• Registrate
  • Entrar
ATENCION: Contenido para adultos (+18), si eres menor de edad abandona este sitio.
Sexo Sin Tabues 3.0
  • Inicio
  • Relatos Eróticos
    • Publicar un relato erótico
    • Últimos relatos
    • Categorías de relatos eróticos
    • Buscar relatos
    • Relatos mas leidos
    • Relatos mas votados
    • Relatos favoritos
    • Mis relatos
    • Cómo escribir un relato erótico
  • Publicar Relato
  • Menú Menú
1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (3 votos)
Cargando...
Dominación Mujeres, Sado Bondage Hombre, Sado Bondage Mujer

LA ESTRICTA Y CRUEL TIA ABUELA ISABEL. PARTE 1

El día que la tía abuela Isabel lego a casa, todo cambió, comencé a recibir sus castigos , humillaciones, vejaciones convirtiéndome en un verdadero esclavo masoquista. .
Vivía con mi madre. Era un joven sin oficio ni ganas de tenerlo, y lo sabía. Mi madre trabajaba mucho, demasiado, en una fábrica con turnos interminables que la dejaban agotada. Mientras ella se dejaba la vida entre máquinas y ruido, yo pasaba los días sin rumbo, vagando entre la desgana y la apatía.

No siempre había sido así. Decían que en otro tiempo fui un chico alegre, hasta que mi padre murió en aquel terrible accidente. Desde entonces me había vuelto un desastre: irrespetuoso, vago, sin interés por nada. Mi madre ya no sabía qué hacer conmigo; me consideraba un caso perdido. Pero aun así, seguía siendo su hijo, y yo era lo que más quería en el mundo.

Un día me anunció que íbamos a tener una visita. Venía a quedarse con nosotros su tía, la tía de mi madre, es decir, mi tía abuela. Yo no la conocía, pero había oído hablar de ella y de mi abuela. Mi madre solía contar anécdotas de cuando era niña, y ese nombre —Isabel— siempre aparecía envuelto en respeto y cierta incomodidad.

 

Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi madre me anunció que íbamos a tener una visita. Iba a venir su tía, la hermana de mi abuela, lo que la convertía, según me explicó con paciencia, en mi tía abuela.

No la conocía. Nunca la había visto, aunque sí había escuchado historias sobre ella y sobre mi abuela, anécdotas de cuando mi madre era niña, de aquellos tiempos en el campo que siempre parecían tan lejanos y ajenos. En su voz había una mezcla de nostalgia y cariño cada vez que las recordaba, como si aquel pasado fuese el único rincón donde aún quedaba algo de paz.

A mí, en cambio, la noticia no me provocó más que fastidio. No me gustan las visitas, mucho menos las de familiares que no conozco. Me incomodan las conversaciones forzadas, las preguntas sobre el colegio, el trabajo, los planes, todas esas cosas que ya ni sé cómo responder. Pero a mi madre la idea le hacía ilusión, y eso bastaba. Decía que era la única familia que le quedaba, y se notaba que la sola expectativa la mantenía viva.

Así que no tuve más remedio que resignarme. Me gustase o no, aquella mujer vendría a casa. Y no solo de paso: se quedaría con nosotros una semana entera.

Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi. Aquella mujer era un vejestorio, sí, pero uno que imponía presencia desde el momento en que cruzó el umbral de la puerta. Era una mujer mayor, de cuerpo grande, muy corpulenta, seguramente con más de cien kilos encima. Caminaba despacio, con paso firme, como si cada pisada tuviera peso propio.

Llevaba el pelo rizado, lleno de caracoles, y unas gafas enormes de pasta que le agrandaban los ojos hasta darles un aire severo, casi autoritario. Su rostro era redondo y curtido, con la piel marcada por los años, pero lo que más llamaba la atención era su expresión: no había en ella ni un rastro de dulzura o humildad. Al contrario, se notaba que estaba acostumbrada a mandar, a que su palabra fuera la última.

Supe desde el principio que aquella mujer no era como las demás. Había en su manera de mirar, en el tono de su voz al saludar, una soberbia evidente, una prepotencia que llenaba la casa incluso antes de que soltara las maletas. Se comportaba como si todo le perteneciera, como si venir a nuestra casa fuera un favor que nos hacía.

No necesité más de un par de minutos para decidir que aquella señora me resultaba detestable.

Llegó portando dos maletas enormes, de esas antiguas, duras y pesadas, que parecían contener piedras en lugar de ropa. Mi madre, nerviosa por causar buena impresión, me pidió que ayudara a la tía Isabel a subirlas al cuarto de invitados.

Desde el primer momento en que nuestras miradas se cruzaron, algo se quebró entre nosotros. Fue una especie de reconocimiento inmediato, pero no de afecto, sino de rechazo. Ella me observó de arriba abajo con una mezcla de desdén y juicio, y yo sentí, sin saber por qué, una punzada de odio.

Aun así, tomé las maletas y comencé a subirlas. Pesaban una barbaridad, y mientras me esforzaba por no tropezar en las escaleras, escuché su voz áspera a mis espaldas:
—Ten cuidado, muchacho, no seas tan torpe.

No había en su tono ni rastro de gratitud, solo una superioridad hiriente, como si disfrutar de mi esfuerzo fuera parte de su entretenimiento. Tragué saliva y no respondí. Mi madre estaba allí, sonriente, tratando de agradarle, y no quise incomodarla. Pero por dentro hervía.

Aquel primer encuentro bastó para saber que la tía Isabel sería un problema. Había algo en su mirada, en la forma en que hablaba, que me resultaba insoportable. Era una bruja, pensé, una vieja bruja que acababa de traer consigo un aire pesado, casi irrespirable, a nuestra casa.

Los días de su estancia en casa fueron terribles. Desde el primer amanecer hasta la noche, la tía Isabel parecía empeñada en convertir cada minuto en una prueba de paciencia. Entre ella y yo no pasaba un día sin un encontronazo.

No tardó en empezar con sus críticas. Refunfuñaba constantemente que la casa era un desastre, que todo estaba sucio, descolocado, que no entendía cómo podíamos vivir así. La primera mañana tras su llegada apareció vestida con una bata gruesa, abierta por delante, dejando ver un camisón viejo y descolorido debajo. Llevaba unos guantes largos de goma, de esos de fregar, que le cubrían hasta los codos. Sin decir una palabra más, se puso a limpiar y ordenar toda la casa como si le perteneciera.

La observé con fastidio mientras movía muebles, sacudía alfombras y restregaba el suelo con una energía sorprendente para su edad. Yo, por mi parte, no tenía ninguna intención de ayudar. De hecho, cada vez que pasaba, dejaba alguna huella de tierra o un vaso fuera de lugar, más por desafío que por descuido.

  1. Ahí fue cuando tuvimos nuestra primera gran discusión. Me miró con el ceño fruncido, las manos apoyadas en la cintura, los guantes aún chorreando agua jabonosa, y me preguntó por qué estaba la casa en ese estado de dejadez . Me pregunto porque yo no ayudaba en casa. Me criticó que si yo no tenía trabajo debería ayudar en las labores y mantener la casa limpia y en orden Le respondí con sarcasmo, sin pensarlo demasiado:
    —Eso es cosa de mujeres.

Lo dije con un tono provocador, casi burlón, solo para molestarla. Pero su reacción fue inmediata. Sus ojos se encendieron tras los cristales gruesos de las gafas, y su voz sonó como un látigo: me dijo que era un sinvergüenza y maleducado, que necesitaba modales. Apreté los dientes para no contestarle. Mi madre nos miraba en silencio, con una mezcla de vergüenza y preocupación. Y yo supe, desde ese momento, que aquella vieja no venía solo a visitar. Venía a poner orden. A su manera.

El segundo encontronazo fue a la hora de la comida. Aquel día, la tía Isabel decidió hacerse cargo de la cocina. Desde temprano la oí trajinar entre ollas, cuchillos y cazuelas, refunfuñando mientras revolvía algo que olía fuerte, a especias antiguas y grasa cocida. Cuando al fin nos sentamos a la mesa, apareció con una olla enorme humeando, de esas de antes, con un guiso espeso y caldoso que parecía sacado de otra época.

Mi madre, emocionada, probó el primer bocado y sonrió. Se lo comió con gusto, sin levantar la vista del plato. Incluso repitió. Decía que hacía años no probaba un guiso así, como los de su infancia, los de su madre y su tía en aquella casa del pueblo. La nostalgia la envolvía, y verla disfrutar así me habría enternecido… si no fuera porque yo odiaba aquel tipo de comida.

No soportaba esos guisos donde todo se mezclaba: carne, legumbres, verduras flotando en un caldo espeso. Apenas probé una cucharada y aparté el plato a un lado. Mi madre, al darse cuenta, se levantó enseguida y, entre disculpas, interrumpió su propia comida para prepararme algo que pudiera comer. Ahí fue cuando me di cuenta de algo que hasta entonces había pasado desapercibido: la tía Isabel siempre llevaba sus guantes de goma puestos, como si tuviera una especie de fobia a tocar nada con las manos desnudas. Siempre los llevaba puestos, como si tuviera una especie de fobia a tocar nada con las manos desnudas. Mientras comía, se quitó uno, pero dejó el otro puesto, sujetando la cuchara con aquel guante amarillo, pegajoso y sucio, manchado de marrón por la grasa y los restos de comida.

La tía Isabel me miró duramente, con odio, y con un tono serio que no dejaba lugar a bromas me dijo: «Te aseguro que si yo fuera tu madre te comerías todo el plato de guiso sin rechistar aunque tuviese que meterte el guante hasta el fondo de la boca para que tragaras ».

Aquellas palabras me produjeron un miedo extraño. No era solo su tono, sino la firmeza con que lo dijo, como si realmente fuera capaz de obligarme.

El último encontronazo fue el peor. Llegué algo borracho una tarde- noche, después de estar con mis amigos. La tía Isabel me recriminó que llevaba todo el día fuera y que, encima, había bebido.

Por el alcohol y el cansancio acumulado, perdí los nervios. Le contesté con malas maneras, burlándome de ella, llamándola vejestorio amargado y diciendo que no veía la hora de que se marchara de mi casa para dejarme en paz. Me reí y me burlé de ella, disfrutando de su indignación. La tía Isabel se mostró ofendida y molesta por la manera en que la desafiaba.

La tía Isabel se levantó del sillón donde estaba, y observé cómo apretaba los puños dentro de sus guantes de goma, conteniendo la ira que emanaba de cada gesto. Nadie le había faltado al respeto de aquella manera antes.

Llena de furia, me señaló con un dedo enguantado y me dijo:
—Te aseguro que tu sonrisa se convertirá en lágrimas.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se fue, dejándome paralizado por el miedo. Me quedé unos segundos inmóvil, con el corazón latiéndome a mil, antes de subir a mi habitación. Me dejé caer sobre la cama y, entre la mezcla de cansancio y temor, caí completamente dormido

Mientras yo dormía, la tía Isabel comenzó a preparar su venganza en su habitación. Lo hacía con calma, con la seguridad de quien sabe que tiene el control y que nadie puede interponerse.

Lo que yo no sabía —y lo que voy a contar ahora para que los lectores comprendan quién era realmente la tía abuela Isabel— es que ella ocultaba un oscuro secreto. Un secreto que explicaba su dureza, su prepotencia y aquella capacidad para infundir miedo con una simple mirada.

No solo era una mujer autoritaria y de temperamento terrible, sino que también era sádica. Le gustaba castigar y humillar a los demás, y sentía un extraño placer al hacerlo. Cada regaño, castigo, humillación, cada reprimenda y cada mirada cargada de desprecio eran ejercicios de control que disfrutaba como si fueran un juego perverso. Su dureza y prepotencia no eran solo una fachada; eran la manifestación de un carácter que encontraba satisfacción en el miedo y la sumisión de quienes la rodeaban.

La tía abuela Isabel  Había planeado un castigo e iba a disfrutar mucho propinándomelo. Agarró todo lo necesario: de una de sus pesadas maletas sacó unas esposas de metal, un rollo de cinta americana, un manojo de cuerdas y un pequeño candado con su llave. Extraño equipaje para una señora de su edad. Metió todo en una bolsa y se dirigió a mi habitación, llena de rabia. Pretendía darme una lección que no olvidase; iba a ser terriblemente dura conmigo, a disfrutar castigándome de aquella manera tan cruel.

En la puerta de mi habitación, mientras yo dormía, se ajustó los guantes de goma con movimientos lentos y precisos. La goma de sus guantes era tan apretada que marcaba su lorza en los brazos, comprimiéndola con fuerza mientras deslizaba los guantes hasta quedar completamente ajustados. Sus pasos eran silenciosos, casi imperceptibles, mientras se deslizaba hacia el borde de la cama, observando cada uno de mis movimientos.

Al pie de la cama junto a mí, hizo un  movimiento inclinándose  para quitarse sus bragas por debajo de su camisón para hacerlas descender  por sus muslos y piernas hasta sacarlas por sus pies. Una bragas blancas sucias que había llevado los últimos días sin despojarse de ellas. Sonrió al ver el estado de sus bragas con manchas marrones de suciedad de su culo. Estaban justo como ella deseaba para sus intenciones.

Se  deslizó hacia el borde de la cama mientras agarró las esposas entre su guante  y sus bragas sucias en su otra mano enguantada.

De pronto, algo me despertó. Abrí los ojos y vi, entre sombras, cómo la tía Isabel se abalanzaba sobre mí. Se sentó con todo su peso en mi espalda, inmovilizándome, y antes de que pudiera reaccionar, me esposó las manos a la espalda con una rapidez sorprendente.

Su peso era voluminoso y me sentí completamente aplastado bajo ella. No podía moverme, ni girar la cabeza, ni siquiera levantar un brazo; su cuerpo era demasiado pesado para mí mientras permanecía sentada sobre mi espalda.

¿Qué estás haciendo? —me quejé, intentando moverme, pero las esposas ya me apretaban las muñecas con demasiada fuerza; me hacían mucho daño.

Intenté volver a quejarme, pero no pude. Rápidamente, la tía Isabel, sin dejarme un solo respiro, acercó sus bragas sucias  a mi boca y las introdujo con sus guantes hasta el fondo de la garganta.

La mordaza sabía fatal, a podrido, y me revolvió el estómago al instante. Me entraron unas náuseas terribles mientras trataba de respirar a través de aquella tela sucia con sabor  inmundo.

Empujó la mordaza con los dedos de  sus guantes y ya no pude ni gemir. Las bragas estaban tan profundas en mi boca que tocaban mi campanilla hasta la garganta ,  Agarró un rollo de cinta y comenzó a rodear mi boca y mi cabeza con movimientos rápidos y precisos, cada vuelta más firme que la anterior. El sonido del adhesivo rasgando el aire me helaba la sangre. Sentí cómo la cinta se pegaba a mi piel, cómo el aire se volvía más escaso; la sensación de asfixia crecía con cada vuelta.

Continuó moviéndose con una rapidez aterradora hasta envolverme la boca por completo en cinta pegajosa gris. Antes de que pudiera reaccionar, la tía Isabel me colocó un collar de animal alrededor del cuello, uno grueso, de cuero viejo, que olía a humedad y metal oxidado. Escuché el chasquido del cierre, seguido del sonido frío de un pequeño candado que unía el collar al barrote del cabecero. El clic final resonó como una sentencia. En apenas un minuto, estaba completamente inmovilizado, esposado, amordazado y encadenado como un perro, sin posibilidad alguna de moverme. Terminó atando mis pies con un manojo de cuerdas alrededor de mis tobillos.

Cada movimiento suyo estaba calculado, y pronto comprendí que no había forma de moverme ni de liberarme. La sensación de impotencia y control absoluto que emanaba de ella me envolvió por completo, y el miedo se convirtió en un peso físico que me aplastaba tanto como mi propia incapacidad para actuar.

La tía Isabel se relajó al comprobar que estaba completamente inmovilizado y amordazado. Su respiración se calmó, y una mueca de satisfacción se dibujó en su rostro. Yo, desesperado, intentaba moverme, liberarme o gritar, pero cada intento era inútil. Ella se sentó en una silla junto a la cama, observándome en silencio, con una calma perturbadora, como quien contempla el resultado perfecto de un trabajo bien hecho.

Me sentía completamente indefenso, atrapado en mi propia cama como un muñeco roto. Las esposas me hacían un daño insoportable, cada tirón me quemaba las muñecas, y el sabor nauseabundo de sus bragas sucias me llenaba la boca con un gusto a basura que me hacía querer vomitar. Apenas podía ladear la cabeza: el collar me lo impedía, rígido y frío, recordándome a cada segundo que no tenía escapatoria.

Fue entonces cuando la tía abuela Isabel me habló con aquella voz dura y temible que helaba la sangre:
—Te advertí que tu sonrisa se convertiría en llanto… eso es lo que te va a pasar ahora.
Sus palabras cayeron como una sentencia. Abrió su bolsa con calma y sacó una correa gruesa, de color marrón oscuro, un cinturón ancho de mujer, de esos que se usan como adorno en la cintura. La sostuvo entre sus manos enguantadas, y el simple roce del cuero bastó para hacerme contener la respiración.

Se colocó a mi lado y, con voz fría y sin matices, me dijo: «Te voy a romper el culo a correazos hasta que no te queden lágrimas». Aquellas palabras fueron un mazazo; la mezcla de amenaza y desprecio me dejó aterrado. Vi cómo apretaba el cinturón entre sus manos enguantadas, y su actitud no dejaba lugar a duda: hablaba en serio.

Me azotó con fuerza. Cada golpe hacía estallar un fuego sordo en mi piel; el cinturón ardía al impactar y el dolor se clavaba profundo, vibrando por todo el cuerpo. Quería gritar, soltar un quejido, cualquier cosa, pero no salía nada: la mordaza estaba tan metida que mi voz se ahogaba antes de nacer. Sentí cómo la vergüenza y el miedo se mezclaban con el dolor físico, un torbellino que me dejaba tambaleando en silencio, sin capacidad para pedir clemencia.

Me azotó una y otra vez. Al principio cada golpe me dejaba sin aliento; después, sin tiempo para recuperarme, volvía a golpear, como si contara una cuenta cruel. Cada azote era peor que el anterior: el dolor subía en oleadas, primero punzante, luego como un fuego que se extendía por la espalda y las nalgas, hasta hacerse terrible y constante. No había alivio entre un impacto y el siguiente; solo el eco del cinturón y el latido desbocado de mi corazón.

El terror se mezclaba con el dolor hasta volverse una cosa sola. Sentía que el mundo se estrechaba a la habitación, cualquier pensamiento que no fuese el dolor se disolvía. Mis piernas temblaban, los pulmones me ardían por la falta de aire y la mordaza ahogaba cualquier intento de quejarme. Cada golpe dejaba una estela de humillación y miedo que me consumía, y su calma fría al pegarme solo hacía que el dolor se sintiera aún más insoportable.

Finalmente, se detuvo y se sentó en la silla situada a un lado de la cama . Con un gesto calmado, tomó un paquete de cigarrillos de mi mesilla, abrió la ventana y comenzó a fumar mientras contemplaba la habitación. Yo, con gran dificultad, giré la cabeza apoyándome en el collar y la vi allí, completamente desnuda. Se había despojado de su camisón. Tan solo vestía con sus guantes de goma largos apretados a sus brazos y unas sandalias de tiras de piel cerradas en la hebilla de sujeción. Me fije más atentamente y observe su voluptuoso cuerpo, sus enormes pechos, su enorme abdomen, su rostro curtido que denotaba su edad y  un enorme coño peludo entre sus piernas abiertas sentada en la silla.

Su calma contrastaba con mi estado de agotamiento y miedo, y el humo que se escapaba de la ventana parecía envolver todo el cuarto en una atmósfera opresiva.

Mientras fumaba, la tía Isabel me habló con dureza y un deje de burla. Se rió de mí como quien contempla a un animal herido y dijo: «¿Te gustaría pedir ayuda a tu mamá? No vas a poder; me he asegurado de ello». Volvió a expulsar el humo con calma, y continuó, implacable: « Tu madre está en su habitación durmiendo, al final del pasillo, solo tienes que pedir ayuda y vendrá a salvarte… oh no puedes con mis bragas en la boca – . Continúo burlándose con un tono condescendiente y sarcástico.

«Ahora tu mamá soy yo. Me has faltado al respeto, me has insultado y desobedecido. Nadie te va a salvar. Voy a romperte el culo a correazos como te mereces , te lo prometo». Su voz no admitía réplica; era una sentencia que retumbó en la habitación mientras yo, indefenso, solo podía mirarla con miedo.

Terminó de fumar, llevó el cigarrillo a la piel de mi culo desnudo  y lo apagó con un gesto tranquilo y deliberado. El grito se hubiese escuchado en todo el vecindario sino fuese por su mordaza tan eficaz y opresiva que casi me atragantaba. Luego se levantó y se acercó a mí con paso lento; el humo aún flotaba en el aire. Al llegar junto a la cama se inclinó, miró mi rostro con una calma heladora y, sin prisa, apoyó las manos enguantadas sobre la colcha, como quien prepara el terreno antes de volver a actuar.

Agarró la correa con fuerza entre sus guantes y, antes de volver a golpearme, me dijo con voz fría: «Tenemos toda la noche por delante; nadie te va a escuchar». Levantó la correa y continuó azotándome. El dolor era insoportable, una llama que no dejaba de crecer; cada golpe me destrozaba un poco más por dentro. Si ella seguía pegándome con esa intensidad no aguantaría —lo supe con claridad entre silencios, mareos y el latido estridente en mis oídos—.

Lloraba y lloraba sin cesar, pero en silencio. Las lágrimas corrían por mi rostro, empapando la cinta que me cubría la boca, mientras mi cuerpo temblaba sin control. No podía emitir un solo sonido, ni un gemido. Sentía que en cualquier momento me quedaría sin lágrimas, vacío, reducido a puro dolor y miedo.

La azotaina se volvió interminable; el dolor se extendía por todo mi cuerpo, y mi trasero estaba completamente destrozado. Ella no paró hasta parecer satisfecha, su respiración era pesada y su cuerpo sudaba ligeramente por el esfuerzo. Finalmente volvió a sentarse en la silla, agarrando la correa con un guante y un cigarrillo en la otra mano, como quien contempla el resultado de un trabajo cumplido.

Me habló con un tono muy serio y pausado, cada palabra cargada de amenaza: «A partir de mañana vas a obedecerme en todo. Si me desobedeces o escucho una sola queja, tendré que volver a visitarte por la noche con la correa». Expulsó el humo lentamente, sin apartar los ojos de mí, y después se levantó para apagar el cigarrillo en mi culo de nuevo. El silencio que quedó tras ese gesto fue aún más aterrador que sus palabras. Dos terribles quemaduras sobre mi culo me provocaban un dolor inaudito sobre mi culo magullado.

Se acercó y, sin aviso, me agarró del pelo con el guante, tirando con una fuerza que sentí como si me arrancara las raíces. El tirón me hizo soltar un sollozo ahogado; las lágrimas brotaron otra vez mientras ella, sujetándome la cabeza hacia atrás, escupía en voz baja: «Vuelve a faltarme al respeto y la próxima vez será peor». La amenaza colgó en la habitación como un peso, y yo me quedé temblando, controlado por completo.

Finalmente, la tía Isabel se marchó de la habitación y me dejó encerrado. Apenas pude dormir aquella noche; el cuerpo me ardía de dolor, las esposas me apretaban con crueldad y la mordaza seguía impregnando mi boca con aquel sabor inmundo. En la habitación de invitados, ella se sentó en la cama y, sin quitarse los guantes, permaneció un largo rato inmóvil, respirando con calma. En su rostro se dibujaba una expresión de satisfacción extraña, serena, como si hubiera cumplido con algo que consideraba justo. Comenzó a tocar sus muslos con su guante de goma y fue subiendo hasta su enorme coño peludo introduciendo uno de sus dedos mientras continuaba recreando el momento vivido y satisfactorio para ella.

Si creen que aquella noche fue dura, la mañana siguiente fue igual y estuvo llena de sorpresas. Poco a poco empecé a verla de otra manera: ya no solo la temía, sino que la percibía como una figura poderosa, casi divina, cuyo control sobre mí me atraía y me horrorizaba a la vez. Su crueldad me fascinaba, y algo en mí despertó: quería comprenderla, seguir sus reglas, acercarme a ella aunque me aterrara. Fue el comienzo de nuestra relación: una dinámica de sumisión y devoción que no comprendía del todo  en aquel momento, y que contaré con detalle en el siguiente capítulo.

Para cualquier comentario pueden dirigirse a [email protected]

38 Lecturas/25 octubre, 2025/0 Comentarios/por scatgummi
Etiquetas: amigos, colegio, hermana, hijo, madre, mayor, padre, tia
Compartir esta entrada
  • Compartir en Facebook
  • Compartir en X
  • Share on X
  • Compartir en WhatsApp
  • Compartir por correo
Quizás te interese
INCESTO EN LA SELVA – PARTE 1
Aventura en un cumpleaños
Dos hermanitas y su padre
Cuando uno es niño y los demás son mayores
Le rompí el culo a mi mejor amiga mientras dormía
Omar y Dani
0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta Cancelar la respuesta

Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.

Buscar Relatos

Search Search

Categorías

  • Bisexual (1.274)
  • Dominación Hombres (3.805)
  • Dominación Mujeres (2.844)
  • Fantasías / Parodias (3.064)
  • Fetichismo (2.536)
  • Gays (21.542)
  • Heterosexual (7.819)
  • Incestos en Familia (17.539)
  • Infidelidad (4.330)
  • Intercambios / Trios (3.008)
  • Lesbiana (1.119)
  • Masturbacion Femenina (885)
  • Masturbacion Masculina (1.755)
  • Orgias (1.928)
  • Sado Bondage Hombre (433)
  • Sado Bondage Mujer (170)
  • Sexo con Madur@s (4.037)
  • Sexo Virtual (249)
  • Travestis / Transexuales (2.354)
  • Voyeur / Exhibicionismo (2.381)
  • Zoofilia Hombre (2.150)
  • Zoofilia Mujer (1.646)
© Copyright - Sexo Sin Tabues 3.0
  • Aviso Legal
  • Política de privacidad
  • Normas de la Comunidad
  • Contáctanos
Desplazarse hacia arriba Desplazarse hacia arriba Desplazarse hacia arriba