Límites borrosos
Hace unos meses empecé una relación con mi hijo, y me gustaría compartirles esa experiencia..
Una tarde llegué a mi casa con la sensación extraña de haber olvidado algo en el camino. El cielo estaba cubierto de nubes pálidas, y el silencio del apartamento me recibió como si me esperara. Dejé las llaves sobre la mesa, me quité los zapatos y, casi sin pensarlo, encendí la computadora.
Había pasado semanas sin hablarle. No porque no quisiera, sino porque algunas cosas necesitan pausa, distancia, y el deseo justo. Pero ahí estaba su mensaje, simple, directo, casi una invitación: «¿Jugamos otra vez?»
No lo pensé demasiado.
A los pocos minutos, escuché las notificaciones de sus mensajes eran todo lo que escuchaba. Lucas tenía dieciocho años recién cumplidos, y desde que se había ido de casa, el vacío llenaba la casa con una mezcla incómoda de distancia y fuerza. No nos mirábamos al chatear, solo se trataba de conversar, conversaciones diarias que de un momento a otro y casi sin percibirlo habían tomado un camino imprevisto, y ahora Lucas era más directo, ya no había ni el saludo su primer mensaje fue «¿Jugamos otra vez?» . Ahora siempre hacía eso: pasaba de largo las banalidades, como si al evitar eso evitara también todo lo que no queríamos decirnos.
Sabía que lo que hacíamos no era correcto, y al principio intentaba hacérselo saber.
Con frases veladas, advertencias suaves, como si bastara con nombrar el peligro para que retrocediera. Pero Lucas no retrocedía. Y con el tiempo, yo también dejé de resistirme. No por deseo, al menos no uno simple, sino por esa necesidad confusa de llenar algo que nos faltaba. Algo que tal vez ninguno de los dos sabía nombrar.
Lucas me halagaba, así habíamos comenzado, diciéndome que extrañaba despertarse y verme en las mañanas, me confesó que siempre dedicaba unos momentos a mirarme completa, aprovechando que siempre me vestía en las mañanas en unas batas que yo en ningún momento había percibido como muy reveladoras, pero ahora sabía que si eran. Se concentraba aparentemente en mis piernas, la bata apenas cubría mi cola y eso, evidentemente permitía que la piel de mis piernas pudieran ser un espectáculo para sus ojos, también, me confesó que dependiendo del color de mi ropa interior, está también se hacía visible. Yo no me colocaba sujetador, mis senos son demasiado grandes y siempre buscaba la comodidad dentro de mi propia casa y nunca sospeché y además Lucas nunca me lo hizo saber que eso le causaba ansiedad. Ahora me confesaba que veía la división de mis pechos que incluso podía percibir mis pezones a través de la tela. Decía que era preciosa, que le gustaba mi cara y mi cuerpo. Por algún descuido en ocasiones los pezones quedaban visibles por movimientos que hacía durante el día y eso lo volvía loco. Cuando me sentaba se dedicaba a mirar en medio de mis piernas, la bata se abría lo suficiente para que él tuviera acceso a mi intimidad y según él, me decía que podía percibir como se me partía la raja, como él la llamaba.
Afuera, la lluvia empezaba a caer. Fina, constante, casi como una advertencia suave del mundo real. Adentro, su mensaje seguía en la pantalla, esperando.
Mis dedos temblaban ligeramente sobre el teclado, no de miedo, sino de memoria. Porque sabía que yo era la culpable de lo que él me confesaba
En el interior de mi habitación sentía el frío y el silencio.
La única luz visible era la de la pantalla, parpadeando como un faro en medio de la nada. Al otro lado estaba Lucas, que no dejaba de escribirme. Sus mensajes llegaban uno tras otro, sin pausas, como si las palabras le brotaran de un lugar que no conocía descanso.
Yo los leía uno a uno, sin responder.
Él sabía que estaba ahí, que leía. Siempre lo sabía.
Era parte del juego: la espera, la tensión, la presencia invisible.
Afuera, la ciudad seguía viva, indiferente. Pero aquí dentro, el tiempo parecía detenido entre líneas, entre frases que cargaban más de lo que decían.
«Verte caminar y mover esas piernas era lo mejor.»
«Jamás olvidaré cuando tus tetas se te salían cuando tomabas el primer café de la mañana.»
«Me encantaba que fueras tan liberal conmigo.»
Frases que no necesitaban explicarse, porque el vínculo —esa cosa extraña y peligrosa que habíamos construido.
Y sin embargo, ahí estaba: latiendo con cada notificación.
Me envolví con la manta, no por el frío, sino como un gesto reflejo de protección. Pero no había abrigo para esto. No para lo que sentía. No para lo que él despertaba en mí.
Las conversaciones siempre terminaban igual.
Después de que él me decía todo lo que le nacía —esas confesiones que llegaban con la naturalidad de quien no conoce límites—, yo le respondía con lo único que aún podía decirle sin dudar: “Te amo.”
Era verdad.
Pero también era una forma de cerrar el círculo, de protegernos de lo que no sabíamos enfrentar. Después venía la despedida. Siempre breve, casi ritual.
«Duerme bien.»
«Mañana hablamos.»
Pero esa noche ocurrió algo distinto.
Lucas escribió:
«El viernes empiezan mis vacaciones. Quiero verte.»
El mensaje se quedó ahí, suspendido, como si las palabras hubieran abierto una grieta.
Sentí un nudo seco en la garganta.
No era miedo exactamente. Era algo más complejo: una conciencia repentina del cuerpo, del tiempo, del espacio que nos separaba y que ahora iba a desaparecer.
Después de meses hablando desde la lejanía, después de haber transformado nuestras palabras en un refugio íntimo, ahora la realidad se acercaba con pasos pesados.
Él vendría. Lo volvería a ver.
No como el niño que se fue. No como el hijo que recordaba.
Sino como este otro: el que me escribía sin filtros, el que ya no preguntaba si estaba bien hablar así, el que me empujaba a un lugar del que no sabía cómo salir.
Mi respuesta tardó más de lo habitual. Me limité a escribir:
«¿Cuándo llegas?»
No era lo que quería decir. Pero fue lo único que pude.
El aeropuerto tenía ese ruido sordo de lugares donde la gente espera sin saber qué hacer con las manos. Yo estaba ahí, de pie, con los brazos cruzados, mirando la puerta de llegadas como si esperara a alguien que no conocía.
Y en cierto modo, así era.
Lucas apareció entre la gente con una mochila al hombro y esa forma suya de caminar: pausada, como si no temiera llegar tarde a nada. Nos miramos. No sonrió. Yo tampoco. Solo un leve asentimiento, apenas perceptible, y luego el abrazo: breve, contenido, extraño. Como si ambos supiéramos que cualquier gesto de más podría desbordar lo que tanto habíamos contenido.
El trayecto a casa fue un paisaje de silencios. El motor del carro y el murmullo de la calle parecían más ruidosos de lo habitual. Yo manejaba con la vista fija al frente; él iba al lado, mirando por la ventana, como si todo lo que necesitara decirse estuviera allá afuera, y no entre nosotros.
Ninguno habló del viaje, ni de la casa, ni de cómo nos veíamos después de aquellas charlas.
El silencio no era incómodo por lo que faltaba, sino por lo que ya estaba ahí.
Cruzamos la puerta de casa y el mundo se volvió más pequeño. Cada objeto, cada rincón, tenía una memoria que ahora se sentía ajena. Nos movimos como huéspedes en la vida del otro. Comimos sin hablar demasiado. Él se duchó, dejó su mochila junto a la escalera, y pasó el resto del día conversando conmigo sin realmente hacerlo.
La noche cayó y con ella, la sensación de que estábamos atrapados en una quietud frágil.
Me acerqué a él, lo bese en la frente, él estaba sentado, con la mirada baja, como si también buscara la forma de sobrevivir ese primer día.
—Bueno, Lucas —dije, con una suavidad que no me reconocí—, iré a dormir. Dejé tu habitación lista para que te acomodes.
Me miró por un segundo. Asintió en silencio.
Y sin decir nada más, me fui a la mía.
Cerré la puerta despacio. Me apoyé contra ella, respirando hondo.
Me quité la ropa del día lentamente, como si desvestirme fuera también una forma de despojarme del peso de las últimas horas. La luz tenue del corredor se filtraba por debajo de la puerta, dibujando una línea dorada sobre el suelo de madera.
Cuando el sujetador cayó al suelo con un leve susurro de tela me metí bajo las sábanas.
Mi cuerpo estaba tibio, pero por dentro sentía algo parecido al hielo.
Cerré los ojos con la esperanza de dormir, pero el sueño no llegaba.
No podía evitar pensar en Lucas, en su silencio, en su mirada esquiva durante la cena.
En lo que no dijimos.
En lo que sí habíamos dicho, semanas atrás, sin mirarnos a la cara.
La casa, aunque en calma, parecía respirar distinto ahora que él estaba dentro. Cada pequeño ruido —una tabla que crujía, el zumbido lejano del refrigerador— me hacía más consciente de su presencia, apenas a unos metros.
Delgada, ineludible.
Me giré hacia el otro lado de la cama y hundí el rostro en la almohada, como si pudiera esconderme de mí misma.
No era culpa.
No exactamente.
Era algo más hondo, más difuso: una mezcla de memoria, deseo de redención, y un miedo callado a lo que pudiera pasar en los días que venían.
Y así, sin poder encontrar descanso, seguí ahí.
Escuchando el silencio, imaginando los pasos que no se daban.
De pronto, una notificación.
El sonido fue suave, casi imperceptible, pero suficiente para arrancarme del torbellino de pensamientos en que me había hundido.
Alargué el brazo y tomé el celular desde la mesa de noche.
La pantalla iluminó mi rostro en la oscuridad.
«¿No puedes dormir?»
Era Lucas.
Sentí una punzada leve, no en el cuerpo, sino más atrás, en ese lugar donde se guardan las cosas que uno preferiría olvidar.
Dudé unos segundos.
Pude haber ignorado el mensaje. Apagar el celular. Fingir que no lo había leído.
Pero mis dedos, traicioneros, ya estaban escribiendo antes de que pudiera decidir.
«No.» —envié.
No hizo falta decir más.
Él también sabía que el insomnio no venía del café ni del ruido de la ciudad.
Venía de lo no resuelto. De lo que flotaba entre nosotros desde que volvió.
El silencio duró apenas unos segundos, y otra notificación apareció.
«¿Puedo ir a hablar contigo un momento?»
Mi corazón se tensó.
No por la pregunta, sino por lo que implicaba: un cruce de umbrales.
De puertas.
De todo lo que, hasta ahora, habíamos contenido entre líneas.
Miré la puerta. La línea de luz seguía ahí, delgada, inmutable.
Y en mi mano, el celular brillaba, esperando una respuesta.
Sí, contesté.
Una sola palabra. Sin adornos. Sin excusas.
La envié y dejé el celular boca abajo sobre la mesa de noche.
El silencio volvió, pero ahora era distinto. Expectante.
Unos segundos después, escuché la puerta abrirse con suavidad. No chirrió, no crujió, como si incluso la madera comprendiera que algo frágil estaba ocurriendo.
No encendí la luz. No era necesario.
Lo sentí.
Su presencia llenó el cuarto como una corriente leve, apenas un cambio en el aire. Caminó despacio. No dijo nada. No hizo falta.
El colchón se hundió levemente a mi lado.
Sentí el roce de las sabanas al moverse, la respiración contenida de alguien que tampoco encontraba paz.
Me abrazó, su mano se hundió en mi pecho izquierdo. Suspiré y cerré los ojos.
Sentí el calor de su aliento en mi cuello y el temblor sutil que nace cuando dos soledades se reconocen en silencio.
La noche parecía más densa, más real, como si cada segundo durara el doble.
Y aun así, no había miedo.
Había algo más difícil de nombrar: el peso de lo no dicho, la compañía de lo que se intenta negar.
Lucas tomó su mano que había aprisionado mi pecho y la recorrió por todo mi cuerpo con una caricia lenta, como si leyera en mi piel algo que solo él entendía.
Mi vagina, cubierta por un calzón amarilla, era el único obstáculo, con mi mano la hice a un lado sin moverme hacia él, para permitirle sentir mi intimidad. Sentía los movimientos de él detrás de mí, sospechaba que se estaba desnudando, y algo, difícil de nombrar, comenzaba a suceder.
Sonreí inevitablemente cuando sentí que él acomodaba su rostro entre mis piernas. Me enderecé, acostándome boca arriba y dándole vía libre. La sabana ahora descansaba en el suelo de la habitación. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al notar el roce cálido de su lengua en mis labios vaginales, y cerré los ojos, entregándome al momento sin decir una palabra.
Mis suspiros se volvían más audibles, cada vez más difíciles de contener, a medida que él se entregaba y mojaba con su saliva toda mi intimidad. Sentía su respiración cálida allí mismo, el ritmo pausado pero decidido de su boca explorando con devoción cada rincón de mí vagina.
No había palabras. Solo el lenguaje del cuerpo, ese que no necesita traducción.
Me aferré a las sábanas, no por pudor, sino para no perderme en la oleada de sensaciones que me recorrían entera. Cerré los ojos. Cada caricia suya con la lengua era un fuego distinto, una forma nueva de decir te deseo, sin pronunciarlo.
Era lento, atento, como si buscara en mi reacción las respuestas, como si su único propósito fuera hacerme olvidar el mundo y recordarme a mí misma.
Y yo, entre jadeos cada vez más desordenados, ya no pensaba. Solo sentía.
Y me dejaba llevar.
Después, lo sentí moverse. Se acomodó sobre mí con torpeza contenida, como quien se aproxima a algo sagrado y frágil a la vez. Su respiración era pesada, irregular, y su cuerpo temblaba con un deseo que ya no sabía disimular.
Se detuvo.
Su pene rozaba mi vagina, y sus manos temblaban apenas al sostenerse sobre mi cuerpo.
Hubo un instante de silencio denso, cargado de algo que no era duda, sino miedo.
Lo sentí titubear, como si una parte de él quisiera seguir y otra, más profunda, se resistiera. No se atrevió.
Y sin embargo, el deseo que lo desbordaba ya no podía quedarse dentro.
Un gemido ahogado escapó de su garganta cuando se tensó repentinamente y su semen se derramó sobre mi vagina y sobre mi vientre, mi piel, allí donde todo había comenzado.
Sus ojos estaban cerrados. Los míos también.
Ninguno habló.
Éramos solo respiración, pulsos desordenados y una intimidad que había cruzado una línea invisible.
No hubo juicio. Solo ese silencio después del temblor, como si el mundo, por un momento, hubiese dejado de girar.
Con la respiración aún entrecortada, llevé una mano hasta mi vientre, donde el calor aún se sentía reciente.
Mis dedos se deslizaron por mi piel, recogiendo el semen que él había derramado sobre mí.
Lo observé unos segundos, como si quisiera comprender lo que acababa de ocurrir solo con el tacto.
Y luego, casi sin pensar, llevé los dedos a mis labios.
Lo hice con lentitud, con una calma extraña, como quien atraviesa un umbral que ya no se puede desandar.
Él me miraba en silencio. No dijo nada.
Lo vi levantarse con prisa, como si un impulso lo hubiera arrastrado fuera de la habitación. Su mirada estaba turbia, distante, como si buscara algo, un refugio que no encontraba.
Se quedó parado junto a la cama, su respiración aún descontrolada, como si no supiera cómo procesar lo que acababa de suceder. No hizo nada por ocultar su confusión, pero su cuerpo temblaba, como si estuviera atrapado entre la necesidad de huir y la certeza de que ya no podía deshacer lo ocurrido.
Me acomodé lentamente mi calzón, sintiendo el semen empapándolo y pegándolo aún más a mi piel, lo que no se podía borrar tan fácilmente. Él no me miraba, no dijo una palabra. El silencio entre los dos se hizo denso, casi insoportable.
Quise decir algo, pero no pude.
Nada de lo que dijera podía borrar el momento.
Finalmente, dio un paso atrás y salió de la habitación sin mirarme.
La puerta se cerró suavemente detrás de él, dejándome sola, con el eco de lo no dicho resonando en el aire.
Esa noche, en mis sueños, todo era difuso. Caminaba por la casa, pero las paredes parecían desvanecerse, como si nada fuera real. Lucas no estaba allí, pero su presencia lo invadía todo, como un peso invisible que me acompañaba. De repente, me vi en mi habitación, y sentí su aliento cerca, esa misma sensación que me había dejado en la realidad, el calor de su semen aún en mi piel.
Intenté despertar, pero el sueño me atrapaba. En el espejo, mi reflejo ya no era el mismo, mis ojos vacíos me devolvían una mirada perdida. Sabía lo que había sucedido, lo que no podía borrar. Y aunque trataba de huir, me encontraba atrapada en ese ciclo, entre lo que deseaba y lo que me aterraba. La puerta se cerraba una vez más, dejándome sola en la quietud de lo no resuelto.
A la mañana siguiente, el sueño aún me pesaba en los ojos. Me levanté lentamente, como si el aire estuviera más denso. En la cocina, el sonido de la cafetera me sacó del trance, pero la leche reseca en mi vientre me recordó la extraña noche. Tomé un vaso de agua, pero el sabor era amargo, como si no pudiera calmar lo que seguía doliendo en mi pecho.
Lucas no estaba, pero su ausencia era más palpable que su presencia. Todo parecía distante, como si la rutina intentara esconder lo que no podía borrarse.
Lucas despertó con el sonido de la cafetera, y al entrar en la cocina, se quedó parado en la puerta por un instante. Sus ojos me recorrieron en silencio, me había colocado la bata que tanto le gustaba y mis senos se desbordaban por la parte superior, inmediatamente cambió su postura. No hacía falta mirar mucho para saberlo: percibí su erección, y no pude evitar que el pensamiento llegara rápido, casi sin quererlo. Me miraba con algo más que incomodidad, como si la distancia que había entre nosotros no bastara para frenar lo que ya había comenzado a crecer.
La tensión era palpable, cargada de algo que ninguno de los dos sabía cómo enfrentar. Y, en ese momento, me sentí llena de una mezcla de irritación y una extraña fascinación. Ese pene, esa verga de deseo que ya no podía ignorarse. Mi cuerpo lo sabía antes que yo.
Me di la vuelta, esperando una reacción de su parte, como si al apartarme de él, pudiera distanciarme de lo que estaba ocurriendo entre nosotros. El aire se volvió denso, cada uno de mis movimientos cargados de incertidumbre. En ese momento, sentí que Lucas me observaba con una mezcla de deseo y desconcierto, su cuerpo erguido, casi rígido, y pude percibir, sin necesidad de mirarlo directamente, cómo levantaba mi bata, dejando a la vista mi cola.
Percibí su incomodidad, pero estaba dispuesta a sobreponerme. Mi bata cayó al suelo, deslizándose como una sombra que se desvanecía. El aire frío tocó mi piel, y con cada segundo que pasaba, el silencio entre nosotros se hacía más profundo, más pesado. Él no se movió, y yo tampoco, como si ambos estuviéramos atrapados en ese instante, esperando una señal que nunca llegaba.
Esperé, y por un momento, todo lo que había entre nosotros quedó suspendido, en ese espacio entre lo dicho y lo no dicho. El tiempo pareció detenerse, y en ese segundo, todo lo que había sido antes de ese momento ya no importaba. Mi corazón latía fuerte, pero mis palabras no salían. Estaba allí, esperando a que él hiciera lo siguiente, esperando, tal vez, que la historia siguiera sin que ninguno de los dos pudiera escapar de lo que se había tejido en ese aire tenso.
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