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Dominación Mujeres, Incestos en Familia, Sado Bondage Mujer

MI ABUELA REMEDIOS LA DOMINATRIX Y YO SU ESTUPIDO ESCLAVO, PARTE 1.

Mi estricta y sádica abuela se convierte poco a poco en una mujer muy autoritaria y cruel y yo en su esclavo. Relato de terror mezclado con humor y mucho morbo sin limites. .
 Este relato es completamente pervertido, una mezcla de múltiples fetiches, castigos y humillaciones. No me gustan los tabúes, y por eso advierto que contiene castigos duros e incluso escatología. Esta historia no pretende ser realista, aunque hay un refrán que dice que la realidad supera la ficción.

Mi vida siempre transcurrió en un ambiente femenino, bajo el mismo techo que mi madre y mi abuela. No era una convivencia fácil, especialmente con la figura omnipresente de mi abuela. Mi madre se pasaba el día trabajando fuera, y su presencia en casa se había convertido en un fantasma cansado que llegaba a casa cuando el sol ya se había ido por completo. La veía cada vez menos, y con el agotamiento grabado en su rostro, lo último que deseaba era discutir conmigo o preocuparse por mis travesuras; simplemente no le quedaban fuerzas. Así que el día a día, el cuidado de la casa y de mí, recaía por completo en los hombros de mi abuela.

Al principio, cuando aún era un niño, las cosas eran relativamente simples. Su mundo funcionaba bajo una ley de hierro: la obediencia.  Yo obedecía en todo a la abuela. Sabía que cualquier desvío del camino marcado por ella acababa de la misma manera: con los pantalones bajados, me colocaba bocabajo sobre su regazo y me azotaba con sus guantes de goma. Sí, con  guantes de goma enfundados en sus manos, ahora explicaré este suceso tan extraño. El dolor era rápido, la lección era clara y el orden se restablecía.

Pero el problema llegó cuando empecé a crecer. Mi cuerpo se estiró, mi voz se hizo más grave y, con ello, nació en mí una necesidad de libertad que chocaban frontalmente contra sus reglas. Empecé a salir con amigos, a descubrir las noches, a volver a casa cuando la luna ya se escondía dando lugar al sol, con el olor a bar y a licor impregnando mi ropa. Poco a poco, me convertí en un verdadero gamberro, y su método de corrección ya no funcionaba. Ya no era un niño, ahora era un joven que no transitaba buenas compañías.

Empezó a surgir un odio entre nosotros, cada uno a su manera. Entre una abuela y su nieto no debía haber odio, esa era la ley de vida, pero con los años, lo empezó a haber. Ya no podía darme unos azotes en el culo como lo hacía antes, no solo porque yo era ya casi un hombre, sino porque un castigo así parecía ridículo e ineficaz. Así que su furia encontró otro cauce: el regaño constante, la crítica aguda, la mirada de desaprobación que me seguía por toda la casa. Poco a poco, ese sentimiento oscuro y amargo fue creciendo.

Intentábamos evitarnos cuanto podíamos, aunque era imposible, porque siempre estaba ella, al acecho, lista para reprocharme mi holgazanería o mi llegada a casa de madrugada. Cada día que pasaba, las discusiones entre mi abuela y yo se volvían más frecuentes y más virulentas. Había llegado un momento en que la tensión en casa era tan densa que se podía cortar con un cuchillo; la situación se había vuelto simplemente insostenible.

No soportaba llegar a casa y encontrar a mi abuela allí, vestida con su bata siempre abierta, dejando ver el camisón que intentaba en vano cubrir su enorme cuerpo. Mi abuela era gorda y voluptuosa, pesaba más de 100 kilos  de peso seguro. Tenía un culo enorme, un estómago ancho que sobresalía y unos pechos que no cabían bajo su camisón. Su edad solo Dios lo sabe; perdí la cuenta cuando tenía  60 años, ahora podría tener 70 o quién sabe. Una vieja gorda y resentida.

Pero no os equivoquéis, no era ninguna anciana impedida. Tenía una agilidad asombrosa y no paraba de ir de un lado a otro de la casa constantemente, siempre con sus guantes de goma largos de fregar enfundados. Ella tenía una obsesión enfermiza con los guantes de goma, siempre los llevaba puestos. Yo empecé a odiar tanto a mi abuela como a sus guantes. Los veía en todo momento, agarrando trapos húmedos  con sus guantes, fregando el suelo de la cocina arrodillada, dejando un charco de agua jabonosa que luego secaba con el mismo guante. Los usaba para todo, hasta para sacar la basura, y el olor que desprendían era una mezcla asquerosa de jabón barato, grasa vieja y algo más, un olor dulzón y ácido a la vez que me revolvía el estómago. Aquellos guantes, de un color amarillo original, estaban ahora permanentemente teñidos de marrón y naranja grasiento por tanto uso, por fregar cazuelas llenas de grasa e incluso el retrete, metiendo los mismos guantes dentro sin el menor asco. Dejaban un rastro a goma rancia y a suciedad por donde pasaba, un olor que se me pegaba a la ropa y a mi nariz  si estaba cerca demasiado tiempo cerca de ella

 

Otra de las cosas que odiaba de la abuela era su carácter. Era muy dominante: había que hacer lo que ella ordenase, cuando lo ordenase y como ella decía. Cuando era pequeño, si no obedecía lo solucionaba como os he contado, tumbándome en su regazo. Pero ahora se desesperaba al ver que no obedecía. A veces, en un arrebato de furia, se sentaba en una silla de la cocina, se subía el camisón dejando al descubierto sus enormes muslos y las bragas blancas que ceñían su carne, y con la mano enguantada me indicaba que me colocara en sus rodillas. Yo le hacía un ademán irrespetuoso y le decía que se fuera a la mierda. Ella se quedaba allí sentada, completamente furiosa, mirándome con los ojos llenos de rabia, comprobando cómo sus métodos ya no funcionaban y cómo me había convertido en un verdadero sinvergüenza.

Cuando mi madre llegaba a casa cansada del trabajo, mi abuela le contaba mi comportamiento, pero mi madre apenas reaccionaba. Me miraba y me decía, con una voz sin fuerzas, que no debía enfadar a la abuela. La abuela se enfadaba aún más y le recriminaba a mi madre que si eso era todo lo que iba a hacer. Mi madre se limitaba a decir que ya era un hombre y que no podía hacer nada. Entonces yo me burlaba de la abuela Remedios, con una sonrisa de superioridad. Una vez, viendo que mi madre ni siquiera me regañaba, ella se acercó a mí y, con una voz cargada de un odio helado, me dijo: «Te aseguro que un día vas a lamentar tus burlas. Tus risas se convertirán en llantos». He de admitir que me asustaba verla tan furiosa, con su dedo enguantado apuntándome mientras lo decía, pero en el fondo sabía que no podía hacerme nada, que mi madre siempre me defendería a mí.

 

Todo explotó por los aires aquel día. Un día que iba a la cocina en busca de algo de comer me encontré con un tarro medio destapado y, dentro, había un manojo de billetes. Era el dinero que la abuela sacaba a principios de mes del banco para pagar los gastos necesarios de la casa. Me acerqué con disimulo, agarré dos billetes y los metí en mi bolsillo. Os aseguro que esos dos billetes no me duraron más de una noche en el bar que frecuentaba con mis amigos.

Cuando la abuela Remedios contó los billetes, comprobó que faltaban dos. Rápidamente supo que había sido yo. Se acercó furiosa a recriminarme que ahora robaba en mi propia casa. Yo lo negué todo, le dije que no sabía de qué hablaba. Cuando llegó mi madre, le contó que había robado dinero. Yo lo negué todo otra vez y dije que era la abuela, que ya no se acordaba de las cosas y no había contado bien los billetes. Mi madre me creyó. Comprobé la furia de la abuela mirándome, lanzando rayos por los ojos mientras yo sonreía con cara burlona. Una vez más, ella había quedado en ridículo.

Aquel día fue cuando la abuela Remedios dijo para sí misma: «Si ella no pone remedio a su comportamiento, lo haré yo». Y comenzó a planear un plan que sería fatídico para mí.

La venganza de la abuela Remedios no fue un impulso, sino un cálculo frío y meticuloso que se puso en marcha esa misma mañana. La furia de la noche anterior, la humillación de haber sido desacreditada una vez más por su propia hija, se había transformado en una calma peligrosa, en una determinación de acero. Mientras mi madre salía para el trabajo, ella permaneció en casa, pero no en su letargo habitual. Aquel día, tenía un propósito. Necesitaba salir a comprar algunos objetos que iban a ser completamente necesarios para su venganza hacia mí.

Su primera parada fue una ferretería en el barrio viejo, un lugar polvoriento y oloroso a metal y a disolvente. Se acercó al mostrador, y sin preámbulos, le dijo al dependiente, un hombre joven con las manos manchadas de grasa: «Necesito un rollo de cinta americana. La que más pegue». El hombre, tras escudriñarla por un instante, le tendió uno de color plateado. «Llévese esta», le dijo. «Es de embalar industrial. No se despega. Tiene una fuerza tremenda». La abuela asintió con una lentitud casi amenazante, satisfecha. Junto a la cinta, añadió un manojo de cuerda de cáñamo, gruesa y áspera, sintiendo su textura entre sus dedos enguantados en sus guantes de piel marrones  que usaba en la calle.

Su siguiente destino la llevó cerca, a una tienda de animales en las afueras, un lugar con un olor penetrante a piensos. Caminó con determinación hasta el pasillo de los collares. Buscaba  un collar de perro, uno imponente, de cuero y grueso, con una hebilla de metal macizo. Lo encontró, y al tocarlo supo que era perfecto. Era un collar de perro grande, de esos para razas poderosas, y la idea de que aquello fuera a rodear un cuello humano le produjo una satisfacción secreta.

Su parada final fue la más oscura. En una callejuela apartada, casi escondida, se encontraba una de esas tiendas para adultos que solo los pervertidos conocían. Entró sin vacilar, con la misma naturalidad con que hubiera entrado en una panadería. Allí, sobre un mostrador de terciopelo rojo descolorido, le pidió al dependiente, un hombre pálido con mirada evasiva, unas esposas de metal. El hombre, tras un momento de duda, le tendió unas casi de juguete, cubiertas de falso terciopelo. La abuela las miró con desprecio y dijo que no buscaba eso. Ya casi iba a marcharse, frustrada, cuando el dependiente, bajando la voz como si le confiara un secreto, sacó de un lugar escondido debajo del mostrador unas esposas de metal de verdad, pesadas y sin adornos. El precio era mucho mayor. El vendedor le advirtió que tuviera cuidado, porque aquellas esposas hacían daño de verdad si se apretaban demasiado. Mi abuela sonrió, una sonrisa fría y satisfecha, y dijo que eran perfectas. Las agarró, pagó sin chistar y las guardó en su bolsa.

 

La abuela Remedios esperó a que la noche se cerrara como una tumba, a que el respirar profundo y regular de mi madre desde su habitación confirmara que estaba perdida en el sueño. Entonces, se acercó sigilosamente a mi puerta y escuchó. Al oír mi propia respiración tranquila, supo que el momento había llegado. El plan se ponía en marcha. Se dirigió a mi habitación con la bolsa negra que contenía las herramientas de su venganza. Antes de cruzar el umbral, se quitó las zapatillas cómodas que siempre llevaba. Descalza, solo con sus medias negras, avanzó por el suelo frio como una sombra, sin hacer el más mínimo ruido, hasta llegar a mi cama.

Sacó de su bolsillo a sus aliados inseparables: los guantes de goma mugrientos. En mi profundo sueño, creí escuchar el sonido húmedo y pegajoso de la goma estirándose mientras se los enfundaba en sus brazos gruesos. Los guantes le quedaban muy estrechos y apretados, la goma tensa sobre su piel parecía que iba a reventar en cualquier momento. Luego escuché el chasquido final y siniestro cuando la goma de sujeción se ajustó firmemente a la altura de su codo. La abuela metió sus manos ya enguantadas por debajo de su camisón, entre su bata, y se bajó sus enormes bragas blancas. Al agarrarlas, ella misma giró la nariz por el mal olor, pero una sonrisa cruel se dibujó en su rostro; era parte de su plan, y durante el día se había asegurado de prepararlas adecuadamente. Agarró las esposas, la cinta y la cuerda y las dejó preparadas sobre mi cama, al alcance de su mano. Respiró hondo, un aire que olía a determinación y a venganza, y se abalanzó sobre mí.

Se sentó a horcajadas sobre mi espalda. Dormía bocabajo y sentí un peso aplastante que me arrancó del sueño. Abrí los ojos y por el puro susto, lo primero que intenté fue gritar, convencido de que un ladrón había entrado en casa. Os aseguro que no se escuchó nada de mi boca. Unos guantes de goma introdujeron violentamente unas bragas sucias en mi boca, ahogando cualquier grito en mi garganta. Al instante, alguien me agarró las manos desde atrás y me  obligó a juntarlas a la espalda, donde las esposó con un chasquido metálico. Las apretó con una ferocidad que me hizo clavar los metales en la piel, un dolor agudo y punzante en mis muñecas.

En un solo movimiento, una mano enguantada había introducido violentamente sus bragas sucias en mi boca, ahogando cualquier grito en mi garganta. Era solo una medida provisional, un tapón rápido para silenciarme. El dolor agudo del metal de las esposas apretadas me recorrió los brazos, pero era solo el comienzo. Ahora que mis manos estaban inmovilizadas, era el momento de continuar amordazándome de una forma más estricta. La misma mano enguantada volvió a mi boca y, con una presión implacable, empujó las bragas hasta el fondo de mi garganta. Eran enormes, las bragas de mi abuela,  llenaban por completo mi cavidad bucal. Un espasmo de náuseas recorrió mi cuerpo; mis arcadas eran inevitables, un reflejo desesperado por expulsar el objeto invasor, pero a ella no le importaba lo más mínimo mis arcadas. Mientras yo luchaba por no vomitar, agarró un rollo de cinta americana de color gris. Comenzó a rodear mis labios, mi rostro y luego toda mi cabeza, girando la cinta sobre sí misma una y otra vez. Se aseguró de que quedara bien tensa y apretada contra mi boca, hundiendo el plástico en mi piel. Aquellas bragas sabían fatal, sabían a heces, y con cada movimiento de mi lengua para intentar acomodarlas, el sabor repugnante se extendía por mi paladar, ahogándome más que la propia cinta.

Cuando terminó, empezó a atarme los pies con una cuerda áspera que me rozaba los tobillos. Ató el otro extremo al somier de la cama. Intentaba escapar, retorcerme, pero su peso me lo impedía. Gritar era imposible con aquella prenda sucia y humedeciéndose en mi boca. Colocó un collar de perro en mi cuello, lo cerró con un chasquido y ajustó la correa a un barrote de la cabecera de la cama. El collar estaba tan apretado que no podía ni girar la cara. Para rematar, colocó un pequeño candado de hierro entre el cierre del collar y el barrote, de tal manera que resultaba imposible de soltarse. Ahora estaba completamente inmovilizado, indefenso, sin poder moverme un milímetro y sin poder emitir sonido alguno. Estaba a su merced.

La abuela Remedios seguía sentada sobre mi espalda, dejando caer todo su peso como una losa. Ahora estaba tranquila, sabedora de que yo era un prisionero en mi propia cama, incapaz de moverme o gritar. Me debatí con todas mis fuerzas, con una desesperación que me hacía temblar, pero fue inútil. No pude hacer nada. Intenté gritar, y lo único que logré fue tragar una bocanada de ese sabor fétido  a caca apestosa. Mi boca se había convertido en el retrete de su venganza. Entonces, se le escapó una risa, un sonido bajo y gutural que sonó más como un gruñido de animal que como una expresión de alegría. Se inclinó hacia mí, su aliento caliente y maloliente rozando mi oreja, y me mostró un llavero del que colgaban dos pequeñas llaves de latón. Las de las esposas y las del candado. Con una sonrisa perversa, me susurró: «Ahora no puedes escapar, estúpido. Así calladito y en silencio». Seguía tragando el sabor a caca sin poder emitir sonido alguno de mi boca cerrada por sus bragas apestosas y la cinta apretada como si fuera pegamento.

Finalmente, se levantó de encima de mí. El alivio en mi espalda duró solo un instante, siendo reemplazado por un terror frío al ver como se ponía de pie a mi lado. Encendió la luz del dormitorio, y el brillo cegador me obligó a cerrar los ojos por un momento. Cuando los abrí, la vi caminar hacia su bolsa negra. De allí sacó una correa gruesa de piel de color marrón oscuro. No era una correa de castigo cualquiera; era una correa de mujer, una de esas que se ponen sobre los vestidos como un complemento de adorno. Era gruesa, alargada y pesada. Empezó a envolverla lentamente en su mano enguantada, deslizando el cuero a lo largo de su mano  mientras me miraba fijamente con unos ojos que brillaban con una crueldad sin disimular. Se rio de nuevo, un sonido seco y despiadado. “Te voy a dar una última oportunidad. Avisa a tu mamá para que venga a ayudarte y todo habrá terminado”. Me dijo con tono sarcástico .  Intenté pedir ayuda a mi madre, como me había indicado la abuela Remedios, pero no conseguí emitir sonido alguno de mi boca amordazada de aquella forma tan agónica. Ella se reía mientras lo intentaba. «Tu madre está durmiendo profundamente y no va a escucharte si no gritas», me dijo, burlándose mientras observaba cómo en vano intentaba gritar sin poder, con mi boca completamente amordazada y degustando el sabor a su caca impregnado en sus bragas. Se detuvo y continúo hablándome con un tono perverso y siniestro.

“¿Te gusta el sabor de mis bragas en tu boca?”. Añadió con una sonrisa cruel: «Esta mañana, tras defecar, me limpié el culo con ellas. Solo para ti. Mis bragas fueron usadas como papel». Comenzó a reír, una risa baja y satisfecha que me heló la sangre. En mi mente, la escena se reprodujo de forma vívida y horrible: a mi abuela defecando con sus manos enguantadas apoyadas en sus rodillas, y tras terminar, limpiándose con la misma tela que ahora había estado en mi boca. Aquello era repugnante. El sabor de sus bragas se hizo aún más insoportable, me daban arcadas, y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar.

Se colocó a mi lado, entrelazando el extremo de la correa a su guante sucio como si fuera una extensión natural de su brazo. Habló en voz alta, sin esperar respuesta, como si estuviera dictando una sentencia en un tribunal invisible. «¿Cuántos correazos serían un castigo justo?». Se hizo una pausa, dejando que el silencio respondiera por mí, y luego ella misma respondió con una calma aterradora: «Cien serían suficientes». Me quedé helado, aterrado. Cien… eran demasiados. Pero lo que yo pensara no importaba en absoluto, y atrapado en mi mordaza, no podía articular sonido alguno, ni una plegaria, ni un ruego. Cerró la puerta de mi habitación con cuidado, haciendo clic en el pestillo. No quería que se escuchara el chasquido sordo y húmedo de la correa contra mi piel. Se acercó a mi lado, junto a la cama, y con una brusquedad que me hizo estremecer, bajó mis pantalones cortos, dejando mi culo completamente desnudo y vulnerable. Y entonces, comenzó a azotarme.

El primer golpe fue como el latigazo de un rayo en carne viva. Un dolor agudo y seco que recorrió mi espina dorsal como una descarga eléctrica, robándome el aliento. No era solo dolor, era una humillación ardiente, la marca de su autoridad grabándose a fuego en mi piel. El segundo golpe llegó apenas un segundo después, en el mismo lugar, y el dolor se multiplicó, convirtiéndose en una quemadura pulsante. La correa no solo azotaba, parecía morder, arrancar trozos de mi dignidad con cada impacto. Para el décimo golpe, mi culo ya no era mío; era una masa de carne dolorida y en llamas. Cada azote era una ola de fuego que me hacía arquear contra mis ataduras, un golpe seco que resonaba en la habitación como una sentencia de muerte. Sentía que mi carne se abría, que cada vez que el cuero golpeaba, plantaba una semilla de dolor puro que germinaba instantáneamente en un arbusto de espinas. El dolor ya no era solo una sensación física, era una presencia opresiva que me ahogaba, que me llenaba los pulmones y me impedía pensar. El trigésimo golpe fue el peor de todos. Fue como si el cuero, ya impregnado de mi sufrimiento, se hubiera vuelto más pesado, más cruel. Se detuvo. El silencio que siguió fue casi tan aterrador como el sonido de la correa. Solo el eco del dolor zumbaba en mis oídos.

La abuela Remedios se acercó a mí, me agarró por el pelo y tiró de una forma brutal. Sus guantes no cedían y la goma me provocaba un dolor terrible en el cuero cabelludo, creía de verdad que me lo iba a arrancar. Acercó su rostro al mío,  olía su aliento mezclado con el olor de la goma, y me dijo: «¿Qué te apuestas a que antes de los 50 correazos ya estás llorando?». Sin esperar respuesta, porque sabía que no podía darla, se volvió a colocar a mi lado y continuó azotándome una y otra vez, provocándome un dolor brutal en mi culo. Mi trasero parecía un volcán a punto de entrar en erupción de tantos correazos. Ella llevaba razón. Mucho antes de la mitad de los correazos prometidos, comencé a llorar. Mis lágrimas, calientes y silenciosas, se escaparon por mi rostro, mojando la funda de la almohada. «¡¡Ahora no te ríes ni te burlas de mí ¡¡.” Ahora no pareces tan chulo y engreído», me dijo con una voz llena de desprecio. «Te voy a dejar descansar un momento y luego continuaré con la otra mitad de los correazos». Aterrado, comprobé cómo se sentaba en una silla que había al lado de la cama. Giré la mirada con mucho esfuerzo, ya que el collar anudado al barrote por el candado apenas me lo permitía.Con el movimiento forzado, pude ver su coño, lleno de pelos que me daban repulsión. No llevaba bragas ya que estaban en mi boca bien apretadas. Ella estaba sentada en la silla, con las piernas abiertas, y contemplé un enorme coño que me dio repugnancia, grande y lleno de pelo, era asqueroso. Pero por algún motivo que no comprendía, me excitó de forma sobrenatural. Fue entonces cuando, a pesar de la humillación y el dolor de mi culo, mi pene se puso erecto. Ella lo observó y su rostro se ensombreció con una furia súbita. Con un tono serio y cortante, dijo: «Vaya, vaya… también eres un cerdo asqueroso pervertido. Te aseguro que no me gustan los cerdos  pervertidos. Tendré que enseñarte modales». Se levantó de la silla y se acercó a mí. «Te enseñaré a no tener placer con el castigo». Empezó a masturbarme con su mano enguantada agarrando mi pene. El roce de la goma seca y áspera contra mi piel sensible me hacía daño, una abrasión constante que se mezclaba con una estimulación forzada. Me estaba masturbando de forma obligada contra mi voluntad; parecía que me estaba ordeñando como a una vaca de una forma rápida. Me sentía violado. Intenté quejarme, pero solo conseguí degustar más el sabor a la caca impregnada en sus bragas en mi boca. Ella no se detenía, me masturbaba muy deprisa, con una furia mecánica, asegurándose de que no quedase ni una sola gota dentro de mí. Ella me arrancaba la excitación a la fuerza raspándome con la goma áspera, hasta que me derrumbé, eyaculando y manchando las sábanas. Aun así, ella continuó masturbándome, vaciándome por completo, hasta que mi pene se quedó flácido y dolorido raspado por su guante, sin excitación alguna. Me sentía roto, sucio y avergonzado de mi propio cuerpo por haber reaccionado de esa manera ante aquella vieja cruel y pervertida. La humillación era total; no solo por lo que me hizo, sino por cómo ella había logrado manipularme, demostrando que hasta mi reacción más íntima estaba bajo el control de una vieja cruel y  depravada. Era una vergüenza profunda, la de saber que no era dueño ni de mi propio placer.

 

Cuando la abuela vio que ya no estaba nada excitado, volvió a agarrar la correa. «Los 50 correazos restantes serán más duros», me dijo. “Oh, ahora no estas  excitado y será más duro “. Descubrí su plan: me había masturbado para quitarme toda mi potencia y excitación, para que el dolor fuera puro, sin ninguna distracción. Ahora, sin excitación, aquello podía ser terrible. Agarró la correa y continuó mi castigo.

 

Sentí el infierno. El dolor era muy fuerte, una agonía pura y sin filtro. Intenté pedir ayuda, escapar, pero no era posible. No podía moverme ni emitir sonido alguno. Mi madre nunca me oiría, atrapado como estaba por la mordaza asquerosa que cada vez sabía peor. El sabor a caca se había apoderado por completo de mi boca, era un sabor repugnante, una presencia pegajosa y nauseabunda que me ahogaba más que las propias ataduras. Así fueron sucediendo los azotes, cada vez más dolorosos. La penúltima tanda fue brutal; lloraba de tanto dolor, azotaba demasiado fuerte la abuela Remedios, mientras me decía: «Esto es lo que les pasa a los cerdos desobedientes y  pervertidos». Se detuvo. Faltaba la última tanda de diez azotes y me advirtió que sería la más dura. Comenzó a azotarme, inclinando su cuerpo hacia atrás y descargando la correa en mi culo con una fuerza renovada. Sentí un dolor insoportable, inaguantable. Su castigo era cruel y despiadado. Tras cada nuevo azote, se detenía y me humillaba. Tocó mi rostro, acariciándolo con su guante maloliente mientras me decía: «Estoy segura de que a partir de ahora me vas a obedecer en todo». Volvió a agarrar la correa de nuevo y continuó azotándome, dándome los últimos correazos más fuertes que nunca. Terminé llorando a lágrima viva entre la mordaza. Ella sonreía de forma sádica mientras me castigaba, disfrutando de cada uno de mis espasmos de dolor, y continuaba burlándose de mí: «Mira cómo lloras, eres patético. Ahora no eres tan chulo». El dolor era inaguantable, pero daba igual. Amordazado e inmovilizado, no podía hacer nada. Fue una verdadera pesadilla interminable. Cuando terminó, mi culo quedó completamente rojo, morado y con algún sabañón.

Dejó la correa sobre la silla con un descuido calculado y se acercó a mí. Agarró de nuevo mi pelo entre sus guantes, y por dentro, sin poder hablar, mi mente suplicaba que no lo hiciera, que no me tirara del pelo otra vez. Sabía lo que venía. Era muy dura, me hacía un daño insoportable, tirando del cabello con una fuerza brutal, con su guante que no cedía, que se clavaba en mi cuero cabelludo. Eso pasó. Me tiró del pelo con una ferocidad que me arrancó un grito ahogado contra la mordaza. Mis lágrimas, recién nacidas por el dolor del castigo, comenzaron a brotar de nuevo por el dolor agudo en mi cabeza mientras sujetaba mi cara en alto sujeto por mi cabello, obligándome a mirarla. Con su voz un veneno goteando en mis oídos, me dijo: «A partir de ahora me obedecerás en todo sin rechistar, por tu bien que seas obediente porque si no tendrás que dormir cada noche con  un ojo abierto. Regresaré por la noche, te ataré, amordazaré y esta vez no serán 100 correazos, iré aumentando el número y tú calladito y en silencio aguantarás cada uno de ellos hasta que aprendas a respetarme». Ella se detuvo y, antes de soltar mi pelo que me hacía mucho daño, y tirando de forma brutal, añadió: «Si vuelves a tener una erección te castigaré,  te masturbaré para que no estés excitado y no disfrutes del castigo». Aún me escoció el pene recordando la forma en que lo había hecho; fue muy dura, la grama de su guante me había hecho daño, una quemadura abrasiva que se sumaba a la humillación.

Empezó a desatarme, quitándome las esposas y desprendiendo la cinta gris de mi boca trozo a trozo marcando mi boca de lo pegajosa que estaba. Cuando por fin sacó sus bragas de mi boca, quedé sorprendido al comprobar cómo llevaban restos grandes de caca resecos. El sabor había sido insoportable, y ahora, con la boca libre, solo quería enjabonarme y quitarme aquel sabor a heces que se había impregnado en mi lengua. Ella, agarrando las bragas sucias con su guante, me las enseñó como si fueran un trofeo. «Si vuelves a faltarme al respeto con  tu lengua sucia. La próxima vez, cagaré en mis bragas. Envolveré mi caca dura y grande en ellas, haciéndolas un saco, y te las meteré en la boca para callarte. La cinta te impedirá que puedas escupirlas, y tragarás cada pedacito según se escapen de la tela, lenta y obedientemente. Te aseguro que no podrás escupirlas… mientras rompo la correa de piel sobre tu culo y tu calladito y tragando”. Se irguió y una sonrisa sádica se dibujó en sus labios. «Me encanta esta cinta” .Mientras comenzó a recoger todos sus objetos y meterlos en la bolsa por si volvían a ser necesario en futuras ocasiones.

Me asusté   por completo ante su amenaza. En ese momento, descubrí algo horrible: a la abuela Remedios le atraía la escatología. Parecía un secreto oscuro guardado en su interior que ahora yo  conocía. Me prometí a mí mismo que no la volvería a desobedecer o a faltarle al respeto. Sería terriblemente cruel estar amordazado de aquella manera con la que me había amenazado, tragando caca mientras ella me azotaba con su correa, una correa que dolía horrores.

Me prometí a mí mismo que no la volvería a desobedecer o a faltarle al respeto. No deseaba, bajo ningún concepto, comprobar el sabor de su porquería. Aunque  todos sabemos que las promesas sirven para incumplirlas.

 

De repente, con un gesto de rabia, la abuela se quitó los guantes delante de mí. Tiró de ellos con un solo tirón seco y sonoro, y los agarró en sus manos desnudas. Mostrándomelos con desdén, me abofeteó la cara con ellos fuertemente, agarrándolos por el extremo de la goma. El dolor me quemó la mejilla. Agaché la mirada y contuve el impulso de volver a llorar. Ella quedó satisfecha al ver mi silencio, al ver que no protestaba ante su autoridad absoluta.

Salió de la habitación portando su bolsa que contenía sus objetos de inmovilización y su correa. Se fue a su habitación, que cerró con un cerrojo. Una vez dentro, se tumbó en la cama y, abierta de piernas, comenzó a meterse los dedos en su coño enorme, masturbándose pensando en todo cuanto había sucedido. Estaba muy excitada; su control y su crueldad sobre mí la habían excitado mucho. Pude escuchar desde el pasillo como la abuela Remedios  gemía de placer dentro de su habitación cerrada. Mientras se masturbaba, se dijo para sí misma en voz baja:

«Voy a hacer de este idiota mi esclavo obediente y devoto. Le moldearé a mi forma, no se atreverá a respirar sin mi permiso. Esta correa la voy a utilizar muchas veces en su culo, hasta que se rompa “ . Ella continuó masturbándose una y otra vez , nunca había estado tan excitada, mientras pensaba en mí y como quería que fuese su retrete humano y saciar su lado más oscuro y escondido en sus vida.

En ese momento, comprendí el terror puro. Había nacido una figura cruel, déspota y autoritaria que disfrutaba humillando y castigando de una forma dolorosa, y yo iba a ser su víctima en sus más oscuros deseos de dominación. La abuela que conocí antes ya no existía. Ahora era el mismísimo diablo, y yo iba a ser quien pagara todos sus deseos de control y castigo.

(Continuará en la segunda parte)

Agradeceré sus comentarios y sugerencias en: [email protected]

 

117 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por scatgummi
Etiquetas: abuela, amigos, culo, hija, joven, madre, mayor, metro
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