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Dominación Mujeres, Incestos en Familia, Sado Bondage Mujer

MI ABUELA REMEDIOS LA DOMINATRIX Y YO SU ESTUPIDO ESCLAVO, PARTE 2.

Mi estricta y sádica abuela se convierte poco a poco en una mujer muy autoritaria y cruel y yo en su esclavo. Relato de terror mezclado con humor y mucho morbo sin limites..
Aquella noche lo cambió todo. Tras el duro castigo de la abuela Remedios y la humillación que recibí, algo en mí se quebró y se volvió a ordenar de otra forma. Poco a poco, la abuela Remedios,  se fue haciendo mi dueña, y su método no fue otro que la sombra constante. La abuela ya no se separaba de mí; se había convertido en mi eco, en mi sombra alargada. Me tenía siempre controlado. La observaba en cada rincón de la casa, vigilándome con una paciencia infinita. No importaba si estaba en mi habitación, en la cocina o en el salón, sentía su peso en la atmósfera. Su presencia era una vigilancia silenciosa que me recordaba, a cada segundo, que mi libertad había desaparecido por completo. Ya no estaba solo nunca, porque ella siempre estaba allí, asegurándose de que su nueva propiedad no se descarriara.

Noté un gran cambio en la abuela Remedios. Seguía siendo la misma vieja quisquillosa de siempre, con sus manías y su obsesión por el orden, pero ahora algo había cambiado en su esencia. Ahora desprendía una autoridad y un poder que antes no poseía, una seguridad que venía de saber que todo cuanto ordenase se debía cumplir, sí o sí. Había descubierto que tenía muchos métodos, aterradores y eficaces, para forzar mi obediencia, y esa certeza la transformó. La palabra «desobediencia» había sido borrada de su vocabulario, porque en su nuevo mundo, ese concepto simplemente no existía. Su carácter se volvió más duro, más estricto de lo que ya era, y sobre todo, emergió en ella un ansia casi febril por controlar cada mínimo detalle de la casa y de mí. Cualquier cosa que estuviera fuera de su lugar, cualquier gesto que no le pareciera correcto, era una afrenta personal que debía ser corregida, y yo sabía que tenía un arsenal de castigos listos para recordarme mi lugar si era necesario.

Mi madre, temprano,  al verme, me ofreció una sonrisa débil, un gesto de rutina. «Siéntate, hijo. Toma un café, hay bollos». La invitación me sonó a burla, a una cruel ironía del destino. Mi mirada se desplazó hacia la silla vacía a mi lado. Una simple silla de madera, y para mí, un trono de espinas. Decliné la oferta con un gesto vago, una excusa sobre no tener hambre que sonó falsa hasta para mí. No podía sentarme.. Mi culo no era mío, era un campo de batalla, una masa de carne magullada y morada donde solo el roce suave del tejido de mi pantalón se convertía en una desgracia. Un recordatorio constante de mi castigo. Desde el otro lado de la mesa, la abuela Remedios, con la boca llena de masa de hojaldre, soltó una risa. No fue una carcajada fuerte, sino un sonido bajo que le salía por la nariz. Un gruñido de satisfacción. No me miró, ni necesitó hacerlo. Sabía perfectamente por qué rechazaba la silla. Su risa decía todo.

Mi madre dio el último sorbo a su café, un gesto que marcaba el fin de mi breve y frágil tregua. Se dispuso a marcharse, con la resignación de quien sabe que tiene un largo día de trabajo, y luego horas extras, por delante en la fábrica. La abuela se levantó con una agilidad que contradecía su corpulencia y la acompañó hasta la puerta. Vi el pequeño beso en la mejilla, una despedida rutinaria y mi abuela cerró la puerta.

Su siguiente movimiento fue lento, deliberado, como el de un director de orquesta antes de iniciar una sinfonía macabra. Se acercó al pequeño perchero de la entrada, ese lugar tan anodino donde dejábamos cada uno nuestras llaves al llegar y las recogíamos al salir. Su mano se detuvo en mi llavero. Agarró el pequeño manojo con mis dos llaves, la de la cerradura inferior y la de la cerradura superior, y yo observé, con un nudo de horror creciendo en mi garganta, cómo las introducía en el mismo llavero que ya conocía demasiado bien. Era el llavero de metal frío, el que contenía las pequeñas llaves de latón de las esposas y la del candado de hierro que había usado para cerrar el collar de perro a mi cuello. No comprendía qué estaba haciendo, pero ella se encargó de explicármelo con una calma gélida.

Con una vuelta de muñeca, giró la llave en la cerradura desde dentro. Escuché con nitidez las tres vueltas de llave, un sonido metálico y definitivo que resonó en el silencio de la casa. Luego, volvió a cerrar la otra cerradura. Aquella puerta era bastante gruesa, un portón de madera diseñada para proteger, pero ahora se sentía como  un enorme muro. Quedamos ambos encerrados, pero la notable diferencia era que ahora era ella quien portaba las llaves. «A partir de ahora», me dijo, su voz sin una pizca de emoción, «no vas a salir de casa sin mi permiso». Yo la miraba, fijándome en el bulto que las llaves formaban en el bolsillo de su bata, y entendí. Para salir de casa, necesitaba esas llaves para abrir la puerta, y ahora ya no me pertenecían. Eran un instrumento más de su control. Con un último gesto de posesión, se guardó el llavero en el profundo bolsillo de su bata, que quedó ligeramente abierta, dejando ver el tirante de su camisón. Ella tenía las llaves de mi libertad, y yo no tenía nada.

 

La abuela se dirigió a la cocina y, con un gesto rutinario, agarró una bolsa de basura vacía. «Acompáñame», me ordenó, y su voz no admitía réplica. Fuimos a mi habitación, mi último bastión de intimidad. «Es hora de hacer limpieza en tu cuarto, que parece una cloaca», dijo con el ceño fruncido. Yo sabía que llevaba mucho tiempo queriendo entrar allí, y que mi negativa a permitirlo la había enfurecido en incontables ocasiones. Pero ahora era diferente. Ahora ella entraba donde quería, y vi en sus ojos un brillo de codicia, de deseo por registrar y violar mi espacio personal.

Se enfundó sus guantes de goma malolientes, con aquel aspecto de goma marrón y grasienta que tanto me repelía, y comenzó a abrir mis cajones. Sin miramientos, tiraba a la bolsa todo lo que no le gustaba. Aparecieron mecheros, paquetes de cigarrillos apretados. Se dio la vuelta y, mostrándome el paquete como si fuera un trofeo de guerra, me dijo con una voz cortante: «Fumar se ha acabado». Rompió el paquete lleno y lo metió en la bolsa. Tiró papeles que no servían para nada, viejas cartas, revistas; todo lo que consideraba basura desaparecía de mi vida. Yo, en pie en la puerta, contemplaba la escena en silencio, sin atreverme a protestar, sintiéndome un extraño en mi propia habitación. Mientras llenaba la bolsa, seguía dándome instrucciones: «Vas a limpiar esta habitación. Va a estar limpia todos los días. Yo misma la revisaré cada día». Agarró la ropa mía tirada por el suelo y me la tendió como si fuera un trapo sucio. «Todo a la lavadora. No quiero volver a ver nada tirado por el suelo».

Mientras ella seguía revisando cada rincón, mi atención se desvió. Comprobé, por primera vez, que vestía de forma diferente. Con su bata abierta y su camisón debajo, se observaban unas tiras anchas de tela de color marrón. La abuela se había puesto ligueros, unos ligueros clásicos y antiguos, de un marrón sórdido, que sujetaban unas medias de tono claro. Y bajo ellos, unas bragas de seda lisas, blancas y brillantes. Me volvió a pasar, y no sé por qué, mientras ella se movía agachándose para revisar bajo la cama, observaba su enorme culo moverse a través de los ligueros y aquellas bragas de seda. No lo entendía. Mi abuela, con su culo enorme y aterrador, sus muslos gruesos y con flacidez… y sin darme cuenta, me había excitado muchísimo. Tenía mi pene completamente recto bajo el pantalón. No llevaba ropa interior, ya que el roce me dolía horrores con mi culo tan magullado.

La abuela se detuvo y vio mi erección, un bulto evidente bajo la tela del pantalón. Se acercó a mí con un tono serio y helado. «Ayer te dejé bien claro que no me gustan los cerdos pervertidos, y tú parece que no me has escuchado». Avergonzado, con el pene erecto, no sabía dónde mirar mientras ella estaba frente a mí con su rostro severo. De repente, sentí su guante de goma introduciéndose por la cintura de mi pantalón por detrás. Pensé que la pervertida de la abuela quería tocarme el culo, pero no era así. Lo que hizo fue mucho peor. Agarró mis testículos desde atrás, entre mis nalgas, y los apretó con fuerza, retorciéndolos. El dolor fue instantáneo, cegador. Solté un grito de dolor, un «¡Auuuuuuuuu!», mientras me retorcía con los huevos estrujados en su puño enguantado. Sin aflojar la presión, volvió a hablarme: «Esta es la última vez que te lo repito. No quiero ver una sola erección de tu pene. Sino, tendré que hacértelo entender de otra manera, por ejemplo, masturbándote con mi guante a diario hasta que no quede nada dentro de ti de excitación. Te aseguro que no te apetecerá ni mirar a una mujer después de que te hayan masturbado 10 veces, dejándote sin una sola gota». Recordé el dolor de su guante de goma masturbándome de aquella manera que me provocaba dolor  y cómo todavía tenía escocido mi pene. Bajé la cabeza y balbuceé que lo había entendido. Ella apretó más mis testículos, y volví a gritar de dolor, sujeto por mis huevos en su mano cerrada. «Contéstame si ‘Señora Remedios de ahora en adelante», me espetó. Así lo hice, y solo entonces ella soltó mis testículos. Apenas podía permanecer en pie del dolor punzante que sentía en el bajo vientre. Ella, indiferente a mi sufrimiento, continuó revisando cada centímetro de mi habitación y tirando cuanto no le gustaba. Ella decidía qué podía tener y qué no.

 

Mi libertad se había acabado, y su funeral se celebró en la calle. Comprobé cómo la abuela Remedios dijo que teníamos que hacer la compra y algunos recados, y no entendía por qué me incluía a mí. Yo nunca iba con ella a ninguna parte; mi mundo y el suyo se habían movido en órbitas separadas hasta ahora. Me ordenó que me vistiera, y yo obedecí como un autómata. Ella apareció vestida con ropa de calle, unos botines robustos, su falda oscura y una blusa. Se colocó su abrigo y comenzó a enfundarse sus guantes marrones de piel, ajustados a sus manos con la misma lentitud amenazante con que se ponía los de goma. Abrió la puerta con su manojo de llaves y, sin rechistar, salí tras de ella como un perro al que sacan de paseo.

Para mi sorpresa y mi humillación, me agarró de la mano. Su mano enguantada me aprisionó la mía con una fuerza que no dejaba lugar a dudas. Sentí una vergüenza ardiente que me subió por el cuello. Yo no era un niño, podía verme cualquiera de la mano de su abuela, se reirían de mí, pero era justo eso lo que ella deseaba: que me vieran como su propiedad. «Bien sujeto de mi mano», dijo, y su tono era una orden. En algún momento, intenté soltarme disimuladamente, tirando de mis dedos con la sutileza de quien no quiere ser descubierto, pero ella apretó su garra con más fuerza, clavándome los nudillos. «¿Quieres que te baje los pantalones y te azote delante de todo el mundo aquí mismo?», me susurró con una voz que era pura promesa de dolor. Tragué saliva, sintiendo su amenaza como un nudo en mi garganta. No sabía si sería capaz o no, pero no iba a averiguarlo. Dejé de intentar soltarme de la presión de su guante y caminé avergonzado, con la mirada baja, sintiendo las burlas invisibles de la gente.

Se paró en un puesto de frutas y hortalizas. Tras saludar a la dependienta con una efusividad que me resultó grotesca, y gastándose bromas como si fuera una abuela encantadora, solicitó algunas verduras. Y lo peor de todo fue cuando pidió una coliflor. Sí, una de aquellas verduras de forma redondeada y color blanco, aquello que yo tanto odiaba. Me daba completo asco; hacía años que no probaba aquella comida, ni siquiera mi madre la compraba, sabiendo que el simple olor al cocerla me producía repulsión. Protesté con algo de miedo, con un hilo de voz. «Señora Remedios, que yo odio la coliflor, ¿es que no se acuerda?». Ella se giró hacia mí, y su sonrisa amable se desvaneció. «Me acuerdo perfectamente», me dijo, su voz ahora gélida y audible para la vendedora. «Tu madre permitió que no la comieras, pero eso se ha acabado. Voy a preparar una cazuela grande de coliflor con su caldo, y tú, obedientemente, te la comerás». Y como si fuera a rematar su sentencia, le dijo a la dependienta de nuevo, rectificando: «Mejor ponme dos, que sean grandes, que voy a preparar una buena cazuela». Aterrado, cargaba con las bolsas, sintiendo el peso de aquellas dos grandes hortalizas en forma de pelota a través del plástico, sin saber qué tramaba la abuela Remedios mientras continuábamos las compras en los siguientes puestos.

 

Lo que podría parecer una simple broma sobre una verdura, para mí era el prólogo de una pesadilla. No era algo de lo que tomarse a burla; era una declaración de guerra. Y la abuela Remedios empezó a cumplir su amenaza con una meticulosidad aterradora. Se quitó la ropa de calle y volvió a vestirse con su camisón y su bata, el uniforme de su poder, y comenzó a preparar una enorme cazuela de coliflor con caldo y más verduras y hortalizas, un festín de mi humillación.

Me ordenó colocarme de rodillas en la cocina, en un rincón junto a la pared. «No quiero que te muevas de aquí y no quiero escuchar una sola palabra», sentenció. Bajó mis pantalones, dejándome más humillado que nunca, de rodillas, de cara a la pared y con el culo magullado al descubierto, como un animalito arrepentido. Ella se movía ágilmente por la cocina, preparando la comida y al mismo tiempo ordenando cosas por la casa, y yo no me atrevía ni a respirar fuerte. Ella Incluso cantaba una melodía de un lado a otro, estaba contenta, feliz. Aquel poder y aquella autoridad absoluta la hacían feliz, y estaba disfrutando de cada segundo.

Aquellos guisos tardaban horas en cocinarse a conciencia. Yo seguía en el rincón, y el dolor en mis rodillas era ya una aguda punzada. En algún descuido en que intentaba relajar mi espalda, encorvada por la postura forzada, ella se acercó a mí como una sombra y me recriminó con voz helada: «Colócate adecuadamente, mirando al rincón. Si tengo que repetírtelo, te lo diré de otra forma que no te va a gustar». Rápidamente enderecé mi espalda y aguanté el dolor de las rodillas con lágrimas silenciosas. A aquel guiso todavía le quedaba una hora, por lo menos, y el olor ya era insoportable. Ese olor denso y húmedo a coliflor cocida se metía en mis narices, en mi ropa, en mi piel. Detestaba aquel olor. Y la abuela seguía tarareando por la casa, feliz.

Llevaba ya horas arrodillado cuando una necesidad urgente e incontrolable me golpeó. Necesitaba ir al baño. O iba, o me lo hacía allí mismo. No aguantaba más. Estaba a punto de levantarme para ir corriendo al baño, dispuesto a arriesgarlo todo, cuando la abuela Remedios me detuvo. Se plantó a mi lado, un gigante con su bata. «¿Y a dónde crees que vas?», preguntó. Con la voz quebrada por la vergüenza y la desesperación, le dije que no me aguantaba más, que se me orinaba encima.

Se rio. Una risa baja y cruel que me heló la sangre. «No te preocupes, eso tiene solución», dijo, y desapareció un instante para regresar con un pañal de adulto en su mano enguantada. Mientras continuaba de rodillas, de cara a la pared, comenzó a colocármelo en la cintura. Me sentí completamente humillado y avergonzado, mi cara ardía contra el frío de la pared. Pero no fue suficiente. Ella agarró la cinta americana que tanto le gustaba y me rodeó el pañal con ella, apretándola fuertemente para que no pudiera quitármelo. Sonriendo, me dijo que el problema estaba solucionado. «A partir de ahora, llevarás pañales debajo de tu pantalón. Como no sabes comportarte como un hombre, pues esto es lo que te mereces». Escuché la última vuelta de la cinta, apretando el pañal a mi cuerpo, y al instante, sin poder contenerlo más, comencé a orinarme encima. Sentí el líquido caliente extendiéndose, empapando el pañal, y la abuela Remedios soltó otra risa, esta vez más fuerte, una carcajada sonora que resonó en la cocina. «Te aseguro que ese pañal lo vas a llevar todo el día», dijo entre carcajadas. Me quedé completamente humillado, sintiendo el líquido caliente a mi alrededor, mirando fijamente la pared de rodillas. La abuela me estaba humillando de la forma más cruel y devastadora que podía imaginar.

llegó el momento más decisivo, la sentencia que se consumaría en la mesa. La abuela Remedios colocó la mesa con dos platos enormes, de esos de cerámica gruesa y profunda. Vertió varias cucharas soperas, llenando cada plato hasta el borde con aquel guiso espeso, un caldo turbio lleno de verduras y, sobre todo, de trozos de coliflor por todos lados. Mirases donde mirases, allí estaban esos árboles blancos y repugnantes. Aquella visión me revolvía el estómago, el olor que ya había impregnado la casa ahora se concentraba en mi plato como un veneno.

Ella se sentó frente a mí y comenzó a comer de su plato sin parar, con una avidez que me resultaba nauseabunda. «Está riquísimo», decía entre bocados, hablándome con la boca llena. Yo, frente a ella, en mi silla, no había cogido ni la cuchara. Simplemente observaba mi plato como si contuviera arsénico, detestando aquella comida con cada fibra de mi ser. Ella terminó su plato, hasta rebañarlo con  el pan, dejándolo completamente limpio. Se levantó y, con una calma que precedía a la tormenta, me dijo: «Tienes diez minutos para terminar el plato. Si no, me encargaré yo de que comas todo el plato». Agarró su plato y lo dejó en el fregadero con un estruendo, mientras el tiempo corría en mi contra como la arena de un reloj de arena.

Pasaron los diez minutos, una eternidad de silencio y terror. Ella regresó, y en su mano llevaba sus pesadas esposas de metal, las que ya conocía demasiado bien. Sacó su mano de llaves del bolsillo de su bata y, con una precisión brutal, me apretó las muñecas contra el respaldo de la silla, entre la madera dura y el hierro frío, para que no pudiera liberarme ni mover las manos. «¡Auuuu!», me quejé. Había apretado demasiado fuerte las esposas, el metal se clavaba en mi piel. Utilizaba toda su fuerza; era una mujer bruta, con una potencia inesperada en sus brazos gordos y flácidos. No me trataba con delicadeza, todo lo contrario; no dudaba en usar su fuerza bruta conmigo, como si yo fuera un mueble que debía ser inmovilizado. Me soltó una bofetada de derecha a izquierda con su mano enguantada, un golpe seco y humillante que me dejó la cara ardiendo. La goma de su guante chocó con fuerza contra mi mejilla, ladeando mi cabeza del bofetón fuerte y sonoro . «¡Si te aprietan las esposas, te aguantas! ¡Deberías haber obedecido!», me gritó. Observé cómo ella se transformaba en una especie de ogro cuando se enfadaba, su rostro se contorsionaba en una mueca de furia pura. Odiaba que la desobedeciera; era superior a ella y se enfurecía de una forma que daba miedo. Acercó su rostro al mío, y levantando la voz, escupió las palabras: «¡Ahora te lo vas a comer todo! ¡Te enseñaré a no desobedecerme!». Ella agarró otra silla y la colocó pegada a la mía…

 

Su silla estaba pegada a la mía, frente a frente, y abrió las piernas de tal manera que yo quedaba casi en medio de sus muslos. Se acercó aún más, invadiendo mi espacio personal, y dejó el plato a rebosar de caldo, repleto de aquellos terribles trozos de coliflor que tanto odiaba. Metió la cuchara, agrandada por sus guantes, completamente llena, y la acercó a mi boca. No tuve más remedio que abrir la boca para no enfadarla más. Sentí el sabor repugnante de aquella comida, y ella me dijo con una voz que no admitía réplica: «Traga y no me hagas enfadar más». Tragué a regañadientes mientras ella ya cargaba otra cuchara llena.

Medio de comer de esa forma tan humillante, llegó un momento en que ya no quería más. Me resultaba horrible la comida. «No quiero más, Señora Remedios», supliqué, pero a ella le dio igual. Tras decirlo, metió otra cucharada más dentro de mi boca. «Me da igual lo que tú quieras. Lo importante es lo que yo quiera. Empieza a aprenderlo», me espetó con una frialdad que me heló la sangre.

Ya tragaba más despacio, empachado por el sabor de aquella verdura, y ella lo hizo aún más humillante. Dejó la cuchara y dijo que no iba a perder todo el día dándome de comer. Metió su guante de goma nauseabundo dentro del plato y agarró los trozos de verdura. Me ordenó abrir la boca y metió el guante con los trozos. Tuve que masticar y tragar, y me hizo rebañar y limpiar su guante. «El guante, que quede bien limpio», insistió. Chupé cada dedo de su guante, que sabía igual o peor que la verdura, a goma rancia y a jabón barato. Tuve que tragar todo el plato; no quedó ni rastro. Ya casi estaba llorando, y la abuela Remedios, con una sonrisa enorme en su rostro, estaba disfrutando humillándome de esa manera.

Se levantó de su silla y, tocando la enorme cazuela, me dijo que había para cenar y para el día siguiente también. Y añadió una amenaza que me aterró: «No vuelvas a desobedecerme, o la próxima vez defecaré dentro y te lo haré tragar, dándotelo yo misma con la cuchara». Mi garganta se hizo un nudo, y supe que la próxima vez tendría que comer yo solo porque el castigo podría ser terrible.

 

La abuela Remedios se había convertido en mi autoridad absoluta. Ella me ordenaba y decía qué hacer y cuándo hacerlo. Debía obedecerla sin rechistar, y poco a poco fue invadiendo más mi intimidad y privándome de libertad. Aquella tarde, me ordenó que fuera a ducharme. «Hueles mal», me dijo con una voz que no admitía réplica. La verdad es que yo no me olía mal, pero si ella lo decía, tenía que hacerlo de inmediato. Me estaba duchando cuando entró en el baño la abuela Remedios, enfundándose los guantes de goma en sus brazos. Sentí una vergüenza ardiente y traté de taparme el cuerpo, aunque ya lo había visto. Ella apartó la cortina de la ducha y me dijo con una voz fría y autoritaria: «Colócate mirando a la pared. Voy a inspeccionar tu agujero, tu ano». Completamente avergonzado, me di la vuelta y obedecí. Me ordenó apoyar las manos en la pared con las piernas bien abiertas. Note cómo el dedo de su guante tocaba mi año y comenzó a introducirlo dentro. Sentí una gran humillación, y en poco tiempo, la humillación se convirtió en dolor. La presión de su dedo entrando me provocaba un dolor agudo que a ella no le importaba en absoluto. «Cállate, no quiero oír ni una palabra ni queja», me espetó. Sacó el dedo y volvió a introducirlo de nuevo, provocándome aún más dolor. Como si fuera una doctora anal. Murmuró para sí misma: «Este agujero está muy cerrado, hay que abrirlo por completo». Comenzó a sacar y meter el dedo una y otra vez dentro de mi culo. El dolor era fuerte, y ella no era delicada. Sus guantes, aunque mojados por el agua de la ducha, no resbalaban especialmente, y cada movimiento era una agonía.

Me ordenó colocarme en cuclillas, y avergonzado, lo hice. Siguió metiendo y sacando su dedo dentro de mí, una y otra vez. Y, como si fuera una maldición, mi pene se puso completamente recto. Cada vez que me humillaba y castigaba, irremediablemente mi cuerpo respondía de esa manera. Debía empezar a admitir que, de alguna forma retorcida, me gustaba el trato que me provocaba la abuela Remedios. A ella no le gustaban mis erecciones; ya lo había dejado claro en más de una ocasión, y esta no fue menos. «Ya te dije lo que haría si veía una erección», me recordó con una voz helada. Sin decir más, comenzó a masturbarme con su guante de goma de forma rápida. Odiaba la forma en que lo hacía; era dolorosa. Su guante raspaba la piel de mi pene, provocándome un gran dolor. «¡Ayyy! ¡Ayyy!», me quejaba, pero ella me tapó la boca desde atrás. Su guante parecía una ventosa apretada a mi boca, y continuaba masturbándome mientras permanecía en silencio, sin poder quejarme. Llegó un momento en que comencé a eyacular de una forma imparable, mientras ella continuaba con la misma velocidad. No se detuvo hasta que me dejó completamente seco y vacío por dentro. Así controlaba que no fuera un pervertido; ahora no me excitaba por nada, y además, mi pene me ardía. Estaba rojo por el tacto de su guante, que me había provocado un gran dolor. Se me escapó alguna lágrima del daño que hacía su guante al masturbarme, pero he de reconocer que su método era infalible. Ahora era casi imposible excitarme.

Ella se quitó los guantes, se los guardó en el bolsillo de su bata y se marchó del baño. Antes de abandonar la habitación, me dijo con una sonrisa sádica: «Ya continuaremos con tu culo. Hay que abrirlo».

 

 

Aquello solo fue el comienzo. El poder y el control de la abuela Remedios crecían cada día, y ella disfrutaba doblegándome, queriendo que fuera su completo esclavo, que obedeciera sin rechistar todo cuanto me pidiese. La abuela Remedios tenía un plan a seguir, y sabía perfectamente lo que deseaba de mí. Solo tenía que entrenarme en algunos aspectos que poco a poco comenzaría a introducir en mi control.

¿Queréis saber qué era lo que faltaba para que ella se sintiera plena? Ella ya me controlaba y observaba cómo obedecía, a veces a regañadientes, pero lo solucionaba rápidamente con algún castigo. Faltaban tres cosas importantes para ella.

La primera era que deseaba que yo fuera su puta y pudiera penetrarme como ella quisiera. Tenía la solución y pronto lo solucionaría. La segunda era que deseaba que yo le diera placer. Ella deseaba un esclavo obediente y complaciente que lamiera su coño y su culo metiendo la lengua dentro de su ano  hasta el fondo cuando ella lo deseara hasta quedar saciada. Y os aseguro que con la abuela Remedios aquello era muy difícil. Podías estar horas lamiendo su coño y su culo con la lengua bien profunda dentro de su culo, y ella no se cansaba.

La tercera y última, la más importante y a la vez la más difícil, era que quería que yo fuera su retrete. Orinar y defecar en mi boca cuando quisiera y yo tragar sin rechistar.

Pero todo esto se irá narrando en futuros capítulos, y os puedo asegurar que todo dio un vuelco y sus intenciones  se precipitaron el día que cometí un gran error que pagaría muy caro.

Continuará en capítulo 3.

Agradeceré sus comentarios en [email protected]

 

8 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por scatgummi
Etiquetas: abuela, anal, baño, culo, hijo, madre, metro, puta
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