Memoria de mis putas nostálgicas: Marisa.
Este relato detalla un encuentro de Marisa con su Amo, repleto de fetiches, tras retomar la relación después de un parón..
Esta serie indica los mejores recuerdos de diferentes mujeres que este escritor ha tenido el honor de que pasen por su vida. Lo que estás a punto de leer es un hecho real, cambiando los nombres y desdibujando imprecisamente los lugares para no delatarlas. Cualquier comentario será bien recibido en mi correo electrónico. Este relato detalla un encuentro con Marisa, repleto de fetiches, tras retomar la relación después de un parón.
MARISA
Marisa cometió el error de enamorarse. Tras conocerle hará tres años mediante una red social, en un principio, le rechazó bruscamente. Después, cuando ya no estaba disponible, se encaprichó de aquel hombre amable, tierno, culto, algo obeso y que también compartía su gusto por el BDSM, aunque ella apenas tenía experiencia. Aunque se había enfrascado con otra mujer en una relación vainilla, le ofreció lo único que podía darle en aquel momento: ser su Dominante.
Quedó atrapada en una madriguera compleja: no era feliz pero tampoco podía dejar de luchar. Embarcada en la débil esperanza de un cambio romántico, soportaba —y disfrutaba— sus mandatos que conllevaban la amargura de ser sólo su muñeca y amiga. Durante un par de meses desistió por completo. Probó con una antigua pareja que, en definitiva, sólo quiso divertirse con ella y, además, sirvió para caer en la cuenta de que aún seguía atrapada y soñando con aquella sumisión adictiva, tierna, firme, dulce, tan intensa como extrema.
Le escribió suplicante y él, a los veinte minutos, la recogió con su coche en el portal. Bajó casi sin prepararse, sólo un poco de maquillaje; vivía con su madre y su hija adolescente desde el divorcio, en un barrio marginal, siempre avergonzada de que, con casi treinta y siete años, verse obligada al yugo familiar por separarse de un maltratador. Apenas disponía de tres cuartos de hora, comentó con pesar al acomodarse en el asiento.
Él no respondió. Arrancó y condujo hasta un parque cercano. Allí comenzó a contarle cómo la había añorado, preocupado además por si estaba bien tras la nueva ruptura, si su hija estaba bien… Ilusionada, le habló sobre retomar la relación, lo sola y desamparada que se sentía.
Él acarició su cabello, largo y negro. La única parte de su cuerpo de la que estaba orgullosa. Se veía gordita, torpe y nada atractiva. Posó la mano en su nuca y, con determinación firme, empujó hacia abajo mientras un destello de sorpresa, decepción y desánimo cruzó por la mente de Marisa, la mujer enamorada, que pronto pasó el control a la esclava sin nombre que bullía en su interior y ésta a los deseos de su Amo. Sabía muy bien qué quería y debía hacer. Muchas veces elogiaron sus dones para la felación, sus labios carnosos, su suavidad y también su fuerza, la presión. Aunque no podría mirarle a la cara, se esforzaría para dejarle más que satisfecho.
Obedeciendo al gesto, soltó el cinturón de seguridad, se arrodilló en el asiento, con las nalgas elevadas y a disposición de su Señor. Desabrochó, con la cabeza junto al volante porque apenas había espacio, la hebilla del pantalón y buscó por el calzoncillo, apartando la gran barriga de su Amo, hasta que encontró su objetivo sin dejar de sentir la presión en su nuca. Cogió el pene y acercó la boca, semiabierta, preparada, salivando… pero un brusco tirón del pelo volvió a elevarla hasta el rostro compresivo y barbudo de su Dueño que, con voz dulce y paternal, le preguntó si no pasaba algo por alto.
Ella dudó, en silencio. Él suspiró tristemente, con la mirada agachada. Murmuró que se trataba de dos cosas mientras ella continuaba callada y temblorosa como una niña incapaz de recordar la lección. Volvió a darle un par de segundos. No hubo respuesta. Giró el rostro con una decepción que partió el corazón y las expectativas de Marisa, maldiciéndose a sí misma por su torpeza.
Un sonoro bofetón golpeó aquella mejilla de piel pálida que permanecería roja durante varias horas en adelante. Le miró con enorme desconcierto. No era la primera vez, por supuesto, pero tampoco lo esperaba. Un nuevo bofetón volvió a cruzarle la cara. Siguió un tercero y la tentativa de un cuarto, detenido porque ella sollozó: “Dar las gracias por dejarme chuparte la polla”.
La aferró por el cabello y tiró fuertemente, sosteniéndola a media altura sobre su enorme tripa. Ella colocó sus brazos detrás de la espalda y las manos juntas. Jadeando de dolor, dijo: “Y no usar las manos para chuparla si tú no lo pides. Siempre sin manos, Maestro”.
—Muy bien —dijo. Y la empujó de nuevo hacia abajo, pegándole violentamente el rostro a su polla erecta—. Sabes que no me gusta nada tener que hacer estas cosas —continuó con cariño y falsa comprensión—. Me resulta muy duro y no es tan difícil recordar cuatro cositas de nada. Venga. Voy a pasarlo por alto, cariño. Tranquila y puedes continuar.
—Gracias, Maestro. Y gracias por dejarme chuparte la polla. Me gusta mucho chuparte la polla.
—Y lo haces muy bien, cariño.
Volvió a buscar el pene bajo los pliegues de la barriga, pero, inconscientemente, para ayudarse a encontrarlo y hacerse hueco, su mano derecha abandonó la espalda. Volvió a notar que tiraban del cabello y la devolvió a su sitio.
—Muy bien… Has reaccionado a tiempo. Estoy contento, pero, a mi pesar, ibas a usar la mano. Así que no me queda más remedio, al tratarse de la segunda vez, que reprenderte para que no vuelvas a olvidarlo. Mira que me jode, pero hoy no te correrás. Tampoco tenía intención de que lo hicieras, pero no descartaba que sucediese si te portabas. Ahora quiero que mires por la ventana un momento.
Ella, con profunda tristeza y algo de miedo de recibir otro bofetón, especialmente dolorosos esta noche, alzó el rostro y contempló como un indigente dormía en un banco junto a un parque infantil no muy lejos del pequeño terraplén en el que habían aparcado.
—¡Ostras, vámonos, que nos puede ver!
El bofetón, en este caso, fue con el dorso y en la otra mejilla.
—De irse nada. Si vuelves a olvidar algo esta noche, tendrás que ir allí y regalarle tus bragas. Espero haberme explicado con claridad.
—Sí, Maestro —dijo ella, aterrorizada y profundamente excitada por la situación. Se trataba de un hombre viejo, horrible, sucio. La mera idea de tener que hablar con él y, encima, para regalar su mejor lencería, resultaba tan perversa como denigrante, pero inexplicablemente la ponía a mil por hora.
De nuevo con las manos obedientemente a la espalda como si llevase unos grilletes invisibles, metió la cara entre los pliegues de carne fofa y rebuscó hocicando con las mejillas hasta encontrar el pene de su Amo, quien le facilitó la tarea inclinando atrás el asiento, recostándose, elevando las caderas y tirando un poco de su tripa con la mano que no agarraba el pelo de Marisa. Un pene de prepucio muy suave, resplandeciente y rosado, excitante de besar. El cuerpo era venoso, de piel hirsuta, dura y muy morena. Su longitud estaba en la media, pero sorprendía su gran grosor. Marisa, decidida, agradeció nuevamente el honor de chuparlo.
—Al menos, llevas pintalabios rojo —dijo él.
—Lo siento, Maestro, no tenía negro —se disculpó ella.
—Pues haberlo comprado.
—No podía… La niña… tenía que estar con ella todo el día si quería bajar ahora un rato.
—Bueno, no te preocupes, cielo. Lo entiendo, los hijos van antes, pero mañana es lo primero que tienes que hacer —dijo, dándole una palmada cariñosa en las nalgas.
—Te mandaré una foto desnuda y con el pintalabios negro —concluyó ella, antes de besar dulcemente la punta de su pene.
Él se retorció un poco y elevó más las caderas, resoplando mientras acariciaba la cabeza de su esclava como una buena perrita.
—Venga, compénsamelo. No vaya a tener que regalar tus braguitas —susurró para, a continuación, subirle el vestido hasta la cintura dejando al aire y contra el cristal las nalgas grandes y blancas de Marisa, expuestas y sólo cubiertas por la cintura por un hilo de tela—. Tanga de cuerdas, muy bien, esclava. Venga, que no tienes mucho tiempo y hay que quitarte la mancha del otro cabrón, estoy seguro que se habrá corrido en tu boca.
—Ni siquiera se la chupé, Maestro —dijo ella, lamiendo el prepucio.
—No mientas, sé que eres una puta a la que le encanta chuparla.
—Sí —contestó con la mitad del pene dentro de su boca, jugando con la lengua por su frenillo.
—Lo sabía. Se la habrás chupado.
—Te juro que no…
—No entiendo por qué me mientes, sumisa —dijo, propinando un enorme azote a mano abierta en la nalga que a ella le hizo dar un respingo—. No se puede ser más tonta. Mentirme a mí.
—Lo siento —sollozó, torpemente, con sus carrillos haciendo caja de resonancia contra el miembro de su Amo, que parecía crecer de manera desmesurada en grosor.
—Que no se habla con la boca llena, niña —dijo asestando otro azote.
Dejó de sostener la barriga para cogerle la cabeza con esa mano. Marisa sintió cómo la tripa cayó por completo sobre uno de los lados de su rostro, dificultando sus movimientos, pero ya no era momento de mostrar más incapacidades ni fallos, sino de cumplir con su cometido de manera grandiosa, de estar a la altura de lo que se esperaba de ella. Aguantando la respiración, metió la polla en su boca por completo hasta la garganta de una sola vez. Tras unos segundos, tuvo un pequeño rechazo, una breve arcada que no pudo disimular. Al tratar de aliviar un poco su tensión, retirándose para coger aire, la mano de su Señor se lo impidió.
—No te retires… Ya lo sabes. No te retires, cielo, por favor.
Trató de aguantar pero se ahogaba: el calor del interior del coche cerrado, apestando a tabaco, los nervios del reencuentro, los cuatro meses de sequía —a pesar de lo que su Amo creyese—, el pene tan profundo y grueso en su garganta cosquilleando el nacimiento de la lengua, congestionando sus mucosas, los ojos lagrimeando con el eyeliner corrido en dos surcos, la presión de la mano de su Señor, fuerte como ariete contra su nuca, apretando el pelo, mientras que la otra comenzó a tirar de su tanga como si tensase un arco, clavándolo contra su clítoris, entre los labios vaginales, irritando y excitando, mojándose, mientras la enorme barriga hacía un molde de su cara, una mole viscosa que tapaba su nariz y su ojo izquierdo, lo llenaba de vello púbico, le impedía respirar…
No pudo, se apartó como el buzo que se quita el tubo para recobrar el aliento al romper en la superficie, al límite, exhausta y esperando un nuevo bofetón, un nuevo tirón de pelo cruel y condescendiente, un castigo ejecutado por obligación debido a su poca capacidad, a su nimiedad, su falta de habilidades como hembra. “Ni para puta servía”, como decía su madre, cada día, una y otra vez, delante de su hija.
Pero no llegó. Sólo fue una caricia. Una pregunta dulce de si estaba bien.
—Sí, perdona, perdona, perdona Maestro… No me hagas regalarle el tanga al mendigo, por favor.
—Cariño, no queda más remedio. Compréndelo. Además, me fastidia doblemente porque te queda muy bien. Bueno, no te preocupes, toma un poco de aire y vuelves y ya veremos. No tienes que hacer —dijo, irónicamente; él la había retenido— una garganta profunda así en plan bruto. Ya sabes que prefiero que lo beses como si fuera un novio, un amante, tu Amo es él, no yo. Es a él a quien tienes que rendirle cuentas —continuó, hablando de su pene, dándole una inteligencia alienígena ajena, como si fueran dos seres que compartieran una unión en el mismo cuerpo—. Tu eres su sumisa. Y es mejor usar mucho los labios, ser cariñosa, dulce, besucona, lamedora… Porque no te queda mucho tiempo y ya sabes… —continuó, mirando el reloj del teléfono, para sacarle una foto en ese estado lamentable—. Espero que recuerdes cómo me gusta correrme.
El semen era muy importante para su Amo y a ella le encantaba. Tenía un fetiche con eso, desde joven, desde la primera vez que un chaval en el instituto se corrió en su boca. Era, por un lado, desagradable, pero le hacía sentirse dominada, muy hembra, muy mujer. Su Maestro prácticamente siempre acababa en boca. Rememoraba las otras veces antes de, volviendo a dar las gracias, comenzar a chuparla de nuevo utilizando la tripa casi como un almohadón. Pasó sus labios, su lengua, la movió con cariño, frenéticamente, disfrutando de cada pase, del fuerte sabor. La besaba con adoración, con verdadero amor. La metía y sacaba de su boca, especialmente el prepucio, prestando mucha dedicación al frenillo, acariciándolo con su mejilla de piel blanca y suave como un folio, o rozándolos apenas con los labios para, tras relamerse y lamerla, volver a devorarla.
Su Amo reaccionaba a veces grosero, alabando lo bien que chupaba y añadiendo un insulto como “chupapollas”, a veces cariñoso y agradecido con sus atenciones, comentando que era un sueño y una maravilla tener a la mejor sumisa del mundo en este tema que tanto le gustaba.
De pronto, comenzó a temblar y a golpear sus nalgas. Estaba cerca.
—Como ha pasado un tiempecillo, por esta vez te aviso de que me voy a correr…
—Gracias —apenas consiguió decirlo porque un enorme chorro de semen caliente impactó de lleno en su al fondo de su paladar.
Se esmeró, aguantando la tos, y siguió haciendo lo mismo, no más fuerte, sino con la misma suavidad y atención, besos, caricias, juego con la lengua. Todo el fluido que manaba quedaba dentro de su boca porque no se le permitía, lo recordaba bien, perder ni una sola gota. Tampoco podía ir tragando, supondría una falta grave. Debía mantenerlo hasta que se le diera permiso. Debía degustarlo, paladearlo, sentirlo, casi enjugarse con ese semen como si de un colutorio se tratase. Tras asegurarse de que había concluido, se levantó y, mirando a su Amo, entreabrió la boca, el maquillaje medio borrado, y la mostró llena de esperma blanco y grumoso. Él sonreía. Cerró para asentir y sonrió, orgullosa, con los labios húmedos y brillantes. Esperó instrucciones.
Aquello podría durar segundos o hasta que la dejase en casa, quizá aún más, mediante videollamada en el ascensor… Una vez llegó a abrir la puerta antes de recibir la orden de poder tragar. Mientras tanto, aunque se muriese de sed o de asco, debía mantenerlo y degustarlo. Si se le hacía una pregunta, su orden era formar un pequeño cuenco con las manos y, sin derramar nada bajo pena de castigo, soltarlo ahí de forma gráfica para contestar y, después, sorberlo nuevamente relamiendo las manos sin desperdiciar hasta que llegase el permiso.
Él se mantuvo callado y preguntó a su esclava si le había gustado. Ella asintió, con un pequeño gemido de afirmación y placer. Se llevó un beso en la frente, de premio. Una risa sincera. Se sentía henchida, repleta de orgullo, una hembra completa que había conseguido satisfacer a su macho.
—Estoy, bueh, maravillado. Es que de verdad eres la mejor del mundo. Si todos supieran lo bien que lo haces… Aunque bueno, estoy seguro de que ese cabrón de hace un mes lo recuerda muy bien. Jolín, qué pena. Te ha dejado totalmente manchada con eso, con lo buena zampapollas que eres seguro que aún se masturba pensado en cómo se corrió en tu boca.
Marisa cayó del cielo ante el comentario con ganas de llorar. No podía con la boca llena de semen amargo que se iba mezclando con su saliva y cada vez era mayor la sensación de cantidad a pesar de que el sabor no descendía en intensidad ni un ápice. Quiso sacarlo de su boca, formando la escudilla con las manos, pero él se lo impidió.
—No, no te preocupes. No me gusta hacerte sentir mal. Eres la mejor de las sumisas. Pero bueno, hay que seguir entrenándote, lo comprendes…
Ella volvió a afirmar.
—Es como esas cosas que, a veces, haces por intentar superar tus límites. Está bien, pero no es tan necesario. Me gusta que vayas avanzando, pero evidentemente aún estás verde para una auténtica garganta profunda. No obstante, cariño, sabes que si haces algo debes hacerlo bien y, esa cagada, por llamarlo de alguna manera, ha sido una decepción. Es una lección importante que debes aprender. Sal del coche, anda.
Ella obedeció llena de intriga. Aún les quedaban unos veinte minutos. Supuso que quería dar un paseo mientras la obligaba a ser creativa para no derramar nada mientras contestaba a sus preguntas sobre literatura, cine, sexo, a modo de viejo profesor socrático peripatético. Era una noche bien iluminada de septiembre. Ya se anunciaba el frío y las farolas que aún quedaban enteras en aquel pobre parque, espeso y descuidado, centelleaban con pereza. Cuando trató de bajarse el vestido, que aún llevaba hasta la cintura, notó la mirada de desaprobación y el cabeceo negativo de su Señor, aquella mirada de profunda tristeza y desánimo, de cansancio por la instrucción de una alumna demasiado dura de mollera. Volvió a remangarse y, prácticamente desnuda de cintura para abajo, paseó por aquella zona cercana a su casa, donde a veces llevaba a su hija para que jugase en unos columpios que, ahora, se antojaban siniestros y oxidados, amenazantes, con el tanga expuesto y mostrando las nalgas que reflejaban la luz contra su piel pálida de una luna gibosa. No obstante, su Amo se detuvo junto a un banco y ella, llena de horror, apenas consiguió retener la semilla líquida que portaba. El mendigo estaba ahí, horrendo, maloliente, con ropas raídas y eclécticas de beneficencia. Sus pies, de uñas enormes, asomaban negros por unas medias de mujer repletas de agujeros descomunales. El pelo y la barba, creciendo asimétricamente, estaban llenos de grasa y restos secos de comida. Pareciera haberse peinado metiendo los dedos en un enchufe. Sostenía un cartón de vino en la mano, mientras roncaba. El pantalón, sujeto por un tirante reciclado, le quedaba enorme y asomaba una gran mata de vello púbico, agreste y amenazador como un estropajo negro, por la bragueta sin cremallera. No llevaba calzoncillos.
Ella miró con espanto. El mendigo no se había despertado, borracho o drogado o ambas cosas. Marisa temblaba, con sus ojos, con su rostro, con todos los gestos que se le ocurrieron, imploraba clemencia. Pero su Amo negó, pesaroso.
—Sabes que hay que hacerlo, cielo —susurró—. Pórtate bien y no pasará nada.
Su Amo le tocó con la bota y aquel hombre despertó sin ser muy consciente de lo que ocurría para encontrarse con un tipo gordo e imponente, de barba espesa y gesto amable, acompañado de una mujer ya cerca de los cuarenta, de piel pálida, algo entrada en carnes, con un rostro bello repleto de maquillaje corrido, los carrillos hinchados como si fuera a escupir un chorro de agua como juego en una piscina, y el vestido levantado hasta la cintura mostrando sus piernas gruesas, sus tacones de plataforma y todo su pubis apenas cubierto por un tanga mínimo.
El tipo se sentó, alucinando.
—Buenas, buen hombre —dijo su Amo—. Le quiero hacer una proposición, si la acepta recibirá un regalo y diez euros. Pero si intenta algo raro, quiero que sepa que voy armado y no me gustan los juegos.
Marisa sabía muy bien que no iba armado. Era un farol, pero sonaba convincente. El hombre miró con curiosidad.
—Bien, esta señorita de aquí es mi chica, mi esclava sexual. Ha cometido un par de errores realizándome una felación y tiene la boca llena de mi semen como castigo, por eso no puede hablar —dijo, señalando a sus labios. Marisa asintió, consumida por la vergüenza—. Enséñaselo al caballero, esclava.
Ella, obediente, separó los labios mostrando cómo su lengua nadaba, prácticamente cubierta, en líquido gris deslucido por el que flotaban varios grumos de un blanco intenso, en pequeños remolinos. Su Maestro le dio un golpecito en la barbilla. Era suficiente.
—No obstante, ella le ha dado pena su situación, piensa que es un hombre que ha debido de tener mala suerte y que, además, hace mucho tiempo que nadie le trata bien. Supongo que me explico. Así que se había propuesto darle esos diez euros de los que le he hablado y, además, regalarle este precioso tanga para que usted la recuerde —continuó, mientras metía un dedo por el cordón de su tanga y tiró un poco—. Ella es alguien muy, muy comprensiva con las desgracias humanas, una persona excepcional repleta de empatía por los demás, por los necesitados y por los animales…
Así era. Marisa siempre había sentido una profunda compasión por todo el que se hubiera visto en una desgracia, algo heredado de su educación católica. Además, adoraba a los animales, colaboraba en varios refugios, ya que no tenía trabajo estable, y acogía a perros que sacaba por ese mismo parque. Se sintió, al mismo tiempo, expuesta y adulada. Excitada y aterrorizada por aquel hombre que no dejaba de mirarle el pubis.
—Como le decía, ella me ha insistido mucho en que quería darle diez euros, pero no puede decirlo ella misma. Y también ha pensado que usted no ha debido tener contacto humano, con una chica me refiero, desde hace mucho. Por eso, dado que es de mi propiedad, me ha propuesto regalarle, como ya le he dicho, su ropa íntima.
Marisa estaba a punto de desmayarse. La boca llena desde ya hacía demasiado rato. El frío de la noche. El verse no muy lejos de su hogar donde quizá un vecino podría pasar y reconocerla, a simple vista, medio desnuda delante de un indigente horrible y penoso, mientras su Amo le iba a regalar el tanga que llevaba puesto como castigo y, encima, ella tendría que pagarle dinero, que precisamente no le sobraba, apenas llegaba a fin de mes y eso viviendo en casa de su madre.
—Así que, si está de acuerdo, queríamos hacerle esos regalos.
—Sí, sí, sí —contestó con una voz rasposa de aliento fétido, aunque respetuosa y sin dejar de mirar hipnotizado el pubis depilado de Marisa, casi al descubierto—. Lo que usted quiera, jefe.
—Bien, cariño, pues como al hombre le parece bien, te doy permiso para que le ayudes…
Marisa buscó la cartera en su bolso y se encontró con que sí tenía diez euros, pero en un billete de cinco y varias monedas pequeñas. Al hacer ademán de entregárselo, con la mano mugrienta del mendigo extendida, su Señor le instó a que lo contase bien. Dejó primero el billete, y luego fue colocando, una a una, las monedas, tratando de no rozar la palma de aquel hombre, un proceso inevitable ya que él procuraba que cayesen. Ella, por indicación de su Amo, debía recogerlas y volverlas a entregar, para mostrarle lo entregada que estaba con las causas humanitarias. No iba aquel pobre hombre tenerse que mover, sería humillarle. Así que la esclava tuvo que adoptar diferentes posturas que cada vez exponían más de sus zonas íntimas, para que el dinero quedase seguro. El semen se bamboleaba en su boca, resultaba muy complejo no tragar o escupir pero eso supondría un castigo horrible.
Suspiró, por la nariz.
—Marisa, no te olvides del otro regalo —dijo, señalando su tanga una vez entregado el dinero—, si no el señor… Me encantaría que nos dijera su nombre —le comentó, educadamente.
—Juanjo —contestó, absolutamente hipnotizado por Marisa y ya con el pene erecto, negruzco, sucio de esmegma, asomando fuera de sus pantalones. Lo acariciaba mientras mantenía la otra mano, con el dinero, extendida.
—Bien, no olvides el otro presente, cielo, si no el señor Juanjo se sentiría muy consternado… Seguro que sabes ofrecérselo de tal modo que disfrute con el gesto.
Marisa, tiritando y empapada, le dio la espalda al mendigo y se inclinó ante él de tal manera que le ofrecía una panorámica de su sexo expuesto mientras se quitaba el tanga lentamente. Dejó caer la prenda sobre la mano del hombre, quien le devolvió una sonrisa con siete dientes, encalados en sarro negruzco, mientras ya, directamente, se masturbaba. Llevó el tanga a su nariz.
—Vaya jamelga que tienes, macho…
—Oh, muchísimas gracias, señor Juanjo. Es alguien especia. Mire, su gesto me ha conmovido tanto, y ella también me da pena que se vaya sin un conjunto que adora… Se me ha ocurrido una idea. Le voy a pagar veinte euros más, aquí los tiene —dijo, sacando un billete del bolsillo—, si me devuelve el tanga. Comprendo que para usted vaya a ser una posesión preciada a partir de ahora, pero a cambio piense en la señorita.
Marisa le miraba con verdadero espanto a punto de echar a correr.
—A ella le ha encantado este encuentro, se le ve en la cara. Y seguro que desea también algún recuerdo… pero como veo que ya lo está utilizando —dijo, mientras el mendigo usaba la prenda para animar su masturbación, rodeando el pene—, le puedo dejar que se deleite un poco mirando, y sólo mirando, a esta chica que estará encantada de ser su objeto de alivio, su conejita de revista y, cuando acabe, nos devuelve la prenda. Espero que le parezca un buen trato.
—O sea que me la casco mirándola y luego te doy las bragas manchadas y tú me das veinte pavos.
—Sí, incluso puede decirle a ella cómo debe ponerse para que le resulte más fácil estimularse, no tenemos mucho tiempo.
—Ven acá, jamelga. Enséñame el coñito rapado de niña que tienes.
Marisa, muerta de miedo, se acercó al hombre todo lo que su valor le permitió, mirando a su Amo quien le devolvía un gesto serio de advertencia, pero se puso detrás de ella.
—Más cerca, mujer… Que se te vea bien tol chocho.
Marisa se acercó hasta quedar frente a él, el pubis delante de su rostro sacado de una película de desviados, de una pesadilla; la miraba masturbándose frenéticamente, con el tanga. Su Amo la obligó a levantar una pierna y dejarla apoyada junto al mendigo y, después, empezó a tocarla, a masturbarla, como él sólo sabía hacer, explorando todo su interior chorreante, abriendo bien sus labios vaginales.
—Mire, ya puede comprobar que usted le agrada, está completamente húmeda.
El mendigo siguió a lo suyo pero se acomodó entre ambas piernas abiertas de Marisa para ver, en primer plano, cómo su Amo la masturbaba y ella gemía. Empezó a sentirse confiado y acelerar el ritmo mientras que emitía pequeños gritos que suponían una punzada de horrible alarma frente al deseo de discreción de Marisa.
—Qué pedazo de puta… Está chorreando de cachonda. Y con la boca llena de lefa…
—Es una mujer muy especial, señor Juanjo, no lo dude. Mire, su vagina es muy bonita, a pesar de haber sido madre y de que, de vez cuando, le haya dado por ser un poco desobediente. Pero sigue siendo muy estrecha… Y su clítoris es un botoncito del diablo. Mire… —dijo su Amo, y comenzó a acariciarla en cada lugar que describía, exponiéndolo para que aquel mendigo asqueroso, que respondía con un comentario grosero a cada gesto, seguía masturbándose con la boca abierta cerca de su vulva, podía sentir su aliento caliente, su hedor que ascendía, la mareaba, le producía arcadas que trataba de controlar para que ni una gota de esperma saliera. Y luego estaba la profunda excitación, cachonda como una perra, expuesta como la propiedad del hombre al que amaba.
De pronto, en un gesto eléctrico, su Señor sacó del bolsillo de su chaqueta un consolador. Le gustaban los de forma extraña, especial, grandes y frikis. Solía venir con algunos que parecían flores retorcidas, con estrías, con pequeñas puntas de goma. Este, en especial, la sorprendió. Le miro con miedo.
—Hoy, como sabía que iba a tener un encuentro con la señorita, he pensado en usar este consolador. ¿Le gusta, señor Juanjo?
—Hostias, qué cosa más rara. Pero está como un tizón. Si se lo metes me corro.
—Le rogaría que no tarde ya que debo devolver a la señorita a casa de su mamá, que no está muy lejos de aquí, pero tiene toque de queda.
—Pues rómpele el coño…
La conversación se sucedía mientras Marisa observaba aquel trozo de plástico enorme con forma de tentáculo de pulpo, de color rosa chicle, casi fluorescente, repleto de pequeñas ventosas de imitación. Notó bajar su punta, bastante afilada, desde su barbilla hasta su escote, entre sus pechos y luego a su vientre, sin cubrir por el vestido, para enfilar su coño, entre los labios vaginales, pero sin entrar aún. El rostro del sin techo mostraba una alucinación enorme.
—Creo que le deberíamos hacer al señor Juanjo el honor de decidir cómo va a entrar este amigo pulpo y cómo de rápido y profundo va a llegar al moverse.
Marisa le suplicaba con los ojos, con ganas de ponerse a gritar. Pero recibió un sonorísimo azote en el culo que empujó sus caderas aún más cerca de la boca sucia de aquel hombre que utilizaba su mejor tanga para satisfacerse y no dejaba de mirar atónito.
—Pues yo le daba otra buena hostia en el culo… Y se lo metía de golpe y a lo bestia, muy rápido. Seguro que con lo mojada que está se va a correr en un santiamén.
—Me parece una elección excelente, querido amigo —respondió su maestro, quien, complacido, propinó un nuevo azote muy doloroso, muy sonoro, muy escandaloso y nada comprensivo a la vez que metió de un golpe directo el consolador en forma de pata de pulpo… ¿Cuántos centímetros podía tener, quizá treinta? De un grosor salvaje y superficie completamente rugosa y extraña, entró por completo, violentamente, invadiendo su interior mientras aquel hombre repugnante gritaba y jaleaba que le rompiera el coño.
Y sentía que se le iba a romper. Ella siempre fue muy estrecha a pesar de los azares de la vida y la maternidad. Su Maestro lo hacía sin contemplaciones, sacaba aquel extraño objeto que separaba las paredes de su vagina, para volver a meterlo, con más ímpetu, con enorme rapidez, como un pistón maldito que no le daba tregua, que sólo pretendía empalarla, destrozar dulcemente su vulva mientras mandaba a su cerebro un maremoto de placer que casi consigue hacerle perder la cordura y el conocimiento.
Se corrió, gritando sin abrir la boca. Quizá algo del semen subió por su nariz y sus lacrimales con la fuerza y la violencia del orgasmo, un orgasmo que el mendigo compartió cubriendo su polla con la escasa tela del tanga. Gritó llamándola puta, zorra, jamelga. Comentó que se veía en su cara de golfa lo mucho que le estaba gustando que le rompieran el coño. Se corrió en un solo gruñido que sonó a grito de guerra victorioso, con tal fuerza, que una gota sobrepasó el encaje del tanga y, realizando una parábola, terminó salpicando la rodilla de Marisa, quien la retiró al momento para ser inmediatamente castigada por un bofetón.
—No seas grosera con el señor Juanjo, cielo, que me dejas mal. Se está portando muy bien. Es su semilla y ya sabes que la semilla es algo sagrado. Tú papel natural, como hembra, es rendirse a ella y respetarla con adoración. Deberías estar orgullosa de que caiga en tu piel.
El mendigo no les escuchaba. Con los ojos perdidos en un punto del horizonte, su polla aún convulsionaba empapando la prenda de Marisa por completo. Resbalaba hacia el suelo, por su mano y sus muslos, por aquel calzoncillo sucio y lleno de agujeros visible a través del hueco del pantalón, que probablemente no se hubiera cambiado en semanas.
Marisa, exhausta por el orgasmo, cambiaba el semen de un carrillo a otro, algunas partes estaban más espesas y coaguladas, gomosas. Agotada, recién corrida, humillada, sólo podía tratar de mantenerse en pie, respirando por la nariz y casi apoyándose en el pecho de su Amo.
—Disculpe, Señor Juanjo, nos tenemos que ir. Así que le agradecería si nos puede devolver la prenda de la chica.
—Sí, que me limpio.
Así lo hizo. Usó el tanga para limpiarse todo el semen restante de las manos, la polla, los muslos, e incluso recogió el poco que había manchado su pantalón. Se esmeró al hacerlo, especialmente el prepucio, pasando la tela de encaje por todos y cada una de los sucios pliegues ahora repletos de esperma y esmegma acumulado. Luego, extendió el brazo con aquel tanga de hilo y encaje de color negro, en su mano.
El Maestro giró de golpe a Marisa obligándole a darle la espalda al mendigo y, después, la inclinó, quedando las nalgas justo ante la boca del sin techo.
—Lo puede dejar en la raja del culo. Ella procurará que no se caiga y, además, en agradecimiento, le diré que, desde ahora, tiene orden de no limpiarlo hasta que se lo diga y que dormirá con él bajo la almohada, entre sus dedos. Si quiere, como despedida, le puede dar un pequeño beso en la nalga que usted elija.
Marisa sintió aquel beso repugnante, que fue un babeo fétido y viscoso, mientras su aliento ardiente contrastaba con el frío de aquella noche de finales de septiembre. Después notó como la tela, húmeda de un fluido que comenzaba a enfriarse rápidamente, era introducido entre sus nalgas. Pudo notar las uñas descuidadas y grasientas de aquel hombre al hacerlo.
Pero se mantuvo firme. Al sentir que ya había acabo, se giró, y con una gran sonrisa, se inclinó con las manos juntas en un gesto de agradecimiento.
—Gracias a ti, putilla. Vuelve cuando quieras. No te olvides de ponerlo debajo de la almohada para que venga el Ratón Peréz —dio, entre carcajadas.
—Espero, señor Juanjo, que siempre que la vea por el barrio la salude con discreción y de por seguro que, si venimos por aquí, le buscaremos para darle algo de calor fraternal —volvió a propinar un azote y Marisa asintió a la desesperada, lanzando un beso.
—Vaya pedazo de puta tienes, macho —repitió.
Se alejaron hacia el coche sin mirar atrás. Marisa quería llorar. Le temblaban las piernas. Notaba el pulpo aún metido dentro de su coño y cómo el tanga chorreaba desde sus nalgas. Apenas podía caminar. El semen se hacía más y más pesado y amargo. Se derrumbó en el asiento del copiloto.
Su Maestro condujo a casa, sin darle permiso aún para tragarlo, para quitar ese tanga de su culo, que ardía ante el contacto. Durante el trayecto, sacó el pulpo de golpe, que había quedado encajado y produjo un ligero sonido de ventosa. Cuando se detuvo, le dijo que ahora hablarían por el Whatsapp y le dio la orden de no quitar nada de su sitio hasta que tuviera permiso.
Mientras se tambaleaba por la escalera del portal, de camino al ascensor, sonó un mensaje en el teléfono.
—Ha sido genial, Amor.
—Gracias. Aunque ha sido muy fuerte —contestó, tecleando apoyada en la pared.
—Tú querías aprender y me dijiste que estabas dispuesta.
—Si, lo sé. Simplemente ha sido intenso. Pero si es contigo todo es extraño y extremo, pero también maravilloso.
—Has tenido un orgasmo fuerte, supongo.
—El más fuerte de mi vida. Brutal.
—Bueno… Me alegro mucho de verdad. Sólo que…
—K pasa..
—Que te advertí que hoy no te podrías correr. Veo que no lo has recordado.
—Pensé k como has dicho k cuando se corra la chica al bruto ese.
—Si te cruzas por el barrio con el “bruto ese” le tratarás con sumo respeto y harás todo lo posible para que esté cómodo salvo contacto físico, a no ser que yo esté delante.
—Eso k significa?
—Cosas como que, si te pide verte los pechos, si es posible se los tendrás que enseñar.
—Ni de coña.
—Vale, adiós.
Pasaron los minutos… Estaba delante de la puerta del ascensor. Llegaba tarde. Le volvió a escribir, resignada. No quería perderle.
—Lo siento, Maestro. Haré lo que pidas.
—Muy bien, pero es que aún no he decidido si voy a ser tu Maestro otra vez. Todo ese asunto de la ruptura, que te fueras con ese ex novio que te ha dejado manchada corriéndose en tu boca y en tu vientre.
—No he hecho nada con él.
—No me mientas…
Marisa estaba con el corazón roto y, a la vez, a punto de estallarle.
—Vamos a hacer una cosa, te vuelvo a acoger como sumisa porque creo que hoy te has portado. Por el momento, cómo tienes la boca, a ver…
Marisa le envió un selfie con la boca rebosante de su semen. Ya casi no había espacio.
—Muy bien. Por de pronto, espero que hoy hagas todo lo que le he indicado a Juanjo que harías, durmiendo con ese tanga bajo la almohada entre los dedos. Si no, la próxima vez, te ato y dejaré que te use a placer.
—Lo haré, Maestro.
—Después, tienes que elegir. Te voy a someter a una prueba para demostrar tu devoción por mí y, de paso, borrar toda la impronta del cabrón anterior. Pero lo vas a elegir tú. Yo te voy a dar dos opciones.
—Como desees, Maestro. Gracias, Maestro.
—De acuerdo, ahí van. La primera, algo en lo que te llevo insistiendo desde hace mucho y que impide que seas la sumisa perfecta, por ser uno de tus límites: tener sexo con un perro, de los que acoges.
Eso para Marisa era impensable. Era una de las cosas a las que, desde el principio, se había negado. Zoofilia. Para ella suponía una violación del animal. Habían mantenido muchas discusiones sobre el tema, pero nunca daba su brazo a torcer. No lo haría, jamás.
—Puedo saber la otra, Maestro.
—Veo que no vas a aceptar la primera.
—No.
—Entonces la segunda…
—No hay más remedio.
—Bien, te montaré un bukkake con jovencitos. Eres toda una milf aunque estés gorda, será popular. Era un castigo tradicional y creo que te bajará los humitos. Además, te gusta el semen…
—El tuyo.
—Te gusta tragar semen y te has tragado el de otros muchos, incluido el del cabrón ese, así que vas a tener un baño y banquete de semen completo. No te preocupes, será sólo bukkake, chupar y tragar, básicamente. Pero si no aceptas lo primero, tiene que ser lo segundo. De diez a quince chavales, jovencitos, resistentes, frikis, gorditos, si podemos vírgenes… Varias rondas hasta que se cansen. Y lo tragarás todo, absolutamente.
—Pero… Mayores de 18? No?
—He dicho chavales. Unos dieciséis años. Eso o el perro. Elige.
Marisa no pudo pensarlo mucho.
—Bukkake.
—Perfecto. Puedes tragar ahora. Y vete acostumbrando.
Marisa, con los ojos llenos de lágrimas y su tanga manchado por el semen de un mendigo hediondo y grosero aún metido entre las nalgas, puso el móvil en modo selfie y video. Lo enfocó a su cara, repleta de maquillaje negro corrido en dos surcos de lágrimas, volvió a mostrar el interior y después, con enorme dificultad, pero también alivio, tragó el semen que llevaba guardando dentro de la boca desde hace casi más de una hora. Cayó a plomo en su estómago como una verdad de piedras repletas, de bolas de pinchos y miedo. Volvió a abrir la boca para demostrar que todo había sido comido y se relamió los labios antes de decir: “Gracias, Maestro”. Lo envió, mientras se limpiaba con una toallita y quedaba presentable.
Entró en casa. Su madre y su hija estaban dormidas, así que trasladaría el problema mental para mañana. Dolorida, se duchó. El vídeo había llegado. El estómago le ardía. El tanga descansaba junto al retrete, en el bidé, repleto de manchas blancuzcas y pardas, convertido en un hatillo de vergüenza, de lo que era capaz de llegar a hacer. Su perro de acogida olisqueó el aire y, por un momento, mientras se miraba al espejo, volvió a descartar como algo antinatural e inmoral tener relaciones con un animal. Se duchó, deprisa, con agua fría, lavándose por completo varias veces. Al secarse, entró un nuevo mensaje de su Amo.
—Un video precioso. Estoy muy orgulloso, no hay mejor sumisa en el mundo. Qué pena que no quieras plegarte a la zoo. Creo que lo pasarías mejor y le haces el favor a un macho perruno de copular con una hembra humana, algo especial, es precioso…
—No, eso no.
—Bueno, el bukkake será seguro, yo lo controlaré todo, te tratarán bien. Te va a encantar. Ya lo verás, serás como una abeja reina. Eres maravillosa. Te quiero mucho.
—Gracias, Maestro.
—Tu familia supongo que bien porque no me has dicho nada…
—Bien, voy a irme a dormir.
—Ya sabes cómo tienes que hacerlo. Besos, cariño.
Se tumbó y metió bajo la almohada de su cama minúscula el tanga manchado, lo cogió con la mano para asegurarse de que, si se quedaba dormida, nadie lo descubriera. Estaba muy húmedo, apestaba a sudor, y al olor acre y alcalino del semen reposado. Inundaba sus fosas nasales, penetraba en su cerebro recordándole que aquel mendigo lo había usado para masturbarse mientras miraba cómo una pata de pulpo de plástico la penetraba fieramente. Comenzó a excitarse al recordarse tan deseada, tan brutalmente deseada, una hembra ante un macho descontrolado y desesperado por poseerla, tanto que estaba masturbándose y produciendo semen que saltaba con fuerza sólo con la visión de su cuerpo. Se sentía una diosa babilónica, una puta sagrada. Comenzó a tocarse sin darse cuenta mientras estrujaba aquella prenda cerca de su cara. Continuó hasta rozar el orgasmo y paró ahí, tal y como su maestro siempre le tenía comandada, no podía correrse sin permiso.
La campanita del móvil sonó en la oscuridad. Era una foto que le mandaba su Señor. Una chica, de rodillas, rodeada de hombres con los penes apuntándola. Uno de ellos en la boca. Otro contra su mejilla. Uno en cada mano. El rostro y la boca chorreaban un líquido blanco, semen.
Su maestro sólo escribió: para que te hagas a la idea.
Después entró un pequeño video en el que otra chica, muy guapa y asquerosamente joven, sostenía un cuenco repleto de líquido lechoso, justo bajo su barbilla. Un hombre de enorme pene se acercaba y, tras meterlo unos segundos en su boca, se corrió victorioso. Ella vertió la corrida en el cuenco y lo levantó mientras todos los presentas la jaleaban. Se lo bebió con gran dificultad. Por completo. A veces, teniendo arcadas, pero consiguió vaciarlo. Después la aplaudían y ella reía con toda la cara, el pelo, los ojos, las pestañas, las cejas, completamente viscosos.
Su maestro escribió: ya sabes, glup.
Muerta de miedo, se corrió desobediente.
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