La Promesa de Beckett – Capítulo 1 – Isla de noche
Nadie escuchó nada..
Ni los vecinos, ni el perro de al lado, ni siquiera Isla, que estaba despierta pero en silencio, con la manta hasta el cuello y los ojos abiertos como platos.
El grito no fue de horror. Fue un suspiro ahogado, como si Lía hubiese querido llamar a su hermana, pero la voz se le hubiera quedado atascada entre los dientes.
La casa estaba vieja, enferma de humedad. Cada noche los muros parecían expandirse y contraerse con su propia respiración. Isla, desde su cama, conocía cada crujido: el del ropero que se quejaba a las 2:07, el de la nevera cuando el motor se apagaba, el de los escalones viejos que sonaban incluso sin nadie pisarlos.
Esa noche algo no encajaba.
Lía tenía 12 años. Isla, también. Eran gemelas, pero no idénticas. Lía tenía la risa fácil, las uñas mordidas, y un lunar cerca del ojo derecho que a Isla le gustaba tocar cuando jugaban a ser otras personas. Isla era callada, más alta, de mirada hundida. A pesar de su corta edad ambas se habían desarrollado ya, lo que había repercutido en la pronunciación de unos pequeños senos y en el nacimiento de vello púbico en sus vaginas. Isla Había empezado a hablar tarde, pero cuando lo hizo, su madre dijo que parecía tener palabras en reserva, como si hubiese estado aprendiendo en secreto mientras todos creían que no entendía nada.
Aquella noche, Lía había bajado por agua. Isla no quería moverse. Había tenido otra de sus pesadillas: la sombra en la escalera, los dedos largos, los ojos como espejos vacíos.
—Ve tú —le había susurrado Lía, fastidiada pero sin pelear. Lía nunca peleaba con ella.
Isla se quedó en la cama, abrazada al peluche sin nombre que había sido de su abuela. Sabía que Lía no encendía las luces por miedo a despertar a mamá. Sabía que contaba los escalones en voz baja mientras bajaba. Sabía que no iba a tardar.
Pero pasaron más de cinco minutos. Luego seis. Luego ocho.
Entonces lo oyó.
Un golpe sordo. Como un saco pesado cayendo contra el mármol. Después, nada.
Isla se incorporó, se asustó cuando le pareció ver una figura en el pequeño espació que había dejado la puerta entrecerrada de su habitación, pero no gritó. No fue hasta la mañana siguiente, cuando su madre bajó corriendo las escaleras con los rulos aún puestos y un chillido que partió el domingo en dos, que alguien más descubrió lo que Isla ya sabía.
Lía estaba al pie de las escaleras. Boca abajo. Cuello en un ángulo que no parecía humano. Había sangre. No mucha. Lo suficiente para manchar la muñeca rota que aún apretaba en la mano.
Isla bajó en silencio. Caminó entre adultos que no la miraban. Se quedó parada junto al cuerpo de su hermana y no dijo nada durante horas.
No lloró.
No habló.
Hasta que llegó el detective Beckett.
•
—¿Tú la viste caer, Isla?
Beckett era joven entonces. No del todo nuevo, pero todavía con la voz cálida, sin la dureza de quien lleva demasiado tiempo rodeado de muerte. Se había agachado para estar a su altura, lo que nadie más había hecho.
Isla lo miró. Tenía las pupilas dilatadas. Ojeras profundas. El labio inferior apenas temblaba.
—No.
—¿Escuchaste algo? ¿Un ruido? ¿Un grito?
—No.—Ella bajó la mirada, como si tuviera que recordar. Luego alzó los ojos de nuevo, fijos, como si viera algo detrás de él.
—Vi a alguien afuera de mi habitación.
Beckett frunció el ceño.
—¿A quién?
Isla tardó mucho en responder. Cuando lo hizo, fue casi un susurro:
—Un hombre. O algo así. No tenía cara.
—¿No tenía cara?
—Era… como sombra. Pero con ojos. O.… espejos. No sé. No era un sueño. Estaba ahí.
Beckett anotó algo. Isla lo observó sin moverse.
—¿Y viste a dónde fue?
Ella negó con la cabeza.
Silencio. Beckett dejó de escribir.
—¿Tú crees que eso mató a tu hermana?
Isla asintió. No con miedo. Con una convicción absoluta. Casi con rabia.
—Fue él. El que la empujó. El que vino por ella.
Beckett guardó su libreta. Le revolvió el cabello, sin pensar.
—No te preocupes, Isla. Lo voy a encontrar. Te lo prometo.
Beckett no supo por qué lo dijo. Tal vez porque le dio vergüenza verla tan callada, tan seria, tan entera para una niña que acababa de perder a su hermana. Tal vez porque creyó que las palabras aún tenían algún tipo de valor. O tal vez porque, por un segundo, sintió que le debía algo a esa mirada. No al caso. A ella.
La niña asintió, como si no creyera nada. Y Beckett se marchó.
Siete años después, Isla estaba sentada frente a él, esposada a una mesa metálica, con la misma expresión que aquella mañana:
callada, seria, había desarrollado unos enormes senos naturales que acentuaba con escotes prominentes.
—Isla Rivas —leyó Beckett, aunque no era necesario. Sabía quién era. Lo había sabido en cuanto la vio entrar al cuarto de interrogatorios.
La lámpara oscilaba levemente sobre la mesa. El espejo de doble vista devolvía una sombra distorsionada de ambos. Isla tenía 19 ahora, pero algo en su rostro seguía atrapado en los doce. Tal vez los ojos. Tal vez la forma de estar en el mundo como si no perteneciera a él.
Él dejó caer el expediente sobre la mesa.
Beckett hojea el expediente. Isla, por su parte, examinaba en silencio el reflejo distorsionado de ambos en el espejo de doble vista, como si buscara allí una versión diferente de sí misma.
—¿Quieres contarme qué hacías en el apartamento de Gregory Muñoz a las seis de la mañana?
Isla no respondió. Miraba un punto invisible entre sus manos esposadas. Sus uñas estaban cortas, limpias. Sin barniz. Llevaba una camiseta gris con cuello en V que obligaba a Becket a mirar, estaba manchada de lo que parecía ser sangre seca y tierra.
Beckett suspiró. Sacó una grabadora antigua y la encendió. El zumbido del casete girando era casi hipnótico.
—¿Mataste a ese hombre, Isla?
Nada. Ni una reacción. Pero cuando la lámpara dejó de balancearse, ella habló:
—Fue él.
Beckett parpadeó. No porque no esperara algo extraño, sino porque la forma en que lo dijo le erizó la nuca. Como si él ya supiera a qué se refería. Como si estuviera hablando del pasado. De aquel pasado. Beckett se frotó los ojos. La noche anterior no había dormido. Tenía el cuello tenso y la conciencia aún más.
Iba a responder cuando la puerta del cuarto se abrió de golpe.
Un joven agente, sudoroso, con el uniforme desabrochado, se asomó con un vaso de café en la mano.
—¡Oh… lo siento! Es que… —Trato de decirle al capitán que ya estaba libre, pero no sabía que usted estaba aquí, detective.
Beckett lo miró con los ojos entrecerrados.
Isla no se movió, pero su mirada se clavó en el agente como una daga fría.
Él tragó saliva, incómodo.
—Buenos días, preciosa… —añadió, tratando de sonar gracioso.
Beckett se incorporó de inmediato.
—Fuera. Ahora. Isla giró lentamente el rostro hacia él. El joven sonrió mirando las tetas de Isla, incómodo. Su tono fue ligero, casi burlón, como si hablara con alguien que no podía hacerle daño.
Isla lo miró, fría. El joven dio un paso más.
Beckett se levantó de golpe.
—¡Sal de aquí! —le ordenó, sin miramientos.
Beckett sintió una punzada en el estómago. Isla no respondió, solo lo miró. Pero esa mirada. Esa mirada era puro invierno. El joven retrocedió una fracción, dudando.
—Sí, sí, claro.
La puerta se cerró.
Beckett se inclinó hacia ella.
—¿Ese hombre, Gregory… lo conocías?
—No —dijo Isla.
Luego, tras una pausa:
—Pero lo había visto antes. Cuando tenía doce. Afuera de mi habitación.
Los mismos ojos.
El mismo olor.
La misma sonrisa.
Beckett tragó saliva. El pasillo. El cuerpo. El informe. Todo volvía.
—Isla… eso fue un accidente. Tu hermana…
—¿Tú también vas a decirme eso?
Lo dijo sin levantar la voz, pero fue como si le arrojara algo afilado al pecho. Beckett se quedó en silencio. Isla lo miró con una mezcla de lástima y rabia que no pertenecía a alguien de su edad. Era otra cosa. Como si hubiese estado creciendo dentro de una jaula con los barrotes hechos de recuerdos y nadie hubiese notado cuándo dejó de ser una niña.
—Me hiciste una promesa —dijo, con voz baja.
—Lo sé.
—Y la rompiste.
Beckett quiso hablar, pero la culpa no tiene idioma.
Solo tiene peso.
Beckett se inclinó sobre la mesa.
La grabadora aún giraba, pero ya no estaba escuchando lo que decía.
—Mírame, Isla.
Ella no reaccionó. Seguía mirando ese punto invisible entre sus manos.
—Cuénteme—dijo, con la voz más baja, más humana.
Sonó como un ruego.
Isla lo miró.
Lenta. Casi con lástima.
La conversación llega a un punto muerto… y ella se endereza lentamente en la silla, adoptando una postura sugerente, manteniendo el contacto visual, saca su pecho, provocando intencionalmente a Beckett.
Isla ladeó la cabeza. Luego, sin apartar la mirada de Beckett, empezó a moverse.
Se inclinó levemente. Sus grandes tetas se aprisionaban contra la mesa. Lo suficiente para incomodarlo.
No era deseo.
Era poder.
Isla quería excitarlo.
Beckett no retrocedió, de hecho se acercó, mirándola con la lujuria que ella estaba buscando.
—¿Me vas a coger o no? Aprovecha.
Beckett, excitado, se acerca más a ella
—Haber putita, chupa… Abre la boca y mámamela toda
Isla, atendiendo el llamado y de forma muy sugerente y coqueta abrió la boca y espero, al tiempo que Beckett deslizaba su cremallera y liberaba una verga a medio erección. Beckett introduce su verga en la boca de Isla que, en ningún momento, deja de mirarlo a los ojos directamente.
—Te está gustando, perrita.
Beckett había apagado la grabadora.
Llevaban más de media hora solos.
El aire se sentía espeso. El espejo de doble vista los devolvía distorsionados, como si ya fueran otros.
Isla no hablaba. Tampoco chupaba, solo se dejaba usar por Beckett.
Y lo miraba.
Fija. Lenta. Incómodamente viva.
Beckett tragó saliva.
Se sentía cada vez más y más caliente, tanto que el cuello de la camisa parecía cerrarse sobre su garganta como una soga húmeda.
No era deseo. No solo.
Era vergüenza. Culpa. Furia.
—Perra… —empezó, con voz baja—. Se lo que buscas.
Ella no respondió. Lentamente intentaba abarcar más de la verga de Beckett en su boca, aún esposada a la mesa.
Y entonces, sin previo aviso, se la metió completa.
No bruscamente. No como una provocación evidente.
Era un balanceo mínimo. Una danza de jaula. Un vaivén contenido que empezaba en su cuello y se extendía a su cabeza.
Beckett la miró.
No pudo evitarlo.
Era como si la boca de ella hablara un idioma antiguo. Uno que él no debía entender.
Y sin embargo, lo entendía.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó. Pero su voz ya no sonaba como la de un detective.
Isla ladeó la cabeza. Una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, con la verga en su interior.
Y ahora sí, chupó.
Para él.
Para excitarlo.
Lo hizo usando solo su boca.
Con sus enormes tetas bailando al ritmo de la mamada.
Solo con el movimiento preciso de alguien que sabía exactamente qué estaba haciendo.
Después de varios minutos así, sola se sacó la verga, solo para dar arcadas.
Entonces, del otro lado del vidrio…
Una figura.
La agente López.
Nueva. Insegura.
Se quedó quieta frente al cristal, con una taza de café a medio camino de su boca.
Vio la escena.
No toda. Pero lo suficiente.
Vio a Isla chupando con las esposas brillando bajo la luz.
Vio a Beckett inmóvil, los ojos fijos.
Vio lo que parecía una frontera traspasada.
El café tembló en su mano.
La taza se volcó.
Un sonido sordo contra la cerámica.
Beckett lo oyó.
Se giró.
Y supo.
Supo que no estaban solos.
Supo que lo habían visto.
Supo que aquello —ese momento, ese instante cargado de algo prohibido— ya no le pertenecía.
Isla se detuvo.
Lenta. Fría.
Se sentó de nuevo, como si nada hubiera ocurrido.
—¿Ves? —dijo ella, sin mirarlo—. Ahora alguien te ha visto.
No a mí.
A ti.
Beckett sintió que algo en su garganta se cerraba.
Como un crimen sin cuerpo.
Como una verdad sin pruebas.
El intercomunicador sonó.
—Detective Beckett, el fiscal lo solicita en su oficina. Inmediatamente.
Silencio.
Beckett no se movió.
—Parece que ya no somos fantasmas —murmuró Isla—. ¿Quién va a salvarte ahora?
Y por primera vez desde que la conoció, él sintió miedo.
No por ella.
Sino por sí mismo.
.
—¿Por qué te afecta tanto este caso, Beckett? —preguntó el fiscal a cargo.
Beckett no respondió de inmediato. Miró a la puerta tras él.
El fiscal insistió
Beckett tragó saliva.
Hizo una pausa.
El fiscal lo miró en silencio.
—Hay algo en esa niña —en esa mujer rota…
Beckett cerró la puerta al salir. Afuera, el pasillo olía a desinfectante y café recalentado.
Caminó hasta la oficina forense.
El técnico revisaba su celular, con una carpeta abierta a medias.
—¿Revisaste el cuerpo de Gregory?
—Sí. Informe preliminar: muerte por hemorragia interna, heridas limpias.
Beckett se inclinó, los ojos duros.
—¡¿Qué decía el reporte?! —insistió, ignorando el tartamudeo.
—Beckett, no está completo aún. El forense principal dijo que…
—¡No me importa lo que dijo! ¡Dame lo que tienes! Ahora.
La tensión llenó el aire como humo espeso.
Beckett la observó desde el pasillo.
Se la llevaban esposada, sin oponer resistencia, como si el peso del metal fuera parte natural de sus muñecas.
Los oficiales la empujaban con mecánica cortesía, pero Isla no parecía registrar el contacto.
Sus ojos seguían mirando hacia adelante, al suelo, o hacia algún lugar entre los dos.
Beckett no se movió hasta que ella dobló la esquina.
Solo entonces se permitió cerrar la puerta del cuarto de interrogatorios, apoyarse contra ella, y respirar.
El sudor en su espalda había empapado la camisa.
El café se le revolvía en el estómago.
La mandíbula, apretada desde que la vio entrar esa mañana, comenzaba a dolerle.
Siete años.
Siete años y la cara de esa niña había vuelto a mirarlo como si el tiempo no hubiera pasado.
Como si nada hubiese cambiado. Como si ella lo supiera todo.
Y sin embargo, sí que había cambiado.
Su cuerpo. Su voz. Sus gestos.
No era una niña. No ya.
Y eso era, en parte, lo que más lo perturbaba.
Porque cuando la vio entrar, antes de reconocer sus ojos, antes de que dijera una sola palabra, lo primero que pensó —y ahora lo odiaba— fue:
Dios mío. Qué hermosa es.
Como un reflejo. Como una falla en la línea ética. Como un pecado.
Pero fue real.
Y Beckett, a pesar del asco que le provocaba admitirlo, no podía borrarlo.
Se dejó caer en la silla, solo.
La grabadora aún giraba. El sonido seguía allí. Un zumbido que se colaba bajo la piel.
Rebobinó.
—»Fue él.»
—»¿Tú también vas a decirme eso?»
—»Me hiciste una promesa. Y la rompiste.»
Beckett apagó el aparato de golpe.
En el expediente, Gregory Muñoz figuraba como técnico en refrigeración. Sin antecedentes.
Cincuenta y dos años. Vivía solo. La causa de muerte: tres puñaladas directas al pecho.
Sin defensas.
Sin forcejeo.
Como si lo hubiese dejado hacer.
O como si no la hubiese visto venir.
«Lo había visto antes. Cuando tenía doce.»
Las palabras no paraban de dar vueltas.
¿Y si estaba diciendo la verdad?
¿Y si la muerte de Lía no había sido un accidente?
¿Y si Gregory Muñoz había estado allí esa noche?
Beckett se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
Lo sabía. Desde el momento en que le tocó el cabello y le dijo “te lo prometo”.
Sabía que no debía prometerle nada.
Y sin embargo, lo hizo.
Y ahora… ella había vuelto.
Con los ojos cargados de una memoria que él prefería enterrar.
•
Corte a la celda compartida.
La puerta chirría al abrirse. Isla entra escoltada por una oficial.
—¡Nueva! —dice una mujer con voz cascada desde la litera de arriba—. Bienvenida al infierno, reina.
La oficial cierra sin mirar. Isla se queda de pie, como si no supiera dónde ubicarse.
—¿Y tú? —pregunta otra, de rostro duro y mandíbula tatuada—. ¿Qué hiciste, preciosa?
Isla no responde.
—No es pregunta de cortesía —añade otra reclusa, sentada en el suelo, trenzándose el cabello—. Es la regla. Aquí todas contamos nuestra tragedia. Es eso o dormir con la boca cerrada… para siempre.
Ríen. La tensión es amarga. Isla no pestañea.
—¿Mataste a alguien? —insiste la de la litera—. Porque tienes cara de haberlo hecho. O peor: de haber querido hacerlo muchas veces.
Silencio.
Luego, sin levantar la voz, Isla dice:
—Maté a un hombre.
El cuarto se queda quieto.
—¿Y por qué?
Isla se sienta en el rincón más alejado. Dobla las piernas como una niña en detención escolar.
—Porque él ya lo había hecho antes.
Las mujeres se miran entre sí. La más joven, de cabello suelto y mirada desconfiada, lanza una última pregunta, esta vez sin tono de burla:
—¿Qué hizo?
Isla alza la vista. Ahora sus ojos son puro abismo.
—Mató a mi hermana. Hace siete años. Y nadie lo detuvo.
Silencio otra vez. Solo el zumbido de las luces fluorescentes.
La litera cruje mientras alguien se recuesta.
—Bueno —dice la mujer tatuada, encendiéndose un cigarrillo hecho con papel de Biblia—. Por lo menos no eres aburrida.
•
Beckett encendió otro cigarro. Llevaba dos meses sin fumar.
No recordaba la última vez que había sentido la necesidad de volver atrás.
De escarbar.
Pero ahora lo haría.
No por justicia.
No por redención.
Por algo más oscuro. Más humano.
Por el miedo.
Y de que él, por segunda vez, no supiera cómo detenerlo.
Antes del asesinato – Había comenzado a sentirse nerviosa.
Primero eran las manos.
Se le quedaban frías incluso en las tardes calurosas. Las sentía como si no fueran suyas, como si el cuerpo no terminara de reconocerlas. Luego vino el insomnio. Y después… las sombras.
Isla vivía sola en una habitación amoblada, en la parte alta de una casa antigua, al oeste de la ciudad. Una de esas casas con madera en el techo que suena al cambiar de temperatura. La dueña, una mujer polaca de voz ronca, no hablaba mucho, pero a Isla le gustaba así. No tenía amigos. No tenía redes. No tenía nada que no cupiera en su mochila negra.
Isla bajó por café.
La señora, sentada en su sillón de siempre, no despegó los ojos de la ventana.
—¿Durmió bien? —preguntó la señora, sin esperar respuesta.
Isla asintió, aunque tenía las ojeras marcadas como cicatrices.
A los 19 años, Isla había aprendido a sobrevivir con poco. Con café instantáneo, libros subrayados en los bordes, y pequeños rituales invisibles que nadie más entendía: cerrar la puerta tres veces. No usar espejos de noche. Dormir con los pies hacia la ventana. No rezaba. Pero murmuraba nombres. Como si proteger a los muertos fuera su único trabajo.
Los primeros síntomas llegaron en octubre.
Primero, la sensación de ser observada.
Después, el crujido en la escalera, siempre a las 3:11 a. m.
Luego, las llamadas. Sin voz. Solo estática.
Y la voz.
La primera vez que la oyó, creyó estar dormida.
—Preciosa…
Un susurro, junto a su oído.
Se levantó de golpe, encendió la luz, y no encontró nada.
Pero el aire tenía ese olor. Ese que no sabía cómo nombrar.
Húmedo, viejo… como madera mojada y ropa guardada por años. Como el olor de la muerte mal cerrada.
Durante días intentó ignorarlo. Volvió a escribir en su libreta negra, esa donde anotaba cosas que no quería olvidar:
No era un sueño.
No tenía cara.
La sombra tenía ojos.
Beckett mintió.
La promesa era mentira.
No estoy loca. No estoy loca. No estoy—
Una tarde, al regresar de la tienda, encontró un sobre bajo la puerta. Sin remitente.
Dentro: una sola fotografía.
Era ella. Isla. En la parada de bus. Sola.
Tomada desde lejos, desde un ángulo alto.
Detrás, con marcador rojo, una frase:
“Nos volveremos a ver.”
Esa noche no durmió.
Se duchó dos veces. Se sentó en el suelo del baño con una toalla húmeda y un cuchillo en la mano. No por defensa. Por certeza. El metal la mantenía aquí.
Aquí.
Aquí.
Aquí.
Al amanecer, bajó a la cocina a preparar café. La señora polaca ya no estaba. Había salido temprano. Isla no encendió la radio, ni miró por la ventana.
Fue entonces cuando oyó los pasos.
Subiendo.
Uno por uno.
Muy lentos.
Casi ceremoniales.
El cuchillo estaba en la habitación. No tuvo tiempo de buscarlo. El corazón le golpeaba la garganta como si quisiera salirse.
Entonces… el golpe en la puerta.
Ella se quedó inmóvil. Ni respiró.
Pero la manija se movió. Una vez. Otra vez.
Y luego, se detuvo.
Silencio.
Al asomarse —minutos, o tal vez horas después—, no había nadie.
Solo otro sobre, pegado con cinta.
Dentro, otra foto.
Su hermana. Lía.
Muerta.
Pero con los ojos abiertos.
Y una palabra escrita en el borde de la imagen, con la misma letra:
“Recuérdame.”
•
Días después, Isla supo dónde vivía Gregory Muñoz.
No por casualidad. No por intuición.
Porque algo dentro de ella le decía que ya había estado allí.
Que esa dirección no era nueva.
Que el monstruo había sobrevivido.
Y que esta vez, no iba a dejarlo vivo.
No fue una revelación repentina.
No soñó su rostro.
No lo encontró en una base de datos.
Fue algo más simple. Más sucio. Más humano.
Comenzó a verlo en la calle.
Primero en el parque, con un abrigo viejo, observándola desde una banca.
Luego en la estación de buses, con la cabeza gacha, siguiendo sus pasos a veinte metros de distancia.
Una vez creyó haberlo visto dentro del supermercado, comprando cinta adhesiva y guantes.
Y lo más perturbador: una noche lo reconoció por el reflejo de un vidrio en su propia ventana.
No era que el hombre la mirara con descaro.
Era la forma en que lo hacía: sin pestañear. Como si ya la conociera. Como si esperara algo.
Era él.
El mismo rostro que había visto cuando tenía doce años, por la rendija de la puerta.
El mismo rostro que estuvo en la casa cuando Lía murió.
Le tomó tres semanas seguirlo discretamente.
Usó una gorra, gafas oscuras, ropa neutra. Tomaba notas mentales de cada giro, cada entrada. Finalmente, una noche, lo vio entrar al edificio gris de la calle 89B, segundo piso. Esperó más de una hora desde la sombra de un árbol. Nadie más entró. Nadie más salió.
En la pared de ladrillo, al lado del timbre, un nombre apenas visible:
Gregory Muñoz.
Fue esa noche cuando decidió regresar.
No con la rabia de la venganza, sino con la calma de quien no tiene nada más que perder.
Llevaba su navaja. El rostro empapado de miedo.
Y la idea fija de terminar algo.
Entró al edificio poco antes del amanecer.
Forzó la cerradura sin mucha dificultad. La había practicado en su habitación, una y otra vez. Sus manos no temblaban. No entonces.
El pasillo olía a humedad, cables quemados y grasa vieja.
La puerta del apartamento 204 tenía la pintura descascarada.
Ella escuchó antes de tocar.
Nada. Silencio.
La abrió.
Dentro, el aire estaba denso, cargado.
Un olor familiar le revolvió el estómago: cobre, sudor, encierro.
—¿Hola? —dijo, en voz baja.
Fue el único error que cometió.
De la sombra detrás de la puerta, dos brazos la atraparon.
No hubo forcejeo largo. Solo el golpe seco en la cabeza, con algo duro. Luego la oscuridad la besó de lleno.
•
Cuando despertó, estaba amarrada a una silla.
Los tobillos, apretados con cable de cobre. Las muñecas, con cinta negra. Tenía sangre en la frente, en la boca. El mundo oscilaba como un barco viejo.
Gregory Muñoz estaba frente a ella. Sonreía.
—Yo sabía que volverías —dijo, casi con ternura—. Nunca olvidan. Ninguna de ustedes.
Isla no sabía cuánto tiempo había pasado desde el golpe.
La cabeza le latía. Tenía las muñecas entumecidas, la boca reseca, y el estómago vacío.
Gregory estaba allí, en la sombra, sentado en una silla frente a ella. Comía algo con la mano, sin apuro.
Cuando notó que ella lo miraba, sonrió.
—Dormiste mucho. Pero tranquila.
Se puso de pie.
—Ahora comenzará la verdadera diversión, niñita.
Caminó hacia ella con algo detrás de la espalda.
Isla no lloró. Solo bajó la mirada.
Y comenzó a contar los segundos.
Caminaba descalzo, con un cable eléctrico pelado en la mano. De esos que cuelgan de lavadoras rotas.
Lo agitaba como un péndulo.
Como si fuera un juguete.
—Tu hermana se agitaba mucho —dijo.
Ella no respondió.
El primer golpe vino sin aviso.
El cobre contra el muslo.
El ardor. La sangre.
Luego otro.
Y otro.
Gregory dio otro paso.
Isla jadeaba. Estaba atada, pero su mente no.
Él inclinó el rostro.
—¿Duele?
Ella no respondió.
Él deslizó el cable entre sus dedos como si afinara un instrumento.
—…más arriba —murmuró, casi para sí, y levantó el brazo.
Beckett.
La promesa.
Las sombras.
Todo se desvanecía.
Isla no gritó.
Ni una vez.
Solo respiró hondo.
Como si con cada golpe se acercara más a un recuerdo exacto.
[…]
Gregory se agachó. Su cara estaba cerca.
Excitado.
Respirando fuerte.
—¿Quieres saber qué fue lo último que le dije?
Isla sonrió.
Una sonrisa rota, pero real.
—Sí.
•
Pero esa conversación no ocurrió el primer día.
La tortura se prolongó durante tres días.
Tres días en los que Isla no supo si era de noche o de día.
Gregory controlaba las luces, el agua, el tiempo.
No gritaba. Solo hablaba. Preguntaba cosas sin sentido. A veces le contaba historias, otras solo caminaba desnudo por la habitación, con un cuchillo de cocina colgando en la mano como si fuera parte de su cuerpo.
Gregory se acercó con la cara sudada, roja, con el cuchillo en la mano.
—¡¿Crees que eres mejor que ella?! —escupió—. ¡¿Crees que puedes resistir?!
Isla no respondía. Solo lo miraba.
—¡Pagarás por todo esto! —rugió Gregory, lanzando una patada contra la silla. La madera crujió. Isla apenas se movió.
—Pagarás —repitió, jadeando, con la boca torcida de rabia—. Como todas. Como tu hermana.
La golpeó con cables de cobre, la ató con fuerza, le arrojó agua fría para mantenerla despierta.
Se reía cuando temblaba.
Se excitaba cuando lloraba.
Gregory se acercó, respirando fuerte, el torso desnudo cubierto de sudor.
La mirada perdida, como si hablara con un espejo.
—Hagamos un trato, bella… —murmuró, acariciándole la mejilla con el canto de un cuchillo de cocina—. Si te portas bien, no te rompo los dedos esta noche.
Isla no respondió.
Solo cerró los ojos.
Para no mirarlo. Para no mirarse.
Pero ya lo había escuchado.
Y esa frase le quedaría tatuada en el cráneo como una marca más.
Isla intentó luchar, pero era inútil.
Gregory quería que esa lucha existiera. Le excitaba más que la sumisión.
La cinta en sus muñecas cortaba la piel. La madera donde la tenía amarrada se le pegaba a la piel. El cuarto estaba caliente. Apestaba a encierro, a miedo fermentado. Isla comenzó a llorar. Y Gregory, sin prisa, con esa calma horrenda de los que no sienten remordimiento, la observaba como si estuviera evaluando una pieza de arte incompleta.
—Tu hermana duró menos —dijo, mientras alzaba el cuchillo y lo apoyaba con suavidad sobre su clavícula, como un amante que traza un mapa—. Tú… tienes más resistencia. Me gusta eso. Cortó los amarres que la ataban a la silla y la lanzó al suelo. Isla cayó boca abajo
—¡¿Qué haces?! ¡Espera, no! ¡Sueltame!
Isla pataleó por un instante. Solo un segundo.
Un segundo de rabia pura.
Pero Gregory lo tomó como una invitación. La había semi – desnudado estando inconsciente y ahora, en una diminuta tanga blanca dejaba a la vista de su agresor su enorme culo.
—Sabes que esto podría terminar rápido —continuó, acercándose a ella, tan cerca que Isla pudo olerlo y sentir sus babas caer sobre ella—. Solo tienes que decirlo. Solo tienes que pedirme que pare… y lo haré.
—Mentira —escupió ella, apenas audible.
—Claro que es mentira —rio Gregory—. Pero al menos nos divertiríamos un poco. En ese momento, Isla siente las manos de Gregory en sus muslos levantando su culo del suelo, inmediatamente después un lengüetazo sobre su tanga en su zona vaginal.
Recorrió con su lengua toda su vagina sobre su tanga como un anfitrión satisfecho. Su lengua iba y venía por cada pliegue, por cada rincón. Luego se detuvo.
Arranco con rudeza su tanga dejándola tal y como vino al mundo.
Se la quitó.
Isla sintió cómo se le encogía el estómago. No por miedo. No solo.
Sino por el asco. Por la certeza de que ese no era el primer cuarto donde él hacía esto.
Volvió a alejarse. Recorrió la habitación. Pasó por el fregadero, por la nevera sin puerta, por la lámpara de escritorio encendida desde hacía días. Luego se detuvo junto a una caja.
La abrió.
Sacó una cámara.
Gregory colocó la cámara sobre un trípode improvisado. La encendió. Ajustó el lente. —Vamos a dejar constancia —murmuró—. Para que cuando alguien te encuentre, sepa que fuiste hermosa… incluso al final.
Isla pensó en Beckett.
No como salvador.
Sino como testigo.
Como traidor.
Como promesa rota.
—¿Tienes algo que decirle? —preguntó Gregory, burlón, señalando la cámara—. Al detective que no vino. Al que te dejó aquí.
Ella no respondió.
Gregory se acercó de nuevo.
Su lengua ahora subía por su muslo. Lentamente. Casi con cariño.
—Última oportunidad. Hagamos otro trato, bella…
—¿Otro?
—Esta vez tú eliges qué te quito primero: Elige el agujero.
Isla apretó los dientes, justo cuando Gregory volvía a darse un banquete con sus jugos vaginales.
Gregory usaba su lengua para degustar todo lo que podía de Isla, ensalivando su tersa y blanca piel, desde su espalda hasta sus grandes nalgas, para luego meter su babosa lengua en su apretado ano. Isla gimoteaba con la cara colorada y llena de gotas de sudor, sintiendo como la lengua de ese hombre entraba más y más por su estrecho esfínter y le invadía profundamente.
Isla gritaba por momentos seguidos de inmediato silencio.
—Quítame la memoria —dijo—. A ver si consigues borrar lo que eres.
Gregory río.
Rio fuerte. Rio largo.
Una carcajada que llenó el cuarto como un gas venenoso.
Y mientras él reía, asumiendo su necesidad por ser atendida, tomó con sus manos a Isla por los tobillos y l abrió bien de piernas, todo lo posible, hasta el punto de escuchar los quejidos de ella. Se acomoda sobre ella y comienza a hacer fuerza para introducir su virilidad, hasta lo más profundo.
Isla gritó y gimió un poco más. El miedo la había inmovilizado del todo y ya no trataba de zafarse y simplemente se dejaba sodomizar.
Isla sentía la aberración, cada centímetro lo era. El falo entraba con rudeza.
Isla gritaba aunque su cuerpo estaba hecho trizas, aunque lo tuviera sobre su espalda como un animal, en el fondo de su vagina, Gregory la dominaba. Bombeando su exquisita vagina. El rabo entraba y salía en constantes y poderosas embestidas, cogiéndola con fuerza maliciosa. Entonces Isla comenzó a llorar sin remedio, gritando mucho y muy alto. Gregory no quería escucharla y uso su mano izquierda para taparle la boca. Retomo las violentas penetraciones a su presa, haciéndolo profundamente, hasta que sus pelos púbicos raspaban las enormes nalgas de Isla, que batallaba por respirar con la mano de Gregory en su boca mientras sentía su verga entrar y salir de su vagina.
Isla comienza a sentir como corren por su interior chorros de semen, el semen de Gregory. La inundaron por dentro y ella así lo sintió
Isla siente cuando Gregory la libera y con el movimiento sale una gran cantidad de semen de su interior que va a caer al piso, Isla usa todas sus fuerzas para darse la vuelta, lo mira, desafiante.
—¡¿Eso fue todo?! —dijo con burla. Mientras las espesa esperma continuaba chorreándole en grumos blanquecinos
—Así que la putita quiere más… jajaja —rio.
—¡Hazlo de nuevo! Te reto —dijo Isla
Gregory no lo sabía aún, pero en ese cuarto no era el único depredador.
Solo el más confiado.
Y el más condenado.
La violó.
Su crueldad era elaborada. Íntima. Sádica.
Cada herida era un juego. Cada hematoma, una prueba.
Isla pensó que moriría ahí.
Pero también pensó en Beckett.
En la promesa.
Y en cómo, en el fondo, sabía que nadie iba a venir a salvarla.
Así que esperó.
Esperó el momento.
•
La última noche, Gregory se inclinó para hablarle al oído.
—Tu hermana se agitaba mucho —susurró, con la voz húmeda y áspera—. Pero tú no. Tú eres especial.
Fue en ese instante cuando Isla sintió que algo dentro de ella —algo que había estado esperando, agazapado— se encendía.
La cinta de una de sus muñecas ya estaba floja. Llevaba horas frotándola contra un clavo mal puesto en la silla. Sus dedos estaban destrozados. Pero libres.
Y con ellos, sacó lentamente el pedazo de vidrio que había ocultado entre los vendajes improvisados que él mismo le había hecho para que no muriera antes de tiempo.
Gregory se inclinó más.
—¿Quieres saber qué fue lo último que le dije?
—Sí —susurró Isla, sin pestañear.
Entonces lo hizo.
Clavó el vidrio en su garganta.
Una vez.
Dos veces.
Tres.
Gregory cayó hacia atrás, las manos temblorosas cubriéndose el cuello como si intentara atrapar la sangre con los dedos.
Isla se arrastró hasta él, con las costillas rotas, la cara hinchada, las piernas flacas como palos.
Y lo miró.
—Tú no le dijiste nada a mi hermana —dijo con una voz casi muerta—. Porque tú no eras un hombre.
Eras una bestia.
Gregory se sacudía como un insecto aplastado.
La sangre le empapaba el pecho, las manos, la boca.
Isla se acercó a él, con la respiración hecha trizas.
Lo miró.
No con odio.
Sino con una especie de piedad oscura.
—No tengo nombre… —murmuró—.
Pero a partir de este…
Alzó la cabeza. La luz de la mañana entraba por una rendija.
—Me lo voy a ganar.
Lo vio convulsionar.
Después… nada.
Solo silencio.
Y en el silencio, algo se rompió. O se liberó.
•
Cuando la policía entró, alertada por el hedor, los vecinos, los ruidos y los días sin movimiento, Isla no intentó huir.
Estaba desnuda, ensangrentada, casi irreconocible.
Pero viva.
Solo dijo una cosa:
—Ya está hecho.
(continuación – Flashback: El entierro)
Fue el 23 de junio.
Un miércoles nublado. Sin lluvia, pero con esa amenaza muda que tienen las nubes cuando aún no deciden llorar.
La gente hablaba en voz baja, como si alzar el tono pudiera despertar a los muertos.
Lía estaba dentro de una urna blanca. Tenía solo doce años.
Isla, de la misa edad, no lloraba.
Ya no.
Estaba parada detrás de su madre, que apretaba un pañuelo mojado con las dos manos.
Parecía una niña perdida.
Los vecinos iban y venían.
Todos evitaban mirar a Isla.
Como si su presencia incomodara.
Como si supieran algo que ella aún no podía entender.
Entonces lo vio.
Él no era del barrio. No vestía como los demás.
Llevaba una chaqueta de cuero oscura, sin corbata, pero con una credencial colgando del cinturón. El cabello peinado hacia atrás. La mandíbula cuadrada. Ojos firmes. Parecía más joven que los demás policías que había visto, pero tenía una autoridad que no venía del uniforme, sino de la forma en que se movía: seguro, pero no arrogante.
Beckett.
Isla no podía dejar de mirarlo.
Su altura, sus hombros anchos, la manera en que observaba el entorno sin temor ni culpa.
Había algo protector en él.
Algo limpio, dentro de todo ese caos.
Y él, sin siquiera girarse del todo, notó su mirada.
Por un segundo —uno solo— sus ojos se cruzaron.
El corazón de Isla se apretó.
No por amor.
Ni por deseo.
Sino por algo mucho más primitivo: reconocimiento.
Beckett la miró. No como un adulto mira a una niña. No con lástima.
La miró como si viera algo más. Como si viera a alguien que no debía estar allí.
Como si supiera algo.
Y luego… sonrió.
Apenas un gesto leve. Humano. Ínfimo.
Isla se asustó. Bajó la mirada de inmediato.
Sentía que si lo miraba un segundo más, iba a quebrarse.
Y no quería quebrarse frente a nadie.
Menos frente a él.
Después lo oyó hablar con su madre, con los otros policías.
Frases sueltas.
Nombres. Procedimientos.
“Sin señales de forzamiento.”
“Puerta trasera.”
“Posible agresión previa.”
“Demasiado silencio.”
Isla no dijo nada.
Pero esa noche, en su cuarto, escribió en su cuaderno:
Beckett.
Chaqueta negra.
Ojos que ven.
Dijo que iba a encontrarlo.
Le creí.
A la mañana siguiente actuó como si el entierro no la hubiera atravesado. Se vistió sola, comió en silencio, recogió sus libros y caminó al colegio sin mirar a nadie. Pero esa noche, escribió solo una palabra en su cuaderno: Beckett.
•
Años después, cuando lo volvió a ver, al otro lado del vidrio de la sala de interrogatorio, Beckett no sonrió.
Pero Isla sí.
Solo un poco.
Porque sabía que ahora él sí la recordaba.
Y que, por fin, era su turno de hablar.
La noche había caído como un manto sucio sobre la ciudad.
Las farolas temblaban con cada ráfaga de viento y el humo de los carros parecía quedarse pegado a las ventanas.
Beckett entró a su apartamento sin encender la luz.
Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá. Luego se quedó de pie en la oscuridad, escuchando los sonidos del edificio: una ducha, una tele vieja, alguien arrastrando una silla.
Pero él solo pensaba en ella.
Isla.
Habían pasado siete años desde el entierro.
Siete años desde que la vio con ese rostro helado y los ojos abiertos como si no pudiera parpadear sin perder algo importante.
Ahora ya no era una niña.
Era una mujer.
Una mujer hermosa, pensó, como si esa palabra le quemara por dentro.
Su cabello era más oscuro, más largo.
Sus labios, más definidos. Sus tetas, enormes y hermosas
Pero los ojos… los ojos seguían siendo los mismos.
Intensos.
Hambrientos.
Vacíos.
Beckett se sentó a la orilla de la cama.
Se frotó la cara con las manos.
No sabía cómo sentirse.
¿Culpa?
¿Deseo?
¿Lástima?
Nada encajaba del todo.
Solo una certeza: ella no lo había olvidado.
La forma en que lo miró al entrar a la sala de interrogatorio.
Esa leve sonrisa.
Casi un desafío.
Casi una súplica.
Había algo que ella no había dicho aún.
Algo que él necesitaba escuchar.
Quería hablar con ella.
A solas.
Fuera de ese maldito cuarto lleno de espejos y micrófonos.
Porque la Isla que había tenido frente a él no era la misma que había prometido proteger.
Y sin embargo, en el fondo, era exactamente ella.
Beckett miró al techo, al ventilador que giraba lento como un pensamiento peligroso.
—¿Qué te hicieron, Isla? —murmuró—. ¿Qué hicimos nosotros?
Y por primera vez en años, soñó con su rostro.
.
—¿Quieres que haga qué?
Beckett se apoyó en el marco de la puerta. Tenía la cara demacrada, las ojeras profundas.
—Solo necesito hablar con ella. Sin los micrófonos. Sin los vidrios. Sin la presión del protocolo. Solo diez minutos.
El fiscal cerró la carpeta lentamente.
—¿Sabes que eso no es procedimiento?
—Lo sé.
—Y que este caso puede arruinarte.
Beckett no dijo nada.
Entonces él lo miró. Cansado. Incrédulo.
—Beckett… me pides algo imposible. Es una acusada de homicidio. No tu hija. No tu deuda personal.
Él bajó la cabeza.
Pero no respondió. Porque sabía que sí lo era.
En parte.
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