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Dominación Mujeres, Fetichismo, Heterosexual

Lo que vivía entre la ropa sucia

La vi en la calle, sucia, sudada, sin brasier. La subí al coche, me dejó olerle las axilas llenas de vello. En mi casa la até, la usé, la marqué con mi olor. Se entregó como una perra… y luego desapareció. Desde entonces la busco. Si eres como ella, escríbeme: [email protected].

La que vivía entre la ropa sucia”

Iba manejando por una zona que apenas conocía. La calle estaba casi vacía, salvo por una figura sentada en la banqueta, rodeada de montones de ropa vieja y maloliente. Una mujer. Me llamó la atención de inmediato. No porque fuera bella en el sentido típico, sino por algo más… visceral.

Estatura media, delgada pero con buenas curvas. Ropa sucia, un pantalón manchado, una camiseta sin forma que se le pegaba al pecho sin esconder nada. Sin brasier. Y debajo, dos pezones marcados como si el frío o el descaro fueran sus únicos compañeros.

Me detuve. Bajé la ventana.

—Oye, ¿la calle Cerezo está cerca?

Ella levantó la cabeza, despeinada, con la cara manchada de mugre. Su gorra rota apenas le cubría el desorden del cabello. Me miró con sorpresa, pero respondió con una voz suave:

—No… vas al revés. Es para allá —dijo, alzando el brazo para señalar.

Y entonces lo vi.

Su axila. Una mata de vello negro, tupido, brillante de sudor seco. La piel manchada por días sin jabón. Me quedé en silencio unos segundos, paralizado. Una corriente me recorrió el cuerpo. Esa axila… sucia, tan natural, tan brutalmente excitante. Y encima, los pezones. Marcados, puntiagudos, como llamándome.

La miré, sin poder evitarlo, con una mezcla de deseo y perversión. Ella se dio cuenta.

—¿Te pasa algo? —preguntó, con media sonrisa. Sabía lo que había visto. Sabía el efecto.

—Sube.

—¿Qué?

—Sube al coche. Quiero hablar contigo. Te puedo dar algo… si aceptas.

Me miró, evaluándome.

—¿Hablas de dinero? ¿Y a cambio de qué?

Sonreí. Apagué el motor.

—Lo sabrás cuando cierres esa puerta.

Ella dudó un momento. Se puso de pie, sacudiéndose el pantalón. Caminó lento, sin miedo. Subió al asiento del copiloto y cerró.

—¿Y bien? ¿Qué te traes entre manos, extraño?

—No soy un hombre bueno. Pero sé que tú tampoco eres una niña buena.

—Entonces… dime qué quieres.

Le señalé su axila.

—Déjame olerla. Tócate mientras lo hago. Si me vuelvo loco, te llevo a mi casa. Ahí te pago lo que quieras. Pero yo mando.

Ella se echó a reír, una risa ronca, rota, como si hacía años que nadie la ponía en juego.

—Eres un enfermo… —dijo bajito, con burla—. Pero me gustas.

Se levantó la manga y me la acercó, lenta. Cerré los ojos. Me incliné.

El olor era fuerte. Real. Excitante como una droga. Me sentí atrapado.

—Quiero más —le dije con la voz ronca.

Ella se mordió el labio, y con voz baja me dijo:

—Entonces pon en marcha el auto… y hazme tuya como un maldito enfermo.

Ella me miraba con esos ojos que lo decían todo. Había algo salvaje en su forma de estar sentada, sin miedo, como si el mundo le hubiera arrancado todo menos su orgullo.

—¿Entonces te gustan las axilas sucias? —me dijo en tono provocador, levantando un poco más el brazo, dejándola expuesta como un trofeo sucio y natural.

Asentí con la mirada clavada en ese rincón de su cuerpo. El vello estaba espeso, enredado, con gotas secas de sudor viejo. El olor se sentía aún sin acercarme del todo. No era suave. Era fuerte, directo, brutal. Y me hacía latir por dentro.

Me acerqué. Lentamente. Saqué la lengua, primero rozándola. Ella jadeó leve, como si le sorprendiera que realmente lo hiciera. Después, la lamí con más fuerza, profundo, sintiendo el sabor amargo, la textura de los pelitos mojados, el calor.

Ella soltó un suspiro entre mezcla de risa y lujuria.

—Estás más loco de lo que pensé…

—Y tú más rica de lo que imaginé.

Me pasé al asiento del copiloto, subiéndome encima de ella, sin quitarle los ojos de encima. Le sujeté la muñeca y la dejé con el brazo levantado, expuesta, vulnerable. Volví a chuparla, más fuerte, ahora metiendo la nariz, embriagándome con ese olor que me volvía salvaje. Me frotaba por encima del pantalón, sintiendo que estaba a punto de estallar.

—Hueles a puro pecado, —le susurré en el oído.

Ella rió, entre perversa y sorprendida.

—Nunca pensé que a alguien le calentara esto…

—No soy alguien. Yo soy el que te va a tratar como la perra que eres, si tú lo quieres.

Ella se quedó seria un segundo. Luego asintió.

—Quiero.

La tomé del cuello con suavidad, firme. Le pasé la lengua por el cuello, bajé hacia su pecho, ahí donde los pezones marcaban la camiseta sucia como dos armas cargadas.

—¿Y si te pido que me la chupes aquí mismo…? —le dije en voz baja, casi como una orden.

Ella se relamió los labios.

—¿Y qué gano?

—Lo que tú quieras. Dinero, comida, un baño, una cama… o más de mí.

Ella se agachó, despacio. Me bajó el cierre con la lengua afuera.

—Entonces quédate quieto… y déjame ganármelo.

Y ahí, dentro del coche, en medio de la calle silenciosa, el interior se llenó de sus movimientos, su boca húmeda, sus sonidos prohibidos.

No era amor. Era necesidad. Lujuria. Un encuentro sucio entre dos almas rotas, donde por unos minutos, el asco se volvió deseo… y la calle fue un altar de pecado.

Ella seguía entre mis piernas, como si chuparme fuera su forma de sobrevivir. Me miraba desde abajo con los ojos encendidos de deseo y malicia, su boca dejándome empapado, babeando sin pudor, como si cada lamida fuera un desafío.

—¿Así te gusta, degenerado? —me dijo, con la voz ronca, escupiéndome despacio mientras su mano se deslizaba con fuerza. Su saliva chorreaba, caliente, sucia, perfecta.

—Más. Dámelo todo, perra —le respondí, sujetándole el cabello con una mano y presionando su cabeza contra mí con la otra.

Y ella lo hizo. Se lo tragó sin miedo, sin piedad. Me estaba drenando, deshaciendo, volviéndome nada con la boca.

Cuando por fin paró, jadeando, con el rostro lleno de lo que quedaba de mí, la miré con una sonrisa torcida.

—Quítate los pantalones —le ordené.

Ella lo hizo, sin una sola palabra. Obediente. Entregada. Una puta sin reglas, hecha para mí.

Me recosté hacia atrás, abriendo más las piernas, dejándome al descubierto, sin vergüenza.

—Ahora ven… termina el trabajo. Baja la cabeza. No pares hasta que te diga.

Ella dudó un segundo. Me olió.

—Estás sucio.

—Por eso lo quiero. Porque tú también lo estás. Y esto no es ternura. Esto es puro pecado.

Ella bajó lentamente. Su lengua, temblorosa al principio, pronto se volvió atrevida. Se entregó con esa mezcla de obediencia y deseo animal. Cada lamida era un golpe eléctrico. El calor, la humedad, el atrevimiento… Todo era tan real que apenas podía controlarme.

Cerré los ojos. Me dejé llevar.

Ella gemía bajito, como si le gustara tanto como a mí. Como si en ese momento, en ese rincón de suciedad y placer, fuera libre.

—Dame más, maldita sea —le dije entre dientes, con los dedos hundidos en su cabello.

Y ella lo hizo.

Porque a veces el infierno huele a sudor, saliva y pecado… y aún así, uno se mete hasta el fondo.

La llevé a casa. No dijo ni una palabra en el camino. Sólo iba con la mirada perdida, el cuerpo flojo, la piel brillando por el calor acumulado, por la suciedad, por todo lo que le colgaba entre la ropa. Me excitaba verla así: auténtica, cruda, ajena a lo que el mundo llama limpieza o pudor.

Al cerrar la puerta, le ordené:

—Desnúdate. Quiero verte como eres.

Ella se quedó inmóvil un segundo. Luego se quitó la camiseta, sin apuro. Sus senos cayeron pesados, libres, firmes, con los pezones endurecidos como si nunca hubieran conocido el frío de una ducha. Me relamí.

Después bajó el pantalón. El aroma se expandió en el aire, denso, fuerte, salvaje. Su ropa interior era una tela vieja, húmeda, marcada. Y debajo de ella, lo que vi me dejó sin aire.

Una selva espesa, negra, indomable. Vello que subía por su vientre hasta tocarle el ombligo. Pelos gruesos, largos, sin recorte, sin cuidado. Una mata que cubría todo como un símbolo de abandono… y de poder.

Me arrodillé frente a ella. No la toqué aún.

—No te has bañado en días, ¿verdad?

Ella sonrió, desafiante.

—No.

—No te limpiaste nada. No te cambiaste. Y hueles… a ti. A calle, a deseo, a bestia.

—¿Y eso te prende?

Me acerqué más, la nariz contra su vello. Inhalé hondo. El olor era agrio, puro, intoxicante. Me temblaron las piernas.

—Mucho más de lo que debería.

Le bajé lentamente la tela, y la lancé lejos. Ella abrió un poco las piernas, ofreciéndose como una diosa sucia y salvaje. Su piel tenía rastros de todo: sudor, polvo, y algo más. Entre sus piernas no había nada suave, sólo humedad y pelo enredado.

—Quiero perderme ahí —le dije—. Quiero embarrarme con tu olor. Quiero que me ensucies todo.

Ella soltó una carcajada rota, obscena.

—Entonces hazlo, enfermo. Métete en mí como si no existiera el agua.

Y lo hice.

Me perdí en esa selva oscura, entre olores fuertes y texturas reales, con mi lengua, mis manos, mi cara. Ella gemía como si la suciedad fuera parte del orgasmo. Como si mi obsesión la hiciera sentir más viva que nunca.

Era salvaje. Era prohibido. Era perfecto.

Ella me empujó hacia la cama como si ya no necesitara permiso. Su cuerpo sucio, sudado, cubierto de vello, se movía con una seguridad que me rompía por dentro. Estaba desnuda, desvergonzada, con los senos rebotando, su entrepierna empapada y peluda, húmeda por sí misma, sin necesidad de juegos previos. Era puro instinto.

Se montó sobre mí. No me dejó mover ni hablar. Me clavó las rodillas a los costados, y me miró desde arriba con esa mezcla de burla y lujuria.

—¿Te gusta así, pervertido? —me escupió en el pecho—. Toda sudada, sin lavarme ni un centímetro… y tú rogando por olerme.

Me reí entre dientes, jadeando.

—Tú me enfermas.

—¿Sí? Pues prepárate para que te enferme más.

Se frotó lentamente contra mí, dejando todo su calor, su humedad, su aroma pegado a mi piel. Cada movimiento era una declaración de guerra. Me restregaba su monte cubierto, sus pelos gruesos raspándome el abdomen, su olor invadiéndome por completo. Sudor viejo, jugo fresco, piel sucia. Una tormenta de placer visceral.

—Eres mío ahora. Mi juguete. Mi perro.

Me sujetó del cuello, se inclinó, y me obligó a olerla de nuevo, apretando su vientre peludo contra mi cara.

—Huele bien, ¿verdad? Tan podrida, tan mía… y tú queriendo lamerme como si fuera un postre.

Me dejé hacer. No tenía opción. Estaba duro, perdido, rendido.

Ella se tocaba encima de mí, los dedos hundidos entre su vello húmedo, sus gemidos roncos como gruñidos. Bajó su torso, con el cabello pegado a la frente, el sudor cayéndole de los senos.

—Dime que me quieres así. Que me quieres cochina. Sin bañar, sin limpiar, sin perdón.

—Te quiero así. Sucia. Asquerosa. Irresistible.

Ella gritó de placer como un animal herido. Y en ese instante entendí que ya no había vuelta atrás.

No era sexo.

Era suciedad sagrada.

Cuando me harté de verla moverse a su antojo, la tomé de los brazos y la empujé contra el piso, como se hace con las bestias salvajes. Cayó de rodillas, con el pelo sucio enredado, el sudor pegándole al cuello, y los pezones duros colgando bajo la presión de su pecho. Gateó, obediente, pero con una sonrisa torcida, como si hubiera estado esperando que la domara.

—Eres una perra —le escupí en la nuca, jalándola del cabello hacia atrás.

Ella se relamió los labios.

—Entonces trátame como una.

Le até las muñecas con mi cinturón, firme, sin cuidado, y la jalé por el pasillo como si fuera un animal en celo. Se arrastraba, gruñía, gemía bajo, con la espalda arqueada y las piernas abiertas como una ofrenda sucia. No le di descanso.

—A tu lugar —le ordené, señalando el rincón junto a la cama, como si fuera su guarida.

Ella obedeció.

Me senté en la orilla. Ella gateó hasta mí, desnuda, amarrada, chorreando deseo. Me miró desde abajo, tragándose la humillación como si fuera ambrosía.

—Hazlo bien —le dije—. Como si fueras mi propiedad.

Y lo hizo. Con fuerza. Con hambre. Con una entrega que no necesitaba palabras.

La sujeté de la cabeza. Le marqué el ritmo. La usé.

—Traga —le ordené, jadeando con los dientes apretados.

Y ella tragó. Como si fuera un premio. Como si fuera adicta a todo lo que yo era, incluso a lo que otros considerarían despreciable. A mí eso me volvía más bestia.

Cuando terminó, con la cara llena de saliva y ojos llorosos, la dejé ahí, jadeando en el piso.

—¿Qué eres tú? —le pregunté, caminando en círculos.

—Tuya. Tu perra. Tu maldita adicción sucia —me respondió, sin dudar.

La levanté de los cabellos y la empujé sobre la cama.

—Y ahora… te voy a marcar como tal.

La arrojé sobre la cama como si no valiera nada… pero sabiendo que para mí, valía justo por eso: por dejarse tratar así, por ofrecerme su cuerpo sucio, su olor fuerte, su lengua hambrienta, su alma rota.

Ella jadeaba como una presa dominada, pero en sus ojos brillaba el placer más oscuro.

—¿Sabes lo que mereces? —le dije mientras me quitaba el cinturón.

—Dímelo, amo. Dímelo con esa boca sucia que me hace temblar —susurró, retorciéndose con los brazos aún atados.

—Mereces llevar mi marca. Para que hasta el último rincón de tu cuerpo diga que eres mía.

Ella sonrió. Esa sonrisa salvaje, demente.

—Hazlo. Marca esta perra. Déjame oliendo a ti. A tu sudor. A tu piel. A tu maldita locura.

Me acerqué. La tomé del cuello y la obligué a quedarse boca abajo. Le abrí las piernas. Olía a pecado, a calle, a fluidos viejos, a deseo fermentado. Esa mezcla me enloquecía.

Saqué el cinturón. No para golpearla. Para pasarle el cuero por la espalda, lento. Para que sintiera cada línea, cada fibra del material.

—Este olor… —le dije acercándome a su oído— es el mío. Y lo vas a llevar encima hasta que lo ruegues.

Ella se arqueó como si mis palabras fueran fuego.

Me escupió con rabia:

—No voy a rogar. Lo quiero. Quiero que me uses, que me embadurnes, que me dejes con el cuerpo lleno de ti. De lo que otros no soportarían… pero yo sí.

La marqué con mi olor. La froté. La presioné. Dejé mi sudor, mi esencia, mi aliento caliente en cada parte de su piel.

Luego la volví a hacer gatear. Le metí el rostro entre mis piernas. No tenía que hablar. Ya sabía lo que hacer.

Lo hizo.

Con desesperación.

Con esa hambre que sólo tienen las mujeres que disfrutan ser propiedad.

Al terminar, cayó rendida. Y antes de dormirse, me miró con los ojos nublados, susurrando:

—Ahora sí… soy tuya. Hasta que se me borre el alma con tu olor.

Desperté y ella ya no estaba.

La cama seguía caliente. El cinturón tirado en el suelo. El aire aún olía a ella… a esa mezcla brutal de sudor, feromonas, calle y sexo sin control. Pero su cuerpo, su mirada salvaje, su lengua enferma de deseo… se habían esfumado.

No dejó nota. No pidió nada. Se fue como llegó: descalza, sucia, libre.

Los días siguientes fueron un infierno.

Revisé esa esquina cada noche, buscando entre la ropa tirada. Bajé los vidrios del coche esperando ver su silueta. Olí camisetas viejas con la esperanza de encontrar rastros de ella. Caminé por barrios olvidados, siguiendo olores, voces, pasos. Como un perro en celo buscando a su perra sagrada.

Pero nunca volvió.

Y sin embargo, la tengo aquí, clavada en la mente. En cada prenda que no huele a perfume, en cada mujer que se muestra sin pudor, en cada vello que asoma donde no “debería”.

Y aquí estaré. Esperando a otra como ella.

O tal vez… a ti.

⸻

Si eres una mujer sin miedo, vulgar de alma, sucia de cuerpo y libre de juicio… si disfrutas tu aroma natural, tus axilas velludas, tus piernas sin rasurar, tu sexo sin lavar, tus pies sudados y la idea de ser adorada por eso… entonces escríbeme.

📧 [email protected]

No busco “princesas”.

Busco diosas salvajes.

Sucias, reales… y perversas.

53 Lecturas/1 julio, 2025/0 Comentarios/por FYL07
Etiquetas: amo, baño, compañeros, metro, mujer, orgasmo, puta, sexo
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