Las violetas bajo la sombra
El amanecer entraba por la ventana pequeña de la casa, filtrado en un resplandor dorado que iluminaba la mesa de madera. Andrés ya estaba allí, encorvado sobre un trozo de pan que partía con manos firmes, mientras el olor del café hervía en el fogón. María Rosa colocaba los platos con esa …..
El amanecer entraba por la ventana pequeña de la casa, filtrado en un resplandor dorado que iluminaba la mesa de madera. Andrés ya estaba allí, encorvado sobre un trozo de pan que partía con manos firmes, mientras el olor del café hervía en el fogón. María Rosa colocaba los platos con esa delicadeza suya que parecía convertir cada gesto en un cuidado secreto. A ojos de los vecinos, eran un matrimonio sereno, ejemplar, dedicado al trabajo y a la rutina. Pero puertas adentro, Andrés y Rosa se conocían en todos los sentidos: sus noches estaban lejos de ser frías. Él era un hombre callado, sí, pero sabía volverse fiero entre sus piernas, abrirle el culo con la lengua hasta arrancarle suspiros, o hacerla gemir con la boca llena de su verga, obligándola a tragar hasta que las últimas gotas de semen se mezclaban con la baba espesa que le chorreaba por la barbilla. A veces se corría en su boca, otras prefería vaciarse dentro de su coño caliente o sobre su culo redondo, dejando que el semen resbalara lento por las nalgas hasta empapar las sábanas. A Rosa, con sus pechos pequeños y firmes, las caderas anchas y ese trasero que a él tanto le enloquecía, la tomaba como se toma a una prostituta. Y ella lo recibía con una mezcla de pudor y entusiasmo, chupándole con avidez, agradecida de que, incluso con los años encima, su marido la quisiera como un cuerpo vivo, deseable, y no solo como una compañera de labores.
—Hoy las violetas están más frescas que nunca —dijo ella, ajustándose el pañuelo al cabello—. El aire de la madrugada les sienta bien.
Andrés levantó la vista y sonrió, esa sonrisa sencilla que nunca necesitaba palabras largas. Le gustaba verla ocupada, siempre entre flores, como si la vida le hubiera puesto en las manos la tarea de embellecer lo cotidiano. Y mientras la miraba, recordaba con calma los gemidos de la noche anterior, la manera en que Rosa se arqueaba sobre la mesa con su boca obediente, o el calor estrecho de su culo cuando él la tomaba sin compasión.
—¿Te gustó lo de anoche? —le preguntó con voz ronca, todavía encendida por el recuerdo.
—Me encantó… —respondió ella con descaro, mordiéndose el labio inferior—. Y si no te hubieras detenido, creo que habría gritado para que todo el pueblo lo oyera.
—Jajaja Bueno lléva esas al mercado antes que nadie —le aconsejó, con voz serena que nada revelaba de esos recuerdos—. Seguro que te las quitan de las manos.
Él la miraba con un orgullo callado, sin grandes demostraciones. Su amor era de esos que se confirman en lo constante: en el pan compartido, en la leña cortada, en el silencio de la noche que los encontraba juntos… y también en los besos húmedos que le arrancaba en la penumbra, en los gritos apagados contra la almohada cuando la penetraba hasta hacerla temblar, algo que ella misma buscaba siempre con un hambre insaciable.Un hombre que la sabía desear sin descanso.
Después de desayunar, Andrés tomó su azada y se dispuso a salir hacia el campo. Antes de cruzar la puerta, se volvió hacia ella y, como si lo hubiera olvidado, se arrimó un instante, rozándola con su miembro duro bajo la ropa de faena.
—Cuídate, Rosa —murmuró, dejándole la insinuación como un secreto de alcoba en plena mañana.
Ella sonrió. En ese gesto simple cabía todo lo que había entre ellos: un amor sereno, sin alardes, tan sólido como las piedras que sostenían la casa.
Con Andrés llevaba una vida sencilla. Lo quería con esa confianza tranquila que da la costumbre y la seguridad de sentirse protegida. No se trataba de un amor ardiente, sino de un afecto firme, cimentado en la honradez del marido y en los años de caminar juntos.
De Marsal pensaba que era un buen amigo. Valoraba su disposición a ayudar cuando hacía falta y esa mirada grave que, aunque intensa, interpretaba como un gesto de nobleza. Nunca sospechó que detrás de esos silencios se agitaba una pasión sofocante. Sí había notado, sin embargo, que a veces sus ojos parecían detenerse demasiado en ella, y en esas ocasiones prefería hablar rápido, agradecer cualquier favor, y continuar su camino sin dar espacio a preguntas que no se atrevía a formularse.
No había pasado una hora desde que Andrés se marchó al campo cuando un golpe suave sonó en la puerta. María Rosa, con el cesto de violetas ya preparado, se secó las manos en el delantal y abrió.
Era Marsal. A sus veintitantos años, tenía la energía de la juventud y la destreza de quien sabía moverse entre muchos oficios: lo mismo podía arreglar una herramienta que cantar en la taberna o improvisar versos en las fiestas. El pueblo lo admiraba por su talento y su ingenio, pero también porque era un hombre atractivo, con ese aire resuelto que lo hacía resaltar entre todos. Incluso alguna que otra vez, sin que él lo notara, Rosa había dejado que su mirada se deslizara hacia el bulto de su pantalón; se le adivinaba más grande y pesado que el de su propio esposo.
Y en noches de insomnio, o en silencios distraídos, llegaba a preguntarse —como una fantasía leve, pero cada vez más peligrosa— cómo sería sentirlo dentro de ella: si la levantaría de las caderas para follarla contra la pared, si la haría gemir con la lengua hundida entre sus muslos, babeándole el coño hasta dejarla temblando. Imaginaba su verga empapada en saliva, golpeando contra su boca mientras él la agarraba del pelo, obligándola a tragarlo con toda su fuerza. A veces, en ese delirio secreto, se veía a sí misma chupándole con ansia, la baba chorreándole por la barbilla, mientras Marsal la follaba sin compasión, como si su cuerpo fuera lo único que importara.
—Buenos días, Rosa —saludó, sosteniendo en la mano un haz de leña recién cortada—. Pensé que Andrés no tardaría en necesitar esto, y me dije: mejor llevarlo antes de que se lo reclame el frío. Era una mañana cualquiera, y aquel gesto de Marsal también lo era: parte de esa rutina donde siempre encontraba un motivo para aparecer.
Ella lo recibió con gratitud, acostumbrada a esas atenciones que él prodigaba como un buen amigo de la casa.
—Gracias, Marsal. Siempre tan servicial. Andrés lo va a agradecer mucho.
Él sonrió, con esa sonrisa amplia que enmascaraba la intensidad de sus pensamientos. Mientras depositaba la leña en un rincón, sus ojos se demoraron un instante más de lo debido en la figura de María Rosa. Ella, ocupada en colocar bien el cesto de flores, no lo advirtió del todo… aunque sí sintió, de manera vaga, sus ojos en su trasero, y vió cómo el miembro de Marsal se endurecía al instante.
—¿Vas al mercado? —preguntó Marsal, con un tono ligero—. Si quieres, puedo acompañarte. Así no cargas sola con tanto aroma.
María Rosa rió suavemente, agradecida y a la vez un poco incómoda. Había algo en la generosidad de Marsal que no terminaba de entender: parecía desbordarse siempre, como si buscara algo más que una simple amistad. Y en medio de esa confusión, sintió el rubor subirle al pecho, hasta esos senos pequeños que tantas veces había querido ocultar, y más abajo, al roce tibio de sus bragas húmedas, preguntándose si acaso la mirada de él también se demoraba allí. Eran tonterías, se dijo a sí misma, debía irse en ese mismo momento antes de que su cuerpo la delatara.
—No hace falta, Marsal. Las violetas son livianas, y el camino lo conozco de memoria. Pero gracias de todos modos.
Él asintió, como resignado.
Aquella noche, mientras Andrés guardaba las herramientas y María Rosa recogía la mesa después de cenar, el silencio de la casa se llenó de una conversación tranquila. La lámpara de aceite proyectaba sombras largas en las paredes, y el aire olía a pan tostado y humo de leña.
—Hoy volvió Marsal —dijo María Rosa, con naturalidad—. Me trajo una navaja afilada, para cortar las cintas de las flores. Se tomó un café conmigo antes de que yo saliera al mercado.
Andrés levantó la vista, sorprendido, pero sin enojo. Conocía a Marsal desde niño, lo consideraba un hermano en muchos sentidos.
—Marsal es de fiar —contestó, con voz serena—. Siempre ha tenido buen corazón. No me extraña que se preocupe por ti.
María Rosa sonrió, aliviada. Lo último que deseaba era que Andrés interpretara mal esos gestos.
—Lo sé. Es solo que… a veces me parece demasiado atento. Como si quisiera ayudar en todo. Yo lo agradezco, claro, pero me pregunto si no será que se siente solo.
Andrés se encogió de hombros, sirviéndose un poco de vino en la copa.
—Puede ser. Marsal nunca ha tenido a nadie fijo a su lado. Pero no te preocupes, Rosa. Él sabe cuál es su lugar.
Ella asintió, aunque una leve inquietud le quedó suspendida en el pecho. No era desconfianza, sino más bien un presentimiento difuso, algo que no sabía explicar. Con el rostro cansado pero apacible, se acercó a Andrés y le pasó la mano por el hombro.
—A veces creo que no valoramos lo suficiente lo que tenemos —susurró—. A pesar de las dificultades, somos afortunados.
Andrés la miró y le tomó la mano, apretándola no solo con ternura, sino con la firmeza lujuriosa de un esposo que conocía cada rincón de su mujer, como si en ese simple gesto reclamara para sí lo que le pertenecía.
En la plaza del mercado, Marsal era el primero en acercarse para ayudar a Rosa a descargar el cesto, o para espantar a los chiquillos que a veces querían robar una flor. Siempre estaba cerca, siempre dispuesto. El pueblo lo miraba con simpatía: “¡Qué buen muchacho!”, decían. Nadie sospechaba que en cada gesto amable latía un deseo secreto, cada día más imposible de contener.
María Rosa acomodaba sus violetas sobre el mantel blanco. Su cesto, fresco y perfumado, atraía a las vecinas que buscaban un ramo para adornar la mesa o perfumar la casa. Estaba inclinada sobre la mesa, ordenando los ramilletes, cuando sintió detrás de sí la presencia firme de Marsal. Él se acercó tanto que la acorraló contra el borde, pegándole la verga dura a las nalgas, como si no pudiera contener el deseo que lo atravesaba.
—No deberías estar sola entre tanta gente —murmuró él, inclinándose lo suficiente como para que su voz rozara su oído—. Alguien podría aprovecharse de ti, incluso forzarte, y ni cuenta te darías hasta que fuera demasiado tarde.
María Rosa sonrió, algo nerviosa, sin levantar la vista de las flores.
—No estoy sola. El pueblo entero me acompaña.
Pero Marsal no se retiró. Se quedó junto a ella, demasiado cerca para pasar desapercibido, con una expresión que a ratos parecía protectora y a ratos demasiado intensa. Sus ojos recorrían cada gesto de la joven: la forma en que sus dedos ataban el lazo de los ramos, el brillo que el sol arrancaba de su cabello negro.
Ella lo notó, aunque intentó ignorarlo. Se dijo que era imaginación, que Marsal siempre había sido atento, pero en su piel quedó la sensación de estar siendo observada con una devoción distinta.
Cuando el bullicio del mercado fue bajando y María Rosa comenzó a recoger los últimos ramos, Marsal permaneció cerca, sosteniendo algún paquete, cargando un cesto, inventando excusas para no apartarse de ella. Nadie sospechaba lo que hervía en su interior, ni las ganas desesperadas que lo dominaban, como si solo pudiera apagar ese fuego intenso de una vez, hundiéndose en ella sin esperar más. Su mirada se deslizaba por el cuello de la joven, por la curva suave que el pañuelo no alcanzaba a cubrir, por los dedos que aún olían a flores frescas. Imaginaba, con una claridad ardiente que lo estremecía, cómo sería arrancarle ese pañuelo de un tirón, hundir la boca en su piel tibia, saborearla con lamidas lentas y voraces, descender por su pecho hasta empaparla de saliva, seguir ese camino de aromas y calor hasta hacerla retorcerse entre sus brazos, jadeante, pidiéndole más.
Cada paso que daba junto a ella, acompañándola por las calles de regreso, era un suplicio y un deleite. En su mente la veía detenerse, apoyarse en la pared de piedra, cerrar los ojos mientras él descendía a lametones lentos por su cuello, por su pecho, hasta hundirse en ella como quien bebe de una fuente secreta. El simple hecho de imaginarlo lo hacía respirar más hondo, apretando los puños para no delatarse; su verga, dura y tensa, pedía a gritos ser liberada, palpitándole bajo el pantalón como si también reclamara su parte.
—Gracias por ayudarme, Marsal —dijo María Rosa, sonriente—. Por una razón que de momento no entendía, se sentía cachonda, ganosa de tenerlo tan cerca. Y mientras lo miraba, se preguntaba en silencio si, llegado el caso de que él intentara algo, ella sería capaz de resistirse… de abstenerse.
Él asintió en silencio. Quería ser todo para ella: protector, amante, dueño. Quería arrancarla de esa inocencia que la mantenía a distancia.
Aquella noche, Marsal no pudo dormir. Se revolvía en la cama, con el cuerpo encendido todavía por la cercanía de María Rosa en el mercado, por la dulzura de su voz agradecida, por la forma en que sus labios se curvaban en una sonrisa inocente. Cerraba los ojos y la veía, no como la mujer de Andrés, sino como si ya fuese suya: arrodillada frente a él, bebiendo su semen, recibiendo en la piel cada lametón que había imaginado en la plaza.
Pero el despertar de esas imágenes traía de inmediato la sombra del obstáculo: Andrés. Su amigo, su hermano de toda la vida.
En su mente lo ensayaba con detalle: el sigilo de sus pasos bajo la luna, la respiración contenida antes de tocar la puerta, la voz baja que la tranquilizaría. Y luego, la cercanía, el roce de sus manos, el instante en que el aire cambiaría de aroma y de temperatura. Para entonces ya no habría vuelta atrás.
Esa noche, mientras repasaba ese plan, Marsal sentía en la piel el ardor de lo que todavía era fantasía. Su deseo lo empujaba más allá de la razón. No pensaba en el pecado ni en la traición, solo en la certeza de que María Rosa debía pertenecerle. Y cuanto más detallaba el plan, más real le parecía el momento en que, finalmente, ella quedaría atrapada en su abrazo.
Aquella noche lo invitó a pasar. Había abierto una jarra de vino casero para espantar la soledad, y ya se sentía un poco más suelta de lo habitual. Marsal aceptó de inmediato, sentándose frente a ella con esa sonrisa que parecía esconder algo más que cortesía.
—Brindo por tus violetas, Rosa —dijo él, levantando el vaso.
—Y yo por tu lengua —replicó ella entre risas, sin pensar demasiado—, porque siempre la tienes lista para soltar un verso o un cumplido. Fue un comentario lanzado sin medir las consecuencias, un gesto de coquetería ingenua que, sin proponérselo, encendió otra clase de fuego en la mirada de Marsal.
El comentario la hizo reírse sola, llevándose la mano a la boca. Marsal, en cambio, la miró con los ojos encendidos.
—Mi lengua sirve para más cosas —murmuró, inclinándose hacia ella. Su enorme miembro se irguió de inmediato con ese comentario valiente, marcando un bulto indomable bajo la tela que a Rosa le resultó imposible no notar.
El silencio que siguió pesó tanto como la confesión. María Rosa, entre mareada y divertida, bajó la vista al vaso y lo bebió de un trago. Cuando volvió a mirarlo, Marsal ya estaba más cerca, con la rodilla metida entre sus piernas, rozándole la falda, y así se quedó por un buen rato, firme, como probando hasta dónde llegaba su resistencia.
El silencio que siguió pesó tanto como la confesión. María Rosa, entre mareada y divertida, bajó la vista al vaso y lo bebió de un trago. Cuando volvió a mirarlo, Marsal ya estaba más cerca, con la rodilla metida entre sus piernas, rozándole la falda, y así se quedó por un buen rato, firme, como probando hasta dónde llegaba su resistencia. Ella se tensó de inmediato, apretando los muslos con un impulso nervioso, sin atreverse a apartarlo ni a ceder del todo.
Ella intentó bromear, pero la voz le salió más suave de lo que esperaba:
—Ay, Marsal… te pones atrevido.
La respuesta fue un beso robado, rápido al principio, pero pronto convertido en una embestida de labios y lengua que la dejó sin aire. Marsal no se había podido controlar, y ella solo jadeó intentando detenerlo con gestos vagos, como si su mente negara lo que su cuerpo ya aceptaba con una entrega inevitable. Intentó pedir piedad, balbuceando entre susurros cortados, pero su propio cuerpo la traicionó de inmediato: le pedía más y más. Habían bastado unos tragos de vino y un comentario atrevido para que, sin proponérselo, su carne clamara ser follada por otro hombre. Entre jadeos, alcanzó a murmurar un “eres un maldito”, como si quisiera fingir enojo, aunque la furia de sus palabras se quebraba en gemidos cada vez más rendidos.
El vino, el calor de la lámpara, la cercanía prohibida… todo la envolvía en una fiebre insólita. Su risa nerviosa se transformó en gemidos bajos cuando Marsal deslizó la mano bajo su falda, descubriendo la humedad que ya la delataba. En ese instante lo miró distinto: ya no solo como el muchacho servicial del pueblo, sino como un tipo duro y recio, de esos que no se amilanan ante nadie, un hombre fuerte que parecía dispuesto a tomar lo que quería. Esa rudeza, lejos de asustarla, le encendía la piel.
—Rosa… —susurró contra su cuello—, déjame hacerte mía como nunca tu marido lo ha hecho.
Ella, entre la risa floja y el jadeo, contestó:
—¿Y cómo sería eso, pillo?
Marsal no respondió con palabras. La giró con firmeza sobre la mesa, levantándole la falda hasta dejarle el culo bien expuesto, redondo y tentador, como dos manzanas maduras listas para morder. Se lo abrió con las manos, hundiendo la cara entre sus nalgas calientes, lamiéndole con hambre cada pliegue. Su lengua, húmeda y descarada, le recorrió el agujero del ano en círculos bruscos, hasta arrancarle un grito ahogado que mezclaba vergüenza y puro placer.
—¡Jesús, Marsal! —rio ella, mordiéndose los labios—. Me encanta que me hagan eso…
La tensión se volvió insoportable. Él se colocó detrás, frotando su verga dura y palpitante entre sus mejillas, mientras ella, todavía entre la risa y el mareo, se acomodaba para recibirlo.
—Por aquí, Rosa… —le susurró, empujando con fuerza contenida contra el ano.
Ella lo sintió, primero como un ardor extraño, luego como un estremecimiento que la hizo soltar una carcajada nerviosa, con el pecho pequeño agitándose bajo la tela como si también se burlara del pudor que intentaba mantener. En efecto, era una verga demasiado grande para un orificio tan pequeño, incluso a pesar de que la de Andrés entraba casi todas las noches allí. Pero Rosa no se quejó, al menos no intensamente; apenas dejó escapar un gemido ahogado, como si su propio cuerpo hubiera aceptado de inmediato esa invasión brutal.
—¡Ay, qué bruto! ¡Ahí no entra…!
Pero entró. Despacio, con firmeza, hasta que la risa se le quebró en un gemido ronco. La “cosa larga, gruesa, dura y caliente” de Marsal fue abriéndose paso, llenándola por atrás mientras ella, incrédula y excitada, no sabía si reírse o llorar de placer.
—¡Dios mío…! —jadeó—. Me estás partiendo… pero sabroso.
Marsal no se contuvo más. Cada embestida era un empujón brutal y perfecto, llenándola por completo, haciéndola vibrar desde el culo hasta el pecho. Rosa se arqueaba sobre la mesa, jadeando y aferrándose al borde, sintiendo cómo el miembro duro y grueso le quemaba cada músculo del ano. Cada vez que él se hundía hasta el fondo, sus gemidos se mezclaban con la risa ahogada y los jadeos, incapaz de creer lo que su cuerpo estaba aceptando.
—¡Ah…! —gritó, mientras sus caderas se movían casi solas, buscando más fricción, más profundidad.
Sus manos agarraban la madera de la mesa con fuerza, las piernas temblando, y el calor le subía hasta el pecho y los senos, que se agitaban con cada empuje. Su coño húmedo se contraía involuntario, incluso si el foco estaba en el culo, y sus bragas apenas contenían la humedad que goteaba sin pudor. Cada golpe de su miembro contra el ano le hacía perder un poco más el control: su mente intentaba negarlo, pero su cuerpo gritaba que lo quería, lo necesitaba.
Marsal comenzó a acelerar, las embestidas se volvieron rápidas y poderosas. Rosa jadeaba con fuerza, sintiendo cómo el calor se acumulaba en su vientre y entre sus piernas. Su trasero se movía bajo cada golpe, abriéndose más, aceptando sin resistencia la potencia de aquel hombre que la dominaba con su fuerza y tamaño. La sensación de estar llena, completamente tomada, la enloquecía; sus gemidos eran más largos, más desgarradores, mientras sus muslos se cerraban y abrían al compás del vaivén.
Entonces lo sintió: el calor intenso y húmedo subiendo por su espalda mientras Marsal llegaba al clímax. Su miembro, firme y caliente, tembló dentro de ella y comenzó a liberar su semen. Las primeras corridas golpearon su culo con fuerza, llenándola por completo; el calor húmedo se mezcló con la humedad ya presente, llenando cada pliegue. Rosa gritó, arqueándose más, sintiendo cada embestida interna que le quemaba la piel y la hacía temblar.
—¡Sí…! ¡Ahhh…! —jadeaba, mientras su cuerpo absorbía cada chorro que Marsal descargaba dentro de ella.
Él no se detuvo: su miembro seguía pulsando y bombeando, asegurándose de dejar cada gota en su culo, mientras ella jadeaba y se hundía sobre la mesa, con la cara sonrojada y la respiración entrecortada. Un hilo de baba y sudor se mezclaba con la humedad de su entrepierna; cada corrida la dejaba temblando, con la sensación de ser poseída por completo, pero incapaz de apartarse, deseando más aunque su mente intentara advertirle que aquello era un exceso.
Cuando finalmente él terminó, su miembro aún palpitaba dentro, y Rosa permaneció arqueada, sintiendo el calor de su semen dentro de sí, húmedo y pegajoso, mezclándose con su propia humedad. La respiración le volvió a un ritmo casi normal, pero el cosquilleo persistía: cada impulso, cada embestida, la había marcado, y ella sabía que su cuerpo jamás olvidaría esa sensación de plenitud violenta y deliciosa.
Cuando Marsal finalmente se retiró, Rosa permaneció arqueada sobre la mesa, con la respiración entrecortada y el cuerpo temblando. Sentía el calor persistente dentro de sí, la humedad mezclada con la sensación de haber sido completamente poseída. Sus manos temblaban al apoyarse en la madera, y sus pechos pequeños se agitaban con cada inhalación, todavía hipnotizados por la violencia exquisita de cada embestida.
Se incorporó lentamente, dejando que el calor bajara por sus piernas, mientras pasaba los dedos por su culo aún sensible, recordando cada embestida y cada chorro caliente que Marsal había dejado dentro de ella. Su cuerpo estaba exhausto, pero la excitación no desaparecía: un cosquilleo constante le recorría la piel, recordándole que había sido tomada, deseada, y que su propio deseo había respondido sin freno.
Se miró al espejo, viendo su rostro sonrojado y húmedo, y no pudo evitar una risa baja, temblorosa. Había sido intensa, arrasadora, y aunque sabía que lo que había sucedido podía considerarse transgresión, su cuerpo la delataba: disfrutaba de cada instante, cada violento y delicioso contacto. Su mente intentaba racionalizar, pero su carne aún pedía más, y la mezcla de vergüenza, placer y poder sobre su propio deseo la hacía sentir viva como nunca.
Rosa dejó escapar un último suspiro profundo, apoyando la cabeza sobre la mesa. Esa noche, su cuerpo había sido explorado, conquistado y lleno, y aunque sus pensamientos estaban enredados, una certeza se asentó dentro de ella: nunca olvidaría la manera en que Marsal había encendido cada centímetro de su piel, dejando su marca indeleble.
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