LA PENITENCIA DE LA MONJA VICIOSA
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Maduritaseconfiesa.
Una de las hermanas del convento se dispone a confesarse en el despacho del sacerdote. Se acerca al cura, se pone de rodillas junto a la butaca en que está sentado, humilla su cabeza y, mirando al suelo, empieza a confesarse:
– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida. –dice el sacerdote, casi con aburrimiento por protocolo, mientras se coloca bien la sotana y apoya la cabeza en una mano.
– Padre, confieso haber pecado de pensamiento, palabra y obra.
– Está bien, hija mía. ¿De qué te confiesas?
– Padre, por las noches, cuando estoy meditando en mi celda… en fin, pensamientos impuros asaltan mi mente y…
– ¿Qué tipo de pensamientos, hija mía?
– Pues cosas como… que me toco los pechos y me derrito de placer, que no llevo ropa interior bajo el hábito y mis piernas se mojan con mis fluidos… Me veo a mí misma desnuda por completo sobre la cama de mi celda, con el cuerpo retorciéndose de puro gusto, con mi mano introduciéndose entre mis piernas, los ojos cerrados, mordiéndome los labios para no gritar, mientras con mi otra mano pellizco mis pezones con suavidad…
Habla despacio, paladeando las sensaciones que recrea. La excitación de la monjita es más evidente a cada palabra que dice. Sigue con la cabeza baja, mirando al suelo, pero sus ojos botan de un lugar a otro, viendo imágenes que la excitan a pesar de no estar ahí. Se mantiene humillada, de rodillas con las manos abiertas sobre los muslos. El sacerdote ha retirado su cabeza de su mano y la mira directamente mientras ella habla; no puede creer que esa sierva del señor sea tan guarr… perdón, haya sido tentada de esa manera. Siente un calor súbito, se recoloca la sotana y empieza a interrogar a la monjita:
– Perdona que te interrumpa, hija mía, pero debo hacerte una pregunta –la monjita se inquieta; el sacerdote la acaba de sacar del trance en que había entrado cuando empezaba a disfrutar de nuevo de esos pensamientos -. ¿Has llegado a tocarte de esa manera en realidad, no con el pensamiento?
– No, Padre, lo juro –responde inmediatamente sin levantar la vista del suelo-. Tal vez… Bueno, tal vez haya introducido el crucifijo por dentro de la túnica para sentir cómo se mueve sobre mi pecho mientras camino y…
– Sí, hija mía, continua.
– A lo mejor, algún día, he realizado mis tareas en el jardín sin llevar ropa interior bajo el hábito, sintiendo como algunas ramas de algunas plantas se colaban bajo la tela, dejando que el aire húmedo, que se crea después de regar la tierra, subiera por mis piernas y sintiéndolo incluso en mi vientre –nuestra hermana ha empezado a acariciar con las yemas de los dedos sus muslos de forma casi imperceptible, manteniendo las manos abiertas, como si intentase subir la tela poco a poco -. También cuando me arrodillo sobre la tierra para quitar las malas yerbas, me remango el hábito un poco más de la cuenta, y entonces sí que siento en mis nalgas el frío que emana de la tierra… En esas ocasiones también suelo abrir un poco las rodillas para sentir ese frío un poco más hacia delante, ¿entiende Padre?
– No, no lo acabo de entender. Muéstrame cómo lo haces –dice el cura.
La monja se levanta del suelo sin levantar la mirada, se pone de pie de espaldas al sacerdote, se agacha y empieza a enrollar los bajos del hábito, doblándolo hacia dentro de vez en cuando para que no se suelte. El cura la mira con atención mientras se vuelve a recolocar la sotana. Ella sigue y sigue con esa operación hasta dejar a la vista todas sus piernas, ocultando el hábito enrollado únicamente sus nalgas. Entonces la monjita aún de espaldas al sacerdote se pone de rodillas dejándolas un poco separadas, inclina el cuerpo y empieza a arrancar unas imaginarias malas yerbas del suelo de la rectoría. El cura la observa con detenimiento, ve como cada vez que la monjita se agacha a “recoger una hierba”, asoma entre sus piernas la negrura del vello que apenas le salpica los labios de la vulva y la blancura un tanto rosácea de esos labios. Inconscientemente una mano va a apoyarse sobre el bulto que está creciendo sobre su vientre y lo empieza a frotar despacio por encima de la sotana. Hasta que la monjita pregunta:
– ¿Lo entiende ahora, Padre? –pregunta la monja volviendo su cabeza para mirar al sacerdote.
– ¡Ejm! Sí, ahora lo entiendo hija –dice el cura nervioso, volviendo a recolocarse la sotana -. Pero, criatura, sospecho que tanta perversión… Creo que estás siendo tentada por el demonio de forma interna, hija mía.
– ¿Cómo? –pregunta la hermana.
– Creo que hay un demonio dentro de ti que te impulsa a cometer estos pecados.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Padre, ayúdeme, se lo suplico! –dice la monja mientras se acerca de rodillas al cura, toma el bajo de su sotana y lo besa con fervor repetidamente.
– Bueno, no te alarmes –dice el cura dándole unos golpecitos tranquilizadores sobre la cofia. Primero debo comprobar que estoy en lo cierto –dándole la mano para ayudarla a incorporarse y guiándola hacia el centro de la estancia-. Agacha la cabeza, hija mía; no conviene que el maligno sienta que lo desafías.
El cura empieza a caminar alrededor de la mujer con las manos cogidas a su espalda, sin preocuparse por el bulto incipiente en su sotana, observándola de arriba a abajo detenidamente. Se detiene frente a la religiosa. Ésta sigue de pie con las manos caídas a los lados, con la cabeza humillada, disimulando su nerviosismo con todo menos con sus ojos, que intentan seguir de reojo los movimientos del Padre. Éste levanta sus manos sin más aviso y empieza a sobar los pechos de la monja por encima de la túnica; los sopesa, los aprieta, los estruja, los pellizca… La hermana procura no reaccionar pero no puede evitar un respingo y un sonrojo. Siente sus pezones endurecerse al instante. El cura al notarlo los frota insistentemente mientras dice:
– Esto es muy mala señal.
Alarga una mano bajo el hábito recogido y la mete entre las piernas de la mujer, sintiendo su sexo húmedo y peludo. Con cuatro dedos apoyados en el extremo del muslo interno, levanta el pulgar, metiéndolo sin dificultad entre los labios mayores, y lo arrastra de adelante hacia atrás una y otra vez, repartiendo el flujo lubricante por toda la hendidura. Lo sube un poco, hasta notar la protuberancia del clítoris, lo frota un poco más. Sube otro poco ese pulgar y lo mete entre los labios menores que cubren el orificio de su vagina. Una vez dentro lo sigue moviendo, dejando que más fluido aún resbale por las paredes de los labios y por su mano.
La monja procura contener su tremenda excitación. Mantiene la cabeza agachada, estira su mirada hacia los extremos de sus párpados, buscando la visión del padre que sigue a lo suyo, intenta mantener el ritmo respiratorio abriendo cada vez más la boca para aumentar la cantidad de aire en cada bocanada, reprimiendo los gemidos que surgirían de su garganta en cada movimiento del cura… Lo que no puede evitar es el sonrojo en su cara, la piel de gallina, el temblor de placer, excitación y nerviosismo que sacude por momentos su cuerpo.
– Muy mala señal… –repite el sacerdote en un susurro, haciendo su voz cada vez más grave.
Saca su mano empapada de entre las piernas de la monja, la mira, se la limpia en la túnica de la religiosa sobre sus pechos y se coloca a su espalda. La pobre hermana no sabe hacia dónde mirar sin levantar la cabeza, buscando al sacerdote que ya no está a la vista. Siente cómo el cura le aparta el velo que lleva sujeto a la cofia y cómo empieza a desabrocharle el lazo del escapulario y los botones de la túnica. El Padre le quita el escapulario por la cabeza, dejándole la cofia y el velo bien colocados, y sigue desabrochando la túnica. Toda su espalda hasta las nalgas queda al descubierto. Ella sigue quieta, con los brazos a los lados y la cabeza agachada. El cura desliza la tela hacia abajo rozando sus brazos. Poco hace falta para que caiga toda la vestidura de un golpe hasta los pies. Queda la monjita absolutamente desnuda en el centro de la habitación. El sacerdote le palpa también las nalgas, tensando la piel alrededor de su ano y la piel de sus labios, que resbalan entre sí a cada bombeo de los dedos. La monja tiembla ya sin poder controlarlo.
El Padre va a colocarse de nuevo frente a la monja; la imagen no puede resultarle más excitante. Desnuda con la piel blanca, los pezones granate y arrugados, erectos al límite, la primera curva de sus muslos mojada y brillante, el vello púbico haciendo pequeños tirabuzones de pura humedad, la piel de todo el cuerpo erizada y temblorosa, moviéndose intensamente en cada respiración… la cabeza agachada cubierta con la cofia y el velo. Su erección es evidente pero no le importa; sigue paseándose alrededor de la mujer sin pudor alguno. Coge las muñecas de la monja y las lleva hacia los lados, haciendo que queden estirados hacia los lados en cruz. Vuelve a sopesar los pechos de la monja ahora desnudos, a jugar con sus pezones, a acariciarlos y pellizcarlos de forma insistente. La monja absolutamente inmóvil excepto por su agitada respiración.
– Separa las piernas, hija mía. Aparta el hábito y ponte en cruz de nuevo con las piernas bien separadas.
Ella lo hace al instante y adopta la postura solicitada. El cura se acerca de nuevo pero esta vez le penetra la vagina sin miramiento con tres dedos y empieza a moverlos dentro dando pequeños golpecitos en las paredes chorreantes. La hermana empieza a respirar cada vez más rápido. Mantiene ese movimiento de los dedos un rato, hasta ella empieza a dar signos de tener un intenso orgasmo; le tiemblan los músculos, la respiración se descontrola, reprime gemidos a duras penas, escapándose alguno en el momento del clímax, la postura es imposible de mantener, pero ella voluntariosa la retoma a cada momento y finalmente inunda la mano del padre mientras se le doblan ligeramente las rodillas y los codos.
– Muy, muy mala señal.
Se seca la mano sobre el vientre de ella. Mientras ella va recuperando el ritmo de respiración y la tensión de los músculos. Ella sigue imperturbable con la cabeza humillada en aquella postura. El cura le levanta la barbilla y ella baja la mirada para seguir humillada aún con la cabeza erguida. Él le mete un dedo en la boca; ella cierra los labios alrededor mientras él lo mueve hacia adentro y hacia afuera. Él mete otro dedo en la boca de la monja. Ella sigue con los labios apretados alrededor de los dedos sintiendo como la saliva empieza a resbalarle fuera de los límites de sus comisuras. Él mete tres dedos ahora. A ella le cuesta trabajo cerrar los labios alrededor de tal cantidad. Tienen una nausea que controla, pero que provoca una pequeña lágrima que resbala del ojo izquierdo por su mejilla.
– Ahora sí que estoy seguro, hija mía. Tienes el maligno dentro de tu cuerpo. Pero no te preocupes, hay métodos para expulsarlo…
Con un toque de su mano en cada antebrazo le indica a la monja que baje los brazos, la coge de la muñeca y la lleva hacia la butaca del principio.
– De rodillas.
Ella obedece al instante, quedando postrada a los pies del sacerdote que se acomoda en la butaca mientras se levanta la sotana y desabrocha su pantalón. Él le levanta la barbilla semicubierta con la cofia. Ella ahora mira desde su posición hacia arriba a la cara del cura.
– No me mires, baja la mirada, no queremos que el maligno esté alertado de mi presencia –le dice mientras se saca el miembro enhiesto y empuja la nuca de la hermana hacia él, introduciéndolo despacio en la boca de ella –Primero debemos localizarlo exactamente…–iniciando la cadencia lenta de penetración oral empujando intermitentemente la nuca de la monja– Así lo tendremos arrinconado cuando lance mi exorcismo. Esto me ayudará a localizarlo. Tranquila.
Sigue empujando la cabeza de la hermana insistentemente, follándole la boca al ritmo que desea, metiéndole la verga hasta donde quiere, sin que la hermana ofrezca ninguna resistencia a pesar de tener nauseas cada poco y tener que contener la respiración a cada momento. Ella debe apoyar las manos en la butaca para acompañar el movimiento que le marca el sacerdote, mientras el velo de la cofia se mueve como llevado por el viento en cada embestida. Las lágrimas le recorren las mejillas, la saliva le resbala por la barbilla pero ni un gemido de protesta surge de su garganta ocupada en tragar. Cuando llevan así un rato el sacerdote la detiene cogiéndole otra vez por la barbilla.
– Creo que no está aquí escondido. Probaremos otra cosa.
Le coge la mano ayudándola a ponerse en pie, mientras él también se levanta. La coge de las manos y se las coloca en los reposa-brazos de la butaca, quedando ella con las piernas estiradas y la espalda reclinada hacia delante. El sacerdote se dirige a su espalda y sin previo aviso le hunde el miembro en su vagina resbaladiza. Un gemido de sorpresa y placer surge de los pulmones de ella.
– Ssssst! Silencio!
Ya está follándosela, hasta el fondo y con fuerza, con embestidas que desplazan toda la carne de ella a pesar de sus intentos por mantener la postura que le han indicado. El sacerdote empieza a jadear de forma evidente cuando la retiene asiéndola por las caderas apretándole los dedos contra los huesos. Ella sigue intentando bajar la mirada mientras empieza a sentir que otro orgasmo está llegando. Él sigue y sigue, con cadencia cada vez más rápida. Ella se deshace en puro líquido doblando un poco las rodillas y aguantando la respiración para conseguir no hacer ruido.
El cura saca su verga empapada de la vagina de la monja y empieza a frotarla sobre el ano de la misma. La monja gira la cabeza involuntariamente pero de seguida retoma su postura y su mirada baja. Sin embargo no puede evitar decir en voz baja:
– Pero, Padre…
– Shshshsh. Está bien, habla, pero en voz muy baja, para no alertar al demonio –masajeándole ahora con el pulgar repartiendo su flujo sobre el esfínter.
– Padre, ¿cree usted que puede esconderse ahí? –mientras siente la introducción de ese dedo sin ningún escrúpulo por parte del cura.
– ¡Ah, hija mía! Tú eres inocente y desconoces los ardides del maligno –mientras empieza a mover el dedo entrando y saliendo de su culo-. Sigue confiando. Sigue así.
Emboca su verga mojada y la introduce despacio, muy despacio mientras susurra despacio “Silencio” a la espalda de la monjita. Una vez hundida hasta el abdomen empieza a recitar:
Regna terrae, cantate Deo,
psallite Domino, Tribuite virtutem Deo.
Exorcizamus te, omnis immundus spiritus,
omnis satanica potestas, omnis incursio infernalis adversarii,
omnis legio, omnis congregatio et secta diabólica(…)
Dando dos embestidas en cada verso… Tres… Incontables… La monja apenas puede mantener las piernas estiradas, aprieta los párpados y contiene con la respiración sus gritos de dolor y placer unidos.
(…)
Dominicos sanctae ecclesiae te rogamus audi nos.
Terribilis Deus de sanctuario suo Deus Israhel ipse.
Deus Israhel ipse. dabit virtutem,
et fortitudinem plebi suae, benedictus Deus.
Gloria Patri.
El sacerdote eyacula profusamente en el recto de la monja, y antes de sacar el miembro de su interior, le advierte:
– Debes intentar contener mi bendición en tu interior el máximo tiempo posible, sino todo lo que hemos hecho no habrá servido de nada.
Saca su verga cuando ya empieza a relajarse, arrastrando en el recorrido una inmensa gota de semen que empieza a resbalar por la nalga y la pierna de la monja. Ella exclama desesperada:
– ¡Ay! Lo siento mucho, Padre.
– ¡Oh! ¡Hija mía, pero qué poca es la fuerza de tu fe! –Mientras la mira con reprobación y limpia su verga con un pañuelo-. Está bien, todo tiene remedio. Ven mañana a la misma hora. Avisaré al Padre Damián para que venga a ayudarme.
– ¿Lo consideráis necesario, Padre?
– Está visto que yo sólo no voy a poder aniquilar a ese Diablo. El Padre Damián está versado en estos temas. Ahora ve a meditar a tu celda.
La monjita recoge su hábito, se lo abrocha someramente y sale de la estancia con una reverencia. El cura coge el teléfono, marca y dice:
– ¡Dami! No te lo vas a creer… Jajajajaja
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A mí esta fantasía me resulta muy útil. Espero que sea útil para alguien más…
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