Menage a trois: Nina (13), el Jefe (59) y Mandinga (el doberman)
El Jefe se coge bestialmente a Nina, la somete a torturas BDSM y la entrega por horas al doberman de tres años y medio estimulado con Gotexc..
El Jefe despertó como a las cuatro de la tarde, aferrado a la pendeja que al cabo de una hora había logrado adormecerse un poco, demasiado nerviosa para relajarse. Enseguida chuponeó el hombrito derecho, el cuello y la mejilla derecha de Nina. ‘¿Dormiste bien, bebita?’, preguntó. ‘No. Dormité un poco’, contestó ella mientras él no dejaba de chuponearle la cara hasta comerle la boca. Como la nena se quedaba inmóvil, exigió: ‘Besame, puta’. La así invocada lengüeteó y chuponeó al Jefe mecánicamente, sin pasión. El Jefe lo advirvió, se sonrió, la aferró de la cintura para ponerla culo para arriba y se sentó sobre las piernas de la nena. Empezó a refregar la chota contra las nalgas cada día más grandotas, paradas, blancas y apetecibles y tiró de la gran cadena para elevar la cara de Nina, sin dejarla enderezarse. ‘Ponete en cuatro, perra’, ordenó.
Nina se puso en cuatro y el Jefe le ensartó la conchita, risoteando, mientras tironeaba la cadena para obligar a Nina a enderezar la cabeza. Elogió: ‘Qué rica que estás, puta’. La ninfa así invocada empezó a sacudir el pubis de inmediato, excitada. El viejo verde la dejó excitarse bien hasta que embebió lo suficiente la poronga; entonces la sacó de la conchita y ensartó el ojete de la ninfa.
Ahí la agarró de las caderas con las dos manos, una de ellas tironeando la cadena. Como le sobraba cadena, le dio una vuelta al cuellito de Nina alrecedor del collar, tiró de la cadena con la derecha y de la melenita carré color cocacola con la izquierda y volvió a culearla. La nena gemía quedamente: no le gustaba, le hacía doler esa penetración anal sin preparación previa, pero no quería ligar más palizas, incluso si eso significaba convertirse en putita de un doberman. El Jefe entendió eso. Ató las manos de la nena a sus espaldas con la cadena, la enlazó bajo las costillas y sobre la cintura de la nena y siguió apretando; entonces, tironeando la cadena con una mano para arriba mientras sostenía el culo de la nena con la otra, empezó a culearla más fuerte, excitado a medida que la sentía ahogarse; la nena se la bancaba con las manos apoyadas en la colchoneta, sin intentar despegar la cadena de su cuellito. Después el Jefe soltó la cadena y la levantó firmemente de las caderas para empezar a culearla muy rápido. El culazo empezó a expeler espuma venérea, manchando la colchoneta y a ambos amantes, mientras la nena soltaba estertóreos gemidos. Al final, el Jefe acabó entre gruñidos de oso mientras le clavaba bien la verga.
La nena ya estaba exhausta, pero su conchita pedía verga desesperadamente. El Jefe fue a servirse un vaso de agua y luego le convidó otro a la deshidratada ninfa. Después se acostó junto a ella, la estrechó entre sus brazos y le preguntó dulcemente: ‘Para que veas qué democrático que soy, te voy a dar a elegir. O te sigo agarrando a cintazos o te ponés a jugar con el perro para que se le pare la pija y se la chupás’.
La nena dijo con los ojos llenos de lágrimas ‘No quiero más cintazos’.
Con gesto descontento, el sátiro le levantó la cabeza de los pelos y le dijo: ‘Contestá lo que te preguntan con todas las palabras, puta. ¿Querés que te agarre a cintazos o querés chuparle la pija al perro?’.
Derramando un torrente de silenciosas lágrimas, la nena musitó ‘Quiero chuparle la pija al perro’.
‘Bueno, entonces andá y ponele el culito cerca del hocico para que te chupe toda y lo empezás a acariciar. El lomo, después a los costados, después el vientre y cuando esté más confiado le empezás a masajear muy suave los huevos (porque si le hacés doler te va a morder) y finalmente la funda de la pija, hasta que empiece a salir. Entonces le empezás a lamer y a chupar la puntita y ahí vas a ver lo que pasa’, le explicó el Jefe con cínica paciencia. Cuando la nena, resignada, empezó a gatear sobre la colchoneta, el Jefe agregó ‘Todo en cuatro patas. Acordate, para él sos su perrita’.
La perrita capturó la atención de su vigoroso y peludo macho al instante. Le acarició el cuello y la cabeza, para darle y darse confianza. El perro le lengüeteó toda la cara y la nena se dejó lengüetear con una deliciosa expresión de asco y excitación. Enseguida, lo tomó del hocico y empezó a lengüetearlo ella también; al rato, por su gesto, parecía estar saboreando la saliva amarga del perro. El jefe había arrimado la sillita de tijera y se pajeaba a no más de un metro y medio de la escena.
Mandinga bajó súbitamente el hocico, olfateando la conchita excitada. Entonces Nina se dio vuelta, se puso en cuatro y empezó a mover el culazo. Al instante, el doberman le metió lengua de manera desenfrenada en el ojete hasta dejarlo como nuevo, y después metió la nariz gélida en la conchita tórrida de Nina. Nina se estremeció, se sacudió para meterse más el hocico y Mandinga, en su esfuerzo por no ser así capturado rozó con su helada nariz de perro el ardiente clítoris de la nena, recrudeciendo la excitación de la ninfa.
El perro quiso montarla, pero ella alcanzó a esquivarlo y el Jefe lo contuvo un momento. Le ordenó acostarse y entonces Nina vio con pánico, asombro y creciente excitación el tronco a medio salir de su peludo amante. El Jefe la comninó ‘Ahí lo tenés. Sos tan puta que ya lo calentaste sin manosearlo. Ahora acariciale todo el pelaje mientras se la chupás’.
La nena se inclinó sobre la verga, la tomó entre sus manitos lampiñas con una expresión de horrorizado asco y la olisqueó; tampoco le gustó mucho el olor. Pero si no quería más cintazos tenía que empezar rápido, así que lo hizo.
Apoyó la lengüita en el orificio vergal de Mandinga que gimió como un cachorro. El precum no dejaba de salir abundantemente. Después abrió la boca lo más grande que pudo para meterse la punta de la verga en la boca y empezar a chupar con los ojos cerrados. Desde atrás, el Jefe le miraba alternativamente la boquita llena de verga y el culazo parado.
La dejó mamarla diez minutos y luego, excitado, le susurró ‘Ahora ponelo boca arriba, ensartate en la verga y cabalgalo’, mientras se movía a una mejor posición para presenciar el portento. La nena obedeció y, temblando de miedo y de deseo, ensartó como pudo el taladro de Mandinga en su pequeño tajito. Su conchita estaba chorreando flujo hacía rato, de manera que le entró como cuchillo a la manteca, sacándole un lento y sordo ‘Aaaahhhhhh’. El perro estaba con las dos patotas delanteras levantadas y dobladas, la cabeza ladeada y la lengua colgándole; jadeaba.
Nina estuvo cinco minutos acomodando jadeante la pijota de Mandinga hasta que la sintió rozar la entrada del útero. Entonces apoyó las manitos sobre el pecho del perro y empezó a cabalgarlo desesperada, aunque en silencio.
El Jefe la admiró ‘Qué puta que sos’, y eso pareció excitarla más. Empezó a saltar más fuerte y más rápido sobre la verga de su peludo macho y a gemir abiertamente. Luego de varios minutos, inclinó su torso sobre el pecho de Mandinga, lo abrazó fuertemente y siguió cogiéndole la verga en esa posición, sin amenguar el ritmo. Enseguida, el perro lanzó su primera eyaculación (totalmente de precum) e inundó la conchita, que ahora producía chasquidos húmedos al estrecharse contra el vientre de su nuevo macho.
El Jefe le ordenó: ‘Hablale sucio, decile lo mucho que te calienta’. Nina, enloquecida, empezó a besar el pecho peludo y exclamó con su dulce vocecita infantil ‘Ay sí, Mandinga, qué verga que tenés, me rompés toda. Cómo me calientaa que seas taan peludoo y fueerteeee’. El contenido orgasmo de Nina se desbordó en un alarido de animalito salvaje, largamente; el orgasmo en sí duró como tres minutos, pero a los dos ya estaba exánime con los bracitos colgando a los lados de su macho, gimiendo y susurrando.
El Jefe de inmediato le ordenó al perro que levantara. Nina cayó medio de costado y Mandinga intentó volver a ensartarla así como estaba. El viejo verde la puso boca arriba, le abrió las piernas, le acomodó la almohada bajo el culito y guió la poronga de Mandinga hacia la conchita de Nina.
La abrupta y triunfal entrada de la verga de Mandinga en la conchita de Nina hizo despertar a la nena de su orgásmico desmayo de una manera casi instantánea. Pero después de menos de cinco segundos de dolor y estupor se aferró con manos y piernas a su amante y dejó que la cogiera hasta que se cansó.
Nina había sido rociada con feromonas de las perras más fértiles, saludables y fuertes que pudimos conseguir, de manera que, amén del Gotexc que también Mandinga estaba bebiendo, la excitación del can era desesperada. Su agudo olfato le decía que se estaba cogiendo a la mejor perra de la historia del universo. Cuando la nena sintió el enorme bulbo, empezó a mezquinar la concha para que no se le metiera. De inmediato, el Jefe la inmovilizó para permitir que los salvajes empujones de Mandinga le introdujeran todo el bulbo en la estirable conchita de Nina. El perro le seguía dando y los gemidos de Nina tenían algo de aullido y de rugido.
Finalmente, el doberman lanzó literalmente un litro de leche blanca en la rebalsada y multiorgasmeada conchita de la nena, y se tiró exhausto ahí nomás, con Nina todavía ensartada y orgasmeando al sentir los litros de leche de perro inundándole el pequeño útero.
Después de varios minutos jadeando en silencio y goteando leche, Nina exclamó ‘Tengo sed’. El Jefe, modosamente, se arrodilló cerca de la nena, le dio tres vueltas de cadena al cuello, le levantó así la cabecita y le ensartó la excitada verga en la boquita. Se la cogió brevemente hasta sacarse la leche y, tras hacerle abrir la boquita para cerciorarse de que la había tragado toda, fue a sentarse, sin darle agua.
A los cinco minutos, la nena volvió a decir que tenía sed. ‘No hables si no se te ordena’, fue la seca respuesta del Jefe. Enseguida, el perro logró desabotonarse y fue corriendo bajo la ducha a beberse un tazón de agua con Gotexc. El Jefe, tras beberse uno él, le sirvió el resto de la jarra a Nina en el cuenco con el cartel ‘Puta’ y le dijo ‘Ahí tenés, puta’.
Aleccionada, la nena gateó hasta el cuenco y se lo bebió todo hundiendo la cara en el recipiente, sin usar sus manos. El viejo verde se arrodilló tras de ella y, luego de olfatearla un instante, le ordenó con asco ‘Andá a que te chupe toda Mandinga, olés a leche de perro’.
Obediente, y siempre en cuatro patas, la nena se acercó a Mandinga y le puso la conchita a tiro. Sin pararse, despaciosamente, degustándola, el can le pegó otra chupada de cajeta memorable y empezó a excitarse. El Jefe le ordenó a Nina ‘Pegate una ducha, que te quiero chupar toda, puta, y olés a perro’.
La nena se dirigió a la ducha, seguida por Mandinga (que le medía fijamente la conchita), abrió la canilla y empezó a ducharse con el agua helada. Al perro nada le importó el agua helada: hundió el hocico en la conchita y empezó lamer de nuevo, despacito, como un gourmet de conchas. La nena, cohibida, no se atrevió a rechazarlo.
Cerró la ducha y el viejo le tiró un toallón para que se secara. Mientras se frotaba el toallón por el cabello, Mandinga seguía lamiéndole aviesamente los más recónditos rincones de su conchita. ‘Secalo a Mandinga’, ordenó el Jefe. La nena lo secó mientras el perro, ya confianzudo, le lamía la cara moviéndole la cola. Ella lo acarició, mimándolo, y al final le dio un beso en (digamos) su mejilla izquierda.
El Jefe, excitado, la levantó en brazos y apretándola, manoseándola y chuponeándola toda, caminó con ella hasta la parecita divisora, apoyó la espalda de la nena contra el muro del lado de la colchoneta y empezó a cogerla de parado sin dejar de chuponearla por todas partes. Las tetitas estaban cada día más grandes y puntudas, y el Jefe las mordisqueaba cada vez con mayor desenfreno. Nina gozaba la verga en su conchita y sufría por los mordiscones que se entremezclaban intermitentemente con las chuponeadas y lamidas: gemía y gritaba sin ton ni son, al compás de la lujuria del Jefe.
Al final, el Jefe se tiró en la colchoneta con Nina abajo. Con la nena aplastada y ahogada por su peludo pecho, le dio con saña y velocidad hasta que sintió que acababa. Entonces la sacó a último momento y los lechazos salieron disparados manchando la panchita, los pechitos, el cuello, la cara y el pelo de la putita. Luego se acercó de rodillas hasta la boca de la ninfa y le hizo limpiar la verga hasta dejarla reluciente. Llamó al perro, que lamió todo el pelo, la cara, el pecho, la pancita y la concha de la nena hasa dejarla limpita también.
En ese momento les bajé comida, y los tres amantes cenaron. El Jefe, en la mesa y con su plato lleno de puchero; Mandinga, en su cuenco lleno de comida para perro rociada con caldo de carne y triple dosis de Gotexc; la nena, en su cuenco lleno de una papilla hipernutritiva y afrodisíaca, pero de sabor y forma indistinguibles. Hambrienta después de las palizas sexuales recibidas durante horas de parte de sus dos machos, su necesidad de reponer fuerzas se sobrepuso al asco infantil por comer algo que se veía como vómito y con un sabor indescifrable.
Hacía horas que Nina era obligada a estar en cuatro patas. Cuando terminó de comer, el Jefe tiró de la cadena para ponerla de pie y atar la cadena a una soga ya ligada a una de las poleas del techo. Luego esposó a la nena con las manos atrás, pasó los pies y los tobillos por dos argollas (acolchadas) separadas por una barra metálica de un metro de longitud y tiró de la soga hasta obligarla a estar en puntas de pie para no ahorcarse.
Entonces, con sus chasquidos de dedos que ya hacían horrorizarse instantáneamente a la nena, convocó a Mandinga hacia la conchita inerme.
Mandinga empezó a degustar a la nena, que de inmediato comenzó a retorcerse y a cansarse de estar en puntitas de pie. La dinámica de la situación era esta: la nena trataba de encaramarse sobre los deditos de sus pies como única solución para poder respirar, mientras el perro le pegaba una de esas chupadas de cajeta que la enloquecían hasta el furor; cuando la nena se cansaba, todo su cuerpito quedaba colgando del collar y la nena seguía gozando mientras se ahorcaba casi hasta desmayarse e intentaba otra vez ponerse en puntas de pie, lo que lograba de manera breve.
El Jefe la dejó casi desmayarse varias veces y al final alejó a Mandinga, bajó la soga hasta que las rodillas separadas de Nina tocaron el frío suelo de cemento pintado de verde, unció una cadena a un extremo de la barra de fierro, elevó la piernita correspondiente y ató el otro extremo por abajo del brazo y entre el cuello y el hombro; hizo lo propio con la otra pierna y otra cadena.
La nena quedó con las rodillas afirmadas en el piso, las manos esposadas atrás y los tobillos casi pegados a la espalda. El Jefe elevó un poco la soga con las poleas, y la nena quedó apenas tocando el piso con las rodillas. Entonces convocó a Mandinga, que ni lerdo ni perezoso volvió a lamer ávidamente la conchita de su hembra. Como la nena empezó a gemir (ya ronca), le puzo el bozal con la pelota roja en la boca y se sirvió un whisky que le había bajado para observar como un experto la sofisticada escena perversa.
Mandinga chupó la cajeta de la nena por varios minutos, haciéndola acabar entre sacudidas desesperadas y meándolo todo al doberman, que siguió bebiéndose imperturbable a su amada. Cuando la nena ya jadeaba casi desmayada de placer, con la cabeza ladeada y la lengua colgándole, Mandinga detuvo su labor lingual y subió sus patas sobre los hombritos de Nina, intentando penetrarla de parado. El Jefe de inmediato se paró, acomodó la altura de las ataduras para dejarla en la posición más adecuada para una cogienda perro-nena y acomodó la punta de la verga canina en la conchita humana.
Rasguñándola desesperado, el perro aferró como pudo las caderas de la nena, apoyó la cabeza en el hombro derecho de su hembra y empezó a cogerla a toda velocidad. La nena flameaba como una bandera, mientras el doberman la sacudía como si no hubiera un mañana. Las cogidas y rasguñones de parado se perpetuaron durante diez minutos, hasta que el perro lanzó su abundante precum, lo que hizo abrir muy grandes los ojos entrecerrados y ya casi idos de la nena.
La calentura del perro era tan grande que se había abotonado empujando con su verga hacia arriba. De manera que quedaron los dos amantes enarbolados por la soga. El perro dejó de aferrar las caderas y el culo de su hembra (todos rasguñados por la desenfrenada e incómoda cópula que acababan de sostener) e intentó alejarse, arrancando un alarido instantáneo de la casi desmayada nena. Ante un Jefe impasible y complacido, el perro torturó con sus tirones a la nena hasta que se cansó y se echó ahí nomás, todavía abotonado, tironeando aún la conchita estragada de la nena colgante. Entonces empezó a soltar su leche de manera torrencial en la conchita de Nina. La nena adoptó una expresión de agotamiento, dolor, placer y alivio; la ardiente leche de perro parecía operar como una crema refrescante en la torturadísima conchita.
Cuando Mandinga logró desabotonarse, diez minutos después, el Jefe bajó la soga, desató la cadena principal, agarró a la nena del fierro que separaba sus tobillos y la llevó a la rastra hasta la colchoneta. Ahí la tiró boca abajo, se tiró encima de ella y, agarrando la barra de fierro, le ensartó la conchita y le propinó una salvaje cogida. La verga sacudía y desparramaba leche de perro por toda la ya inmunda colchoneta. En menos de diez minutos, la leche de viejo se sumó en la estragada conchita de Nina a la leche de perro que todavía anegaba su útero.
Tras cinco minutos tirado como una bolsa de papas encima de la estragada nena, el Jefe se puso de pie, arrastró de un tobillo a la nena, la puso cabeza abajo bajo la ducha, abrió la canilla y le limpió la cajeta con agua (que salía caliente para no helar al Jefe; hacía un frío endemoniado, de crudo invierno en nuestra región, al sur del río Salado).
Luego, agarrándola del otro tobillito, la arrastró hasta la mesa de 50×50 centímetros, tomó un vaporizador manual lleno de feromonas de perra alzada, metió el pico del recipiente en la conchita de Nina y disparó largamente y varias veces dentro. Después le dio de beber un vaso entero de agua con Gotexc y se fue a recostar a la colchoneta a mirar TV dejándola así tirada, con las manos esposadas atrás, los tobillos separados por una barra que se apoyaba en sus espaldas y la cara contra el piso.
Enseguida se le acercó Mandinga, olfateó y lamió desesperado la conchita y empezó a querer ensartarla. El Jefe, medio tapado por el televisor, no prestó atención a la lúbrica escena. El perro estuvo quince minutos desesperado, montando e intentando ensartar a su hembrita, hasta que en uno de esos intentos lo logró y empezó a cogerla desesperado, rasguñando ahora los muslitos y la entrepierna de Nina.
La posición hacía más fácil la penetración y el abotonamiento, que llegó inopinadamente en medio de la cogida de diez minutos que le pegó Mandinga hasta soltarle su abundante precum. Inmovilizado, el doberman se echó sobre su amada y, después de unos minutos, le empezó a acabar perrunamente otro torrente de semen blanco.
La nena, acalambrada por las ataduras, agotada por las innumerables cogidas que sus dos machos le venían pegando y drogadísima por la inagotable cantidad de Gotexc que tenía encima, apenas respiraba soltando un gemidito bajo que se parecía a un llanto pero era todo el goce que podía expresar.
Tras un buen rato, Mandinga logró desabotonarse y, tras beberse dos cuencos llenos de agua (el que decía ‘Puta’ y el que decía ‘Macho’) cayó tirado ahí nomás cerca de la ducha, agotado, y dormitó largamente su siesta de macho cogedor.
Recién una hora después, el Jefe, hambreado, acudió a desatar los tobillos de su esclavita del rudo fierro que las separaba, aunque le mantuvo las esposas en las muñecas. Tiró de la cadena atada al collar uncido al cuello de la nena, para hacerla parar. Las dormidas piernitas no le respondían, por lo que sus muslos y rodillas resbalaron grotescamente, depositándola en el suelo otra vez.
El depravado rio y fue a sacar una bolsita de merca y su tubo broncíneo para darle a aspirar a la nena. La levantó tironeando de uno de sus antebrazos y la sentó sobre su falda (las piernitas todavía no le respondían). Luego, cambiando de opinión, apartó el canuto y pegó la cara de Nina a la mesa con dos rayas de merca de un centímetro cada una. ‘Aspiralas’, le ordenó.
La nena hizo todo lo que pudo para limpiar de polvo blancuzco la mísera mesa verde de 50×50, para que al Jefe no se le ocurriera pajearla con merca o meterle merca en sus orificios para cogerla así estimulada. Como quedaba bastante, el Jefe le quitó la bola de la boca y le ordenó ‘Lamé lo que queda y tragalo’. La nena obedeció y el Jefe ipso facto le chuponeó largamente la boca. Al final, mordió fuerte el cuellito hasta dejárselo marcado por enésima vez en torno a la yugular y la elogió ‘Qué puta que sos. Me encantás. ¿Cómo podés oler tan rico?’. Ella lo miró, con expresión neutra. ‘Contestame, puta’, agregó el Jefe.
‘No sé. Será por mi edad’, conjeturó la así invocada.
‘Puede ser. Nunca saborié una puta tan rica ni tan joven. Mandinga tampoco. Ya está enamorado de vos, me parece’, dijo el Jefe. Los ojos de Nina se pusieron brillosos; su autocontrol seguía siendo increíble, no creo que el Jefe lo notara plenamente, pues en ese caso sus acciones para romperla mental y anímicamente hubieran sido más crueles. ‘Te emocionaste. Vos también te enamoraste de su verga, me parece’, agregó el Jefe. ‘Decime si te enamoraste o no’, la conminó.
‘No… no me enamoré. Pero es lindo’, contemporizó la ninfa.
‘¿El choto o el perro?’.
‘El perro’.
‘¿Y el choto no? No seas hipócrita, nadie nos oye. Podés ser sincera’.
Tras un instante de silencio mirándolo a los ojos, la nena respondió ‘Sí. También es lindo’.
‘¿Qué es lindo? Decí las frases completas, puta estúpida’, le espetó el Jefe con la cara muy cerca, esputándola.
‘… Sí, el pito de Mandinga es lindo también’.
‘¿Te calienta?’.
‘… No… Pero es lindo’, contemporizó la ninfa.
‘¿Qué sentías cuando te cogía?’, preguntó el Jefe.
‘Mucho dolor. Y mezclado, placer’, contestó la perrita.
‘Eso es porque sos muy puta. A la mayoría de las putas, sobre todo a pendejitas cursientas como vos, les daría asco un perro. Pero a vos te calienta porque lo único que te importa es la verga. Esa es la verdad de tu vida, yo soy tu maestro porque te enseñé a descubrirla’, adoctrinó el Jefe.
La nena no pudo evitar torcer su boquita en un llanto contenido pero inconsolable. El Jefe constató: ‘Bien de puta. Primero gozás con cualquier verga y después te da culpa. Es que la putez las vuelve idiotas. Pueden ser mocosas inteligentes, incluso abanderadas, pero una vez que se vuelven putas, pierden todo el cerebro, no pueden pensar más que con la concha. Acordate de esto que te digo porque va a ser así el resto de tu vida’, la aleccionó el viejo verde.
La nena contuvo su llanto del todo. El Jefe la recostó boca abajo sobre la mesa, todavía con las manos esposadas atrás, le abrió las piernitas con sus rodillas, se puso de pie, la aferró de las muñecas y le ensartó la conchita de parado muy tranquilo, como haciéndose una paja desganada.
Sin dejar de cogerla, con dos dedos, le abrió el ano ya dilatado y le fue soltando escupitajos con bastante puntería. Después cambió de opinión, juntó las rodillitas apretándolas con sus manotas peludas y empezó a cogerla fervorosamente, con gesto de sádica satisfacción, observando desde arriba cómo la nena gozaba a su pesar. Rodeó los muslitos de la nena con sus piernas regordetas y peludas para dejar más apretada la conchita y le empezó a dar más fuerte. Estaba abrazado a la mesa, cogiéndola prácticamente en el aire.
Cuando se sintió cerca de acabar, alejó a la esposada nena con cuidado de la mesa, la orientó hacia el centro y caminó con la nena ensartada y cabeza abajo hacia la letrina. La cara de Nina develó que sabía lo que iba a pasar. El viejo verde acomodó la carita de Nina en el orificio metálico y la terminó de coger mientras oía los gemidos de su putita amplificados metálicamente por la tubería.
Después la dejó tirada así nomás y se fue a mirar TV. De inmediato, Mandinga se acercó a la conchita y lengüeteó todos los excipientes venéreos hasta dejarla limpita, mientras la nena se debatía para sacar la cara de la letrina con el perro empujándola y dándole más placer. Al final, el perro la dejó tranquila y fue a echarse bajo la ducha, en el lugar que parecía haber elegido para descansar (cerca de su comida y su bebida).
Tras denodados esfuerzos, la amatambrada Nina pudo sacar la cara de la letrina y quedó tirada de costado, esposada con las manitos atrás, jadeando, transpirada, asqueada y orgasmeada en menos de medio día como pocas mujeres han experimentado en sus vidas enteras. Tuvo que rodar hacia el medio de la Habitación 1 para rogarle al Jefe mirándolo a los ojos que la ayudara a pararse. Impasible, el Jefe le ordenó ‘Vení a mirar TV conmigo’.
Pragmática hasta un punto que hubiera embelesado al mismísimo Gedeón, la nena rodó hasta la colchoneta, se subió así a ella, pero quedó con la cabeza apuntando a los pies. ‘Vení y abrazame’, ordenó el Jefe, impasible. La nena se retorció y reptó como pudo hasta recostarse contra el costado peludo del Jefe, mirándolo a los ojos inquisitivamente. El Jefe le amasó los cachetes del orto rudamente y la chuponeó un rato. ‘Nadie les para la verga a los machos como la parás vos. ¿Te acordás el linyera medio loco que te traje, que no se quería acercar a vos hasta que te le tiraste abierta de patas en el colchón?’. La nena asintió. ‘Te cogió desesperado’, risoteó el Jefe. ‘¿Qué sentías mientras te cogía?’, preguntó.
‘Estaba desesperada porque vos no venías hacía una semana. Al principio tenía mucho miedo de que me lastimara, pero cuando me di cuenta del temor de él me tranquilicé y lo desprecié mucho’, contestó la putita.
‘¿Y cuando te cogía? ¿Qué sentiste?’.
‘No podía dejar de observar su expresión, su locura. No podía decir ninguna frase coherente. Me cogía desesperado. Tenía una verga corta, pero gorda y cabezona. Al principio me hizo ver las estrellas y me aplastaba con su panza renegrida y lampiña, me daba arcadas su olor inmundo. Desde la segunda vez estaba tan desesperada… que no me importó y me moví para darme placer. A él le encantó y me decía una y otra vez ‘Qué puta hermosa, no puedo crer que existís’.
‘Me acuerdo’, comentó el Jefe, extasiado.
‘¿Y con el viejo italiano? ¿Qué sentiste?’.
‘Estaba muy incómoda con el vestido de mucama que me habías hecho poner, y desorientada por estar en habitaciones distintas y por cómo me miraba él’, contestó la nena.
‘Se te veía todo el culo con ese vestidito negro. Don Santino casi se muere cuando te vio con el vestidito, los tacos aguja y la vinchita blanca de mucama’, sonrió el Jefe. ‘¿Cómo te cogió el viejo?’, preguntó.
‘Me manoseó y me chupó toda mientras me arrancaba la ropa, me tiró abierta de piernas en el colchón y me cogió en esa posición hasta que acabó. Después siempre me cogió en esa posición’, comentó la nena.
‘¿Y qué sentías vos?’
‘Me daba asco que un viejo me chupara por todas partes, pero cuando me metió la verga era grandota y gruesa. La erección iba y venía, pero me cogía fuerte. Después me empecé a calentar y no me importó que fuera un viejo’.
‘¿Te calentaba más que fuera tan viejo?’.
La nena lo miró, las manos todavía esposadas atrás, con esa expresión mezclada de intriga y putez, y luego de un momento de duda contestó ‘Sí’. Nunca sabré con certeza si era sincera, si lo decía por cálculo para complacer a su amo y ligar menos golpizas o por una mezcla de las dos. Pero sospecho que era la última opción.
‘¿Y cuando te cogieron entre cinco pendejos villeros?’, preguntó el Jefe.
‘Fue horrible. Me hacían doler mucho. El único que me cogió bien es el que llamaban el Boa’, respondió la abominable putita.
‘Las cogidas que te pegó ese pendejo fueron geniales. Igual, verte ensartada por cinco al mismo tiempo fue muy rico también’, ponderó el Jefe. A continuación, reveló ‘¿Sabés que el Boa ahora está en uno de mis cabarulos? Se coge minas ricas, y a veces se lo cogen a él’.
Los ojos de Nina brillaron. No mostró ninguna otra expresión. ‘¿Yo voy a terminar en un cabarulo?’, musitó.
‘No creo. Me calentás demasiado y no me gusta compartirte, salvo para cumplir fantasías. ¿Vos qué fantasías sexuales tenías antes de conocernos?’, inquirió el viejo verde.
Estimulada por la merca, la nena contó con bastante naturalidad ‘Una vez cuando pasaba con unas calzas rosas por adelante de una obra en construcción, unos albañiles me gritaron cosas cerdas. Desde entonces me toqué varias veces pensando que me cogían entre todos’, asombró la nena al Jefe. Continuó ‘La vez que más cerca estuve de que me cogieran antes de… conocernos… fue en la casa de un tío mío. Había lluvia y mis primos habían ido a buscar a otro primo que vive cerca. Quedamos solos con mi tío y terminamos transando sobre la cama donde dormía cuando me quedaba con ellos. Quiso sacarme la ropa pero yo tuve miedo y enseguida volvieron los chicos. Y nunca más me puse a tiro de que me agarrara de vuelta, pero me toqué muchas veces pensando que cogíamos’, reveló la envilecida nena.
‘¿Qué edades tenían los dos?’.
‘Yo 12 y él 42’, respondió la nena.
‘¿Con animales no tenías fantasías?’.
‘No. Ni me había imaginado que existiera algo así’, confesó la nena con candor.
‘¿Y ahora que lo conocés qué te parece?’, inquirió el Jefe.
Nina hizo un silencio calculador y respondió ‘Al principio me dio mucho asco. Pero me duele mucho’.
‘Me parece que falta una frase en lo último que dijiste’.
… ‘Al final me gusta, pero me duele mucho’, confesó la emputecida nena.
‘Para cuando te quedes sola con Mandinga todo el próximo mes que me voy de vacaciones te voy a dejar un regalito por si quieren jugar como hoy’, anotició el Jefe y fue a buscar al servicio una cola peluda de perra que en un extremo tenía un plug anal vibrador accionable a control remoto. Boca abajo como la había dejado (todavía esposada), le fue ensartando el plug en el anito a su amada, que se quejaba lo más quedamente que podía. Mientras la terminaba de atornillar, le explicó ‘Esto es para que no te meta la verga en el culito, porque si pasa eso te va a romper toda. Y te lo digo en serio puta, no quiero que mueras desangrada. Con este perro, por el culo nunca, ¿oíste?’.
‘Sí’, jadeó la nena.
A continuación el Jefe encendió el control remoto (rosa, como el plug que ya habitaba invisible el culito de Nina) en mínimo y se fue a comer el postre. Al instante, la nena comenzó a retorcerse, haciendo pararse y agitarse la cola peluda, como si fuera de verdad su rabo. El diseño, modestia aparte, había sido perfecto y se amoldaba milimétricamente a la anatomía de mi amor imposible.
El Jefe terminó su postre y puso el vibrador en segunda velocidad. Los sacudones de la nena se tornaron espasmódicos. Fue a tomar más agua, aspiró otra raya de merca y puso el plug vibrador en tercera velocidad. Nina empezó a sacudirse con las muñecas atadas a la espalda, intentando incorporarse o hacer algo que mitigase el intenso placer que estaba sintiendo.
Caminó hasta la nena, tiró de los tobillitos para dejar sólo la mitad superior de Nina sobre la colchoneta, puso la almohada debajo de la pancita de la nena y convocó con un silbido y un chasquido de dedos al doberman.
Mandinga se levantó como si tuviera resortes y de inmediato empezó a lengüetear la conchita de Nina. Como la nena se sacudía tanto, no lo dejaba saborear bien, por lo que el doberman bufó molesto y apresó entre sus enormes dientes el muslito derecho de Nina, para sofrenarla. La nena sintió los dientes clavados y empezó a sacudirse peor y a dar alaridos; el perro siguió aferrándola con los dientes suavemente, sin hacerle daño, intentando aquietarla, gruñendo juguetón.
El Jefe se acercó para ponerle el bozal con la pelota roja a Nina, y luego puso el plug vibrador en su cuarta y máxima velocidad. La nena abrió los ojos llenos de lágrimas y de asombro, y tardó un poquito en empezar a jadear.
El viejo verde acomodó bien de nuevo sobre la almohada y la colchoneta a la temblequeante nena y luego acomodó a Mandinga en la temblequeante nena. El perro de inmediato se aferró a la almohada y empezó a introducir la enorme poronga en la diminuta conchita.
Pero claro, como el recto ya estaba ocupado, no había el mismo lugar de siempre. Sin embargo, el encomiable fervor amoroso de Mandinga enseguida llenó la conchita de Nina hasta el útero y empezó a sacudirse dentro de la encharcadísima cavidad.
Nina empezó a dar asordinados alaridos orgásmicos que duraban más que los lapsos entre uno y otro alarido.
Mandinga la rebalsó de precum sin dejar de darle desesperado. Luego, cansado y fastidioso por la (para él) inexplicable vibración de la nena, paró de cogerla, le mordió el hombrito derecho con la misma delicadeza de antes y así, mordisqueándola mientras bufaba juguetón, la llenó de leche y la hizo orgasmear acalambrada durante cinco minutos.
Como, por el plug anal, no se había quedado abotonado, Mandinga se salió de Nina cuando quiso y se echó a los pies de la colchoneta a lamerse la pija, que seguía expeliendo semen blanco. Nina siguió vibrando hasta que el Jefe apagó el plug.
En primer plano, una cámara de zócalo mostraba su rostro exhausto, deshidratado, goteando transpiración, jadeante, los ojos entrecerrados y la mirada ida. El Jefe agarró la cola peluda y levantó de ella a la nena, que apenas gimió, toda desensamblada, con la espaldita llena de sudor y saliva de perro y con marcas de dientes de perro en un muslo y en un hombro. Preguntó ‘¿Viste cómo funciona?’. La nena asintió como pudo. ‘Te voy a dejar uno pero sin vibrador para que lo uses siempre que quieras jugar con Mandinga, ¿entendiste?’. La nena sacudió la cabeza rápido, asintiendo. ‘¿Tenés sed?’, preguntó el viejo. La nena volvió a asentir con la cabeza. ‘¿Sos la nena más puta que existió jamás?’, preguntó el Jefe. La nena dudó un segundo y luego, sedienta, asintió con la misma enjundia. ‘Bueno, entonces te ganaste tu cuenco de agua’, valoró el Jefe, la desesposó y llenó el tarro con el cartel ‘Puta’.
Nina vació el cuenco y luego, con las manos entumecidas por las horas esposada, gateó como pudo hasta recostarse al lado del Jefe, que la envolvió en el edredón y se durmió enseguida, seguido a los pocos minutos por la depredada nena.
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