Mi hermana y el cura Don Miguel
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Oscar19.
Mis abuelos solían ir a misa todos los Domingos, tal y como la mayoría de la gente del pueblo tenía por costumbre. En Canarias, mi hermana y yo nunca lo hacíamos (ya que nuestros padres nunca nos lo impusieron como una obligación), pero estando de vacaciones de verano en el pueblo de nuestros abuelos, nos gustaba acompañarlos, porque nos parecía curioso los rituales que la congregación seguía durante la hora que duraba la misa aproximadamente: las colas que se formaban ante el confesionario al principio, el sermón que el cura les echaba desde el púlpito (mientras todo el mundo le escuchaba con la cabeza agachada), el silencio que siempre reinaba dentro del templo, la cola que se volvía a formar para recibir la ostia (la que se come jijiji)…era fascinante sentarse en uno de los numerosos banquillos de madera y observar el mismo procedimiento que aquel grupo de personas repetía Domingo tras Domingo…
Mi hermana sentía auténtica fascinación por explorar el interior del templo (era una iglesia muy antigua, según nos contaron de estilo pre-romano, con enormes portones de madera, llena de altas columnas que dividían el espacioso interior, con lindas vidrieras que decoraban las amplias ventanas, y numerosas figuras de santos y vírgenes (de los cuales ya no recuerdo los nombres), y largos pasillos que conectaban con la sacristía y con la vivienda del vicario tras pasar un patio de naranjos en el interior), y yo (como siempre) la seguía a todas partes como si fuera su sombra. Normalmente, mi hermana y yo, intentábamos comportarnos lo mejor posible mientras estábamos en la iglesia con nuestros abuelos, porque mi abuelo le daba mucha importancia a las apariencias y solía darnos un corto sermón antes de salir de casa insistiendo en que nos portáramos bien en la iglesia. Pero a veces, el sermón del cura era muy aburrido, y salíamos (con mucha discreción) al patio de naranjos (aunque no estaba permitido), o nos metíamos dentro del confesionario y jugábamos a ser el cura y la beata:
– “Dime hija mía, cuales son tus pecados?”, decía yo a mi hermana desde el interior del confesionario.
-“Padre, me confieso de que he pecado…jijiji”, respondía mi hermana, “No le soy fiel a mi marido. Tengo pensamientos impuros y sueños obscenos con el carnicero, pero él también está casado”, seguía diciendo mi hermana, entre risas, a través de las rejillas de madera que protegían la identidad del pecador o pecadora, y arrodillada sobre un cojín de terciopelo que había en la parte de abajo.
-“Bueno hija mía, si son sólo pensamientos impuros…reza dos ave marías e intenta controlarlos”, decía yo con voz muy seria, como si fuese el cura.
-“Pero padre…es que ayer, se aprovechó de mi”, dijo mi hermana con voz de atormentada.
-“Pero hija mía, esa es una acusación muy grave…estás segura?”, decía yo con voz de preocupación, “que fue lo que te hizo el carnicero, exactamente, hija mía?”, seguí yo diciendo.
-“No puedo decirlo….me da mucha vergüenza, y el carnicero me hizo jurar (ante la imagen de San Pancracio) que no se lo contaría a nadie. Pero yo me siento atormentada”, simulaba decir mi hermana entre sollozos.
-“Hija mía, de eso se trata la confesión…es la única manera de que tus pecados te sean perdonados, y yo, como representante de la Santísima Iglesia Católica en este pueblo tengo ese poder…pero no temas, todo lo que me cuentes quedará entre nosotros y el espíritu divino, que como bien sabes está en todas partes. Ahora dime, hija mía, que es lo que te hizo el carnicero…y recuerda que seguirá siendo pecado si no me lo cuentas tal y como paso!”, dije yo con voz de autoridad.
-“Padre…ayer, fui a la carnicería, sin tener muy claro lo que compraría para prepararle la cena a mi marido. Así es que después de estar mirando la mercancía que el carnicero tenía tras el expositor, me decidí por unas salchichas de cerdo que tenían muy buena pinta. El carnicero me aseguró que eran unas salchichas de primera calidad, bien frescas y jugosas”, decía mi hermana en voz baja.
-“No pares hija mía…sigue con tu confesión”, dije yo con tono de interés.
-“Fue entonces cuando pasó…el carnicero aprovechó que no había nadie más que nosotros dos en la carnicería. Y me dijo que lo que yo necesitaba era un buen chorizo de Marmolejo. Yo, muy inocente, le respondí que no me tiraba mucho el chorizo…que me repetía, sobre todo de noche. El carnicero me sonrió, y siguió diciendo (mientras pasaba por detrás del mostrador hacia donde yo estaba con mis bolsas de la compra) que su chorizo era de la mejor calidad, que todas las clientas que lo habían probado habían quedado muy satisfecha…aunque alguna si que le repitió, me dijo él entre risas. Yo no entendía lo que le parecía tan gracioso, y pensando en terminar mi compra, le dije que si no tenía en la tienda alguno de esos famosos chorizos de Marmolejo para poder probarlos”, siguió mi hermana pretendiendo que se limpiaba las lágrimas con un pañuelo.
– “No pares hija…no pares, que tus súplicas están siendo recibidas”, dijo yo entre risitas dentro del confesionario, viendo venir la barbaridad que la guarrilla de mi hermana soltaría en cualquier momento jijiji.
-“Fue entonces cuando pasó padre…me dijo que las muestras de chorizo de Marmolejo venían sin pellejo y las tenía en la trastienda, para ofrecérselas sólo a sus mejores clientas. Me dijo que tenía que cerrar la puerta de entrada mientras estábamos porque tenía la caja registradora sin llave ese día, cosa que a mí me pareció lógica y entré con él a la trastienda. Ya entrando, me colocó su mano en mi cintura mientras me preguntaba si yo comía muchos chorizos. Yo le dije que lo normal…dos o tres por semana, pero que prefería las morcillas, dije yo aún inocente de sus intenciones reales. El me dijo ya me daría él una buena morcilla, mientras agarrando mis dos pechos desde atrás, me pegó su paquete (el cual ya noté duro) contra el interior de mis prietos muslos. Yo me retiré de él rápidamente, y le exigí que me dijese que clase de mujer se había pensado que yo era…que era una respetable señora casada”. A mi me entró la risa al oír a mi hermana decir esas cosas, y mi hermana empezó a reírse también…los dos empezamos a reírnos a carcajadas!
De repente, alguien agarró a mi hermana del brazo levantándola con violencia…era mi abuelo, el que mirándome a mi con cara de pocos amigos, me dijo en voz baja: “sal de ahí ahora mismo!”. Yo lo obedecí sin rechistar (mi abuelo era un hombre muy paciente, pero siempre estaba serio. Y mi hermana y yo sabíamos perfectamente que nunca había tenido ningún problema en darnos un par de ostias cuando era necesario. La de veces que se lo comentamos a nuestros padres cuando volvimos de las vacaciones, y en vez de defendernos, siempre nos decían: “algo habréis hecho para que el abuelo se enfade”…y tenían razón), y los dos lo seguimos por uno de los pasillos de la iglesia, hasta llegar al banquillo donde nuestra abuela estaba sentada (la cual lanzaba fuego con la mirada), a esperar a que acabara la misa. Afortunadamente, no pasó mucho tiempo hasta que por fin oímos decir al viejo cura: “podéis ir en paz”. Cuando se empezó a levantar la gente de los banquillos, mi hermana y yo dimos un salto para intentar salir los primeros. Pero mi abuela nos agarro del jersey a los dos y nos dijo entre dientes: “ ni se os ocurra moveros de aquí, os quiero ver quietecitos hasta que salga todo el mundo. Por vuestra culpa saldremos los últimos, que siempre tengo que estar discutiendo con vosotros delante de la gente…esta es la última vez que venís a misa con nosotros!”, dijo mi abuela bastante enfadada. Mi hermana y yo nos mirábamos sabiendo que por mucho que nos echara la bronca, nuestra abuela nos preguntaría si queríamos ir con ellos a misa cuando llegase el Domingo. Era como si se hubiese propuesto salvar nuestras almas, y la única manera de hacerlo era con los sermones del viejo sacerdote, Don Miguel.
Una tarde, después de comer y mientras mi abuelo se echaba la siesta, mi abuela nos mandó llevar unas cajas a la iglesia (y entregárselas a Don Miguel) con arreglos de mimbre, que ella misma había hecho, para la preparación de las fiestas de la virgen del Carmen. Las calles estaban desiertas, ya que a esas horas hacía bastante calor y la gente se solía echar la siesta esperando el frescor del atardecer. Mi hermana y yo llegamos a la iglesia, pero nos encontramos el portón principal cerrado, así que dimos la vuelta al edificio hasta encontrar una pequeña puerta entre abierta en uno de los laterales. Al entrar, descubrimos que esa puerta no daba directamente a la parte principal donde se celebraba la misa, sino que conectaba con uno de los largos pasillos que conducían a la sacristía. Al llegar a esa altura de la iglesia, ya podían oírse voces de la gente que estaba dentro. Había varias mujeres cambiando las flores de los santos, otras limpiando los banquillos de madera, y uno de los monaguillos que solía acompañar al cura durante la misa, estaba en el altar cambiando el mantel blanco que decoraba la gran mesa de mármol que quedaba detrás del púlpito. Mi hermana y yo nos acercamos al monaguillo por uno de los pasillos, entre los bancos de madera, mientras las mujeres nos miraban con cara de curiosidad. “Buenas tardes”, dijo mi hermana educadamente al monaguillo (un hombre alto y delgado, con gafas de culo de vaso), “mi abuela nos ha pedido que trajéramos estas cajas para las decoraciones de las fiestas”. El hombre se quedó mirándola con cara de puzle, “y quién es tu abuela niña?”, dijo el monaguillo levantando una ceja, “Mi abuela es María…la mujer de Antonio…el polaco”, respondió mi hermana poniéndose colorada (a mi hermana y a mí nos daba mucha vergüenza que nos preguntasen por nuestro abuelo. Todo el mundo en el pueblo lo conocía por “El Polaco”, ya que por lo visto, a mi abuelo le gustaba empinar la botella de vodka de joven!). “Ah si….la señora María!”, dijo el monaguillo sonriendo, “llamó esta mañana para decir que alguien traería sus arreglos de mimbre”. “Si…son estos”, dijo mi hermana levantando la caja que llevaba en las manos, “donde quiere usted que las pongamos?, siguió diciendo ella, “Las podéis dejar allí en el suelo, en la puerta de la sacristía, que ya nos encargaremos nosotros de colocarlos”, volvió a decir el hombre sonriendo, mientras nos indicaba con el dedo, “muchas gracias por traerlas. Cuando salgáis no cerréis la puerta, que estamos esperando que traigan mas ofrendas, de acuerdo?”, y diciendo esto, el hombre nos dio la espalda continuando con lo que estaba haciendo.
Al salir de la sacristía, y dirigirnos por el pasillo que conducía de nuevo a la calle, nos dimos cuenta que una de las puertas que quedaban a la derecha del pasillo, la cual estaba cerrada cuando entramos, ahora estaba abierta dejando ver un patio de naranjos con una pequeña fuente en el centro. Mi hermana salió al patio sin pensárselo dos veces. Yo la seguí diciendo: “Marta, vámonos…que como nos vea alguien nos vamos a meter en un lio!”. “Shhhh…calla, que quiero ver donde va esto. Si quieres quédate en la puerta y vigila por si alguien viene”, dijo mi hermana mientras se dirigía con paso decidido hacia unos grandes arcos que había al fondo del patio con varias puertas cerradas. “De eso nada….yo también quiero ver lo que hay ahí dentro!”, dije yo siguiendo a mi hermana a paso ligero. Al llegar a los arcos, mi hermana probó a abrir dos de las puertas…estaban cerradas con llave. Pero al mover el picaporte de la tercera puerta, esta se abrió, dejando ver unas estrechas escaleras que subían. Con el sol del patio, el interior quedaba oscurecido, así es que no podíamos adivinar, desde abajo, hacia donde dirigían aquellas escaleras. Mi hermana empezó a subir los escalones, y yo la seguí. Mientras subíamos, nuestra vista se fue adaptando a la oscuridad del interior. Al llegar arriba todo se veía mucho mas claro, ya que las escaleras terminaban en un pequeño pasillo, el cual tenía varias ventanas que daban al patio de naranjos. Al estar en el pasillo nos dimos cuenta de que aquello no era parte de la iglesia, sino un pequeño apartamento: la primera puerta llevaba a la cocina, con una estufa de gas antigua y una pequeña mesa de madera con dos sillas; la siguiente puerta daba a un pequeño baño, con un váter, lavamanos y un plato de ducha; la siguiente era un sala de estar, con un par de sofás, una mesa camilla con varias sillas, una estantería con libros, una tele y un video; y la última puerta daba a una pequeña habitación donde había un ropero de madera y una cama con un gran crucifijo en la pared. Todas las puertas estaban abiertas, así es que desde el pasillo podía verse lo que había dentro. “Marta…no deberíamos estar aquí, seguro que esta es la casa de Don Miguel. Como venga y nos pille aquí, nos vamos a meter en un buen lio!”, dije yo en voz baja, tirando del vestido de mi hermana, “Shhhh…calla, que eres un caguica!”, dijo mi hermana mientras entraba en la sala de estar y se dirigía hacia la estantería con los libros. Mi hermana empezó a mirarlos y a hojearlos. La mayoría eran de historia, también había varios de religión (con fotos de vírgenes y santos), y algunos mas de naturaleza (con fotos de paisajes y pájaros). Mi hermana se agachó para coger un gran libro que había en el estante de abajo, el cual se diferenciaba de los otros por tener la tapa de cuero negro con letras doradas.
Al sacar el libro de su estante, algo calló por la parte de atrás de la estantería. Mi hermana se agachó para mirar hacia dentro. Poniéndose de rodillas sobre la alfombra, y metiendo la mano en el hueco del estante, sacó una cinta de video de VHS. A simple vista, parecía una cinta de grabar, como las que compraban nuestros padres en el supermercado. Pero al sacarla de la fina caja de cartón, nos dimos cuenta de que tenía una etiqueta en uno de los lados con algo escrito a mano. “Que es lo que pone?”, dije yo mirando la cinta de video mientras mi hermana la tenia en sus manos. Ella la miró con cara de extrañada y dijo levantando las cejas: “Aquí pone….XXX pequeñas lolitas”. “Eso que es?”, pregunté yo inocentemente. Mi hermana se empezó a reír tapándose la boca. “Qué?…vamos dime, que es lo que es?”, dije yo expresando mi irritación por no saber de lo que mi hermana se estaba riendo. “Esto es un video de marranas…como el que descubrimos en el cuarto de papá y mamá en las Navidades, jejeje”, dijo mi hermana mientras seguía riéndose. “Mentirosa…no te creo. Tu siempre estás pensando en lo mismo!, dije yo sentándome en uno de los sofás. “Ah…no?”, dijo mi hermana como retándome, “Te apuestas algo?”, continuó diciendo mientras se dirigía, con paso decidido, al video reproductor que había encima de la tele. Mi hermana le dio al botón de encendido, las luces de aparato se encendieron, y encendiendo también la tele, la pantalla se quedó de color azul, con las letras AV en una de las esquinas superiores. Mi hermana introdujo la cinta de video en la ranura del reproductor, y antes de pulsar el botón de PLAY, miró hacia donde yo estaba sentado y volvió a decirme: “Aún piensas que soy una mentirosa?…venga, que te apuestas?”. Yo me crucé de brazos en el sofá sonriendo, mientras pensaba, “de acuerdo…si en la cinta hay lo que tú crees que hay, haré tu cama todos los días durante un mes. Pero, si te equivocas y hay otra cosa, tendrás que hacer tú la mía durante dos meses”. Mi hermana me miro frunciendo el cejo…y presionando el botón de PLAY me dijo: “tu lo has querido!”. En ese momento la pantalla de la tele se quedó oscura, y aparecieron una líneas anchas que se movían de arriba abajo mientras la imagen se centraba…y allí apareció, ante nuestros ojos el culo firme de una jovencita rubia con dos coletas, mientras cabalgaba sobre una gran polla, con su faldita de colegiala remangada hasta la cintura, y gemía diciendo: “ahhhhhhhhhh….ssssssssssssssiiiiiiiiiiiiiiiii….que rico…………dame mas por favorrrrrrrrrrrr!!!”. Mi hermana se levantó de un salto del sofá y fue corriendo hasta la tele a bajar el volumen, ya que estaba al máximo. Yo me asusté también al oír aquello tan alto. Con el volumen en MUTE, mi hermana se acercó de nuevo al sofá con una amplia sonrisa diciendo: “que te dije?….has perdido la apuesta jajaja!”. Yo tenía los ojos fijos a la imagen de la pantalla, viendo en primer plano como el coñito de la rubia se abría y cerraba al paso de las embestidas de aquella enorme polla, mientras el hombre, con ambas manos, separaba bien los cachetes de su firme culo, dejando ver el diminuto agujero de su ojete.
Pero de repente…“No os ha enseñado nadie que husmear en viviendas ajenas es de mala educación?”, mi hermana y yo dimos un brinco asustados, al oír aquella voz grave y fría procedente del marco de la puerta. Al girarnos, mi hermana y yo vimos a Don Miguel, de pie, en la entrada de la sala con expresión seria y una mirada fría y calculadora. Don Miguel era un hombre alto y robusto con una gran panza, que hacía que su camisa quedase muy ajustada. Casi rozaba la parte superior de la puerta con su cabeza de lo alto que era, con una expresión en la cara siempre seria, y vestía el típico atuendo de sacerdote: chaqueta, camisa y pantalón de pinzas negros, lo cual (en aquellos momentos) le daba un aspecto aterrador. Mi hermana y yo nos quedamos paralizados…no sabíamos que hacer ni que decir. El viejo Don Miguel se quedó unos segundos parado en la puerta sin decir nada, sus ojos se movían de la imagen de la tele a nosotros, y de nosotros a la imagen de la tele…así varias veces, hasta que por fin dijo: “cual de los dos ha encontrado la cinta?”. Mi hermana y yo nos miramos el uno al otro, pero ninguno respondía. Hasta que a mi me entró el pánico por la incomodidad del silencio (por mi mente corrían miles de posibilidades de castigos que nos esperaban, cuando nuestro abuelo se enterase de aquello, por habernos metido en aquel lio, ya que seguro don Miguel lo llamaría y lo obligaría a venir a por nosotros. Y aunque la culpable era mi hermana, yo también pagaría por haber sido cómplice de tal fechoría), y casi con lágrimas en los ojos dije: “ha sido ella”…yo le dije que no entráramos, pero ella no me hizo caso!”. Mi hermana me miró con cara de odio como diciendo: “eres un chivato de mierda!”. Don Miguel se acercó al sofá donde mi hermana y yo permanecíamos sentados, y con voz muy tranquila le dijo a mi hermana: “es eso cierto?”. Mi hermana agachó la cabeza, bajando su mirada hasta sus manos, que estaban entrelazadas nerviosamente en su regazo. Don Miguel cogió a mi hermana de un brazo, y dando un fuerte tirón dijo: “Mírame cuando te hablo!”. La levantó del sofá rápidamente, dejando a mi hermana tambaleando en mitad de la sala de estar. Tal había sido el tirón que le dio, que uno de los tirantes del vestidito de verano, que mi hermana llevaba puesto, se soltó, haciendo que la fina tela de algodón resbalase por la delantera, dejando a la vista una de sus preciosas tetitas (a su edad, aún no habían terminado de crecer, y casi todo era pezón con una gran aureola color café con leche). El viejo sacerdote se quedó mirando aquella teta fijamente, como si de la manzana del pecado se tratase, invitándolo a darle un mordisquito. Mi hermana parecía no ser consciente de aquello, porque permaneció allí de pie sin ni siquiera hacer el gesto de taparse. El cura empezó a caminar de un lado al otro de la habitación estudiando el cuerpecito de mi hermana (la cual seguía con la teta fuera) mientras le decía: “Mira que pinta de furcia tienes”. “No te da vergüenza ir así por la calle?”, seguía diciendo mientras observaba la parte trasera del vestidito de mi hermana, que apenas llegaba a taparle el culo. Mientras tanto, la cinta de video seguía en PLAY, y yo veía (desde el sofá) como la rubia con coletas estaba de rodillas frente a un hombre de avanzada edad, haciéndole una colosal mamada en silencio.
De repente, el cura agarró a mi hermana fuertemente del pelo, acercando su cara a la pantalla del televisor, diciéndole: “mira, mira lo que hace esa furcia….tu quieres ser como ella de mayor verdad?”. Mi hermana no respondía, pero por la expresión de su cara parecía que estuviese a punto de ponerse a llorar. “Sois todas iguales. Como Eva, cuando tentó a Adam a comer del árbol prohibido…sois el arma del diablo!”, continuó diciendo Don Miguel a mi hermana, mientras que de un tirón, le subió el vestidito hasta la cintura, dejando a la vista sus diminutas braguitas blancas, las cuales (al haber estado sentada) se habían metido por toda la raja de su culito, dando la impresión de que no llevara nada puesto. El cura se quedó mirando fijamente aquel culito prieto y firme, mientras mi hermana seguía sin decir nada con lágrimas en los ojos. Gotas de sudor empezaban a resbalar por la frente de Don Miguel.
Entonces, quitándose la chaqueta (la cual arrojó sobre el sofá donde yo estaba sentado), retiró una de las sillas de la mesa camilla, se sentó en ella, y cogiendo a mi hermana de una mano, la colocó sobre sus rodillas boca abajo diciendo: “tu lo que necesitas es una buena lección de disciplina!”, y terminando sus palabras, comenzó a dar azotes en el culo a mi hermana por encima de sus braguitas. Mi hermana no pudo contenerse más y empezó a llorar, pero Don Miguel seguía dándole fuertes azotes con la palma de su enorme mano. Su rostro parecía enloquecido, estaba rojo de furia empapado en sudor. Los cachetes del culo de mi hermana fueron cambiando de color con la continuidad de azotes que estaba recibiendo, de rosa pálido a un vivo tono de rojo carmesí. Entonces Don Miguel dijo: “te voy a enseñar una lección que jamás olvidarás”, y diciendo eso, le arrancó a mi hermana las braguitas de un solo tirón, dejando su culito al aire completamente desnudo, mientras que desde el sofá, yo podía ver el bollo carnoso y aún completamente pelado, que aparecía entre sus piernas. Para mi sorpresa, Don Miguel forzó a mi hermana a abrir la boca, dándole un tirón de pelos, y metiéndole las bragas dentro para no oír sus llantos, siguió dándole azotes en su culo desnudo, alternando uno y otro cachete. Cuando se cansó de darle azotes (habiendo pasado lo que a mí me pareció una eternidad), Don Miguel comenzó a pasar sus gordos dedazos por la rajita del coño de mi hermana (la cual seguía sollozando, boca abajo, sobre sus rodillas). Sus grandes manos sudorosas separaban ambos cachetes, dejando a la vista el ojete y el chumino abierto de mi hermana. La mirada enloquecida de sus ojos estaba clavaba en aquel chocho pelado, mientras él se re-lamía los labios, su gorda cara seguía roja y sudada, y decía como para sus adentros: “sois todas iguales, sois todas iguales, sois todas iguales!!!”.
De repente, Don Miguel se levantó de la silla, haciendo que mi hermana cayese, medio desnuda, sobre la alfombra. Y cogiéndola fuertemente del pelo hasta que mi hermana se puso de rodillas, le dijo: “vas a recibir la semilla divina que terminará con el demonio que llevas dentro”, y bajándose la cremallera, sacó una polla gordísima completamente tiesa. Volvió a tirar a mi hermana del pelo, haciendo que su cabeza se inclinara hacia atrás, y mirándola fijamente a sus ojos llorosos le dijo: “Ahora vas a abrir la boca sin rechistar hasta que yo te lo diga, entendido?”. Mi hermana asintió con la cabeza mientras varios lagrimones resbalaban por sus mejillas. Abrió la boca todo lo que pudo, mientras su miraba se elevaba hasta la cara del viejo sacerdote, y entonces, el muy cabrón, le metió la polla en la boca, hasta la garganta, de un solo golpe. Mi hermana empezó a toser y a dar arcadas, pero el cura la agarró fuertemente de la nuca, para evitar que sacase aquel monstruoso pollón de su boquita, y empezó a follársela por la boca con fuerza y rapidez. Yo veía como su enorme rabo entraba y salía de la boquita de mi hermana, sin apenas dejarla respirar. El cura siguió con el mete-saca, sin soltar a mi hermana de la nuca, gimiendo como un toro desbocado y emitiendo sonidos que parecían de otra lengua, ya que yo era incapaz de entender lo que estaba diciendo. Entonces, el viejo cura empezó a bufar, con la cara roja como un tomate, y agarrando a mi hermana de la cabeza con ambas manos….empezó a correrse dentro de su boca!. Tal tuvo que ser la cantidad de leche que salía de aquel pollón, que a mi hermana (por mucho que intentaba tragársela) se le escapaban grandes chorros de leche blanquecina por la comisura de sus labios. Justo en esos momentos, la rubia de coletas que aún seguía mamando en la pantalla del televisor, se sacó una polla gorda y venosa de su boca….y largos chorros de leche blanca y espesa fueron cayendo sobre su cara, su pelo, y hasta en sus tetas!!!
Tras asegurarse de que había salido hasta la última gota de leche de su nabo, el viejo cura se subió la cremallera y salió de la habitación volviendo con un paño de cocina en la mano. Y dándoselo a mi hermana para que se limpiase le dijo: “vístete y salid de aquí…no quiero volver a ver a ninguno de los dos. Y si yo me entero que le habéis contado a alguien lo que ha pasado aquí esta tarde, le diré a vuestro abuelo que os pillé robando el dinero de las donaciones de la sacristía. Y ahora…fuera de aquí!!”. Mi hermana y yo salimos corriendo, sabiendo perfectamente que no podríamos decir a nadie lo que nos acababa de pasar. Nunca podríamos contárselo a nuestros abuelos, porque aunque lo hiciéramos no nos creerían…y probablemente mi abuelo nos daría una paliza por inventar tales calumnias en contra del honorable y respetado Don Miguel. Pero al salir a la calle, y ponernos a caminar en silencio hacía la casa de nuestros abuelos, pude ver como (mientras mi hermana se secaba las lagrimas con la parte baja de su vestido, dejando su chocho al aire en plena calle) se dibujaba una amplia sonrisa de satisfacción en su cara. Yo no podía creer lo que estaba viendo…parecía que acababan de abusar de mi hermana, delante de mis narices, y a la muy zorra le había gustado!.
FIN
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