tu apellido lo que me importa.
Pero lo cierto era que sí le importaba.
Pablo la sostuvo de la muñeca, con esa calma violenta que siempre la desarmaba.
—Entonces dime, Laura… ¿qué es lo que quieres?
La respuesta no llegó. Quiso escupirle un discurso sobre independencia, sobre que no necesitaba de él, sobre que el hijo no sería un ancla sino una lucha propia. Pero en cuanto él la acercó de golpe y la besó con esa ferocidad conocida, su cuerpo volvió a rendirse. Era absurdo: estaba furiosa, asustada, confundida… y sin embargo la humedad volvió a traicionarla, igual que siempre.
Esa noche, sobre el suelo frío de su apartamento, el sexo fue distinto. No había preámbulo ni insultos largos, apenas respiraciones rápidas y un desgarro físico que la hizo olvidar el miedo por unos minutos. Ella lo cabalgó con rabia, con lágrimas que se mezclaban con sudor, como si en cada embestida quisiera negar la palabra “madre” que le retumbaba en la cabeza.
Al correrse dentro de ella, Pablo le susurró al oído:
—Ya es demasiado tarde para huir.
El embarazo no apagó el deseo de Laura. Lo multiplicó.
Lo que antes era un juego entre odio y atracción, ahora era un hambre insaciable que no le daba tregua. Sentía el cuerpo distinto: los pechos más tensos, el vientre sensible, la piel despierta a cualquier roce. Y en lugar de frenarla, eso la lanzaba más hondo en la vorágine.
Cada vez que Pablo la buscaba, ella acudía con más urgencia. No le bastaban los besos violentos ni los jadeos apresurados contra la pared. Quería sentirlo dentro con toda la furia, quería ser tomada como si el mundo se fuera a acabar, quería que él la penetrara hasta olvidar el peso de la niña que ya crecía en su interior.
Una noche, mientras la desnudaba con la impaciencia de siempre, Pablo se detuvo en su vientre apenas abultado.
—Ya está ahí —susurró, apoyando la palma de la mano.
Ella lo empujó contra la cama, con los ojos ardiendo.
—Cállate y fóllame.
Laura se subió encima, cabalgándolo con furia, los pechos rebotando frente a su cara. Pablo los atrapó con las manos, se bebió sus pezones endurecidos mientras ella gemía obscenidades.
Laura cabalgaba con furia, clavando las uñas en el pecho de Pablo, jadeando como si cada embestida fuera una blasfemia. El vientre, apenas redondeado, se movía entre sus caderas, y lejos de avergonzarla, la excitaba más: era un recordatorio brutal de que su cuerpo ya no le pertenecía del todo, y que sin embargo lo ofrecía sin pudor.
—¿Te gusta follarte a una mujer preñada? —escupió entre gemidos, inclinándose hasta rozarle los labios.
—Me vuelve loco —gruñó él, apretándole las caderas para que no aflojara el ritmo.
La habitación se llenó de sonidos húmedos, golpes de piel contra piel, gemidos sucios que parecían reírse de cualquier moral. Laura gritaba, pedía más, insultaba, mordía. No quería ternura; quería el desgarro, la brutalidad que la desconectara del miedo a lo que venía.
Cuando él terminó dentro, derramándose con un rugido que le tensó todo el cuerpo, Laura se dejó caer sobre su pecho, sudorosa, con la respiración cortada. Sintió la semilla mezclarse con la vida que ya crecía en ella y, en lugar de repulsión, sintió poder. Como si cada gota añadiera un pacto oscuro entre los dos, un lazo imposible de cortar.
Y aquí es donde les invito a detenerse un instante. Porque lo que tienen entre manos —literalmente— no es una historia de amor corriente. Es La contradicción más deliciosa: la progre que se deja poseer por el facho, el enemigo que se vuelve amante, la maternidad que enciende el deseo en lugar de apagarlo.
Pero, díganme, ¿no es acaso este choque lo que incomoda y excita al mismo tiempo? ¿No es esa tensión entre lo que creen correcto y lo que su cuerpo exige lo que vuelve tan perturbadoramente irresistible este relato? Quizá se descubran a sí mismos disfrutando de lo que, en teoría, rechazarían. Y esa es la invitación: leer con una mano… y con la otra…
El deseo dejó de ser un impulso y se volvió calendario. No pasaba un día sin que Laura y Pablo se encontraran, sin importar el lugar o la hora. El ritual comenzaba casi siempre igual: ella lo recibía con los pantalones ya desabrochados, el sujetador flojo, el cuerpo temblando de anticipación. No había conversación previa, apenas un cruce de miradas cargadas de rabia y hambre.
Laura había inventado un modo particular de excitarse: antes de cada encuentro, se quedaba unos minutos desnuda frente al espejo, acariciándose el vientre en silencio, imaginando la niña como un testigo de esa entrega obscena. Cuando Pablo llegaba, ya estaba húmeda, ya estaba lista, como si la contradicción de gestar y correrse al mismo tiempo fuera su droga secreta.
—No sabes lo enferma que estás… —le decía él a veces, mientras la montaba con violencia.
—Por eso vuelves —respondía ella, mordiéndole el cuello.
La rutina tenía pasos fijos: primero un beso brutal hasta sangrar, luego la ropa arrancada sin cuidado, después los dedos de Pablo hundiéndose en ella como para recordarle quién mandaba, y finalmente la penetración sin pausa, hasta que los dos quedaban exhaustos y pegajosos, respirando como bestias heridas.
Él empezaba a odiar esos momentos de silencio después, cuando la veía dormida a su lado, con el vientre apenas redondeado. Sentía el peso del apellido, la condena de una familia que nunca aceptaría aquello. Y, sin embargo, apenas ella se movía en sueños y lo rozaba con el muslo, la erección volvía como una orden inapelable.
El sexo era su lenguaje, su prisión y su único consuelo. Ella lo sabía. Por eso, cada vez que lo sentía dudar, lo arrastraba de nuevo a la cama, abriéndose de piernas con un gesto de desafío. Lo obligaba a penetrarla, a llenarla, como si en cada orgasmo sellaran una verdad que ninguno se atrevía a decir en voz alta: que ya no podían existir el uno sin el otro.
Una noche, cuando lo encontró hundido en la penumbra de su sala, rodeado de botellas vacías, lo montó sin decir palabra. Lo cabalgó con la fiereza de siempre, pero esta vez lo miró a los ojos, con una mezcla de ternura y rabia.
—Estás intentando rechazar algo que ni siquiera sabes si vas a disfrutar —le susurró entre jadeos, con la mano de Pablo aferrada a su vientre—. Solo déjate llevar… vívelo… y luego decides qué hacer.
—¿Sí, Pablo? —le susurró mientras lo apretaba dentro de sí.
Él no respondió de inmediato. Solo la sujetó por las caderas, hundiéndose más en su interior, como si esa fuese la única manera de no romperse.
—Tengo miedo, Laura —admitió al fin, con un jadeo entrecortado—. Miedo de ser padre contigo… miedo de no amarte y, aun así, necesitarte como el aire.
Ella lo besó con furia, mordiendo sus labios hasta hacerlos sangrar.
—Entonces fóllame hasta que no quede miedo.
Al mismo tiempo empezó a rebotar sobre él con una intensidad feroz, cada movimiento más desesperado que el anterior. Pablo, arrastrado por el frenesí, la rodeó con sus manos y, con la descarada confianza que ya habían construido, le acarició las nalgas. Sus dedos exploraron con firmeza hasta deslizarse poco a poco en su ano, arrancándole a Laura un gemido ronco, mezcla de sorpresa, dolor y placer. La penetraba con fuerza, llenándola por completo, y ella, desbordada por esa doble invasión, sintió cómo el orgasmo la atravesaba en una oleada brutal que la hizo gritar su nombre, temblando contra él.
Los días siguientes confirmaron la espiral. Laura estaba irreconocible: en las asambleas hablaba con más descaro que nunca, lanzando insultos sin filtro, burlándose de compañeros y rivales con una insolencia que escandalizaba incluso a sus amigas más cercanas. Nadie entendía de dónde salía esa energía feroz, pero ella lo sabía: de las noches sudorosas en las que Pablo la hacía gemir hasta perder la voz. Cada discusión política era para ella un preámbulo, una provocación velada que en su mente se traducía en sexo salvaje.
Pablo, en cambio, se hundía en otra dirección. Los silencios se le hicieron más largos, las botellas de whisky más frecuentes. Había empezado a vigilarla sin darse cuenta: revisaba sus mensajes cuando ella se duchaba, la seguía con la mirada paranoica cuando hablaba con otros hombres en la calle. Cada vez que ella se retrasaba unos minutos en llegar, su estómago se anudaba con la certeza de que lo estaba abandonando. La dependencia lo devoraba en silencio.
Esa mezcla se volvió combustible. Cuando se encontraban, Laura lo provocaba con una crueldad deliciosa:
—¿Vas a llorar si no te dejo correrte en mí? —le susurraba, mordiéndole la oreja.
Pablo respondía con un celo desesperado: la penetraba con fuerza animal, sujetándola como si temiera que se esfumara entre sus brazos. Y cada vez necesitaba ir más lejos: marcarla con chupetones en el cuello, correrse dentro de ella hasta verla desbordarse, hundir sus dedos en su ano mientras la hacía gritar.
Laura, lejos de frenarlo, lo alentaba. El embarazo no la apagaba, la convertía en un receptáculo insaciable que pedía más, que lo montaba con furia, que se masturbaba sobre su boca hasta empaparlo. Cada orgasmo era un manifiesto contra todo lo que había predicado: una insolencia que la hacía sentir invencible, aun sabiendo que se estaba desfigurando por dentro.
Pablo, exhausto y tembloroso tras cada encuentro, se repetía que debía poner un límite. Pero entonces la veía desnuda, con el vientre apenas abultado, con esa mirada insolente que lo desarmaba, y entendía que ya no había salida. Ella era su droga. Y como toda droga, lo estaba destruyendo mientras lo mantenía vivo.
El vientre de Laura era ya imposible de ocultar. Ocho meses y aún no había disminuido su hambre. Al contrario: cada día pedía más, como si el embarazo la hubiese convertido en un cuerpo doblemente insaciable.
Pablo, agotado, intentó poner límites.
—No deberíamos… puedes lastimarte, o lastimarla…
Pero Laura lo calló montándolo de un salto, con esa mirada desafiante que lo paralizaba.
—Cállate y fóllame. Si voy a parir, será ardiendo contigo dentro.
Los encuentros se volvieron una maratón. Ella se abría de piernas aunque el vientre la incomodara, se inclinaba contra la mesa, contra la pared, contra el suelo, buscando siempre el contacto más brutal. Sus pechos, tensos y sensibles, eran chupados hasta que gritaba; su sexo, húmedo y vulnerable, recibía a Pablo una y otra vez hasta que las sábanas quedaban empapadas.
Él, cada vez más paranoico, trataba de frenar. Pero cada súplica de ella lo arrastraba otra vez. La veía retorcerse, masturbarse sola mientras lo insultaba por no tener fuerzas, y terminaba rendido, penetrándola con furia aun sabiendo que podía estar haciéndole daño. El placer y el miedo se confundían en un mismo espasmo.
Una madrugada, tras horas de sexo interrumpido apenas por tragos de agua y respiraciones entrecortadas, Laura sintió algo distinto. Un dolor punzante en la espalda, un latido intenso en el vientre. Se mordió el labio, pensando que era otra contracción del placer. Pero cuando la siguiente ola la hizo doblarse y gritar, comprendió. Pablo… —jadeó, con el sudor pegándole el cabello a la frente—. Son contracciones.
Él se quedó helado, todavía dentro de ella, sujetándola por las caderas. La respiración se les entrecortó en un mismo silencio espeso. Entre el sudor, el semen y el olor agrio del sexo acumulado, la realidad entró como un golpe: el cuerpo de Laura ya no solo pedía placer, pedía dar a luz.
La última embestida se mezcló con el primer anuncio del parto. Y los dos entendieron que su adicción los había llevado hasta el límite exacto donde el deseo y la vida se encontraban en un mismo grito.
—Ya viene… —jadeó ella, con los ojos desorbitados.
El mundo se quebró en negro.
Cuando abrió los ojos otra vez, el sudor no era de deseo sino de esfuerzo. Estaba en una sala blanca, con luces implacables y voces que daban órdenes rápidas. Tenía las piernas abiertas, sujetas por correas, y el vientre convulsionando bajo el ritmo de las contracciones. Entre jadeos y lágrimas, comprendió que el ritual que los había consumido había desembocado allí, en ese punto de no retorno.
Pablo estaba a un lado, desencajado, todavía con la camisa mal abrochada y las manos oliendo a tabaco y sexo. La miraba como si no supiera si sostenerla o huir, atrapado en la misma contradicción que los había arrastrado hasta ese momento.
—Empuja —ordenó una voz metálica.
Y Laura, con el eco del último orgasmo aún vibrándole en el cuerpo, empujó con furia, como si en ese grito final se mezclaran el deseo, la culpa, la adicción y la vida que estaba a punto de estallar entre sus piernas.
Pablo no sabía si lo que había presenciado en la sala blanca había sido un nacimiento o un castigo. El recuerdo lo perseguía en destellos: la sangre, los gritos de Laura, el cráneo húmedo de la niña asomando como una amenaza inevitable. Y ahora, de repente, todo estaba en silencio.
Ya en casa, Pablo los miraba desde la penumbra, con una botella a medio vaciar en la mano. La criatura respiraba pausada, apenas un murmullo, y en ese sonido él reconocía algo que lo aterraba: la prueba material de su dependencia. Aquella niña era la consecuencia de cada orgasmo rabioso, de cada insulto convertido en gemido, de cada vez que había buscado a Laura para anestesiarse del miedo.
Quiso acercarse, tocarla, comprobar que de verdad existía, que no era una alucinación. Pero cuando dio un paso, Laura alzó la mirada, y la forma en que lo observó lo dejó clavado en el sitio. No había ternura en sus ojos. Había desafío, el mismo con el que lo recibía cada vez que se abría de piernas para él.
—Mírala bien, Pablo —susurró ella, acariciando el pelo de la niña—. Esto también es tuyo.
Él tragó saliva, sin poder apartar la vista. La criatura se movió levemente, como si el eco de esas palabras le rozara. Y Pablo, atónito, no supo si lo que tenía delante era un milagro… o la condena más cruel de su vida.
Las noches eran las peores. Pablo intentaba dormir, pero el llanto de la niña lo arrastraba siempre al mismo cuadro: Laura, con el camisón abierto, el pecho desnudo brillando en la penumbra, la boca diminuta succionando con un ritmo hipnótico.
Él se quedaba paralizado en el umbral, observando. Había algo casi sagrado en la escena, y al mismo tiempo insoportable. Porque la devoción de la hija hacia el pecho lo devolvía a su propio deseo, al recuerdo del calor húmedo de esos pezones en su boca.
Una madrugada, incapaz de contenerse, se acercó más. Laura lo notó enseguida: no apartó a la niña, pero lo miró con una sonrisa torva, cómplice y cruel a la vez.
—¿También tienes hambre, Pablo? —murmuró, acariciando la cabeza de la bebé como si se tratara de un juego perverso.
Él quiso responder que no, que aquello era una locura. Pero su cuerpo lo traicionó: estaba duro, palpitando, recordando cada gemido, cada palabra obscena de los meses previos.
Laura, sin dejar de amamantar, bajó la otra mano hasta su verga, y lo miró con descaro.
—Ven… tócame. Quiero ver si eres capaz de soportar que te desee mientras ella me bebe.
El aire se volvió insoportable. Pablo dio un paso más, con el pecho oprimido por la culpa y el deseo. La niña siguió mamando, ajena a todo, y Laura cerró los ojos, suspirando como si aquel triángulo imposible fuera la prolongación natural de su dependencia.
Pablo, temblando, no sabía si huir o rendirse. Pero la erección dolía, y la mirada de Laura lo tenía atrapado.
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