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Dominación Mujeres, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

“La señora Verónica de Cuetzalan: el verano en que descubrí el deseo por los cuerpos reales, sudorosos y cubiertos de pelos como la selva que los rode

Un trabajo de verano en la sierra de Cuetzalan cambió mi forma de ver el deseo. Verónica, una mujer madura, fuerte y natural, me llevó a descubrir un erotismo distinto: salvaje, sudoroso, lleno de pelos y sin vergüenza. Esta es la historia de ese despertar..

  • La señora Verónica de Cuetzalan

Cuando tenía dieciocho años, mi padre me consiguió un trabajo de verano en una quinta cerca de Cuetzalan, en las montañas de Puebla. El lugar era como sacado de un sueño húmedo: todo verde, profundo, lleno de árboles frutales, caminos de tierra mojada, gallinas sueltas y el sonido de agua corriendo por acequias ocultas entre las piedras.

La dueña de la quinta era Verónica. Todos la conocían como “la señora Vero”, aunque vivía sola. Era morena, de cuerpo fuerte, con piernas firmes y brazos que hablaban de trabajo rudo. Usaba vestidos amplios de manta o a veces overoles con camisetas debajo, siempre descalza o en sandalias. Lo primero que noté de ella, aunque me lo guardé, fue que tenía pelos en las axilas. Largos, oscuros, asomando cada vez que se estiraba o se secaba el sudor con un trapo. Yo apenas estaba saliendo de la adolescencia, pero eso me volvió loco desde el principio.

Durante las primeras semanas, me tuvo limpiando el terreno, levantando ramas caídas, ayudándole a podar árboles. Yo obedecía en silencio, con la piel quemada por el sol y los pantalones pegados de sudor. Verónica cocinaba comida rara, muy de monte: verdolagas, frijoles de olla, aguas con frutas que ni conocía. Pero siempre había limonada fría y tortillas hechas a mano, y el momento de sentarnos a comer era cuando más disfrutaba… porque podía mirarla sin que lo notara.

Un sábado, mientras almorzábamos bajo una palapa, ella alzó los brazos para colgar unas hierbas que estaba secando. Su blusa sin mangas dejó al descubierto sus axilas pobladas de pelos negros, pegados por el sudor del calor húmedo. Yo intenté no mirar… pero era imposible. Se me quedó grabada esa imagen: sus brazos morenos, el hueco oscuro de sus axilas, el sudor resbalándole por los costados. La sangre me bajó al pantalón y tuve que cruzar las piernas. Ella bajó los brazos y me miró.

—¿Te mareaste con el calor? —me preguntó con media sonrisa.

Negué con la cabeza, pero apenas podía hablar. Esa noche, ya en mi cuarto, me masturbé como loco pensando en eso. Me la imaginé acercándose a mí, alzando los brazos, poniéndome la cara justo ahí. Me imaginé lamiéndole los pelos, oliéndole el sudor, perdiéndome en esa parte que nadie más parecía apreciar. Y me corrí con una fuerza que me dejó tirado en la cama.

Lo que siguió las semanas siguientes fue algo que todavía no entiendo del todo. Verónica empezó a mostrarme más. Cada vez que podía, alzaba los brazos cerca de mí. A veces se estiraba exageradamente para alcanzar algo, sabiendo que yo estaba justo detrás. Se agachaba sin cuidado, dejándome ver entre sus piernas, y una vez noté unos pelos sueltos en los muslos, justo por debajo del borde de su short. Era como si ella supiera lo que provocaba… y lo disfrutara.

Un sábado particularmente caluroso, llegué a la quinta y ella ya me esperaba con un vaso de agua fresca en la mano.

—Hoy no vas a trabajar afuera. Está demasiado fuerte el sol. Vamos a arreglar unas cosas adentro.

Entramos a la casa. Olía a tierra mojada, copal y madera vieja. Me llevó a una sala donde había un foco colgando, cubierto por una pantalla grande de papel.

—Se fundió. Voy a cambiarla —dijo mientras se paraba justo debajo y alzaba ambos brazos para quitar la pantalla.

Allí estaba de nuevo. Las axilas más peludas y hermosas que había visto. Mojadas. Oscuras. Naturales. Sentí que se me aceleraba el corazón y la verga se me endureció al instante. Ella se dio cuenta.

—¿Puedes alcanzarme la caja con focos? Está ahí, a mis pies —dijo sin bajar los brazos.

Me agaché, y al hacerlo, quedé justo frente a sus piernas abiertas. Desde ahí vi la entrepierna de sus shorts: el borde estaba deshilachado, pero más allá vi unos pelos que salían hacia los lados, marrones, gruesos, claramente no llevaba ropa interior. Me quedé helado.

—¿Por qué tardas tanto? —dijo en tono suave.

—Perdón —balbuceé.

—¿Te distrae algo, muchacho?

Levanté la vista. Me sonreía. No era burla, era algo más… algo que decía “lo sé”.

—¿Te gustan mis pelos? —preguntó, sin cambiar el tono.

Asentí. No podía negarlo. Me temblaban las manos.

—Sabía que sí. Desde el primer día que noté cómo me mirabas cuando subía los brazos.

Caminó hacia mí. Yo seguía agachado. Me tocó la cabeza.

—¿Has lamido alguna vez una axila?

Negué. No podía ni respirar.

—Entonces empieza.

Levantó un brazo, lo colocó detrás de mi nuca y me atrajo hacia su axila. El olor era fuerte, a sudor caliente, a mujer viva, a piel sin miedo. Hundí la cara allí y comencé a lamerle los pelos, primero con timidez, luego con hambre. Ella gemía bajo, suave, mientras yo la devoraba con la lengua, como si hubiera esperado toda mi vida ese momento.

—Eso es… así me gusta —murmuró, presionándome más.

Pasé al otro lado. Mis labios y mi nariz quedaron llenos de sus pelos mojados. Chupé con desesperación. Mi erección me dolía, el pantalón ya no podía ocultar nada.

—Quítate la ropa —ordenó—. Toda.

Obedecí sin pensarlo. Me quedé completamente desnudo frente a ella, jadeando.

Verónica se quitó lentamente los shorts. No llevaba nada debajo. Lo que vi me dejó sin aliento: una selva espesa de pelos oscuros, espesos como musgo húmedo, que cubrían completamente su sexo y parte de los muslos. Jamás había visto algo así.

—¿Nunca habías visto un coño con tantos pelos, verdad?

Negué otra vez. Ella se acarició el monte de Venus con una mano y se separó los labios con la otra.

—Ven, chúpame.

Caí de rodillas. Hundí la cara en su entrepierna como si fuera a morir si no lo hacía. Llevé mi lengua hasta el fondo, separando pelos, mojándome con su sabor. No era solo lujuria, era una obsesión. Me perdí ahí, lamí, chupé, olí, mordí suave, acaricié los pelos de sus muslos, sus nalgas, su ano.

—Así, muchacho… come como si fuera lo último —me dijo jadeando.

La llevé al clímax con la lengua enterrada entre su monte y sus labios. Gritó. Se vino. Me acarició el pelo.

—Ahora fóllame —susurró—. Pero quiero que mientras me cojas, me sigas chupando las axilas.

La penetré con fuerza. Ella me abrazó con las piernas, y yo subí la boca a su axila izquierda. Lamí, chupé, succioné cada pelo sudado mientras entraba y salía de ella, como en una danza primitiva. La otra axila la acaricié con la mano.

—¡Sí, eso! ¡Métemela así! ¡Láme mis pelos!

Me corrí dentro de ella, mientras sentía que me tragaba entero. Ella no se detuvo. Se vino otra vez, y luego me abrazó. Nos recostamos en una hamaca vieja, los dos desnudos, envueltos en sudor y pelos.

No hablamos por un rato.

Cuando me vestía, me miró con una sonrisa serena.

—¿Vas a venir el próximo sábado?

Asentí.

—Bien. Me dejo los pelos para ti.

Y así fue.

85 Lecturas/22 julio, 2025/0 Comentarios/por FYL07
Etiquetas: adolescencia, ano, desnudo, madura, mujer, padre, sexo, verga
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