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Dominación Mujeres

La huida

El campamento dormía en silencio, apenas roto por el crujido del viento que hacía vibrar la lona de las tiendas. Pero no era un silencio limpio: se mezclaba con las respiraciones agitadas e irregulares que parecían nunca apagarse del todo. .

Horas antes, los monitores habían proyectado otra de esas películas porno que usaban como castigo y control, como si todo allí estuviera diseñado para convertirlos en cuerpos excitados y privados al mismo tiempo. Era un campamento para culear, y se notaba en cada jadeo reprimido, en cada roce furtivo bajo las mantas, en esa tensión que no encontraba salida.

 

Rocío apretó la cantimplora medio vacía contra el pecho como si fuese un talismán. Sentía todavía el eco de aquellas escenas brillando detrás de los párpados, mezclado con la rabia y la humedad entre sus piernas. Miguel le rozó la muñeca y ella entendió: era la hora.

Salieron sin ruido, descalzos primero para que la arena no traicionara el paso. El frío mordía con fuerza. El campamento quedaba atrás, con sus órdenes y sus vigilantes que repetían que el desierto era un espejo.

 

Miguel avanzaba unos pasos delante de ella. Era alto, morocho, de hombros anchos y cuerpo morrudo, era mayor que ella, tendría unos 16 años, con una presencia que imponía más miedo que simpatía. No era un chico fácil de querer, su ceño siempre parecía cargado de bronca, sus gestos bruscos. Y sin embargo, había algo en esa rudeza —en la forma en que no se doblegaba ni siquiera ante el hambre o el castigo— que mantenía a Rocío enganchada. Un poder oscuro, crudo, que la atraía como si el peligro mismo fuese parte del deseo.

Caminaron hasta que los pies dolieron como si cada grano de arena fuera un clavo. Cuando estuvieron seguros de que nadie los seguía, se dejaron caer en una hondonada oscura. Rocío respiraba entrecortada, los labios partidos, el cuerpo en tensión. Estaba exhausta, apenas podía sostenerse.

 

Miguel lo notó y la ayudó a recostarse sobre la arena tibia, acomodándole la cabeza con cuidado, como si en medio de tanta huida todavía pudiera ofrecerle un refugio. Al hacerlo, no pudo evitar mirar cómo la falda se había subido un poco, dejando ver la curva tensa de su culo, suave incluso bajo la suciedad y el cansancio. Esa visión lo atravesó como una descarga, recordándole que, más allá del miedo, el deseo también los acompañaba.

 

Se inclinó sobre ella, tan cerca que pudo sentir el calor de su aliento en el cuello.

—Ya no nos encontrarán —susurró él, con la respiración aún agitada.
—Eso espero —respondió ella, todavía temblando.

Lo miró en silencio unos segundos, con esa mezcla de miedo y hambre en los ojos. Su mano, que aún reposaba sobre su propio muslo, se deslizó hasta rozar el pantalón de Miguel.

 

—Qué rico… —murmuró, casi para sí misma, con una sonrisa ladeada que revelaba tanto deseo como desafío.

—¿Sabes qué quiero ahora? —dijo en voz baja, casi desafiante.

Él la observó sorprendido, sin responder. Rocío sonrió apenas, con un filo de malicia. Se inclinó hasta morderle el labio inferior, suave pero firme, y sus dedos ya estaban explorando la dureza que lo delataba.

—Quiero probar que de verdad estamos vivos —susurró contra su boca—. Y que eres mío… aquí, ahora.

 

Antes de que Miguel pudiera contestar, ella se acomodó encima de él, desnuda y con las piernas temblorosas, pero guiando con decisión, sin pedir permiso. Lo tomó con la mano y se lo llevó dentro, hundiéndose poco a poco mientras sus uñas se aferraban a su pecho. Su respiración era un temblor entre placer y desafío, y cada movimiento suyo parecía una declaración: estaba agotada, rota por la huida, pero todavía dueña de su deseo, de su cuerpo, de la forma en que lo cabalgaba.

El silencio fue más elocuente que cualquier promesa. Rocío buscó su rostro a tientas, las manos heladas encontrando su rostro. Lo besó con torpeza primero, después con urgencia. Miguel la rodeó con el cuerpo entero, aplastándola contra la arena, y ella se arqueó .

Las mantas ásperas que habían robado del campamento apenas cubrían sus hombros. La piel expuesta se erizaba, pero en medio del frío la excitación crecía más rápido que el miedo. Rocío sintió la verga de Miguel rozándole el vientre, y su cuerpo respondió con un escalofrío que no era de frío.

—Quiero olvidarme de todo —dijo ella, jadeando contra su boca.
—Entonces déjame entrar —respondió él, con un tono grave, cargado de necesidad.

Se arrancaron la ropa como si fueran enemigos del uniforme que les habían impuesto. Ella quedó desnuda bajo la manta, con los pezones endurecidos por el aire helado. Miguel la miró apenas con la luz de la luna y gruñó algo que no fue palabra, fue deseo en bruto. No se aguantó y la empezó a besar con hambre, cubriéndole la boca, el cuello, la piel caliente que se erizaba bajo sus labios.

 

Ella, entre los susurros, le devolvía el aliento, el gemido contenido que apenas se atrevía a soltar. Miguel le besó los pechos, succionando con violencia contenida, mientras su mano ya buscaba entre las piernas de Rocío, que se abría poco a poco, jadeando contra su oído como si el secreto de la huida se jugara en cada caricia.

 

Él se notaba ansioso, su cuerpo entero temblando de hambre, como si quisiera venirse sobre ella de inmediato, descargar toda la tensión de días de encierro en un solo movimiento brutal.

Ella se abrió, húmeda ya, no solo por el hambre de piel, sino por la rabia que llevaba acumulada. Pero al mismo tiempo, en su cabeza estaba la regla que siempre había sentido como propia: no quería que él se corriera de cualquier forma, no quería que se apartara a medio camino para acabar solo. Eso era suyo, pensó.

Le gustaban los hombres pacientes, los que sabían guardarse el clímax hasta que ella decidiera tomarlo, beberlo, disfrutarlo. Miguel tenía lo que a ella la enloquecía —una verga gruesa y pesada— y Rocío lo deseaba entero, hasta el final, sin atajos.

Con un gesto lento, lo empujó hacia atrás, obligándolo a recostarse bajo la manta. Lo miró fijo y le susurró:
—Quiero verte… quiero que me mires.

Se acarició primero los labios, luego bajó hasta rozarse el clítoris con dos dedos, despacio, mientras él obedecía y empezaba a masturbarse, jadeando bajo el resplandor de la luna. La tensión los envolvía: el peligro del campamento aún cerca, el silencio obligado, y sin embargo ahí estaban, desafiando todo.

 

Miguel mostraba sin pudor su verga ante ella, cada movimiento de su mano revelando la dureza completa de su verga. A Rocío se le hacía un plato servido frente a sus ojos, un manjar caliente y prohibido que quería saborear sin prisa, lamerlo como si fuera la única comida del mundo. El deseo le ardía en la boca, en el vientre, en la piel; no había miedo que pudiera competir con esas ganas de probarlo.

 

—No pares… —murmuró, acercandole la mano a miguel a su vagina.

Los dedos de Miguel entraron primero, fuertes, rítmicos. Rocío mordió su hombro para no gritar. La arena se le pegaba a la espalda, la manta resbalaba, pero nada importaba más que esa presión que crecía en su vientre. Cuando él la penetró, lo hizo de golpe, hundiéndose en ella como si quisiera borrar todo rastro del campamento.

Los gemidos de Rocío se mezclaron con el viento. Miguel la embistió con fuerza, sujetando sus caderas para que no se escapara. Rocío lo arañaba, lo mordía, le suplicaba que siguiera.

—Más… más fuerte… —pedía entre jadeos.

El orgasmo llegó como un estallido que le recorrió todo el cuerpo. Gritó sin miedo, con la garganta abierta, dejando que su placer resonara en la noche del desierto. Miguel la siguió poco después, descargando dentro de ella su semen con un gemido ahogado, enterrando el rostro en su cuello. Recuperaron el aliento, pegados todavía, sudorosos, latiendo como si hubieran corrido una batalla. Luego se levantaron, torpes al principio, y ella lo hizo con las piernas aún temblorosas, sintiendo el semen espeso escurriéndole entre los muslos y sonrió, con una mezcla de alivio y desafío. Deslizó la mano hacia abajo, entre sus piernas, y se untó los dedos con el rastro espeso que aún goteaba de ella.

—Mira lo que me hiciste… —susurró con una media sonrisa, llevándose los dedos a la boca para chuparlos lentamente, como si saboreara un premio secreto.

Miguel la observaba, aún jadeante, con los ojos oscuros y brillantes. Ella volvió a pasar la mano por sus muslos húmedos, jugando con la mezcla caliente, acariciándose mientras lo miraba con descaro.

 

—Es mío —dijo con voz ronca—. Y no pienso desperdiciar ni una gota.

—Ahora sí —dijo, acariciándole el cabello con la voz rota de cansancio—. Ahora somos libres.

 

Ella lo apretó contra su pecho, sintiendo la humedad espesa que corría entre sus piernas.
—Se siente bien serlo —contestó en un susurro ardiente, apretándolo aún más contra sí, como si no quisiera dejar escapar ni su cuerpo ni el rastro caliente que había dejado en ella.

 

Caminaron hasta que la arena cedió en grava y la grava en asfalto caliente. La carretera se abría infinita, un hilo negro bajo el sol que quemaba sin misericordia. Rocío tenía los labios cuarteados; Miguel, los ojos rojos de no dormir.

Un camión viejo se detuvo con un chirrido. El conductor, un hombre enorme con sombrero sudado, bajó la ventanilla y los miró con desconfianza. Sus ojos se detuvieron en Rocío: una chica de estatura media, delgada, la piel muy blanca que contrastaba con el polvo del camino, el cabello negro con mechones morados deslavados que hablaban de un tinte hecho hacía tiempo. Había algo en ella —en la curva de la mandíbula, en la forma en que sostenía la mirada— que la hacía linda, distinta, como si no perteneciera a ese desierto.

—¿Adónde van? —preguntó, todavía evaluándola.

Miguel se adelantó, firme, interponiéndose un poco entre la mirada del hombre y ella. Respondió con media verdad:

—Al sur, lo que se pueda.

 

El hombre miró su reloj, luego volvió a mirarlos con un gesto entre desconfianza y curiosidad. Finalmente, asintió en silencio.

El hombre no insistió. Les abrió la puerta y subieron a la parte trasera, donde cajas de madera y bidones de gasolina formaban un laberinto improvisado. Allí, el ruido del motor cubría todo. Rocío se dejó caer entre dos cajas, exhausta. Miguel se sentó a su lado, la rodilla rozándole el muslo. No hablaron. No lo necesitaban. El roce fue suficiente.

 

Ella se inclinó lentamente, recostándose sobre su abdomen como si buscara calor. Miguel bajó la mano con decisión, metiéndola bajo la tela áspera de la falda hasta tocarle directamente la piel desnuda de la cola. Rocío contuvo un jadeo, mordiendo su propio labio para que el ruido del motor fuera su única cobertura. Esa caricia era peligrosa, prohibida, pero la proximidad del conductor al otro lado de la cabina solo hacía que el pulso se le acelerara más.

El vaivén del camión los empujaba uno contra otro. Rocío acercó más la cabeza al pene de Miguel, y sus dedos, apenas, se deslizaron sobre su muslo. Él se tensó. La miró de reojo. Ella no retiró la mano. Al contrario: la movió un poco más arriba, hasta sentir la dureza creciente bajo su pantalón.

Miguel apretó la nalga de ella. Ella le sostuvo la verga, seria, sin una palabra. En ese silencio, la orden fue clara: quiero seguir.

El camión traqueteaba, el olor a gasolina se mezclaba con el sudor. Rocío deslizó la cremallera del pantalón de Miguel y sacó su verga palpitante. El silencio era total: ni un gemido, ni un suspiro. Ella lo masturbaba lentamente, con la otra mano cubriendo la punta de su propio coño bajo la manta que los tapaba.

Miguel cerró los ojos, mordió su labio inferior para no gemir. El placer lo quemaba, y al mismo tiempo, el riesgo lo excitaba más. Rocío bajó la cabeza y lo tomó en la boca, húmeda, profunda, tragando cada embestida contenida. El motor rugía, el camión saltaba sobre los baches, y ella succionaba con precisión.

Cuando él estuvo a punto de correrse, la apartó con violencia, llevándola contra las cajas. Le levantó la falda de tela áspera y la penetró de un solo movimiento, cubriéndole la boca con la mano para que no gritara.

Follaron en silencio, apenas el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, apenas el crujido de la madera bajo sus rodillas. Rocío lo arañaba en la espalda, mordía la palma que la callaba, pero no hizo ruido. Cuando el orgasmo la sacudió, fue todo dentro de ella.

Miguel acabó segundos después, enterrado hasta el fondo, sudando, jadeando sin voz. Se quedaron pegados, con la respiración acelerada, mientras el camión seguía su camino. Seguían respirando con agitación cuando ambos se miraron de cerca, casi sin palabras, compartiendo ese temblor que aún los recorría por dentro. Rocío sentía su pecho subir y bajar contra el de él, cada exhalación como un recordatorio de que seguían vivos, que seguían huyendo, pero juntos.

Al bajar horas después en una gasolinera perdida, Rocío caminó con las piernas todavía húmedas, la ropa mal acomodada, la sonrisa apenas marcada en la comisura. Miguel la siguió, sin tocarla, pero con esa mirada que decía más que cualquier palabra: lo hicimos, y lo haremos de nuevo.

12 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Ericl
Etiquetas: chica, chico, culo, mayor, orgasmo, semen, vagina, verga
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