Maldito estacionamiento
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Maldito estacionamiento
Siempre los lunes se me hacía tarde al salir del Estudio, pero ese día tuvimos que presentar un anteproyecto importante y ya era noche cerrada cuando enfilé hacia Unicenter para comprar algo apetitoso y rápido con que subsanar esa cena tardía; los chicos estaban más que acostumbrados a esos desfasajes horarios de mí profesión de arquitecta, pero como estaban solos luego de la muerte de mi marido en un accidente automovilístico, me cargaba de culpa porque a los nueve y ocho años tuviera que abandonarlos por el trabajo.
Una vez en el enorme local, busqué rápidamente lo que buscaba y en ese recorrido, mi vista tropezó con la figura de una mujer que se destacaba por su estatura; sacándole una cabeza a la mayoría de mujeres, su rostro me impresionó por su serena pero fría belleza, remitiéndome a la de la actriz Charlize Theron en una publicidad de J’adore.
Parecía que las dos coincidiéramos a propósito en las mismas góndolas o pasillos y en varias oportunidades nuestras miradas se cruzaron pero no le di importancia al asunto y apenas terminé de pagar, llevé el carrito hasta la ahora desierta playa de estacionamiento donde se veía mi camioneta, otro auto pegado a ella y nada más: a las diez de la noche y con un frío tremendo, me arrepentí de vestir esa falda tan corta que me congelaba toda la entrepierna y me di prisa para acomodar todo en la parte trasera para, cuando caminaba hacia la portezuela delantera para abrirla, ver dirigirse hacia el otro auto a la mujer que estaba cubierta por un larguísimo impermeable cuyos faldones sacudían la rachas de viento.
Tranquilizada porque no fuera un hombre, me desentendí y acababa de abrir el auto disponiéndome a subir al alto asiento de la 4×4, cuando me sentí tomada por el cuello por quien no podía ser sino la vigorosa rubia, que me empujó violentamente para que mi cara quedara sobre la butaca y con el cuerpo aplastado entre el volante y el respaldo; me resultó extraño que quien parecía querer robarme fuera una mujer y pensando en los chicos, decidí no ofrecer resistencia.
Con la mente a mil, trataba de imaginar cuáles serían las actitudes de la mujer y mis respuestas, por lo que quedé en suspenso cuando ella apoyó una de sus manos en mis omoplatos para mantenerme aprisionada contra la butaca y al tiempo que me amenazaba roncamente sobre que ahora conocería la cruda verdad de la vida, con la otra mano me alzó la falda hasta la cintura y apartando la trusa, apoyó contra mi sexo algo que no podía ser sino un consolador.
Aterrada por que lo que se me hacía imposible de imaginar y esa mujer estaba llevándolo a cabo, intenté una vana resistencia toda vez que la mano en la espalda se mantuvo firme y lo que en principio fuera un ovalado glande, fue convirtiéndose en un tronco cuyo grosor me superaba, a los treinta y dos años varios penes habían transitado mi vagina pero jamás algo de ese tamaño y bramando por el sufrimiento a la vez que le pedía clemencia a la mujer, quien diciéndome burlonamente que el goce superaría al dolor, empujó y empujó hasta que sus muslos chocaron con mis nalgas.
Ahogado por la presión sobre el asiento, el alarido que surgió de mi boca quedó sofocado por el habitáculo de la camioneta y entonces, abriéndome bien las piernas a patadas, la mujer inició un verdadero martirio, ya que mi interior no conocía absolutamente nada desde hacía dos años; las resecas carnes faltas de lubricación sufrían el inmenso grosor del tronco y el cuello uterino el largo, porque su estrechez fue rebasada para que el glande rozara el endometrio.
Estallando en franco llanto mientras mi cuerpo era sacudido por convulsos sollozos, sentí como comenzaba a sacar el falo lentamente y ahí comenzó realmente el verdadero suplicio, ya que el tronco, que semejaba ser liso y hasta sedoso, al ser retirado desplegaba unas minúsculas escamillas que herían la carne a modo de diminutos anzuelos; ahora el grito fue sofocado por la fortaleza del llanto y, la convicción de que ya el propósito de la mujer estaba consumado y no había vuelta atrás, me hizo desear que mi atacante acabara de una vez con esa humillante tortura.
Notando cómo me aferraba con las manos al borde del asiento, dejó de presionarme el torso para asirme con las dos manos por las caderas y, muy cuidadosamente al principio, le dio un ritmo lento al coito que fue convirtiéndose en un padecimiento sin par; ahogada por las lágrimas, el jadeo y los inútiles pedidos de auxilio, sentía como las escamillas rozaban fuertemente las paredes de la vagina pero sin causarles daño sino una temperatura distinta a la normal y de a poco, como desinflándose, el dolor fue variando paulatinamente para ir convirtiéndose en ardoroso placer.
Para animarse a violarme en un espacio público, la mujer tenía necesariamente que conocer el resultado de la cogida porque, al disminuir el llanto y quedar sólo los ayes y quejidos propios de una cópula, acarició mis nalgas con cierta ternura al tiempo que me alentaba a acompañarla; realmente estaba gozando de tan desmesurada penetración e inconscientemente, dejé al cuerpo responder atávicamente y comencé a hamacarme al ritmo cansino de ella y pronto era yo quien la alentaba a penetrarme con más velocidad para que pudiera alcanzar mi orgasmo.
El disfrute era incomparable, especialmente después de tanta abstinencia y flexionando las rodillas, proyecté el cuerpo para ir al encuentro de tan maravillosa verga hasta que encontramos un ritmo en el que nos perdimos en la mutua complacencia pero de pronto, todo cambió; tras escupir abundantemente en la hendidura entre las nalgas, sacó el consolador del sexo para apoyar la cabeza mojada por mis mucosas sobre el ano y empujó; no es que fuera virgen analmente, pero sólo mi marido y en contadas ocasiones había disfrutado sodomizándome, consiguiendo que finalmente sintiera un goce distinto al del coito.
Como sucediera anteriormente, la presión del falo distendiendo de tal manera mis esfínteres anales me provoco un sufrimiento innenarrable y otra vez el grito enronquecido brotó de mi garganta y como antes, ella desatendió eso para empujar y empujar hasta que la superficie de una copilla plástica y fría golpeó contra mis nalgas; acostumbrados solamente a distenderse lo suficiente como para permitir el paso de la materia fecal, los musculitos se resintieron más que los del sexo, habituados por años de sexo y las vehementes masturbaciones a que ahora los sometía.
Esa dilatación forzada era inmensamente más fuerte y el dolor iba en consonancia; mis gritos y súplicas que entrecortaba el llanto y el jadeo no la amilanaron y en tanto ya sentía el ariete socavándome reciamente entre sus insultos sobre que era una puerca y puta ama de casa que se vendía por dinero un solo hombre, de mi boca escapaban lamentos entrecortados por la saliva queme ahogaba y mezclándose con las lágrimas, resbalaban por mi rostro hasta a el mentón para gotear sobre el asiento…
Yo esperaba ya que ella encontrara la satisfacción con su orgasmo, pero estaba equivocada, porque sacando la verga del ano, volvió a meterla al sexo para comenzar una enajenante ronda de embates en los que, cada tres o cuatro penetraciones al sexo, tornaba al ano y así en un tiovivo de infernal sufrimiento pero en el que el placer fue ganándole y comencé a experimentar algunas de las más extrañamente gozosas sensaciones de mi vida y la impetuosa avalancha del orgasmo que cuando se manifestó, arrolló con todo a su paso y sintiendo que mis entrañas se vaciaban a través de la riada de mucosas, entre maldiciones y bendiciones, exploté con tanta violencia que me desmadejé semiinconsciente sobre la butaca.
Recuperado el aliento entre jadeos, toses y arcadas, hipando todavía fuertemente, fui incorporándome para darme vuelta y comprobar que la mujer y el auto de junto habían desaparecido, dejándome el regusto amargo de la humillación total pero a la vez la certeza de haber alcanzado el orgasmo más maravilloso de mi vida…
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