Mariano Gissel y Valeria (El ascenso)
El día que Gissel apareció en mi oficina con esos tacones negros que resonaban en todo el pasillo, supe que mi vida corporativa estaba por dar un giro peligroso..
El día que Gissel apareció en mi oficina con esos tacones negros que resonaban en todo el pasillo, supe que mi vida corporativa estaba por dar un giro peligroso.
—»Hola Mariano, me enviaron de Recursos Humanos, a partir de éste momento seré tu nueva asistente» —dijo, dejando un café humeante sobre mi escritorio—. Me dijeron que … necesitas ayuda proactiva».
Su sonrisa era tan dulce como cucharada de miel. Yo aún no lo sabía, pero ese café iba a tener el mismo efecto que ella: adictivo y quemante.
Ya conocía bastante bien a Gissel, habíamos tenido mucho mas que simples coqueteos en el pasado, pero en ese entonces era asistente en otro departamento de la empresa.
El primer indicio de que las cosas se saldrían de control llegó a las 3:17 PM. Valeria, una becaria de mi departamento, se asomó a la puerta con una sonrisa que no encajaba con su usual timidez.
—»Gissel, el material del almacén está listo» —susurró, pasándole un USB con uñas pintadas de morado—. «Le puse música de thriller… como indicaste».
Gissel lo guardó en su bolsillo sin pestañear, pero yo alcancé a ver el texto en una etiqueta pegada a él: «INFORME_POLITICAS_EDITADO.mp4″.
—¿Qué demonios grabaron? —pregunté, sintiendo cómo mi corbata se ajustaba sola.
Ella se inclinó sensualmente sobre mi escritorio, el escote de su blusa revelaba más de lo suficiente para llamar mi atención. Esa mujer me ponía caliente, y ella lo sabía.
—»Solo un… ejercicio de team building» —respondió, mientras el USB parecía brincar en su bolsillo—. «Pero si quieres verlo… necesitarás negociarlo con un ascenso, y no es para mí».
Esa noche, cuando el resto de empleados abandonaba el edificio, llamé a Gissel a mi escritorio y cerré la puerta. Le exigí que me mostrara el contenido de su dichoso USB. El monitor brillaba en la obscuridad, iluminando su sonrisa de gata satisfecha mientras el video comenzaba a reproducirse.
Las imágenes eran claras: ahí estábamos nosotros, dos semanas atrás, en el almacén de archivos. Yo no recordaba haberla cogido tanto tiempo sobre la mesa, ni mucho menos haber alzado tanto su trasero como para exponer lo duro que la perforaba mientras sus gemidos rebotaban entre las paredes de metal. Pero ahora lo miraba mientras mi verga crecía de nuevo la evidencia era innegable.
—»Valeria tiene talento para los ángulos, ¿no crees?» —comentó Gissel, abriendo las piernas con lentitud—. «Aunque creo que se olvidó de grabar la parte donde se te ofrece el servicio de limpieza».
Mi estómago se contrajo. Ella ya estaba recorriendo a un lado el frente de su tanga, tenía el control absoluto, y lo sabía.
—¿Qué quieres? —pregunté, tratando de mantener la voz firme.
Gissel apagó el monitor y se acercó, dejando un rastro a perfume de puta cara, y peligro.
—»Quiero que juguemos» —susurró, pasando un dedo por el borde de sus labios vaginales—. «Y cada vez que alguien nos descubra… yo elijo un nuevo rincón de esta oficina. Y tú… obedeces».
La primera vez que nos descubrieron fue en la sala de juntas.
Gissel había elegido el lugar con precisión: la mesa de caoba pulida, las sillas de cuero que crujían de forma sospechosa, y ese maldito ventanal que daba directamente al cubículo de Don Felipe, el guardia del turno nocturno.
—»Aquí,» —murmuró Gissel, deslizando un informe técnico hacia un lado— «donde el auditor explica los resultados de las pruebas estáticas del código…».
Sus manos ya estaban desabrochando mi cinturón cuando escuchamos los pasos. Eran zapatos de seguridad. Don Felipe, el guardia, hacía su ronda.
Gissel no se detuvo. Al contrario,bajó mi bóxer con los dientes y susurró:
—»¿Crees que el viejo Felipe solo vigila… o también observa?»
El picaporte de la puerta giró. Yo contuve el aliento, pero Gissel—siempre Gissel—actuó:
—¡Don Felipe! —gritó, fingiendo tos mientras se arrodillaba tras la mesa—. ¡Justo a tiempo! ¡El señor Mariano se picó la nalga con un clavo de las sillas!
El guardia se quedó paralizado, viendo cómo yo, con la cara roja, el boxer abajo, y la respiración entrecortada, asentía como un idiota.
—Sí…clavo… muy filoso— refunfuñe, sintiendo las uñas de Gissel hundiéndose en mi pierna.
Don Felipe tosió, ajustó su uniforme, y murmuró algo sobre «oficinas modernas llenas de sorpresas» antes de irse.
Gissel se inclino sobre la mesa y alzó su falda, la muy zorra no llevaba nada debajo, tenia la panocha bastante húmeda e hinchada. La muy cabrona se excitó de más por un momento que para mi fue vergonzoso. Cuando vi su abundante humedad mi pene respondió al instante.
Me valió verga que Don Felipe nos haya sorprendido, simplemente tomé a Gissel del cabello y la penetré con una furia y un deseo incontrolables. A las tres metidas Gissel ya estaba teniendo su primer orgasmo.
Después de varias posiciones y orgasmos de Gissel, la muy zorra se sube de rodillas a la mesa de reuniones, y recargando su pecho sobre la mesa me dice: —Dame por el culo— tres minutos después ya le estaba llenando de semen ese experimentado pero estrecho ahujero.
Tres horas mas tarde Gissell me manda un texto —¿sabes qué piso nunca revisa Felipe?—
No la respondí, solo me dije a mi mismo —Pinche vieja loca—. Y me fui a dormir.
El piso mencionado resultó ser el archivo muerto del sótano. Un laberinto de estantes polvosos, iluminado por focos que hacían sombras raras sobre las cajas de documentos viejos. Gissel me arrastró ahí un par de días después del incidente con Don Felipe, sus tacones resonaban contra el cemento frío.
—»Aquí nadie suele venir», susurró, empujándome contra una pila de carpetas marcadas como «Confidencial – Destruir 2005». «Excepto por…»
El rechinido de la puerta interrumpió su frase. Tacones bajos. Pasos rápidos.
—¡Gissel! ¿Estás aquí? —la voz de Valeria sonó entre los archivos—. ¡Traje los reportes que pediste y… oh.
Se detuvo en seco al vernos. Yo, con la camisa desabrochada y apretando el culo con la falda alzada de Gissel, ella con mi corbata enrollada en una de sus manos, y sacando mi verga con la otra.
Valeria no se ruborizó. No giró la mirada. Solo sonrió.
—Ups… creo que interrumpo algo importante—dijo, mordisqueando el capuchón de su pluma.
Gissel, en lugar de cubrirse, se abrió el escote y respondió:
—Depende, cariño. ¿Trajiste lo que te pedí?
Valeria asintió en un gesto entre tímido y curioso, sacando un fajo de papeles de su folder.
Gissel la miró fijamente y solo rió, fue un sonido que congeló mi sangre.
—Mariano, cariño… parece que tenemos una nueva amiguita.
Valeria avanzó hacia nosotros, balanceando los papeles en su mano. En cada paso suyo se contoneaba, y en ese momento entendí que no era una simple becaria asustadiza.
—»La nueva política incluye detalles que podrían interesarles» —dijo, pasando los papeles a Gissel—. «Como, por ejemplo… la cámara de seguridad del pasillo que capta todo desde otro ángulo.»
Gissel arqueó una ceja, pero no pareció sorprendida. Más bien, impresionada.
—»¿Hay algo que necesites, Valeria?» —preguntó, poniendo aparte los documentos.
La becaria sonrió, demasiado segura para alguien de su edad.
—»Quiero aprender» —respondió, mirándonos alternativamente—. «Pero no de políticas… sino de ustedes.»
Gissel me lanzó una mirada que solo podía significar una cosa: esto se acababa de poner mucho más interesante.
—»Mariano, cariño… ¿crees que podramos capacitar a nuestra nueva becaria estrella?»
Gissel cerró la puerta con un golpe seco. El eco retumbó entre las paredes de concreto. No hizo falta decir nada—su mirada era suficiente. Una orden silenciosa.
Avanzó hacia mí con esos tacones que me aceleraban los latidos. Cada paso suyo era una declaración. Cuando estuvo lo bastante cerca, alargó el brazo y me empujó de espalda contra los estantes.
—»Hagamos algo de ruido mi rey», murmuró.
Los anaqueles crujieron a mi espalda. Sus manos ya recorrían mi pecho desnudo, y retirando el resto de la camisa con una precisión que dejaba claro que esto no era improvisado. Que lo había planeado.
Valeria observaba desde unos metros atrás, apoyada contra una mesa de archivos, mordiendo el extremo de su pluma. No era una espectadora pasiva—sus manos comenzaban a tocar su propia vagina y tetas.
—»Tú también», le dijo, sin siquiera volverse. «Aprende.»
Gissel me giró bruscamente, obligándome a enfrentar los estantes. Sus uñas se deslizaban dejando razguños sobre mi espalda.
—»Aquí nadie te escucha», susurró contra mi nuca. «Aquí no existen las políticas.»
El crujido de su falda cayendo al suelo fue el único aviso antes de que sus manos me guiaran hacia el filo de la mesa donde Valeria estaba sentada, sus piernas abriéndose con una calma que contrastaba con la tormenta que Gissel desataba.
Gissel tomó mi verga entre sus labios y mostró a Valeria lo que es dar una señora mamada, lo hacía con verdadera maestría, tanto que estuve a pocos instantes de venirme en su boca. En algún momento, y sin cambiarme de lugar, Gissel rodeó mi cuello con sus brazos y trepó alzando sus piernas para cogerme de frente, sin pausas ni contemplaciones.
Se escuchaban tres jadeos entrecortados. La mesa temblaba con cada movimiento, amenazando con derrumbarse en cualquier momento.
Gissel no era delicada. No había lugar para eso aquí, el tiempo estaba suspendido. Su panocha tragaba con desesperación mi verga, sus órdenes entrecortadas, todo era fuego y urgencia.
Valeria observaba con la cara descompuesta de asombro, sus ojos grababan cada detalle, cada jadeo, cada ocultación de mi verga en esa concha maestra. Y se metía sus propios dedos con mas fuerza.
Ellas dos llegaron casi al mismo tiempo. Y yo ya no aguantaba más. Pero Gissel en su papel de maestra jaloneó a Valeria para arrodillarla frente a mi, justo a tiempo para recibir mi leche sobre su cara. Ella lejos de inmutarse, se dedico a lamer y chupar mi verga hasta eliminar cualquier rastro de líquido, y giró para hacer el mismo procedimiento en la concha de Gissel.
—»Así se hace», jadeó Gissel en algún momento, aunque ya no estaba claro si hablaba conmigo, con Valeria, o consigo misma.
Valeria comienza su trámite para ser interna y ascendida, obvio autorizado por mi.
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